Colgué el cartel de «cerrado» y eché la llave de la puerta, dispuesto a seguir al extraño entre el gentío. Sabía que si mi padre volvía y —para una vez que me dejaba solo y en medio de aquella sequía de ventas— descubría que había abandonado el puesto, me iba a caer una reprimenda, pero ya se me ocurriría alguna excusa por el camino. Preferí enfrentarme al genio leve de mi progenitor antes que tragarme la inquietud que me había dejado en el cuerpo aquel siniestro personaje y no saber a ciencia cierta cuál era la naturaleza de sus asuntos con Fermín.
Un librero de profesión tiene pocas ocasiones de aprender sobre el terreno el fino arte de seguir a un sospechoso sin ser descubierto. A menos que buena parte de sus clientes coticen en el ramo de los morosos, la mayoría de esas oportunidades se las brinda el catálogo de relatos policíacos y novelas de a peseta que hay en sus estanterías. El hábito no hace al monje, pero el crimen, o su presunción, hacen al detective, particularmente al aficionado.
Mientras seguía al extraño rumbo a las Ramblas fui refrescando las nociones básicas, empezando por dejar una buena cincuentena de metros entre nosotros, camuflarme tras alguien de mayor corpulencia y tener siempre previsto un escondite rápido en un portal o una tienda en el caso de que el objeto de mi seguimiento se detuviese y echase la vista atrás sin previo aviso. Al llegar a las Ramblas el extraño cruzó al paseo central y puso rumbo al puerto. El paseo estaba trenzado con los tradicionales adornos navideños y más de un comercio había ataviado su escaparate con luces, estrellas y ángeles anunciadores de una bonanza que, si la radio lo decía, debía de ser cierta.
En aquellos años la Navidad todavía conservaba cierto aire de magia y misterio. La luz en polvo del invierno, la mirada y el anhelo de gentes que vivían entre sombras y silencios conferían a aquel decorado un leve perfume a verdad en el que, al menos los niños y los que habían aprendido a olvidar, aún podían creer.
Quizá por eso me pareció todavía más evidente que no había en toda esa quimera personaje menos navideño y fuera de registro que el extraño objeto de mis pesquisas. Cojeaba con lentitud y se detenía a menudo en alguno de los puestos de pajarería o floristería a admirar periquitos y rosas como si no los hubiese visto nunca. En un par de ocasiones se acercó a los quioscos de prensa que punteaban las Ramblas y se entretuvo en contemplar las portadas de periódicos y revistas y en voltear los carruseles de postales. Se diría que jamás había estado allí y que se comportaba como un niño o un turista que paseara por las Ramblas por primera vez, aunque los niños y los turistas suelen lucir ese aire de inocencia pasajera del que no sabe dónde pisa y aquel individuo no hubiera olido a inocencia ni con la bendición del niño Jesús, frente a cuya efigie cruzó a la altura de la iglesia de Belén.
Se detuvo entonces, aparentemente cautivado por una cacatúa de plumaje rosa pálido que le miraba de reojo desde una jaula en uno de los puestos de animales apostado frente a la bocacalle de Puertaferrisa. El extraño se acercó a la jaula como lo había hecho a la vitrina de la librería y empezó a murmurarle a la cacatúa unas palabras. El pájaro, un ejemplar cabezón y con envergadura de gallo capón con plumajes de lujo, sobrevivió al aliento sulfúrico del extraño y se aplicó con empeño y concentración, claramente interesado en lo que su visitante le estaba recitando. Por si había duda, la cacatúa asentía repetidamente con la cabeza y, visiblemente excitada, erguía una cresta de plumas rosas.
Transcurridos un par de minutos, el extraño, satisfecho con su intercambio aviario, prosiguió su camino. No habían transcurrido ni treinta segundos cuando, al cruzar yo frente a la pajarería, pude ver que se había producido una pequeña conmoción y que el dependiente, azorado, se estaba apresurando a cubrir la jaula de la cacatúa con una capucha de tela, ya que el ave se había puesto a repetir con perfecta dicción el pareado de Franco, cabrito, no se te levanta el pito, que no tuve duda alguna de dónde acababa de aprender. Al menos, el extraño mostraba cierto sentido del humor y convicciones de alto riesgo, lo que en aquella época era tan raro como las faldas por encima de la rodilla.
