Fermín pasó siete días delirando en el interior de la barraca. Ningún paño húmedo conseguía apaciguarle la fiebre; ningún ungüento era capaz de calmar el mal que, decían, lo devoraba por dentro. Las viejas del lugar, que a menudo se turnaban para cuidar de él y administrarle tónicos con la esperanza de mantenerlo con vida, decían que el extraño llevaba un demonio dentro, el demonio de los remordimientos, y que su alma quería huir hacia el final del túnel y descansar en el vacío de la negrura.
Al séptimo día el hombre al que todos llamaban Armando y cuya autoridad en aquel lugar quedaba un par de centímetros por debajo de la de Dios acudió a la barraca y tomó asiento junto al enfermo. Examinó sus heridas, levantó sus párpados con los dedos y leyó los secretos escritos en sus pupilas dilatadas. Las ancianas que cuidaban de él se habían congregado en un corro a su espalda y esperaban en respetuoso silencio. Al rato Armando asintió para sí mismo y abandonó la barraca. Un par de jóvenes que esperaban en la puerta lo siguieron hasta la línea de espuma en la orilla donde rompía la marea y escucharon sus instrucciones con atención. Armando los vio partir y se quedó allí, sentado sobre los restos de una barcaza de pescadores desguazada por el temporal que había quedado varada entre la playa y el purgatorio.
Encendió un cigarro corto y lo saboreó a la brisa del amanecer. Mientras fumaba y meditaba sobre qué debía hacer, Armando extrajo un pedazo de página de La Vanguardia que llevaba en el bolsillo desde hacía días. Allí, enterrada entre anuncios de fajas y breves sobre la actualidad de espectáculos en el Paralelo, asomaba una escueta noticia en la que se informaba de la fuga de un prisionero de la cárcel de Montjuic. El texto tenía aquel regusto estéril de las historias que reproducen palabra por palabra el comunicado oficial. La única licencia que se había permitido el redactor era una coletilla donde se afirmaba que nunca antes alguien había conseguido huir de aquella inexpugnable fortaleza.
Armando alzó la mirada y contempló la montaña de Montjuic, que se alzaba al sur. El castillo, un apunte de torres serradas entre la bruma, sobrevolaba Barcelona. Armando sonrió con amargura y, con la brasa de su cigarro, prendió aquel recorte de prensa y lo vio deshacerse en cenizas en la brisa. Los diarios, como siempre, eludían la verdad como si en ello les fuera la vida, y quizá con razón. Todo en aquella noticia apestaba a medias verdades y a detalles dejados de lado. Entre ellos, la circunstancia de que nadie había conseguido fugarse de la prisión de Montjuic. Aunque tal vez, pensó, en este caso era verdad porque él, el hombre al que llamaban Armando, sólo era alguien en el mundo invisible de la ciudad de los pobres y los intocables. Hay épocas y lugares en los que no ser nadie es más honorable que ser alguien.