13

El macabro casino de apuestas organizado por el número 17 se prolongó durante varios días en los que tan pronto parecía que Salgado iba a expirar como se levantaba para arrastrarse hasta los barrotes de la celda desde donde recitaba a grito pelado la estrofa «Hijosdeperranomesacaréisuncéntimomecagoenvuestraputamadre» y variaciones al uso hasta desgañitarse y caer exánime al suelo, de donde lo tenía que levantar Fermín para devolverlo al catre.

—¿Sucumbe el Cucaracha, Fermín? —preguntaba el 17 tan pronto como le oía caer redondo.

Fermín ya no se molestaba en dar el parte médico de su compañero de celda. Si se terciaba, ya verían pasar el saco de lona.

—Mire, Salgado, si se va a morir muérase ya y si tiene planeado vivir, le ruego que lo haga en silencio porque me tiene hasta la coronilla con sus recitales de espumarajos —decía Fermín arropándolo con un trozo de lona sucia que, en ausencia de Bebo, había conseguido de uno de los carceleros, tras camelárselo con una supuesta receta científica para beneficiarse quinceañeras en flor a base de atontarlas con leches merengadas y melindres.

—Usted no se me haga el caritativo que le veo el plumero y ya sé que es igual que esta colección de carroñeros que se apuestan hasta los calzoncillos a que me muero —replicaba Salgado, que parecía dispuesto a mantener aquella mala leche hasta el último momento.

—Pues mire, no son ganas de contradecir a un moribundo en sus últimos o, cuando menos, tardíos estertores, pero sepa usted que no he apostado ni un real en esta timba, y de echarme un día al vicio no sería con apuestas sobre la vida de un ser humano, aunque usted de ser humano tenga lo que yo de coleóptero —sentenció Fermín.

—No se crea que con tanta palabrería me despista —replicó Salgado, malicioso—. Sé perfectamente lo que están tramando usted y su amigo del alma Martín con todo ese cuento de El conde de Montecristo.

—No sé de qué me habla, Salgado. Duérmase un rato, o un año, que nadie lo va a echar de menos.

—Si cree usted que se va a escapar de este lugar es que está tan loco como él.

Fermín sintió un sudor frío en la espalda. Salgado le mostró su sonrisa desdentada a porrazos.

—Lo sabía —dijo.

Fermín negó por lo bajo y se fue a acurrucar a su rincón, tan lejos como pudo de Salgado. La paz apenas duró un minuto.

—Mi silencio tiene un precio —anunció Salgado.

—Tendría que haberlo dejado morir cuando lo trajeron —murmuró Fermín.

—Como muestra de gratitud estoy dispuesto a hacerle una rebaja —dijo Salgado—. Sólo le pido que me haga un último favor y guardaré su secreto.

—¿Cómo sé que será el último?

—Porque le van a pillar a usted como a todos los que han intentado salir de aquí por pies y, después de buscarle las cosquillas unos días, lo pasarán por el garrote en el patio como espectáculo edificante para el resto y entonces ya no podré pedirle nada más. ¿Qué me dice? Un pequeño favor y mi total cooperación. Le doy mi palabra de honor.

—¿Su palabra de honor? Hombre, ¿por qué no lo ha dicho antes? Eso lo cambia todo.

—Acérquese…

Fermín dudó un instante, pero se dijo que no tenía nada que perder.

—Sé que el cabrón ese de Valls le ha encargado que averigüe usted dónde tengo escondido el dinero —dijo—. No se moleste en negarlo.

Fermín se limitó a encogerse de hombros.

—Quiero que se lo diga —instruyó Salgado.

—Lo que usted mande, Salgado. ¿Dónde está el dinero?

—Dígale al director que tiene que ir él solo, en persona. Si alguien lo acompaña no sacará un duro. Dígale que tiene que acudir a la antigua fábrica Vilardell en el Pueblo Nuevo, detrás del cementerio. A medianoche. Ni antes ni después.

—Esto suena por lo menos a sainete de misterio de don Carlos Arniches, Salgado…

—Escúcheme bien. Dígale que tiene que entrar en la fábrica y buscar la antigua caseta del guarda junto a la sala de telares. Una vez allí tiene que llamar a la puerta y, cuando le pregunten quién va, debe decir: «Durruti vive.»

Fermín ahogó una carcajada.

—Ésa es la memez más grande que he oído desde el último discurso del director.

—Usted limítese a repetirle lo que he dicho.

—¿Y cómo sabe usted que no iré yo y con sus intrigas y contraseñas de serial de a peseta me llevaré el dinero?

La codicia ardía en los ojos de Salgado.

—No me lo diga: porque estaré muerto —completó Fermín.

La sonrisa reptil de Salgado le desbordaba los labios. Fermín estudió aquellos ojos consumidos por la sed de venganza. Comprendió entonces lo que pretendía Salgado.

—Es una trampa, ¿no?

Salgado no respondió.

—¿Y si Valls sobrevive? ¿No se ha parado a pensar en lo que le van a hacer?

—Nada que no me hayan hecho ya.

—Le diría que tiene usted un par de huevos si no me constase que sólo le queda parte de uno y, si esta jugada le sale rana, ni eso —aventuró Fermín.

—Eso es problema mío —atajó Salgado—. ¿En qué quedamos entonces, Montecristo? ¿Trato hecho?

Salgado ofreció la única mano que le quedaba. Fermín la contempló durante unos instantes antes de estrecharla sin ganas.