12

Aquel domingo, después de su discurso en el patio, el señor director lanzó una mirada inquisitiva a Fermín rematada con una sonrisa que le hizo saborear la bilis en los labios. Tan pronto como los centinelas permitieron a los prisioneros romper filas, Fermín se aproximó subrepticiamente a Martín.

—Brillante discurso —comentó Martín.

—Histórico. Cada vez que ese hombre habla, la historia del pensamiento en Occidente da un giro copernicano.

—El sarcasmo no le va, Fermín. Se contradice con su ternura natural.

—Váyase al infierno.

—En ello estoy. ¿Un cigarrillo?

—No fumo.

—Dicen que ayuda a morir más rápido.

—Pues venga, que no quede.

Fermín no consiguió pasar de la primera calada. Martín le quitó el cigarrillo de los dedos y le dio unas palmadas en la espalda mientras Fermín tosía hasta los recuerdos de la primera comunión.

—No sé cómo puede usted tragarse eso. Sabe a perros chamuscados.

—Es lo mejor que se puede conseguir aquí. Dicen que los hacen con restos de colillas que recogen por los pasillos de la Monumental.

—Pues a mí el bouquet me recuerda más bien a los urinarios, fíjese usted.

—Respire hondo, Fermín. ¿Está mejor?

Fermín asintió.

—¿Va a contarme algo sobre el cementerio ese para que tenga carnaza que echarle al gorrino en jefe? No hace falta que sea verdad. Cualquier disparate que se le ocurra me sirve.

Martín sonrió exhalando aquel humo fétido entre los dientes.

—¿Qué tal su compañero de celda, Salgado, el defensor de los pobres?

—Pues mire, creía uno ya que tenía cierta edad y lo había visto todo en este circo de mundo. Y cuando esta madrugada parecía que Salgado había estirado la pata, le oigo levantarse y acercarse a mi catre, como si fuese un vampiro.

—Algo de eso tiene —convino Martín.

—El caso es que se me acerca y se me queda mirando fijamente. Yo me hago el dormido y, cuando Salgado se traga el anzuelo, lo veo escurrirse hasta un rincón de la celda y con la única mano que le queda empieza a hurgarse lo que en ciencia médica se denomina recto o tramo final del intestino grueso —prosiguió Fermín.

—¿Cómo dice?

—Como lo oye. El bueno de Salgado, convaleciente de su más reciente sesión de mutilación medieval, decide celebrar la primera vez que es capaz de levantarse para explorar ese sufrido rincón de la anatomía humana que la naturaleza ha vedado a la luz del sol. Yo, incrédulo, ni me atrevo a respirar. Pasa un minuto y Salgado parece que tiene dos o tres dedos, los que le quedan, metidos allí dentro en busca de la piedra filosofal o de alguna hemorroide muy profunda. Todo ello acompañado de unos gemidos soterrados que no voy a reproducir.

—Me deja usted de piedra —dijo Martín.

—Pues tome asiento para el gran finale. Tras un minuto o dos de labor prospectiva en territorio anal, deja escapar un suspiro a lo San Juan de la Cruz y se hace el milagro. Al sacar los dedos de allí abajo extrae algo brillante que, incluso desde el rincón en el que estoy, puedo certificar que no es una cagarruta al uso.

—¿Qué era entonces?

—Una llave. No una llave inglesa, sino una de esas llaves pequeñas, como de maletín o de taquilla de gimnasio.

—¿Y entonces?

—Y entonces coge la llave, le saca lustre a salivazos, porque me imagino que debía oler a rosas silvestres, y luego se acerca al muro donde, después de convencerse de que sigo dormido, extremo que confirmo con unos ronquidos logradísimos, como de cachorrillo de San Bernardo, procede a esconder la llave insertándola en una grieta entre las piedras que luego recubre con mugre y no descarto que con algún que otro derivado de su palpado por los bajos.

Martín y Fermín se miraron en silencio.

—¿Piensa usted lo mismo que yo? —inquirió Fermín.

Martín asintió.

—¿Cuánto cree que ese capullito de alhelí debe de tener escondido en su nidito de codicia? —preguntó Fermín.

—Lo suficiente para creer que le compensa perder dedos, manos, parte de su masa testicular y Dios sabe qué más para proteger el secreto de su ubicación —aventuró Martín.

—¿Y ahora qué hago? Porque, antes de permitir que la víbora del señor director ponga las zarpas en el tesorito de Salgado para financiarse la edición en cartoné de sus obras magnas y comprarse un sillón en la Real Academia de la Lengua, me trago esa llave o, si hace falta, me la introduzco yo también en las partes innobles de mi tracto intestinal.

—De momento no haga nada —indicó Martín—. Asegúrese de que la llave sigue ahí y espere mis instrucciones. Estoy ultimando los detalles de su fuga.

—Sin ánimo de ofender, señor Martín, yo le agradezco sobremanera su asesoría y apoyo moral pero en ésta me va el cuello y algún que otro querido apéndice, y a la luz de que la versión más extendida es que está usted como un cencerro, me inquieta la idea de que estoy poniendo mi vida en sus manos.

—Si no se fía usted de un novelista, ¿de quién se va a fiar?

Fermín vio a Martín partir patio abajo envuelto en su nube portátil de cigarrillo hecho de colillas.

—Madre de Dios —murmuró al viento.