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Rehíce mis pasos de regreso a la librería todavía más confundido de lo que lo había estado antes de salir. Al cruzar frente al palacio de la Virreina el escribiente Oswaldo me saludó con la mano.

—¿Suerte? —preguntó.

Negué por lo bajo.

—Pruebe con Luisito, que a lo mejor se acuerda de algo.

Asentí y me acerqué a la garita de Luisito, que en aquel momento estaba limpiando su colección de plumines. Al verme me sonrió y me invitó a tomar asiento.

—¿Qué va a ser? ¿Amor o trabajo?

—Me envía su colega Oswaldo.

—El maestro de todos nosotros —sentenció Luisito, que no debía de tener ni veinticinco años—. Un gran hombre de letras al que el mundo no le ha reconocido la valía y aquí le tiene, a pie de calle trabajando el verbo al servicio del analfabeto.

—Me comentaba Oswaldo que el otro día atendió usted a un caballero mayor, cojo y bastante cascado al que le faltaba una mano y algunos dedos de la otra…

—Lo recuerdo. A los mancos siempre los recuerdo. Por lo cervantino, ¿sabe?

—Claro. ¿Y podría decirme cuál fue el asunto que le trajo aquí?

Luisito se agitó en su silla, incómodo con el giro que había tomado la conversación.

—Mire, esto es casi como un confesionario. La confidencialidad profesional prima ante todo.

—Me hago cargo. Ocurre que se trata de un tema grave.

—¿Cómo de grave?

—Lo suficiente como para amenazar el bienestar de personas que me son muy queridas.

—Ya, pero…

Luisito alargó el cuello y buscó la mirada del maestro Oswaldo al otro lado del patio. Vi que Oswaldo asentía y Luisito se relajaba.

—El señor trajo una carta que tenía escrita y que quería pasar a limpio y con buena letra, porque con su mano…

—Y la carta hablaba de…

—Apenas lo recuerdo, piense que aquí redactamos muchas cartas todos los días…

—Haga un esfuerzo, Luisito. Por lo cervantino.

—Yo creo, aun a riesgo de confundirme con la carta de otro cliente, que era algo relacionado con una suma de dinero importante que el caballero manco iba a recibir o a recuperar o algo así. Y no sé qué de una llave.

—Una llave.

—Eso. No especificó si era de paso, de artes marciales o la de una puerta.

Luisito me sonrió, visiblemente complacido con su pequeña aportación de ingenio y chanza a la conversación.

—¿Recuerda algo más?

Luisito se relamió los labios, pensativo.

—Dijo que veía la ciudad muy cambiada.

—¿Cambiada en qué sentido?

—No sé. Cambiada. Sin muertos por la calle.

—¿Muertos por la calle? ¿Eso dijo?

—Si la memoria no me falla…