19

Cuando Salgado despertó de su letargo y abrió los ojos, lo primero que advirtió fue que había alguien inmóvil observándole al pie del camastro. Sintió un amago de pánico y por un instante creyó que todavía estaba en la sala del sótano. Un parpadeo en la luz que flotaba desde los candiles del corredor dibujó rasgos conocidos.

—Fermín, ¿es usted? —preguntó.

La figura en la sombra asintió y Salgado respiró hondo.

—Tengo la boca seca. ¿Queda algo de agua?

Fermín se aproximó lentamente. Portaba algo en la mano: un paño y un frasco de cristal.

Salgado vio cómo Fermín vertía el líquido del frasco en el tejido.

—¿Qué es eso, Fermín?

Fermín no contestó. Su rostro no mostraba expresión alguna. Se inclinó sobre Salgado y le miró a los ojos.

—Fermín, no…

Antes de que pudiera pronunciar otra sílaba Fermín le colocó el paño sobre la boca y la nariz, y apretó con fuerza mientras le sujetaba la cabeza sobre el camastro. Salgado se agitaba con la poca fuerza que le quedaba. Fermín mantuvo el paño sobre su rostro. Salgado le miraba aterrado. Segundos más tarde perdió el conocimiento. Fermín no levantó el paño. Contó cinco segundos más y sólo entonces lo retiró. Se sentó en el camastro dando la espalda a Salgado y esperó unos minutos. Luego, tal y como le había dicho Martín, se acercó a la puerta de la celda.

—¡Carcelero! —llamó.

Escuchó los pasos del novato aproximándose por el corredor. El plan de Martín contemplaba que fuese Bebo quien estuviese en su puesto aquella noche como estaba previsto, y no aquel cretino.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el carcelero.

—Es Salgado, que ha palmado.

El carcelero sacudió la cabeza y esbozó una expresión exasperada.

—Me cago en su puta madre. ¿Y ahora qué?

—Traiga usted el saco.

El carcelero maldijo su suerte.

—Si quiere ya lo meteré yo, jefe —se ofreció Fermín.

El carcelero asintió con un asomo de gratitud.

—Si me trae el saco ahora, mientras yo lo voy metiendo usted puede dar aviso y nos lo recogen antes de medianoche —añadió Fermín.

El carcelero asintió de nuevo y partió en busca del saco de lona. Fermín permaneció a la puerta de la celda. Al otro lado del corredor, Martín y Sanahuja le observaban en silencio.

Diez minutos después, el carcelero regresó sosteniendo la saca por un extremo, incapaz de disimular la náusea que le producía aquel hedor a carroña podrida. Fermín se retiró al fondo de la celda sin esperar instrucciones. El carcelero abrió la celda y echó el saco al interior.

—Avíselos ahora, jefe, y así nos quitan de encima el fiambre antes de las doce o lo tendremos aquí hasta mañana por la noche.

—¿Seguro que lo puede meter ahí usted solo?

—No se preocupe, jefe, que hay práctica.

El carcelero asintió de nuevo, no del todo convencido.

—A ver si tenemos suerte, porque el muñón le está empezando a supurar y eso va a oler que no le cuento…

—Joder —dijo el carcelero alejándose a toda prisa.

Tan pronto como lo oyó llegar al extremo del corredor, Fermín procedió a desnudar a Salgado y luego se desprendió de sus ropas. Se vistió con los harapos pestilentes del ladrón y le puso los suyos. Colocó a Salgado de lado en el camastro, de cara al muro, y lo tapó con la manta hasta cubrirle medio rostro. Entonces agarró el saco de lona y se introdujo dentro. Iba a cerrar la saca cuando recordó algo.

Volvió a salir a toda prisa y se acercó al muro. Rascó con las uñas entre las dos piedras donde había visto a Salgado esconder la llave hasta que asomó la punta. Intentó asirla con los dedos, pero la llave resbalaba y quedaba apresada entre la piedra.

—Dese prisa —llegó la voz de Martín desde el otro lado del corredor.

Fermín clavó las uñas sobre la llave y tiró con fuerza. La uña del anular se desprendió y una punzada de dolor le cegó por unos segundos. Fermín ahogó un grito y se llevó el dedo a los labios. El sabor de su propia sangre, salado y metálico, le llenó la boca. Abrió los ojos de nuevo y vio que un centímetro de la llave sobresalía de la grieta. Esta vez pudo retirarla con facilidad.

Volvió a calzarse la saca de lona y, como pudo, cerró el nudo desde el interior, dejando una abertura de casi un palmo. Contuvo las arcadas que le subían por la garganta y se tendió en el suelo, anudando los cordeles desde el interior de la saca hasta dejar apenas una rendija del tamaño de un puño. Se llevó los dedos a la nariz y prefirió respirar a través de su propia mugre antes que rendirse a aquel hedor a podredumbre. Ahora sólo cabía esperar, se dijo.