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Por orden del señor director un carcelero quedó apostado frente a la celda de Martín mientras el doctor Sanahuja administraba sus cuidados. Era un joven de no más de veinte años, nuevo en el turno. Se suponía que Bebo tenía el turno de noche, pero en su lugar y sin explicación se había presentado aquel novato pardillo que no parecía capaz ni de aclararse con el manojo de llaves y que estaba más nervioso que cualquiera de los prisioneros. Rondaban las nueve de la noche cuando el doctor, visiblemente cansado, se aproximó a los barrotes y se dirigió al carcelero.

—Necesito más gasas limpias y agua oxigenada.

—No puedo abandonar el puesto.

—Ni yo puedo abandonar a un paciente. Por favor. Gasas y agua oxigenada.

El carcelero se agitó nerviosamente.

—Al señor director le disgusta que no se sigan sus instrucciones al pie de la letra.

—Menos le gustará que le pase algo a Martín porque usted no me ha hecho caso.

El joven carcelero sopesó la situación.

—Jefe, que no vamos a atravesar las paredes ni a comernos los barrotes… —argumentó el doctor.

El carcelero dejó escapar una maldición y partió a toda prisa. Mientras el carcelero se alejaba rumbo al botiquín, Sanahuja esperó frente a los barrotes. Salgado llevaba dormido dos horas, respirando con dificultad. Fermín se acercó sigilosamente hasta el corredor y cruzó una mirada con el doctor. Sanahuja le lanzó entonces el paquete, que no llegaba al tamaño de una baraja de cartas, envuelto en un jirón de tela y atado con un cordel. Fermín lo atrapó al vuelo y se retiró rápidamente a las sombras del fondo de su celda. Cuando el carcelero regresó con lo que Sanahuja le había pedido, se asomó a los barrotes y escrutó la silueta de Salgado.

—Está en las últimas —dijo Fermín—. No creo que llegue a mañana.

—Tú mantenlo vivo hasta las seis. Que no me joda la marrana y que se muera en el turno de otro.

—Se hará lo humanamente posible —replicó Fermín.