Distraído por el incidente, pensé que lo había perdido de vista, pero pronto detecté su silueta rebujada frente al escaparate de la joyería Bagués. Me adelanté con disimulo hasta una de las casetas de escribientes que flanqueaban la entrada al palacio de la Virreina y lo observé con detenimiento. Los ojos le brillaban como rubíes y el espectáculo de oro y gemas preciosas tras el cristal a prueba de balas parecía haberle despertado una lujuria que ni una hilera de coristas de La Criolla en sus años de gloria hubiera podido arrancarle.
—¿Una carta de amor, una instancia, un ruego a la excelencia de su elección, una espontánea nosotros-bien-por-la-presente para los parientes del pueblo, joven?
El amanuense residente en la caseta que había adoptado como escondite se había asomado por la garita como si se tratase de un sacerdote confesor y me miraba con ansias de ofrecerme sus servicios. El cartel sobre la ventanilla rezaba:
Oswaldo Darío de Mortenssen
Literato y Pensador.
Se escriben cartas de amor, peticiones, testamentos, poemas, invictas, felicitaciones, ruegos, esquelas, himnos, tesinas, súplicas, instancias y composiciones varias en todos los estilos y métricas.
Diez céntimos la frase (rimas extra). Precios especiales a viudas, mutilados y menores.
—¿Qué me dice, joven? ¿Una carta de amor de esas que hacen que las mozas en edad de merecer empapen las enaguas con los efluvios del querer? Le hago precio especial porque es usted.
Le mostré el anillo de casado. El escribiente Oswaldo se encogió de hombros, impávido.
—Son tiempos modernos —argumentó—. Si supiera usted la de casados y casadas que pasan por aquí…
Releí el cartel, que tenía cierto eco familiar que no acertaba a situar.
—Su nombre me suena…
—Tuve tiempos mejores. Quizá de entonces.
—¿Es el de verdad?
—Nom de plume. Un artista precisa un apelativo a la altura de su cometido. En mi partida de nacimiento reza Jenaro Rebollo, pero con semejante nombre quién le va a confiar a uno la composición de sus cartas de amor… ¿Qué responde a la oferta del día? ¿Marchando una carta de pasión y anhelo?
—En otra ocasión.
El amanuense asintió resignado. Siguió mi mirada y frunció el ceño, intrigado.
—Observando al cojo, ¿verdad? —dejó caer.
—¿Lo conoce usted? —pregunté.
—Hará una semana que lo veo pasar por aquí todos los días y pararse ahí enfrente del mostrador de la joyería a mirar embobado como si en vez de anillos y collares tuviesen expuesto el trasero de la Bella Dorita —explicó.
—¿Ha hablado alguna vez con él?
—Uno de los compañeros le pasó a limpio una carta el otro día; como le faltan dedos…
—¿Quién fue? —pregunté.
El amanuense me miró dudando, temiendo la pérdida de un posible cliente si me respondía.
—Luisito. El que está ahí enfrente, junto a Casa Beethoven, el que tiene cara de seminarista.
Le ofrecí unas monedas en agradecimiento, pero se negó a aceptarlas.
—Yo me gano la vida con la pluma, no con el pico. De eso ya andamos sobrados en este patio. Si algún día tiene usted alguna necesidad de tipo gramatical, aquí me tiene.
Me entregó una tarjeta en la que se reproducía su cartel anunciador.
—De lunes a sábado, de ocho a ocho —precisó—. Oswaldo, soldado de la palabra para servirle a usted y a su causa epistolar.
La guardé y le agradecí su ayuda.
—Que se le va el pichón —advirtió.
Me volví y pude ver que el extraño había reemprendido su camino. Me apresuré tras él y lo seguí Ramblas abajo hasta la entrada del mercado de la Boquería, donde se detuvo a contemplar el espectáculo de puestos y gentes que entraban y salían cargando o descargando ricas viandas. Lo vi cojear hasta la barra del bar Pinocho y auparse a uno de los taburetes con dificultad pero entusiasmo. Por espacio de media hora el extraño intentó dar cuenta de las delicias que le iba sirviendo el benjamín de la casa, Juanito, pero tuve la impresión de que su salud no le permitía grandes alardes y que más que nada comía por los ojos, como si al pedir tapas y platillos que no podía apenas probar recordase otros tiempos de mayor saque. El paladar no saborea, simplemente recuerda. Finalmente, resignado a su abstinencia gastronómica y al goce vicario de contemplar cómo otros degustaban y se relamían, el extraño pagó la cuenta y prosiguió su periplo hasta la entrada de la calle Hospital donde, por azares de la irrepetible geometría de Barcelona, convergían uno de los grandes teatros de la ópera de la vieja Europa y uno de los putiferios más tronados y revenidos del hemisferio norte.