Cuando el señor director llegó al castillo de Montjuic, descendió del coche y se dirigió a toda prisa a su despacho. Su secretario estaba anclado en su pequeño escritorio frente a la puerta, mecanografiando la correspondencia del día con dos dedos.
—Deja eso y haz que traigan ahora mismo al hijo de perra de Salgado —ordenó.
El secretario le miró desconcertado, dudando si abrir la boca.
—No te quedes ahí pasmado. Muévete.
El secretario se levantó, azorado, y rehuyó la mirada iracunda del señor director.
—Salgado ha muerto, señor director. Esta misma noche…
Valls cerró los ojos y respiró hondo.
—Señor director…
Sin molestarse en dar explicaciones Valls corrió y no se detuvo hasta llegar a la celda número 13. Al verle, el carcelero salió de su modorra y le dedicó un saludo militar.
—Excelencia, qué…
—Abre. Rápido.
El carcelero abrió la celda y Valls entró sin contemplaciones. Se dirigió al camastro y, asiendo del hombro el cuerpo que había sobre el camastro, tiró con fuerza. Salgado quedó tendido boca arriba. Valls se inclinó sobre el cuerpo y le olfateó el aliento. Se volvió entonces al carcelero, que le miraba aterrado.
—¿Dónde está el cuerpo?
—Se lo han llevado los de la funeraria…
Valls le propinó una bofetada que lo derribó. Dos centinelas se habían personado en el corredor a la espera de las instrucciones del director.
—Lo quiero vivo —les dijo.
Los dos centinelas asintieron y partieron a paso ligero. Valls se quedó allí, apoyado contra los barrotes de la celda que compartían Martín y el doctor Sanahuja. El carcelero, que se había levantado y no se atrevía ni a respirar, creyó ver que el señor director se estaba riendo.
—Idea suya, supongo, ¿verdad, Martín? —preguntó Valls, al fin.
El señor director hizo un amago de reverencia y, mientras se alejaba por el corredor, aplaudió lentamente.