Barcelona, 1940
Una semana después de la entrevista entre Fermín y el señor director, un par de individuos a los que nadie había visto nunca por la galería y que olían a la legua a Brigada Social se llevaron a Salgado esposado sin mediar palabra.
—Bebo, ¿sabes adónde se lo llevan? —preguntó el número 12.
El carcelero negó, pero en sus ojos se podía ver que algo había oído y que prefería no entrar en el tema. A falta de otras noticias, la ausencia de Salgado fue inmediato objeto de debate y especulación por parte de los prisioneros, que formularon teorías de todo tipo.
—Ése era un espía de los nacionales infiltrado aquí para sacarnos información con el cuento de que lo habían enchironado por sindicalista.
—Sí, por eso le arrancaron dos dedos y vete a saber el qué, para que todo fuese más convincente.
—Ahora mismo debe de estar en el Amaya poniéndose ciego de merluza a la vasca con sus amiguetes y riéndose de todos nosotros.
—Yo creo que ha confesado lo que sea que querían que cantara y que lo han tirado diez kilómetros mar adentro con una piedra al cuello.
—Tenía cara de falangista. Menos mal que yo no he soltado ni pío, que a vosotros os van a poner a caldo.
—Sí, hombre, a lo mejor hasta nos meten en la cárcel.
A falta de otro pasatiempo, las discusiones se prolongaron hasta que dos días después los mismos individuos que se lo habían llevado lo trajeron de vuelta. Lo primero que todos advirtieron fue que Salgado no se tenía en pie y que lo arrastraban como un fardo. Lo segundo, que estaba pálido como un cadáver y empapado de sudor frío. El prisionero había regresado medio desnudo y cubierto por una costra marrón que parecía una mezcla de sangre seca y sus propios excrementos. Lo dejaron caer en la celda como si fuese una bolsa de estiércol y se marcharon sin despegar los labios.
Fermín lo cogió en brazos y lo tendió en el camastro. Empezó a lavarlo lentamente con unos jirones de tela que consiguió rasgando su propia camisa y algo de agua que le trajo Bebo de tapadillo. Salgado estaba consciente y respiraba con dificultad, pero los ojos le relucían como si alguien les hubiese prendido fuego por dentro. Donde dos días antes había tenido la mano izquierda ahora latía un muñón de carne violácea cauterizado con alquitrán. Mientras Fermín le limpiaba el rostro, Salgado le sonrió con los pocos dientes que le quedaban.
—¿Por qué no les dice de una vez a esos carniceros lo que quieren saber, Salgado? Es sólo dinero. No sé cuánto tendrá usted escondido, pero no vale esto.
—Y una mierda —masculló con el poco aliento que le quedaba—. Ese dinero es mío.
—Será de toda la gente a la que asesinó y robó usted, si no le importa la precisión.
—Yo no robé a nadie. Ellos lo habían robado antes al pueblo. Y si los ejecuté fue por impartir la justicia que el pueblo reclamaba.
—Ya. Menos mal que vino usted, el Robin Hood de Matadepera, a desfacer el entuerto. Valiente justiciero está usted hecho.
—Ese dinero es mi futuro —escupió Salgado.
Fermín le pasó el paño húmedo por la frente fría y trenzada de arañazos.
—El futuro no se desea; se merece. Y usted no tiene futuro, Salgado. Ni usted, ni un país que va pariendo alimañas como usted y como el señor director, y que luego mira para otro lado. El futuro lo hemos arrasado entre todos y lo único que nos espera es mierda como la que chorrea usted y que ya estoy harto de limpiarle.
Salgado dejó escapar una suerte de gemido gutural que Fermín imaginó que era una carcajada.
—Los discursos ahórreselos usted, Fermín. A ver si ahora se las va a dar de héroe.
—No. Héroes sobran. Yo lo que soy es un cobarde. Ni más ni menos —dijo Fermín—. Pero al menos lo sé y lo admito.
Fermín siguió limpiándole como pudo, en silencio, y luego lo tapó con el amago de manta forrada de chinches que compartían y que apestaba a orines. Se quedó al lado del ladrón hasta que Salgado cerró los ojos y se sumió en un sueño del que Fermín no estuvo seguro de que fuera a despertar.
—Dígame que se ha muerto ya —llegó la voz del 12.
—Se aceptan apuestas —añadió el número 17—. Un cigarrillo a que palma.
—Váyanse todos a dormir o a la mierda —ofreció Fermín.
Se acurrucó en el extremo opuesto de la celda e intentó conciliar el sueño, pero pronto tuvo claro que aquella noche iba a pasarla en blanco. Al rato puso el rostro entre los barrotes y dejó los brazos colgando sobre la barra de metal que los atravesaba. Al otro lado del corredor, desde las sombras de la celda de enfrente, dos ojos encendidos a la lumbre de un cigarrillo lo observaban.
—No me ha dicho para qué le hizo llamar Valls el otro día —dijo Martín.
—Imagíneselo.
—¿Alguna petición fuera de lo común?
—Quiere que le sonsaque a usted sobre no sé qué cementerio de libros o algo por el estilo.
—Interesante —comentó Martín.
—Fascinante.
—¿Le explicó el porqué de su interés sobre ese tema?
—Francamente, señor Martín, nuestra relación no es tan estrecha. El señor director se limita a amenazarme con mutilaciones varias si no cumplo su mandato en cuatro semanas y yo me limito a decir que sí.
—No se preocupe, Fermín. Dentro de cuatro semanas estará usted fuera de aquí.
—Sí, en una playa a orillas del Caribe con dos mulatas bien alimentadas dándome masajes en los pies.
—Tenga fe.
Fermín dejó escapar un suspiro de desaliento. Entre locos, matarifes y moribundos se repartían las cartas de su destino.