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Al día siguiente Fermín salió de puntillas para no despertar al padre Valera, que se había quedado dormido en el sofá con un libro de poemas de Machado en la mano y roncaba como un toro de lidia. Antes de partir le plantó un beso en la frente y dejó encima de la mesa del comedor la plata que el cura le había envuelto en una servilleta y colado en la maleta. Luego se perdió escaleras abajo con la ropa y la conciencia limpias, y con la determinación de seguir vivo, al menos, unos cuantos días más.

Aquel día salió el sol y una brisa limpia que venía del mar tendió un cielo brillante y acerado que dibujaba sombras alargadas al paso de la gente. Fermín dedicó la mañana a recorrer las calles que recordaba, a detenerse en escaparates y a sentarse en bancos a ver pasar chicas guapas, que para él eran todas. Al mediodía se acercó a una tasca que quedaba a la entrada de la calle Escudellers, cerca del restaurante Los Caracoles, de tan grata memoria. La tasca en sí tenía la infausta reputación entre los paladares más valientes y sin remilgos de vender los bocadillos más baratos de toda Barcelona. El truco, decían los expertos, consistía en no preguntar acerca de los ingredientes.

Con sus nuevas galas de señor y una contundente armadura de ejemplares de La Vanguardia doblados debajo de la ropa para conferir empaque, asomo de musculatura y abrigo de bajo presupuesto, Fermín se sentó a la barra y, tras consultar la lista de delicias al alcance de los bolsillos y los estómagos más modestos, procedió a abrir negociaciones con el camarero.

—Tengo una pregunta, joven. En el especial del día, bocadillo de mortadela y fiambre de Cornellá en pan de payés, ¿el pan es con tomate fresco?

—Recién recogido de nuestras huertas en el Prat, detrás de la fábrica de ácido sulfúrico.

—Bouquet de altura. Y dígame usted, buen hombre. ¿Se fía en esta casa?

El camarero perdió el semblante risueño y se replegó tras la barra, colgándose el trapo al hombro con gesto hostil.

—Ni a Dios.

—¿No se hacen excepciones en el caso de mutilados de guerra condecorados?

—Aire o avisamos a la Social.

Visto el giro que había tomado el intercambio, Fermín se batió en retirada en busca de un rincón tranquilo en el que replantear su estrategia. Acababa de instalarse en el escalón de un portal cuando la silueta de una chiquilla, que no debía de tener ni diecisiete años pero apuntaba ya curvas de corista, pasó a su lado y fue a dar de bruces en el suelo.

Fermín se levantó para ayudarla y apenas la había asido del brazo cuando escuchó pasos a su espalda y oyó una voz que hacía que la del rudo camarero que lo acababa de enviar a tomar viento fresco sonara a música celestial.

—Mira, furcia de mierda, a mí no me vengas con ésas o te rajo la cara y te dejo tirada en la calle, que es más puta que tú.

El autor de aquel discurso era un macarrón de tez cetrina y dudoso gusto en complementos de bisutería. Dejando de lado el hecho de que el susodicho doblaba en corpulencia a Fermín y que portaba en la mano lo que tenía trazas de ser un objeto cortante o cuando menos puntiagudo, Fermín, que empezaba a estar hasta la coronilla de matones y chulos, se interpuso entre la joven y aquel tipo.

—¿Y tú quién coño eres, desgraciao? Venga, lárgate antes de que te rompa la cara.

Fermín sintió que la muchacha, que le pareció que olía a una rara mezcla de canela y fritanga, se aferraba a sus brazos. Un simple vistazo al matón bastaba para saber que la situación no tenía cariz de solventarse por la vía dialéctica y, por toda respuesta, Fermín decidió pasar a la acción. Tras un análisis in extremis de su oponente, Fermín llegó a la conclusión de que el montante de su masa corporal era mayormente sebo y que, en lo que se decía músculo, o materia gris, no presentaba excedentes.

—A mí no me habla usted así, y a la señorita menos.

El macarra lo miró atónito, sin visos de haber registrado sus palabras. Un instante después, el individuo, que esperaba de aquel alfeñique cualquier cosa menos guerra, encajó con la sorpresa del mes un maletazo contundente en las partes blandas al que, una vez derribado en el suelo con las manos amarrándose las esencias, le siguieron cuatro o cinco impactos con la esquina de cuero de la valija en puntos estratégicos que lo dejaron, al menos durante un rato, abatido y desmotivado.

Un grupo de transeúntes que había presenciado el incidente comenzó a aplaudir, y, cuando Fermín se volvió para comprobar si la muchacha estaba bien, se encontró con su mirada embelesada y envenenada de gratitud y ternura de por vida.

—Fermín Romero de Torres, para servirla a usted, señorita.

La muchacha se aupó a pies juntillas y le besó en la mejilla.

—Yo soy la Rociíto.

A sus pies el tipejo intentaba incorporarse y recuperar el aliento. Antes de que el equilibrio de fuerzas dejase de serle favorable, Fermín optó por poner distancia con el escenario de la confrontación.

