Aquel mes de noviembre parecía que Cayo Mario no iba a conseguir ser cónsul para el próximo año. Una carta de Lucio Apuleyo Saturnino disipó toda esperanza de otro plebiscito que le autorizase a ser nombrado por tercera vez cónsul in absentia.
El Senado no va a cruzarse de brazos de nuevo, porque ahora casi toda Roma está convencida de que los germanos no van a presentarse. Nunca. De hecho, los germanos se han convertido en una nueva Lamia, un monstruo tan manido para inspirar terror, que ya no asusta a nadie.
Naturalmente, vuestros enemigos han puesto el grito en el cielo alegando que ya es el segundo año en la Galia Transalpina en que os dedicáis a reparar calzadas y a excavar canales navegables, y alegan que vuestra presencia allá con un numeroso ejército le cuesta al Estado más de lo que puede permitirse, y más teniendo en cuenta el precio que ha alcanzado el trigo.
He sondeado las aguas electorales en lo que respecta a nombraros cónsul in absentia por tercera vez y se me ha quedado helado el dedo del pie que sumergí en ellas. Vuestras posibilidades mejorarían algo si vinierais a Roma y participaseis personalmente en los comicios. Pero, claro, si hacéis eso, vuestros enemigos argüirán que el supuesto peligro en la Galia Transalpina no existe.
Sin embargo, he hecho cuanto pude y he obtenido apoyo del Senado de modo que logréis que se os prorrogue el mando con categoría proconsular. Esto significa que los cónsules del año que viene serán vuestros superiores. Y, como divertida nota final, os diré que el candidato consular favorito para el año que viene es Quinto Lutacio Catulo. Los electores están tan hartos de que se presente cada año que han decidido quitárselo de en medio votándole. Espero que ésta os halle bien de salud.
Cuando Mario acabó de leer la breve misiva de Saturnino, permaneció sentado un buen rato con el entrecejo fruncido. Aunque las noticias eran adversas, había cierto aire desenvuelto en la carta, como si el propio Saturnino diese por sentado que Mario era algo del pasado y estuviera dedicándose a reconsiderar las cosas. Cayo Mario no tenía garra para el electorado; había perdido influencia, dado que los germanos eran un peligro menor en comparación con la revuelta de esclavos en Sicilia y el abastecimiento de trigo. El monstruo Lamia había muerto.
Bien, pues el monstruo Lamia no estaba muerto, y Lucio Cornelio Sila estaba vivo para demostrarlo. Pero ¿qué interés había en enviar a Sila a Roma para que lo corroborara si él, Cayo Mario, no podía acompañarle? Sin apoyo y sin poder, Sila no lograría imponerse; tendría que explicar la historia a demasiados personajes adversarios de su comandante, hombres a quienes aquello de que un aristócrata romano hubiese estado casi dos años disfrazado de galo les parecía una farsa tan sin pies ni cabeza, que toda Roma acabaría pensando que era un cuento. No, o viajaban los dos a Roma o ninguno.
Tomó papel, pluma y tinta, y se dispuso a escribir a Lucio Apuleyo Saturnino.
Os habréis vengado, Lucio Apuleyo, pero recordad que fui yo quien hizo posible que sobrevivieseis hasta poder resarciros. Aún me estáis obligado, y yo espero de vos una clientela leal.
No supongáis que no puedo acudir a Roma. Aún puede presentarse la oportunidad. O, cuando menos, quiero que actuéis como si efectivamente, fuese a presentarme en Roma. Así que aquí está lo que quiero. La necesidad más inmediata es posponer las elecciones consulares, una tarea que vos y Cayo Norbano, como tribunos de la plebe, sois bien capaces de llevar a cabo. Lo haréis con todo entusiasmo, dedicando a ello todas vuestras energías. Después, espero que sepáis utilizar ese cerebro de que gozáis para aprovechar la primera oportunidad que os permita presionar al Senado y al pueblo para que me llamen a Roma.
Iré a Roma, no lo dudéis. Así que, si queréis elevaros mucho más en el tribunado del pueblo, os interesa seguir siendo el instrumento de Cayo Mario.
