Fermín notó que el camión aminoraba la marcha y negociaba los últimos escollos de aquel camino sin pavimentar. Tras un par de minutos de baches y quejidos del camión, el motor se detuvo. El hedor que traspasaba el tejido de la saca era indescriptible. Los dos enterradores se aproximaron a la parte trasera del camión. Escuchó el chasquido de la palanca que aseguraba el cierre y luego, de súbito, un fuerte tirón en la saca y una caída al vacío.
Fermín golpeó el suelo con el costado. Un dolor sordo se extendió por su hombro. Antes de que pudiese reaccionar, los dos enterradores recogieron el saco del suelo empedrado y, sosteniendo un extremo cada uno de ellos, lo llevaron cuesta arriba hasta detenerse unos metros más allá. Dejaron caer de nuevo el saco y entonces Fermín oyó cómo uno de ellos se arrodillaba y empezaba a deshacer el nudo que sellaba la saca. Los pasos del otro se alejaron un par de metros y pudo percibir cómo recogía algo metálico. Fermín intentó tomar aire pero aquel miasma le quemaba la garganta. Cerró los ojos. El aire frío le rozó el rostro. El enterrador asió el saco por el extremo cerrado y tiró con fuerza. El cuerpo de Fermín rodó sobre piedras y terreno encharcado.
—Venga, a la de tres —dijo uno de ellos.
Cuatro manos lo asieron por los tobillos y las muñecas. Fermín luchó por contener la respiración.
—Oye, ¿no está sudando?
—¿Cómo coño va a sudar un muerto, atontao? Será el charco. Hala, una, dos y…
Tres. Fermín se sintió balancear en el aire. Un instante después estaba volando y se abandonó a su destino. Abrió los ojos en pleno vuelo y cuanto pudo apreciar antes del impacto fue que se precipitaba hacia el fondo de una zanja cavada en la montaña. La claridad de la luna no permitía más que distinguir algo pálido que cubría el suelo. Fermín tuvo la certeza de que se trataba de piedras y, serenamente, en el medio segundo que tardó en caer, decidió que no le importaba morir.
El aterrizaje fue suave. Fermín sintió que su cuerpo había caído sobre algo blando y húmedo. Cinco metros más arriba, uno de los enterradores sostenía una pala que vació al aire. Un polvo blanquecino se esparció en una neblina brillante que le acarició la piel y, un segundo después, empezó a devorarla como si se tratase de ácido. Los dos enterradores se alejaron y Fermín se incorporó para descubrir que se encontraba en una fosa abierta en la tierra repleta de cadáveres cubiertos de cal viva. Intentó sacudirse aquel polvo de fuego y trepó entre los cuerpos hasta alcanzar el muro de tierra. Escaló hundiendo las manos en la tierra e ignorando el dolor.
Cuando alcanzó la cima, consiguió arrastrarse hasta un charco de agua sucia en el que limpiar la cal. Se puso de pie y pudo apreciar que las luces del camión se alejaban en la noche. Se volvió un instante a mirar atrás y vio que la fosa se extendía a sus pies como un océano de cadáveres trenzados entre sí. La náusea le golpeó con fuerza y cayó de rodillas, vomitando bilis y sangre sobre las manos. El hedor a muerte y el pánico apenas le permitían respirar. Oyó entonces un rumor en la distancia. Alzó la vista y vio los faros de un par de coches que se aproximaban. Corrió entonces hacia la ladera de la montaña y llegó a una pequeña explanada desde la que se podía ver el mar al pie de la montaña y el faro del puerto en la punta de la escollera.
En lo alto, el castillo de Montjuic se alzaba entre nubes negras que se arrastraban y enmascaraban la luna. El ruido de los coches se aproximaba. Sin pensarlo dos veces Fermín se lanzó ladera abajo, cayendo y rodando entre troncos, piedras y maleza que le golpeaban y le arrancaban la piel a jirones. Ya no sintió dolor, ni miedo, ni cansancio hasta que llegó a la carretera, desde donde echó a correr en dirección a los hangares del puerto. Corrió sin pausa ni aliento, sin noción del tiempo ni conciencia de las heridas que cubrían su cuerpo.