Aprovechando que me había quedado solo decidí encender la radio para saborear algo de música mientras reordenaba a mi gusto las colecciones de los estantes. Mi padre creía que tener la radio puesta en la librería cuando había clientes era de poco tono, y si la encendía en presencia de Fermín, éste se lanzaba a canturrear saetas a lomos de cualquier melodía —o, peor aún, a bailar lo que él denominaba «ritmos sensuales del Caribe»—, y a los pocos minutos me ponía los nervios de punta. Habida cuenta de aquellas dificultades prácticas, había llegado a la conclusión de que debía limitar mi goce de las ondas a aquellos raros momentos en que, aparte de mí y de varias decenas de miles de libros, no había nadie más en la tienda.
Radio Barcelona emitía aquella mañana una grabación clandestina que un coleccionista había hecho del magnífico concierto que el trompetista Louis Armstrong y su banda habían dado en el hotel Windsor Palace de la Diagonal tres Navidades atrás. En las pausas publicitarias, el locutor se afanaba en etiquetar aquel sonido como llass y advertía que algunas de sus síncopas procaces podían no ser apropiadas para el consumo del oyente nacional forjado en la tonadilla, el bolero y el incipiente movimiento ye-ye que dominaban las ondas del momento.
Fermín solía decir que si don Isaac Albéniz hubiera nacido negro, el jazz se habría inventado en Camprodón, como las galletas en lata, y que, junto con aquellos sujetadores en punta que lucía su adorada Kim Novak en algunas de las películas que veíamos en el cine Fémina en sesión matinal, aquel sonido era uno de los escasos logros de la humanidad en lo que llevábamos de siglo XX. No se lo iba a discutir. Dejé pasar el resto de la mañana entre la magia de aquella música y el perfume de los libros, saboreando la serenidad y la satisfacción que transmite el trabajo simple hecho a conciencia.
Fermín se había tomado la mañana libre para, según él, ultimar los preparativos de su boda con la Bernarda, prevista para principios de febrero. La primera vez que había planteado el tema apenas dos semanas atrás todos le habíamos dicho que se estaba precipitando y que con prisas no se llegaba a ninguna parte. Mi padre trató de convencerle para posponer el enlace por lo menos dos o tres meses argumentando que las bodas eran para el verano y el buen tiempo, pero Fermín había insistido en mantener la fecha alegando que él, espécimen curtido en el recio clima seco de las colinas extremeñas, transpiraba profusamente llegado el estío de la costa mediterránea, a su juicio semitropical, y no veía de recibo celebrar sus nupcias con lamparones del tamaño de torrijas en el sobaco.
Yo empezaba a pensar que algo extraño tenía que estar sucediendo para que Fermín Romero de Torres, estandarte vivo de la resistencia civil contra la Santa Madre Iglesia, la banca y las buenas costumbres en aquella España de misa y NO-DO de los años cincuenta, manifestase semejante urgencia en pasar por la vicaría. En su celo prematrimonial, había llegado al extremo de hacer amistad con el nuevo párroco de la iglesia de Santa Ana, don Jacobo, un sacerdote burgalés de ideario relajado y maneras de boxeador retirado al que había contagiado su desmedida afición por el dominó. Fermín se batía con él en timbas históricas en el bar Almirall los domingos después de misa, y el sacerdote reía de buena gana cuando mi amigo le preguntaba, entre copa y copa de aromas de Montserrat, si sabía a ciencia cierta si las monjas tenían muslos y si de tenerlos eran tan mollares y mordisqueables como venía él sospechando desde la adolescencia.
—Va a conseguir usted que lo excomulguen —le reprendía mi padre—. Las monjas ni se miran ni se tocan.
—Pero si el mosén es casi más golfo que yo —protestaba Fermín—. Si no fuese por el uniforme…
Andaba yo recordando aquella discusión y tarareando al son de la trompeta del maestro Armstrong cuando oí que la campanilla que había sobre la puerta de la librería emitía su tibio tintineo y levanté la vista esperando encontrar a mi padre, que regresaba ya de su misión secreta, o a Fermín listo para incorporarse al turno de tarde.
—Buenos días —llegó una voz, grave y quebrada, desde el umbral de la puerta.