Y a finales de noviembre un viento del este trajo a Cayo Mario el inesperado beso de la diosa Fortuna, en forma de una segunda carta de Saturnino, que llegó por mar dos días antes de que el correo del Senado con los despachos alcanzase Glanum. Decía Saturnino, muy humilde:
No dudo de que vendréis a Roma. Al mismo día siguiente al recibo de vuestra aleccionadora nota, vuestro estimado colega Lucio Aurelio Orestes, segundo cónsul, murió de repente. Y, aun a riesgo de sufrir vuestras censuras, aproveché la oportunidad para forzar al Senado a que os llamase. No era ése el plan trazado por los padres de la patria, quienes mediante el portavoz de la cámara recomendaron que los padres conscriptos eligiesen un cónsul suffectus para ocupar la silla dejada vacante por Orestes. Pero ¡oh sorprendente suerte!, el día anterior Escauro había pronunciado un largo discurso en la cámara diciendo que vuestra presencia en la Galia Transalpina era una afrenta a la credulidad de todos los varones honrados y que habíais fabricado el pánico a los germanos para haceros elegir como auténtico dictador. Por supuesto, nada más morir Orestes, Escauro cambió de tonada completamente: la cámara no osaría llamaros a ejercer las funciones electorales teniendo Italia encima la amenaza germana, y, por consiguiente, la cámara debía nombrar un cónsul suplente para no interrumpir las elecciones.
Como no he tenido tiempo de comenzar a valerme del cargo de tribuno para posponer las elecciones, creo que ya es innecesario. En lugar de eso, me levanté en la cámara y pronuncié un sagaz discurso para que nuestro estimado príncipe del Senado pudiera interpretarlo de dos maneras. O hay una amenaza germana o no la hay. Y decidí aceptar su discurso del día anterior como su sincera opinión: no había amenaza germana. Por consiguiente, no había necesidad de ocupar la silla de marfil del finado cónsul con un suffectus. No, dije, hay que llamar a Cayo Mario y que Cayo Mario lleve a cabo la tarea para la que ha sido elegido. No necesitaba acusar a Escauro de modificar su punto de vista en el segundo discurso para acomodarse a las circunstancias. Todos lo entendieron.
Espero que ésta llegue antes que el correo oficial. La época del año favorece la ruta marítima, aunque, naturalmente, podríais deducir perfectamente los acontecimientos leyendo los comunicados del Senado. Pero si consigo que mi carta llegue antes que ellos, tendréis algo más de tiempo para planificar vuestra campaña en Roma. He comenzado a mover las cosas entre los electores, naturalmente, y cuando lleguéis a Roma dispondréis de una delegación de los más respetables dirigentes del pueblo que os rogará que os presentéis a las elecciones de cónsul.
—¡Nos marchamos! —dijo Mario, eufórico, a Sila, entregándole la carta de Saturnino—. Recoge tus cosas, no hay tiempo que perder. Vas a testificar ante la cámara que los germanos van a invadir Italia por tres frentes distintos el año que viene en otoño, y yo diré a los electores que soy el único capaz de detenerlos.
—¿Hasta dónde llego? —inquirió Sila, sorprendido.
—Hasta donde tengas que hacerlo. Yo iniciaré el asunto y expondré lo que hemos descubierto. Y tú lo corroborarás, pero no de un modo que des a entender a la cámara que has vivido como un bárbaro —respondió Mario con gesto de tristeza—. Hay cosas, Lucio Cornelio, que es mejor no decirlas. Ellos no te conocen lo suficiente para entender la clase de hombre que eres. No les digas cosas que puedan utilizar contra ti más adelante. Eres un patricio romano; déjalos que crean que tus audaces hazañas las hiciste como patricio romano.
—¡Es de todo punto imposible andar entre los germanos vestido de patricio romano! —replicó Sila meneando la cabeza.
—Ellos no lo saben —replicó Mario con una sonrisa—. ¿Recuerdas lo que decía Publio Rutilio en su carta? Los generales de salón de los bancos de atrás, los llamaba. Pues, igualmente, son espías de salón y serían incapaces de conocer las reglas del espionaje aunque las tuvieran delante de las narices —añadió con una carcajada—. En realidad, ojalá te hubiese dicho que te dejases un poco más el bigote y el pelo largo. Te habría vestido de germano y te habría paseado por el Foro. Y sabes lo que habría sucedido, ¿no?
