A las diez y veinte Isabella Sempere entró por la puerta. Vestía un abrigo sencillo y llevaba el pelo recogido y el rostro sin maquillar. Valls la vio y alzó la mano. Isabella se quedó un instante observándole y luego se aproximó lentamente a la mesa. Valls se levantó y ofreció su mano sonriendo afablemente. Isabella ignoró la mano y tomó asiento.
—Me he tomado la libertad de pedir dos manzanillas, que es lo que mejor sienta en una noche desapacible como ésta.
Isabella asintió evitando la mirada de Valls. El señor director la contempló detenidamente. La señora de Sempere, como siempre que acudía a verle, se había desarreglado todo lo posible y había intentado disimular su belleza. Valls observó el dibujo de sus labios, el pulso en su garganta y la curva de sus senos bajo el abrigo.
—Usted dirá —dijo Isabella.
—Ante todo, permítame agradecerle que haya acudido a este encuentro con tan poco margen de tiempo. He recibido su nota esta tarde y he creído que era conveniente que hablásemos del tema fuera del despacho y de la prisión.
Isabella se limitó a asentir. Valls probó la manzanilla y se relamió los labios.
—Buenísima. La mejor de Barcelona. Pruébela.
Isabella ignoró su invitación.
—Como comprenderá, toda discreción es poca. ¿Puedo preguntarle si le ha dicho a alguien que venía usted aquí esta noche?
Isabella negó.
—¿Su esposo tal vez?
—Mi marido está haciendo inventario en la librería. No llegará a casa hasta bien entrada la madrugada. Nadie sabe que estoy aquí.
—¿Le pido otra cosa? Si no le apetece una manzanilla…
Isabella negó y tomó la taza en sus manos.
—Está bien así.
Valls sonrió serenamente.
—Como le decía, he recibido su carta. Entiendo su indignación y quería explicarle que todo se trata de un malentendido.
—Está usted chantajeando a un pobre enfermo mental, su prisionero, para que le escriba una obra con la que ganar reputación. No creo haber entendido mal nada hasta ese punto.
Valls deslizó una mano hacia Isabella.
—Isabella… ¿Puedo llamarla así?
—No me toque.
Valls retiró la mano, esgrimiendo un gesto conciliador.
—Está bien, sólo hablemos con calma.
—No hay nada de qué hablar. Si no deja usted en paz a David, llevaré su historia y su fraude hasta Madrid o hasta donde haga falta. Todos sabrán qué clase de persona y qué clase de literato es usted. Nada ni nadie me va a detener.
Las lágrimas asomaban en los ojos de Isabella y la taza de manzanilla temblaba en sus manos.
—Por favor, Isabella. Beba un poco. Le hará bien.
Isabella bebió un par de sorbos, ausente.
—Así, con una pizca de miel, es como sabe mejor —añadió Valls.
Isabella bebió dos o tres sorbos más.
—Debo decirle que la admiro, Isabella —dijo Valls—. Pocas personas tendrían el coraje y la entereza de defender a un pobre infeliz como Martín…, alguien a quien todos han abandonado y traicionado. Todos menos usted.
Isabella miró nerviosamente el reloj sobre la barra. Eran las diez y treinta y cinco. Tomó un par de sorbos más de manzanilla y apuró la taza.
—Debe usted de apreciarle mucho —aventuró Valls—. A veces me pregunto si, con el tiempo y cuando llegue a conocerme mejor, tal como soy, podrá usted apreciarme tanto como a él.
—Me da usted asco, Valls. Usted y toda la escoria como usted.
—Lo sé, Isabella. Pero es la escoria como yo la que siempre manda en este país y la gente como usted la que siempre se queda en la sombra. Tanto da qué bando lleve las riendas.
—Esta vez no. Esta vez sus superiores sabrán lo que está haciendo.
—¿Qué le hace pensar que les importará, o que ellos no hacen lo mismo o mucho más que yo, que apenas soy un aficionado?
Valls sonrió y extrajo un folio doblado del bolsillo de su chaqueta.
—Isabella, quiero que sepa que yo no soy como usted piensa. Y, para demostrárselo, aquí está la orden de liberación de David Martín, con fecha de mañana.
Valls le mostró el documento. Isabella lo examinó incrédula. Valls sacó su pluma y, sin más, firmó el documento.
—Ahí está. David Martín es, técnicamente, un hombre libre. Gracias a usted, Isabella. Gracias a usted…
Isabella le devolvió una mirada vidriosa. Valls apreció cómo sus pupilas se dilataban lentamente y una película de sudor afloraba sobre su labio superior.
—¿Se encuentra bien? Está usted pálida…
Isabella se levantó tambaleándose y se aferró a la silla.
—¿Está mareada, Isabella? ¿La acompaño a algún sitio?
Isabella retrocedió unos pasos y tropezó con el camarero en su camino hacia la salida. Valls se quedó en la mesa, saboreando su manzanilla hasta que el reloj marcó las diez y cuarenta y cinco. Dejó entonces unas monedas sobre la mesa y lentamente se encaminó hacia la salida. El coche le esperaba en la acera, y el chófer sostenía abierta la puerta.
—¿Desea el señor director ir a casa o al castillo?
—A casa, pero primero vamos a hacer una parada en el Pueblo Nuevo, en la antigua fábrica Vilardell —ordenó.
De camino a recoger el botín prometido, Mauricio Valls, futuro insigne de las letras españolas, contempló el desfile de calles negras y desiertas de aquella Barcelona maldita que tanto detestaba, y derramó lágrimas por Isabella y por lo que podría haber sido.