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A aquella hora la tripulación de varios navíos mercantes y buques militares atracados en el puerto se aventuraba Ramblas arriba a saciar apetitos de diversa índole. Vista la demanda, la oferta ya se había incorporado a la esquina en forma de un turno de damas de alquiler con aspecto de llevar un sustancial kilometraje encima y de ofrecer una bajada de bandera de lo más asequible. Reparé con aprensión en las faldas entalladas sobre varices y palideces purpúreas que dolían con sólo mirarlas, rostros ajados y un aire general de última parada antes del retiro que inspiraba de todo menos lascivia. Muchos meses en alta mar debía de llevar un marinero para picar aquel anzuelo, pensé, pero para mi sorpresa el extraño se detuvo a coquetear con un par de aquellas damas trituradas sin miramientos por muchas primaveras sin flor como si fuesen beldades de cabaret fino.

—Hala, corasón, que te quito yo veinte años de encima de una friega —oí decirle a una de ellas, que hubiera pasado por abuela del amanuense Oswaldo.

De una friega lo matas, pensé. El extraño, en un gesto de prudencia, declinó la invitación.

—Otro día, guapa —respondió adentrándose en el Raval.

Le seguí un centenar de metros más hasta que se detuvo frente a un portal angosto y oscuro que quedaba casi enfrente de la fonda Europa. Lo vi desaparecer en el interior y esperé medio minuto antes de seguirlo.

Al cruzar el umbral encontré una escalera sombría que se perdía en las entrañas de aquel edificio que parecía escorado a babor y, teniendo en cuenta el hedor a humedad y sus dificultades con el alcantarillado, en un tris de hundirse en las catacumbas del Raval. A un lado del vestíbulo quedaba una suerte de garita donde un individuo de trazas grasientas ataviado con camiseta de tirantes, palillo en los labios y transistor sellado en una emisora de ámbito taurino me dedicó una mirada entre inquisitiva y hostil.

—¿Viene solo? —preguntó vagamente intrigado.

No hacía falta ser un lince para deducir que me encontraba a las puertas de un establecimiento de alquiler de habitaciones por horas y que la única nota discordante de mi visita era que no venía de la mano de una de las Venus de baratillo que patrullaban la esquina.

—Si quiere, le envío una chavala —ofreció preparándome ya el paquete de toalla, pastilla de jabón y lo que intuí que era una goma o algún que otro artículo de profilaxis in extremis.

—En realidad sólo quería hacerle una pregunta —empecé.

El portero puso los ojos en blanco.

—Son veinte pesetas la media hora y la potranca la pone usted.

—Tentador. Tal vez otro día. Lo que quería preguntarle es si acaba de subir un caballero hace un par de minutos. Mayor. No en muy buena forma. Venía solo. Sin potranca.

El portero frunció el ceño. Noté que su mirada me degradaba instantáneamente de cliente a mosca cojonera.

—Yo no he visto a nadie. Ande, lárguese antes de que avise al Tonet.

Supuse que el Tonet no debía de ser un personaje entrañable. Puse las monedas que me quedaban sobre el mostrador y sonreí al portero con aire conciliador. El dinero desapareció como si se tratase de un insecto y las manos tocadas con dedales de plástico del portero fuesen la lengua de un camaleón. Visto y no visto.

—¿Qué quieres saber?

—¿Vive aquí el caballero que le comentaba?

—Tiene alquilada una habitación desde hace una semana.

—¿Sabe cómo se llama?

—Pagó por adelantado un mes, así que no le pregunté.

—¿Sabe de dónde viene, a qué se dedica…?

—Esto no es un consultorio sentimental. Aquí, a la gente que viene a fornicar no le preguntamos nada. Y ése ni fornica. O sea, que haga números.

Reconsideré el asunto.

—Todo lo que sé es que de vez en cuando sale un rato y luego vuelve. A veces me pide que le haga subir una botella de vino, pan y algo de miel. Paga bien y no dice ni pío.

—¿Y seguro que no recuerda ningún nombre?

Negó.

—Está bien. Gracias y disculpe la molestia.

Me disponía a partir cuando el portero me llamó.

—Romero —dijo.

—¿Perdón?

—Me parece que dijo que se llama Romero o algo así…

—¿Romero de Torres?

—Eso.

—¿Fermín Romero de Torres? —repetí incrédulo.

—El mismo. ¿No había un torero que se llamaba así antes de la guerra? —preguntó el portero—. Ya decía yo que me sonaba de algo…