—Que nadie me habría reconocido —respondió Sila con un suspiro.
—Exacto. Así que no sometas a esfuerzo innecesario su imaginación romana. Yo tomaré la palabra primero y tú continúas —dijo Mario.
Para Sila, Roma no ofrecía ese vigor político o esa calidez doméstica que representaban para Mario. Pese al brillante desempeño de su cargo de cuestor con Mario y su no menos brillante carrera de espía, también a las órdenes de Mario, no era más que uno de los nuevos senadores jóvenes con futuro que actuaban ensombrecidos por el primer hombre de Roma. Y su carrera política para el porvenir tampoco marchaba lo bastante aprisa, sobre todo teniendo en cuenta su tardía incorporación al Senado; era un patricio, y, por consiguiente, no podía ser tribuno de la plebe, no tenía dinero para aspirar a una silla curul y no llevaba suficiente tiempo en el Senado para poder ser pretor. Era el aspecto político de las cosas. En su casa se encontró con un ambiente amargo e irritante, perturbado aún más por una esposa que bebía en exceso y no se ocupaba de los niños, y por una suegra que sentía por él la misma repulsa que por su propia situación. Esa era la faceta doméstica.
Sí, el ambiente político mejoraría para él; no estaba tan deprimido como para no verlo, pero el clima del hogar tenía necesariamente que empeorar. Y lo que más arduo le resultaba en su estancia en Roma era el cambio de vida de estilo germano al romano. Durante casi un año había vivido con Germana en un medio más ajeno aún a su mundo aristocrático que el de los viejos tiempos de lupanar del Subura. Y Germana era su solaz, su fortaleza, su punto normal de referencia en aquella extraña sociedad bárbara.
No le había sido difícil agarrarse a la cola de la cometa cimbra, porque él era un guerrero valiente y fuerte, y, además, era un guerrero que sabía pensar. En valentía y fortaleza física le aventajaban muchos germanos; pero ellos eran un metal sin aleación, y él poseía el temple final en el que la astucia se unía al valor y era tan escurridizo como fuerte. Sila era el muchacho frente al gigante, el hombre que, para destacar en el combate armado, no disponía de otro medio que el de pensar. Por eso había destacado en seguida en el campo de batalla contra las tribus de los Pirineos de Hispania, siendo aceptado en la hermandad de guerreros.
Luego, él y Sertorio habían acordado que si tenían que integrarse en aquel extraño mundo con posibilidades de acceder a los planes de los germanos (como habían hecho), tenían que ser algo más que soldados útiles. Tendrían que crearse un núcleo en la vida tribal. Por eso se habían separado para integrarse en tribus distintas y habían elegido esposa entre las viudas recientes.
Había puesto los ojos en Germana porque también era una forastera y no tenía hijos. Su hombre había sido jefe de su propia tribu cimbra, porque, si no, las mujeres de la tribu nunca habrían tolerado la presencia de una extranjera, ya que usurpaba el puesto que habría debido ocupar una mujer cimbra. Y las indignadas cimbras ya planeaban apalearla a muerte cuando Sila —meteoro entre los demás guerreros— había saltado sobre su carro para apropiársela. Compartirían su condición de extranjeros. No había habido ningún sentimiento ni atracción alguna en la elección de Germana la querusca; sencillamente, ella le necesitaba más que cualquier mujer cimbra de la tribu y, al mismo tiempo, se encontraba menos ligada al grupo que una cimbra auténtica. Así, si llegaba a descubrir su origen romano, existían menores posibilidades de que le denunciase que en el caso de una cimbra.
Como todas las mujeres bárbaras, Germana era muy ordinaria. La mayoría eran altas, fuertes y físicamente armónicas, con piernas largas y buenos pechos, pelo pajizo, ojos muy azules y un rostro blanco que le hacía a uno olvidar la fealdad de sus grandes bocas y pequeñas narices rectas. Germana era mucho más baja que Sila (quien, según los cánones romanos, tenía la respetable estatura de seis pies menos tres pulgadas; Mario, con una pulgada por encima de seis pies, era muy alto) y más regordeta que sus congéneres. Aunque tenía el pelo muy espeso y largo, era de esa tonalidad indefinida, universalmente conocido como color «ratón», y tenía ojos gris oscuro que entonaban con el pelo. En lo demás, correspondía bastante al tipo germano: huesos craneales bien marcados, nariz fina y delgada como una hoja corta y recta. Tenía treinta años y no había concebido; de no haber sido su hombre el jefe, que se había negado a dejarla, Germana habría perecido.
