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Agradecí a Luisito la información y apreté el paso confiando en tener la suerte de llegar a la librería antes de que mi padre volviese de su recado y mi ausencia fuese detectada. El cartel de «cerrado» seguía en la puerta. Abrí, descolgué el cartel y me puse tras el mostrador convencido de que ni un solo cliente se había acercado durante los casi cuarenta y cinco minutos que había estado fuera.

A falta de trabajo, empecé a darle vueltas a lo que iba a hacer con el ejemplar de El conde de Montecristo y a cómo abordar el tema con Fermín cuando llegara a la librería. No quería alarmarle más de lo necesario, pero la visita del extraño y mi infructuoso intento de dilucidar qué se llevaba entre manos me habían dejado intranquilo. En cualquier otra ocasión le habría referido lo sucedido sin más, pero me dije que esta vez debía actuar con tacto. Fermín llevaba una temporada muy alicaído y con un humor de perros. Yo llevaba un tiempo intentando aligerarle el ánimo con mis pobres golpes de gracia, pero nada conseguía arrancarle la sonrisa.

—Fermín, no les quite tanto el polvo a los libros que dicen que pronto lo que se llevará ya no será la novela rosa sino la novela negra —le decía yo, en alusión al color con el que empezaban a referirse por entonces los comentaristas a las historias de crimen y castigo que nos llegaban con cuentagotas en traducciones mojigatas.

Fermín, lejos de responder con una sonrisa piadosa a tan lamentable chascarrillo, se agarraba a lo que fuera para iniciar una de sus apologías del desánimo y la náusea.

—En el futuro todas las novelas serán negras, porque si en esta segunda mitad de siglo carnicero va a haber un aroma dominante va a ser el de la falsedad y el crimen en calidad de eufemismo —sentenciaba.

Ya empezamos, pensé. El Apocalipsis según San Fermín Romero de Torres.

—Ya será menos, Fermín. Le tendría que dar a usted más el sol. Venía el otro día en el diario que la vitamina D incrementa la fe en el prójimo.

—También venía que no sé qué libraco de poemas de un ahijado de Franco es la sensación del panorama literario internacional, y sin embargo no lo venden en ninguna librería más allá de Móstoles —replicó.

Cuando Fermín se entregaba al pesimismo orgánico lo mejor era no darle carnaza.

—¿Sabe, Daniel? A veces pienso que Darwin se equivocó y que en realidad el hombre desciende del cerdo, porque en ocho de cada diez homínidos hay un chorizo esperando a ser descubierto —argumentaba.

—Fermín, me gusta más cuando expresa usted una visión más humanista y positiva de las cosas, como el otro día, cuando dijo aquello de que en el fondo nadie es malo, sino que sólo tiene miedo.

—Debió de ser una bajada de azúcar. Menuda memez.

El Fermín bromista que me gustaba recordar estaba en aquellos días en retirada y en su lugar parecía haber tomado su puesto un hombre atormentado por preocupaciones y malos vientos que no quería compartir. A veces, cuando él creía que nadie le veía, me parecía que se encogía por los rincones y que la angustia se lo comía por dentro. Había perdido peso y, habida cuenta de que casi todo en él era cartílago, su aspecto empezaba a ser preocupante. Se lo había comentado un par de veces, pero él negaba que hubiese problema alguno y escurría el bulto con excusas peregrinas.

—No es nada, Daniel. Es que desde que me ha dado por seguir la liga cada vez que pierde el Barça me baja la tensión. Un taquito de manchego y me pongo hecho un toro.

—¿Está seguro? Si usted no ha ido al fútbol en su vida.

—Eso es lo que usted se cree. Kubala y yo prácticamente crecimos juntos.

—Pues yo lo veo hecho una piltrafa. O está enfermo, o no se cuida usted nada.

Como respuesta me mostraba un par de bíceps como peladillas y sonreía como si vendiese dentífrico puerta a puerta.

—Toque, toque. Acero templado, como la espada del Cid.

Mi padre atribuía su baja forma al nerviosismo por la boda y todo lo que ello conllevaba, incluida la confraternización con el clero y la búsqueda de un restaurante o merendero en el que organizar el banquete, pero a mí me daba en la nariz que aquella melancolía tenía raíces más profundas. Me estaba debatiendo entre contarle lo sucedido aquella mañana y mostrarle el libro o esperar a un momento más propicio cuando le vi aparecer por la puerta arrastrando un semblante que no hubiera desentonado en un velatorio. Al verme esbozó una sonrisa débil y esgrimió un saludo militar.

—Dichosos los ojos, Fermín. Ya pensaba que no vendría.

—Me ha entretenido don Federico al pasar frente a la relojería con no sé qué chisme de que alguien había visto esta mañana al señor Sempere por la calle Puertaferrisa muy apañado y con rumbo desconocido. Don Federico y la boba de la Merceditas querían saber si se había echado una querida, que ahora se ve que eso da tono entre los comerciantes del barrio, y si la zagala es cupletera, pues todavía más.

—¿Y usted qué le ha contestado?

—Que su señor padre, en su viudedad ejemplar, ha revertido a un estado de virginidad primigenio que tiene intrigadísima a la comunidad científica y que le ha granjeado un expediente de precanonización exprés en el arzobispado. Yo la vida privada del señor Sempere no la comento con propios ni extraños porque no le incumbe a nadie más que a él. Y a quien intenta venirme con verdulerías le suelto un soplamocos y santas pascuas.

—Es usted un caballero de los de antes, Fermín.

—El que es de los de antes es su padre, Daniel. Porque, entre nosotros y que no salga de estas cuatro paredes, la verdad es que no le vendría mal echar una canita al aire de vez en cuando. Desde que no vendemos una escoba se pasa los días emparedado en la trastienda con ese libro egipcio de los muertos.

—Es el libro de contabilidad —corregí.

—Lo que sea. Y la verdad es que hace días que estoy pensando que tendríamos que llevárnoslo al Molino y luego de picos pardos porque, aunque el prócer para estos menesteres es más soso que una paella de berzas, creo yo que un encontronazo con una moza prieta y con buena circulación le iba a espabilar el tuétano —dijo Fermín.

—Mire quién fue a hablar. La alegría de la huerta. Si quiere que le diga la verdad, el que me preocupa es usted —protesté—. Hace días que parece una cucaracha metida en una gabardina.

—Pues mire usted, Daniel, símil certero el que me propone, porque aunque la cucaracha no tiene el palmito farandulero que requieren los cánones frívolos de esta sociedad bobalicona que nos ha tocado en suerte, tanto el infausto artrópodo como un servidor se caracterizan por un inigualable instinto de supervivencia, la voracidad desmedida y una libido leonina que no merma ni bajo condiciones de altísima radiación.

—Discutir con usted es imposible, Fermín.

—Es que el mío es un temple dialéctico y predispuesto a tocar la pera al menor asomo de falacia o papanatada, amigo mío, pero su padre es una florecilla tierna y delicada y creo que ha llegado la hora de tomar cartas en el asunto antes de que se fosilice del todo.

—¿Y qué cartas son ésas, Fermín? —cortó la voz de mi padre a nuestra espalda—. No me diga que me va a montar una merienda con la Rociíto.

Nos volvimos como dos colegiales sorprendidos con las manos en la masa. Mi padre, con escasos visos de florecilla tierna, nos observaba con severidad desde la puerta.