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La tormenta descargaba con fuerza sobre la ciudad. Fermín sostenía una taza de café en sus manos mientras Brians, de pie frente a la ventana abierta, contemplaba la lluvia azotando los tejados del Ensanche y relataba los últimos días de Isabella.

—Enfermó de repente, sin explicación. Si la hubiera conocido usted… Isabella era joven, llena de vida. Tenía una salud de hierro y había sobrevivido a las miserias de la guerra. Todo ocurrió como quien dice de un día para otro. La noche que usted consiguió huir del castillo, Isabella volvió tarde a casa. Cuando su esposo la encontró estaba arrodillada en el baño, sudando y con palpitaciones. Dijo que se encontraba mal. Llamaron al médico, pero antes de que llegase empezaron las convulsiones y vomitó sangre. El médico dijo que era una intoxicación y que debía seguir una dieta estricta durante unos días, pero a la mañana siguiente estaba peor. El señor Sempere la envolvió en unas mantas y un vecino taxista los acompañó al hospital del Mar. Le habían salido unas manchas oscuras en la piel, como llagas, y el pelo se le caía a puñados. En el hospital estuvieron esperando un par de horas pero al fin los médicos se negaron a verla, porque había alguien en la sala, un paciente al que aún no habían atendido que dijo conocer a Sempere y le acusó de haber sido comunista o alguna estupidez por el estilo. Supongo que para colarse. Una enfermera les dio un jarabe que, según dijo, le iría bien para limpiar el estómago, pero Isabella no podía tragar nada. Sempere no sabía qué hacer. La llevó a casa y empezó a llamar a un médico tras otro. Nadie sabía qué le sucedía. Un practicante que era cliente habitual de la librería conocía a alguien en el servicio del Clínico. Sempere la llevó allí.

»En el Clínico le dijeron que podía ser cólera y que se la llevase a casa, porque había un brote y ellos estaban saturados. Varias personas habían muerto ya en el barrio. Isabella cada día estaba peor. Deliraba. Su marido se desvivió y removió cielo y tierra, pero al cabo de unos días ya estaba tan débil que no pudo ni llevarla al hospital. Murió a la semana de enfermar, en el piso de la calle Santa Ana, encima de la librería…

Un largo silencio medió entre ellos sin más compañía que el repicar de la lluvia y el eco de truenos que se alejaban a medida que el viento amainaba.

—No fue hasta un mes después cuando me dijeron que la habían visto una noche en el café de la Ópera, frente al Liceo. Estaba sentada con Mauricio Valls. Isabella, desoyendo mis consejos, lo había amenazado con desvelar su plan de utilizar a Martín para que reescribiese no sé qué birria con la que creía que se iba a hacer célebre y le iban a llover medallas. Fui allí a preguntar. El camarero se acordaba de que Valls había llegado antes en un coche y me dijo que le había pedido dos manzanillas y miel.

Fermín sopesó las palabras del joven abogado.

—¿Y cree usted que Valls la envenenó?

—No puedo probarlo, pero cuantas más vueltas le doy más claro lo tengo. Tuvo que ser Valls.

Fermín arrastró la mirada por el suelo.

—¿Lo sabe el señor Martín?

Brians negó.

—No. Después de su fuga, Valls ordenó que Martín fuese confinado a la celda de aislamiento en una de las torres.

—¿Y el doctor Sanahuja? ¿No los pusieron a los dos juntos?

Brians suspiró, derrotado.

—A Sanahuja lo sometieron a un consejo de guerra por traición. Lo fusilaron dos semanas después.

Un largo silencio inundó la sala. Fermín se levantó y empezó a caminar en círculos, agitado.

—¿Y a mí por qué nadie me ha buscado? Al fin y al cabo, yo soy la causa de todo…

—Usted no existe. Para evitar la humillación ante sus superiores y la ruina de su prometedora carrera en el régimen, Valls hizo jurar a la patrulla que envió en su busca que lo habían alcanzado de un disparo cuando se escapaba por la ladera de Montjuic y que lanzaron su cuerpo a la fosa común.

Fermín saboreó la rabia en los labios.

—Pues mire, estoy por plantarme ahora mismo en el Gobierno Militar y decir «éstos son mis cojones». A ver cómo explica Valls mi resurrección.

—No diga tonterías. Así no iba a arreglar nada. Lo único que conseguiría es que se lo llevasen a la carretera de las Aguas y le pegasen un tiro en la nuca. Esa sabandija no lo vale.

Fermín asintió, pero la vergüenza y la culpa se lo comían por dentro.

—¿Y Martín? ¿Qué va a ser de él?

Brians se encogió de hombros.

—Lo que sé es confidencial. No puede salir de estas cuatro paredes. Hay un carcelero en el castillo, un tal Bebo, que me debe más de uno y de dos favores. Le iban a matar a un hermano pero conseguí que le conmutasen la pena por diez años en una cárcel de Valencia. Bebo es un buen hombre y me cuenta todo lo que ve y oye en el castillo. Valls no me deja ver a Martín, pero a través de Bebo he podido saber que está vivo y que Valls lo tiene encerrado en la torre y vigilado las veinticuatro horas del día. Le ha entregado papel y pluma. Bebo dice que Martín está escribiendo.

—¿El qué?

—A saber. Valls cree, o eso me dijo Bebo, que Martín le está escribiendo el libro que le ha encargado basado en sus notas. Pero Martín, que usted y yo sabemos que no está muy en sus cabales, parece que está escribiendo otra cosa. A veces repite en voz alta lo que escribe, o se levanta y empieza a dar vueltas por la celda recitando trozos de diálogo y frases enteras. Bebo hace el turno de noche junto a su celda y cuando puede le pasa cigarrillos y terrones de azúcar, que es lo único que come. ¿Martín le habló a usted alguna vez de algo llamado El Juego del Ángel?

Fermín negó.

—¿Es ése el título del libro que está escribiendo?

—Eso dice Bebo. Por lo que él ha podido entender de lo que le cuenta Martín y de lo que le oye decir en voz alta, suena como si fuese una especie de autobiografía o una confesión… Si quiere saber mi opinión, Martín se ha dado cuenta de que está perdiendo el juicio y antes de que sea demasiado tarde está intentando poner en papel lo que recuerda. Es como si se estuviese escribiendo una carta a sí mismo para saber quién es…

—¿Y qué pasará cuando Valls descubra que no ha hecho caso de sus órdenes?

El abogado Brians le devolvió una mirada fúnebre.