Lo que destacaba en ella para haber sido elegida sucesivamente por dos hombres de categoría superior, no era evidente a primera vista. Su primer hombre la había calificado de distinta e interesante, pero sin precisar más; Sila detectó en ella una aristocracia natural, viéndola como una mujer delicada y altiva que irradiaba un gran atractivo sexual.
Se avinieron muy bien en todos los aspectos, pues ella era lo bastante inteligente para no exigir demasiado sexualmente, razonable para no ponerle trabas, lo bastante apasionada para darle placer en la cama, lo bastante coherente para establecer una buena comunicación y hacendosa de sobra para no darle más tarea. Germana sabía tener siempre recogidos los animales, bien marcados, bien ordeñados, debidamente emparejados y bien cuidados. El carro de Germana estaba siempre perfectamente con el toldo bien tenso y arreglado o parcheado, con las maderas bien engrasadas y limpias, igual que las grandes ruedas que lubricaba con una mezcla de mantequilla y unto de buey en los ejes y los pivotes y a las que nunca faltaban radios ni segmentos de la llanta. Las cacerolas y vasijas de Germana siempre estaban limpias; las provisiones las tenía bien preservadas de la humedad y los insectos; la ropa y las esteras, siempre bien aireadas y secas; poseía unos cuchillos admirablemente afilados y nunca se dejaba nada tirado. Germana, realmente, era la antítesis de Julilla. Salvo que no tenía sangre romana.
Cuando supo que estaba encinta —cosa que advirtió en seguida—, a los dos les encantó. Y a Germana con mayor motivo. Ahora estaba en paz con la tribu a la que no pertenecía y la vergüenza de su anterior esterilidad repercutía claramente sobre el jefe muerto. Detalle que no gustó nada a las mujeres de la tribu, que tanto la odiaban. Pero no pudieron hacer nada, porque en primavera, cuando los cimbros pusieron rumbo norte hacia las tierras de los aduatucos, Sila era el nuevo jefe. Germana, como puede colegirse, había tenido una inmensa suerte.
Y luego, en el Sextilis, tras una gestación que soportó sin una queja, dio a luz dos mellizos, gordos, sanos y pelirrojos. Sila les llamó German y Cornel. Se había estrujado la mollera para encontrar un nombre que en cierto modo perpetuase su gens Cornelio, y que, al mismo tiempo, no sonase extraño en lengua germana. «Cornel» fue la solución.
Los niños eran una delicia como todos los gemelos: tan iguales, que era difícil distinguirlos, muy bien avenidos y más dedicados a crecer que a llorar. Los mellizos no eran muy frecuentes, y su nacimiento en el seno de aquella pareja extranjera se consideró un buen augurio, que a Sila le valió la jefatura del grupo de pequeñas tribus. En consecuencia, pudo asistir al gran consejo convocado por Boiorix para los tres pueblos de germanos cuando el rey de los cimbros dirimió sin sangre las fricciones entre aduatucos y teutones.
Ya hacía tiempo, naturalmente, que Sila sabía que tendría que irse pronto, pero había pospuesto la marcha hasta después del gran consejo, consciente de que le preocupaba lo que habría debido ser una consideración muy secundaria, es decir, qué les sucedería a Germana y a sus hijos al desaparecer él. Era muy posible que pudiese confiar en los hombres de su propia tribu, pero no en las mujeres; y era sabido que en cualquier situación interna de la tribu prevalecería la opinión de las mujeres. En cuanto él desapareciera, Germana perecería apaleada, aunque no mataran a los niños.
