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Los días se arrastraban con parsimonia. Armando pasaba una vez al día por la barraca a interesarse por el estado del moribundo. La fiebre daba tímidas muestras de ir amainando y la madeja de golpes, cortes y heridas que cubrían su cuerpo parecían empezar a sanar lentamente bajo los ungüentos. El moribundo pasaba la mayor parte del día durmiendo o murmurando palabras incomprensibles entre la vigilia y el sueño.

—¿Vivirá? —preguntaba Armando a veces.

—Aún no lo ha decidido —le contestaba aquella mujerona desdibujada por los años a quien aquel infeliz había tomado por su madre.

Los días cristalizaron en semanas y pronto pareció evidente que nadie vendría a preguntar por el extraño, porque nadie pregunta por aquello que prefiere ignorar. Normalmente la policía y la Guardia Civil no entraban en el Somorrostro. Una ley de silencio delineaba con claridad que la ciudad y el mundo acababan a las puertas del poblado de chabolas y a ambas partes les interesaba mantener aquella frontera invisible. Armando sabía que, al otro lado, eran muchos los que secreta o abiertamente rezaban para que un día la tormenta se llevase para siempre la ciudad de los pobres, pero hasta que llegase ese día, todos preferían mirar hacia otro lugar, dar la espalda al mar y a las gentes que malvivían entre la orilla y la jungla de fábricas del Pueblo Nuevo. Aun así, Armando tenía sus dudas. La historia que intuía detrás de aquel extraño inquilino que habían acogido bien podía llevar a que la ley del silencio se quebrase.

A las pocas semanas, un par de policías novatos se acercaron a preguntar si alguien había visto a un hombre que se parecía al extraño. Armando se mantuvo alerta durante días, pero cuando nadie más acudió en su busca acabó por comprender que a aquel hombre no lo quería encontrar nadie. Tal vez había muerto y ni siquiera lo sabía.

Al mes y medio de llegar allí, las heridas de su cuerpo empezaron a sanar. Cuando el hombre abrió los ojos y preguntó dónde estaba, lo ayudaron a incorporarse y a sorber un caldo, pero no le dijeron nada.

—Tiene usted que descansar.

—¿Estoy vivo? —preguntó.

Nadie le confirmó si lo estaba o no. Sus días pasaban entre el sueño y una fatiga que no le abandonaba. Cada vez que cerraba los ojos y se entregaba al cansancio, viajaba al mismo lugar. En su sueño, que se repetía noche tras noche, escalaba las paredes de una fosa infinita sembrada de cadáveres. Cuando llegaba a la cima y se volvía a mirar atrás veía que aquella marea de cuerpos espectrales se removía como un remolino de anguilas. Los muertos abrían los ojos y escalaban los muros, siguiendo sus pasos. Lo seguían a través de la montaña y se adentraban en las calles de Barcelona, buscando los que habían sido sus hogares, llamando a las puertas de quienes habían amado. Algunos iban en busca de sus asesinos y recorrían la ciudad sedientos de venganza, pero la mayoría sólo quería regresar a sus casas, a sus camas, a sostener en sus brazos a los hijos, esposas y amantes que habían dejado atrás. Sin embargo nadie les abría las puertas, nadie les sostenía la mano y nadie quería besar sus labios, y el moribundo, cubierto de sudor, se despertaba en la oscuridad con el estruendo ensordecedor del llanto de los muertos en el alma.

Un extraño solía visitarle a menudo. Olía a tabaco y a colonia, dos sustancias de poca circulación en aquella época. Se sentaba en una silla a su lado y le miraba con ojos impenetrables. Tenía el pelo negro como el alquitrán y los rasgos afilados. Cuando se daba cuenta de que el paciente estaba despierto le sonreía.

—¿Es usted Dios o el diablo? —le preguntó en una ocasión el moribundo.

El extraño se encogió de hombros y consideró la pregunta.

—Un poco de ambos —respondió al fin.

—Yo en principio soy ateo —informó el paciente—. Aunque en realidad tengo mucha fe.

—Como mucha gente. Descanse ahora, amigo mío. Que el cielo puede esperar. Y el infierno le viene pequeño.