La historia relatada por el buen doctor había intrigado a Fermín. Fiel a su perenne adhesión a las causas perdidas, decidió hacer pesquisas por su cuenta y tratar de averiguar más acerca de Martín y, de paso, perfeccionar la idea de la fuga via mortis al estilo de don Alejandro Dumas. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más le parecía que, al menos en ese particular, el Prisionero del Cielo no estaba tan ido como todos lo pintaban. Siempre que había un rato libre en el patio, Fermín se las apañaba para acercarse a Martín y entablar conversación con él.
—Fermín, empiezo a pensar que usted y yo somos casi novios. Cada vez que me doy la vuelta, ahí está usted.
—Usted perdone, señor Martín, pero es que hay algo que me tiene intrigado.
—¿Y cuál es el motivo de tamaña intriga?
—Pues mire usted, hablando en plata, no entiendo cómo un hombre decente como usted se ha prestado a ayudar a esa albóndiga nauseabunda y vanidosa del señorito director en sus trapaceros intentos de pasar por literato de salón.
—Vaya, no se anda usted con chiquitas. Parece que en esta casa no hay secretos.
—Es que yo tengo un don especial para trasuntos de alta intriga y otros menesteres detectivescos.
—Entonces sabrá también que no soy un hombre decente, sino un criminal.
—Eso dijo el juez.
—Y un ejército y medio de testigos bajo juramento.
—Comprados por un facineroso y estreñidos todos de envidia y mezquindades varias.
—Dígame, ¿hay algo que no sepa usted, Fermín?
—Patadas de cosas. Pero la que hace días que se me ha atascado en el filtro es por qué tiene usted tratos con ese cretino endiosado. La gente como él son la gangrena de este país.
—Gente como él la hay en todas partes, Fermín. Nadie tiene la patente.
—Pero sólo aquí nos los tomamos en serio.
—No lo juzgue usted tan rápido. El señor director es un personaje más complicado de lo que parece en todo este sainete. Ese cretino endiosado, como usted lo llama, es para empezar un hombre muy poderoso.
—Dios, según él.
—En este particular purgatorio, no va desencaminado.
Fermín arrugó la nariz. No le gustaba lo que estaba oyendo. Casi parecía que Martín hubiese estado saboreando el vino de su derrota.
—¿Es que lo ha amenazado? ¿Es eso? ¿Qué más puede hacerle?
—A mí nada, excepto reír. Pero a otros, fuera de aquí, puede hacerles mucho daño.
Fermín guardó un largo silencio.
—Disculpe usted, señor Martín. No quería ofenderle. No había pensado en eso.
—No me ofende, Fermín. Al contrario. Creo que tiene usted una visión demasiado generosa de mis circunstancias. Su buena fe dice mucho más de usted que de mí.
—Es esa señorita, ¿verdad? Isabella.
—Señora.
—No sabía que estuviese usted casado.
—No lo estoy. Isabella no es mi esposa. Ni mi amante, si es lo que está pensando.
Fermín guardó silencio. No quería poner en duda las palabras de Martín, pero sólo oyéndole hablar de ella no le cabía la menor duda de que aquella señorita o señora era lo que el pobre Martín más quería en aquel mundo, probablemente la única cosa que lo mantenía vivo en aquel pozo de miseria. Y lo más triste era que, probablemente, no se daba ni cuenta.
—Isabella y su esposo regentan una librería, un lugar que para mí siempre ha tenido un significado muy especial desde que era niño. El señor director me dijo que si no hacía lo que me pedía se encargaría de que se los acusase de vender material subversivo, que les expropiasen el negocio, encarcelasen a ambos y les quitasen a su hijo que no tiene ni tres años.
—Hijo de la grandísima puta —murmuró Fermín.
—No, Fermín —dijo Martín—. Ésta no es su guerra. Es la mía. Es lo que merezco por lo que he hecho.
—Usted no ha hecho nada, Martín.
—No me conoce usted, Fermín. Ni falta que le hace. En lo que tiene usted que concentrarse es en escapar de aquí.
—Ésa es la otra cosa que quería preguntarle. Tengo entendido que tiene usted un método experimental en desarrollo para salir de este orinal. Si le hace falta un conejillo de Indias magro de carnes pero rebosante de entusiasmo, considéreme a su servicio.
Martín lo observó pensativo.
—¿Ha leído usted a Dumas?
—De cabo a rabo.
—Ya tiene usted pinta. Si es así, ya sabrá por dónde van los tiros. Escúcheme bien.