Estaban en septiembre y el tiempo apremiaba. Sin embargo, Sila adoptó una decisión que iba contra sus propios intereses y contra los de Roma. Aunque apenas tenía tiempo, antes de regresar al campamento de Mario llevaría a Germana a su propia tribu en Germania. Y eso significaba que tendría que decirle quién era. A ella, más que sorprenderla, la fascinó; miró sucesivamente a sus hijos, maravillada, como si en ese momento comprendiese realmente lo importantes que eran, cual si fuesen los hijos de un semidiós, y no se mostró apenada cuando le dijo que tendría que dejarla para siempre, pero sí manifestó gratitud cuando le aseguró que antes la conduciría hasta su tribu de los marsos en Germania, con la esperanza de que entre sus gentes estaría protegida y salvaría la vida.
A principios de octubre abandonaron el gigantesco enclave de los carros germanos a primeras horas de la noche, tras elegir previamente un emplazamiento para su carro y sus animales desde el cual su marcha llamase menos la atención. Al amanecer aún estaban abriéndose camino entre los carros de las tribus, pero nadie se fijó en ellos y un par de días después ya habían salido del enclave de la migración.
Los aduatucos estaban a unas cien millas de los marsos y el terreno que los separaba era bastante plano; pero entre la Galia Cabelluda de los belgas y Germania se hallaba el río mayor de toda Europa occidental: el Rhenus. Tendría que cruzarlo con el carro de su esposa y tenía que defender a su familia de los merodeadores. Y Sila lo hizo a su manera simple y directa: confiando en sus vínculos con la diosa Fortuna, que nunca le abandonaba.
Cuando llegaron al Rhenus, se encontraron las orillas llenas de gente que no prestaba atención a un carro solitario en el que viajaba un germano con dos mellizos pelirrojos en brazos de la madre. Una barcaza para transbordar carros cruzaba periódicamente el gran río a cambio de una tinaja del apreciadísimo trigo; como el verano había sido bastante seco, las aguas bajaban tranquilas, y Sila, previo el pago de tres tinajas de trigo, logró que cruzasen el carro de Germana y los animales.
Una vez en Germania, prosiguieron el viaje a buen ritmo, ya que no había grandes bosques en aquella región y solamente algunos cultivos de forraje para el ganado en invierno. La tercera semana de octubre Sila dio con la tribu marsa de Germana y se la confió, al mismo tiempo que concluía un tratado de paz y amistad entre los marsos germanos y el Senado y el pueblo de Roma.
Luego, cuando llegó el momento de la despedida definitiva, lloraron muy apenados y vieron que resultaba más difícil de lo que habían creído. Con los mellizos en brazos, Germana siguió a pie a Sila hasta que el caballo la dejó atrás y, entre grandes lamentos, su imagen se fue perdiendo en la distancia para siempre, y él, enceguecido por las lágrimas, impulsaba al animal hacia el sudoeste, confiando durante varias millas en su solo instinto.
La gente de Germana le había dado una buena montura y pudo cambiarla por otro buen corcel al final de la jornada y continuar así cambiando de caballo durante los doce días que tardó en llegar desde el nacimiento del río Amisia, en donde estaba asentada la tribu de los marsos, hasta el campamento de Mario en Glanum. Viajaba siempre a campo traviesa, evitando montañas y espesos bosques, y siguiendo el curso de los grandes ríos del Rhenus al Mosela, del Mosela al Arar y de éste al Rhodanus.
Iba tan acongojado que tuvo que esforzarse por fijarse bien en las gentes de las regiones por las que pasaba, aunque en cierta ocasión se sorprendió al oírse hablando el galo de los druidas y se dijo que dominaba varios dialectos germánicos y el galo carnútico, ¡él, Lucio Cornelio Sila, senador romano!
Pero lo que él y Quinto Sertorio descubrieron referente a las disposiciones de los germanos en tierras de los aduatucos no cristalizaría hasta la primavera siguiente, mucho después de que ambos hubiesen dejado a sus esposas en Germania. Pues cuando los miles y miles de carros comenzaron a moverse y los tres grandes contingentes de bárbaros se separaron para invadir Italia, cimbros, teutones, tigurinos, queruscos y marcomanos dejaron con los aduatucos algo que los protegiese hasta su regreso: una fuerza de seis mil de los mejores guerreros, que impidiesen las incursiones de otras tribus y que defendiesen los tesoros tribales que también les confiaron; todas las estatuillas de oro, los carros de oro, los arneses de oro, las ofrendas votivas de oro, las monedas de oro, los lingotes de oro, varias toneladas del más fino ámbar y otros objetos preciosos que habían añadido durante su última migración al acervo de varias generaciones. El único oro que transportaron los bárbaros fue el que llevaban sobre sus personas; lo demás quedó escondido en tierras de los aduatucos, de forma muy parecida a como los volcos tectosagos habían hecho en Tolosa con el oro de los pueblos galos.
