Es un hecho científicamente comprobado que cualquier infante de pocos meses de vida sabe detectar con instinto infalible ese momento exacto de la madrugada en que sus padres han conseguido conciliar el sueño para elevar el llanto y evitar así que puedan descansar más de treinta minutos seguidos.
Aquélla, como casi todas las madrugadas, el pequeño Julián se despertó a eso de las tres de la mañana y no dudó en anunciar su vigilia a pleno pulmón. Abrí los ojos y me volví. A mi lado, Bea, reluciente de penumbra, se agitó con aquel despertar lento que permitía contemplar el dibujo de su cuerpo bajo las sábanas y murmuró algo incomprensible. Resistí el impulso natural de besarle el cuello y liberarla de aquel interminable camisón blindado que mi suegro, seguramente aposta, le había regalado por su cumpleaños y que no conseguía que se perdiera en la colada ni con malas artes.
—Ya me levanto yo —susurré besándola en la frente.
Bea respondió dándose la vuelta y cubriéndose la cabeza con la almohada. Me detuve a saborear la curva de aquella espalda y su dulce descender, que ni todos los camisones del mundo habrían conseguido domar. Llevaba casi dos años casado con aquella prodigiosa criatura y todavía me sorprendía despertar a su lado sintiendo su calor. Empezaba a retirar la sábana y a acariciar la parte posterior de aquel muslo aterciopelado cuando la mano de Bea me clavó las uñas en la muñeca.
—Daniel, ahora no. El niño está llorando.
—Sabía que estabas despierta.
—Es difícil dormir en esta casa, entre hombres que no saben dejar de llorar o de magrearle el trasero a una pobre infeliz que no consigue juntar más de dos horas de sueño por noche.
—Tú te lo pierdes.
Me levanté y recorrí el pasillo hasta la habitación de Julián, en la parte de atrás. Poco después de la boda nos habíamos instalado en el ático del edificio donde estaba la librería. Don Anacleto, el catedrático de instituto que lo había ocupado durante veinticinco años, había decidido retirarse y volver a su Segovia natal a escribir poemas picantes a la sombra del acueducto y a estudiar la ciencia del cochinillo asado.
El pequeño Julián me recibió con un llanto sonoro y de alta frecuencia que amenazaba con perforarme el tímpano. Lo tomé en brazos y, tras olfatear el pañal y confirmar que, por una vez, no había moros en la costa, hice lo que haría todo padre novicio en su sano juicio: murmurarle tonterías y danzar dando saltitos ridículos alrededor de la habitación. Estaba en ese trance cuando descubrí a Bea contemplándome desde el umbral con desaprobación.
—Dame, que lo vas a despertar aún más.
—Pues él no se queja —protesté cediéndole el niño.
Bea lo tomó en sus brazos y le susurró una melodía al tiempo que lo mecía suavemente. Cinco segundos más tarde Julián dejó de llorar y esbozó aquella sonrisa embobada que su madre siempre conseguía arrancarle.
—Anda —dijo Bea en voz baja—. Ahora voy.
Expulsado de la habitación y tras haber quedado claramente demostrada mi ineptitud en el manejo de criaturas en edad de gatear, regresé al dormitorio y me tendí en la cama sabiendo que no iba a pegar ojo el resto de la noche. Un rato más tarde, Bea apareció por la puerta y se tendió a mi lado suspirando.
—Estoy que no me tengo en pie.
La abracé y permanecimos en silencio unos minutos.
—He estado pensando —dijo Bea.
Tiembla, Daniel, pensé. Bea se incorporó y se sentó en cuclillas sobre el lecho frente a mí.
—Cuando Julián sea algo mayor y mi madre pueda cuidarlo unas horas durante el día, creo que voy a trabajar.
Asentí.
—¿Dónde?
—En la librería.
La prudencia me aconsejó callar.
—Creo que os vendría bien —añadió—. Tu padre ya no está para echarle tantas horas y, no te ofendas, pero creo que yo tengo más mano con los clientes que tú y que Fermín, que últimamente me parece que asusta a la gente.
—Eso no te lo voy a discutir.
—¿Qué es lo que le pasa al pobre? El otro día me encontré a la Bernarda por la calle y se me echó a llorar. La llevé a una de las granjas de la calle Petritxol y después de atiborrarla a suizos me estuvo contando que Fermín está rarísimo. Al parecer desde hace unos días se niega a rellenar los papeles de la parroquia para la boda. A mí me da que ése no se casa ¿Te ha dicho algo?
—Alguna cosa he notado —mentí—. A lo mejor la Bernarda le está apretando demasiado…
Bea me miró en silencio.
—¿Qué? —pregunté al fin.
—La Bernarda me pidió que no se lo dijese a nadie.
—¿Que no dijeses el qué?
Bea me miró fijamente.
—Que este mes lleva retraso.
—¿Retraso? ¿Se le ha acumulado la faena?
Bea me miró como si fuese idiota y se me encendió la luz.
—¿La Bernarda está embarazada?
—Baja la voz, que vas a despertar a Julián.
—¿Está embarazada o no? —repetí, con un hilo de voz.
—Probablemente.
—¿Y lo sabe Fermín?
—No se lo ha querido decir todavía. Le da miedo que se dé a la fuga.
—Fermín nunca haría eso.
—Todos los hombres haríais eso si pudieseis.
Me sorprendió la aspereza en su voz, que rápidamente endulzó con una sonrisa dócil que no había quien se la creyera.
—Qué poco que nos conoces.
Se incorporó en la penumbra y, sin mediar palabra, se alzó el camisón y lo dejó caer a un lado de la cama. Se dejó contemplar unos segundos y luego, lentamente, se inclinó sobre mí y me lamió los labios sin prisa.
—Qué poco que os conozco —susurró.