—Habría que migrar con cierta premura —anunció Fermín—. Perdida la iniciativa, la batalla está en nuestra contra…

La Rociíto lo tomó del brazo y lo guió a través de una red de callejuelas angostas que desembocaba en la plaza Real. Una vez al sol y en campo abierto, Fermín se detuvo un instante a recuperar el aliento. La Rociíto pudo ver que Fermín palidecía por momentos y no ofrecía un buen aspecto. La joven intuyó que las emociones del encuentro, o el hambre, habían inducido una bajada de tensión en su valiente campeón y lo acompañó hasta la terraza del hostal Dos Mundos, donde Fermín se desplomó en una de las sillas.

La Rociíto, que tendría diecisiete años pero un ojo clínico que ya hubiese querido para sí el doctor Trueta, procedió a pedirle un surtido de tapas con el que revivirle. Cuando Fermín vio llegar el festín, se alarmó.

—Rociíto, que no llevo ni un céntimo…

—Esto lo pago yo —atajó con orgullo—. Que de mi hombre me cuido yo y lo tengo bien alimentao.

La Rociíto lo iba empapuzando a golpe de choricillos, pan y patatas bravas, todo ello bañado en una monumental jarra de cerveza. Fermín fue reviviendo y recuperando el tono vital ante la mirada satisfecha de la chica.

—De postre, si quiere, le hago una especialidad de la casa que se queda tonto —ofreció la joven relamiéndose los labios.

—Pero, chiquilla, ¿tú no tendrías que estar en el colegio ahora, con las monjas?

La Rociíto le rió la gracia.

—Ay, tunante, qué labia que tiene el señorito.

A medida que discurría el festín, Fermín comprendió que, si de la muchacha dependiese, tenía ante él una prometedora carrera de proxeneta. Sin embargo, otros asuntos de mayor calado reclamaban su atención.

—¿Cuántos años tienes, Rociíto?

—Dieciocho y medio, señorito Fermín.

—Pareces mayor.

—Es la delantera. Me salió a los trece y gloria da verla, aunque me esté mal decirlo.

Fermín, que no había visto una conspiración de curvas comparable desde sus anhelados días en La Habana, intentó recobrar el sentido común.

—Rociíto —empezó—, yo no me puedo hacer cargo de ti…

—Ya lo sé, señorito, no se crea que soy tonta. Ya sé que usted no es hombre para vivir de una mujer. Que seré joven, pero he aprendío a verlos venir…

—Me tienes que decir dónde te puedo enviar el dinero de este banquete, porque ahora me pillas en un momento económico delicado…

La Rociíto negó.

—Tengo una habitación aquí, en el hostal, a medias con la Lali, pero ella está fuera todo el día porque se hace los barcos mercantes… ¿Por qué no sube el señorito y le doy un masaje?

—Rociíto…

—Que invita la casa…

Fermín la contemplaba con un deje melancólico.

—Tiene usted los ojos tristes, señorito Fermín. Deje que la Rociíto le alegre la vida, aunque sea un ratito. ¿Qué mal hay en eso?

Fermín bajó la mirada avergonzado.

—¿Cuánto hace que el señorito no está con una mujer como Dios manda?

—Ya ni me acuerdo.

La Rociíto le brindó la mano y, tirando de él, se lo llevó escaleras arriba a un cuarto minúsculo en el que apenas había un camastro y una pila. La habitación tenía un pequeño balcón que daba a la plaza. La muchacha corrió una cortina y se desprendió en un tris del vestido de flores que llevaba y bajo el que sólo estaba su piel. Fermín contempló aquel milagro de la naturaleza y se dejó abrazar por un corazón que era casi tan viejo como el suyo.

—Si el señorito no quiere no hace falta que hagamos nada, ¿eh?

La Rociíto le acostó en la cama y se tendió a su lado. Lo abrazó y le acarició la cabeza.

—Shhh, shhhh —susurraba.

Fermín, con el rostro sobre aquel pecho de dieciocho años, se echó a llorar.

Al caer la tarde, cuando la Rociíto tenía que incorporarse a su turno de oficio, Fermín recuperó el pedazo de papel con la dirección del abogado Brians que Armando le había entregado un año atrás y decidió ir a su encuentro. La Rociíto insistió en prestarle algo de calderilla para que tuviese para coger tranvías y tomarse un café y le hizo jurar y perjurar que volvería a verla, aunque sólo fuera para llevarla al cine o a misa, porque ella era muy devota de la Virgen del Carmen y le gustaban mucho los ceremoniales, sobre todo cuando cantaban. La Rociíto lo acompañó hasta abajo y al despedirse le dio un beso en los labios y un pellizco en el culo.

—Bombonaso —le dijo al verle partir bajo los arcos de la plaza.

Cuando cruzó la plaza de Cataluña, un lazo de nubes cargadas empezaba a arremolinarse en el cielo. Las bandadas de palomas que habitualmente sobrevolaban la plaza habían buscado el cobijo de los árboles y esperaban inquietas. La gente podía oler la electricidad en el aire y apretaba el paso hacia las bocas del metro. Se había levantado un viento desapacible que arrastraba una marea de hojas secas por el suelo. Fermín se apresuró y para cuando llegó a la calle Caspe ya empezaba a diluviar.