El alba despuntaba cuando llegó al laberinto infinito de chabolas que cubrían la playa del Somorrostro. La bruma del alba reptaba desde el mar y serpenteaba entre los tejados. Fermín se adentró en las callejuelas y túneles de la ciudad de los pobres hasta caer entre dos pilas de escombros. Allí lo encontraron dos niños harapientos que arrastraban unas cajas de madera y que se detuvieron a contemplar aquella silueta esquelética que parecía sangrar por todos los poros de su piel.
Fermín les sonrió e hizo el signo de la victoria con dos dedos. Los niños se miraron entre sí. Uno de ellos dijo algo que no pudo oír. Se abandonó a la fatiga y con los ojos entreabiertos pudo ver que lo recogían del suelo entre cuatro personas y lo tendían en un catre junto a un fuego. Sintió el calor en la piel y recuperó lentamente la sensación en pies, manos y brazos. El dolor vino después, como una marea lenta pero inexorable. A su alrededor voces apagadas de mujeres murmuraban palabras incomprensibles. Le quitaron los pocos harapos que le quedaban encima. Paños empapados en agua caliente y alcanfor acariciaron con infinita delicadeza su cuerpo desnudo y quebrado.
Entreabrió los ojos al sentir la mano de una anciana sobre su frente, la mirada cansada y sabia sobre la suya.
—¿De dónde vienes? —preguntó aquella mujer que Fermín, en su delirio, creyó que era su madre.
—De entre los muertos, madre —murmuró—. He regresado de entre los muertos.