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Cuando dejó de llover rondaba la medianoche. Desde el ático del abogado Brians, Barcelona ofrecía un aspecto inhóspito bajo un cielo de nubes bajas que se arrastraban sobre los tejados.

—¿Tiene adónde ir, Fermín? —preguntó Brians.

—Tengo una oferta tentadora para instalarme de concubino y guardaespaldas de una moza un tanto ligera de cascos pero de buen corazón y una carrocería que quita el hipo, pero no me veo yo en el papel de mantenido ni aunque sea a los pies de la Venus de Jerez.

—No me acaba de gustar la idea de que esté usted en la calle, Fermín. Es peligroso. Se puede quedar aquí el tiempo que quiera.

Fermín miró alrededor.

—Ya sé que no es el hotel Colón, pero tengo una cama abatible ahí detrás, no ronco y, la verdad, agradecería la compañía.

—¿No tiene usted novia?

—Mi novia era la hija del socio fundador del bufete del que Valls y compañía consiguieron que me despidieran.

—Esta historia de Martín la está usted pagando cara. Voto de castidad y de pobreza.

Brians sonrió.

—Deme una causa perdida y yo soy feliz.

—Pues mire, le voy a tomar la palabra. Pero sólo si me permite ayudar y contribuir. Puedo limpiar, ordenar, mecanografiar, cocinar, ofrecerle asesoría y servicios de detección y vigilancia, y si en un momento de flaqueza se ve usted en un brete y necesita aflojar la presión, a través de mi amiga la Rociíto estoy seguro de que le puedo facilitar los servicios de una profesional que lo deje a usted nuevo, que en los años jóvenes hay que vigilar que una sobreacumulación de efluvios seminales se le suban a la cabeza, porque luego es peor.

Brians le tendió la mano.

—Trato hecho. Queda usted contratado como pasante adjunto al bufete de Brians y Brians, el defensor de los insolventes.

—Como me llamo Fermín que antes de que acabe la semana le he conseguido a usted un cliente de los que pagan en metálico y por adelantado.

Fue así como Fermín Romero de Torres se instaló temporalmente en el minúsculo despacho del abogado Brians, donde empezó por reordenar, limpiar y poner al día todos los dossiers, carpetas y casos abiertos. En un par de días el despacho parecía haber triplicado su superficie merced a las artes de Fermín, que lo había dejado como una patena. Fermín pasaba la mayor parte del día allí encerrado, pero destinaba un par de horas a expediciones varias de las que regresaba con puñados de flores sustraídas del vestíbulo del teatro Tívoli, algo de café, que conseguía camelándose a una camarera del bar de abajo, y finos artículos del colmado Quílez que anotaba en la cuenta del bufete que había despachado a Brians y del que Fermín se había presentado como nuevo chico de los recados.

—Fermín, este jamón está de miedo, ¿de dónde lo ha sacado?

—Pruebe el manchego, que verá la luz.

Durante las mañanas revisaba todos los casos de Brians y pasaba a limpio sus notas. Por las tardes cogía el teléfono y, a golpe de listín, se lanzaba a la búsqueda de clientes de presumible solvencia. Cuando olfateaba posibilidades, procedía a rematar la llamada con una visita a domicilio. De un total de cincuenta llamadas a comercios, profesionales y particulares del barrio, diez se convirtieron en visitas y tres en nuevos clientes para Brians.

El primero era una viuda en litigio con una compañía de seguros que se negaba a pagar por la defunción de su marido, argumentando que el paro cardíaco que le había sobrevenido tras una comilona de langostinos en Las Siete Puertas era un caso de suicidio no contemplado en la póliza. El segundo, un taxidermista al que un torero retirado le había llevado el miura de quinientos kilos que había terminado con su carrera en los ruedos y que, una vez disecado, el diestro se negó a recoger y a pagar porque, según él, los ojos de cristal que le había colocado el taxidermista le conferían un aire endemoniado que lo había hecho salir corriendo del establecimiento al grito de «¡lagarto, lagarto!». Y el tercero, un sastre de la ronda San Pedro al que un dentista sin título le había extraído cinco molares, ninguno de ellos cariado. Eran casos de poca monta, pero todos los clientes habían abonado un retente y firmado un contrato.

—Fermín, le voy a poner un sueldo fijo.

—Ni hablar.

Fermín se negó a aceptar emolumento alguno por sus buenos oficios excepto pequeños préstamos ocasionales con los que los domingos por la tarde se llevaba a la Rociíto al cine, a bailar a La Paloma o al parque del Tibidabo, donde en la casa de los espejos la joven le dejó un chupetón en el cuello que le escoció una semana y donde, aprovechando un día en que eran los dos únicos pasajeros en el avión de falsete que sobrevolaba en círculos el cielo en miniatura de Barcelona, Fermín recuperó el pleno ejercicio y goce de su hombría tras una larga temporada alejado de los escenarios del amor apresurado.

Un día, magreando las beldades de la Rociíto en lo alto de la noria del parque, Fermín se dijo que casi parecía que aquéllos, contra todo pronóstico, estaban resultando ser buenos tiempos. Y le entró el miedo, porque sabía que no podían durar y que aquellas gotas de paz y felicidad robadas se evaporarían antes que la juventud de la carne y los ojos de la Rociíto.