Así, cuando Sila volvió a ver a Julilla, no pudo por menos de establecer la comparación con Germana y la encontró descuidada, veleidosa, poco instruida, desordenada y odiosa. Al menos desde su anterior reencuentro había aprendido a no lanzarse indecorosamente en sus brazos a la vista de los criados. Pero durante la comida en casa aquel primer día pensó que, probablemente, aquella actitud contenida era más bien debida a la presencia de Marcia que a un auténtico deseo por complacerle. Sí, Marcia se hacía notar: era una matrona rígida, hierática, seria, adusta e implacable. No había envejecido bien y, tras tantos años de felicidad como esposa de Cayo Julio César, la viudez le resultaba insoportable. Además, Sila sospechaba que detestaba ser la madre de una hija tan poco satisfactoria como Julilla.
Y no era de extrañar. Porque él mismo detestaba estar casado con una esposa tan poco satisfactoria como Julilla. Sin embargo, no habría sido buena política echarla, dado que no era ninguna Metela Calva que se refocilase indiscriminadamente con el pueblo bajo; ni con el pueblo alto. Quizá la fidelidad fuese su única virtud, y, desgraciadamente, su vicio de la bebida no había trascendido a tal extremo que en Roma se supiese que era una borracha porque Marcia había hecho lo imposible por ocultarlo. En consecuencia: quedaba descartado un divorcio por diffarreatio (aun en el caso de que hubiese estado dispuesto a enfrentarse al tremendo proceso).
No obstante, resultaba imposible vivir con ella. Sus exigencias físicas en el dormitorio eran tan acuciantes y ásperas, que él lo único que sentía era una profunda turbación abrasadora y horrible; bastaba con mirarla para que todos sus tejidos eréctiles se retrayeran como los caracoles de Publio Vagienio. No le apetecía tocarla ni que ella le tocara.
Para una mujer era fácil fingir deseo sexual y placer, pero para un hombre ambas cosas resultan imposibles. Si los hombres eran por naturaleza más auténticos —pensaba Sila— era, sin duda, porque llevaban entre las piernas un fehaciente indicativo que regía todas las facetas del comportamiento masculino. Y si había algo que justificase la atracción mutua entre hombres era el hecho de que el acto erótico no requería ir acompañado de un acto de fe.
Todos aquellos razonamientos nada bueno presagiaban para Julilla, quien ignoraba lo que pensaba su esposo pero estaba desalentada por su evidente falta de motivación. Dos noches seguidas se vio rechazada, al tiempo que Sila perdía la paciencia y sus excusas se hacían más superficiales y menos convincentes. La tercera vez, Julilla se levantó por la mañana antes que el propio Sila para hacer un copioso desayuno con vino y su madre la sorprendió.
Aquello dio lugar a una discusión entre las dos, tan acerba y cáustica, que la muchacha lloró, los esclavos se escondieron y el propio Sila se encerró en el tablinum mascullando maldiciones contra todas las mujeres. Lo que colegía por las palabras que había oído, apuntaba a que se trataba de una discusión por algo que no era nuevo ni sucedía por primera vez. Los niños, gritaba Marcia con potencia suficiente para que se la oyera desde el templo de la Magna Mater, estaban completamente abandonados por la madre; Julilla replicaba, con chillidos susceptibles de oírse hasta en el Circo Máximo, que ella le había robado el cariño de sus hijos y que no se lo reprochase.
El enfrentamiento verbal fue tan violento y duró tanto, que a Sila no le quedó la menor duda de que el tema había sido debidamente debatido en anteriores ocasiones. Era como si repitiesen maquinalmente los reproches, que concluyeron en el atrium frente a la puerta de su despacho, momento en el que Marcia dijo a Julilla que se llevaba a los niños y a la niñera a dar un paseo y que no sabía cuándo volvería, pero que más le valía estar sobria a su regreso.
Con las manos en los oídos para no escuchar los patéticos sollozos y súplicas de los niños, mediando entre madre y abuela, Sila trató de concentrarse en la idea de lo maravillosos que eran los pequeños. Aún le duraba el placer de volver a verlos después de tanto tiempo; Cornelia Sila tenía algo más de cinco años y el pequeño Lucio Sila cuatro. Ya eran personitas con edad para sufrir, como él bien sabía por los recuerdos de su niñez que aún conservaba en algún rincón de la memoria. Si algún paliativo había en el abandono de sus dos hijos gemelos germanos, estribaba en el hecho de que cuando lo había hecho eran aún muy pequeños, unos seres de boquita balbuciente, que sólo balanceaban la cabeza y cuyo cuerpo, de pies a cabeza, era una masa regordeta. Le resultaría mucho más difícil dejar a sus hijos romanos, porque ya eran personas. Los compadecía profundamente, porque los amaba mucho; con un sentimiento muy distinto al que había sentido nunca por un hombre o una mujer. Desinteresado y puro, sin tacha y absoluto.
La puerta del despacho se abrió de golpe y Julilla entró en un revuelo de túnicas, con los puños cerrados y el rostro congestionado de furor. Y borracha.
—¿Lo has oído? —inquirió gesticulando.
—¿Cómo no iba a oírlo? —replicó Sila con voz cansada, dejando la pluma—. Se habrá oído en todo el Palatino.
—¡Esa vieja vaca, esa latosa! ¿Cómo Se atreve a decirme que descuido a mis hijos?
¿Lo hago o no lo hago?, se dijo Sila para sus adentros. ¿Por qué la aguanto? ¿Por qué no cojo mi cajita de polvos blancos de Pisa y se los echo en el vino hasta que se le caigan los dientes, la lengua se le consuma como una mecha y sus pechos se le inflen y exploten como cuescos de lobo? ¿Por qué no me busco una buena encina y cojo unas hermosas setas y se las doy hasta que sangre por todos sus orificios? ¿Por qué no le doy el beso que ansía y le retuerzo el asqueroso pescuezo igual que a Clitumna? ¿Cuántos hombres he matado con la espada, el puñal, el arco, el veneno, con piedras, hacha, palo, correa, con mis propias manos? ¿Por qué ella tiene que ser distinta? La respuesta le vino inmediatamente, por supuesto. Julilla había materializado sus sueños, le había dado suerte; y era una patricia romana, sangre de su sangre. Antes mataría a Germana.
Pese a todo, las palabras no matarían a aquella romana fuerte y nerviosa; así que podía usar palabras.
—Descuidas a los niños —dijo—. Por eso traje a tu madre para que viviese aquí.
Ella contuvo un grito, llevándose las manos a la garganta aparatosamente.
—¡Oh! ¿Pero cómo te atreves? ¡Nunca he descuidado a los niños!
—No digas tonterías. Siempre te han importado un bledo —replicó él con la misma voz cansada que había adoptado desde que había entrado en aquel hogar de infortunio—. A ti lo único que te preocupa, Julilla, es una jarra de vino.
—¿Y quién puede reprochármelo? —espetó ella bajando las manos—. ¿Quién puede honradamente reprochármelo? ¡Si estoy casada con un hombre que no me quiere, a quien no se le empina cuando estamos en la cama, aunque me la meta en la boca y la lama y la chupe hasta que se me desencajen las mandíbulas!
—Si vamos a ser tan explícitos, ¿quieres hacer el favor de cerrar la puerta? —dijo él.
—¿Por qué? ¿Para que los utilísimos sirvientes no lo oigan? ¡Qué asqueroso hipócrita eres, Sila! ¿Y de quién es la vergüenza, tuya o mía? ¿Por qué nunca es tuya? ¡Tu fama amatoria está lo bastante difundida en la ciudad para que esa lamentable carencia conmigo sea calificada de impotencia! ¡Sólo soy yo a quien no quieres! ¡A tu esposa! ¡Ni siquiera se me ha ocurrido mirar a otro hombre! ¿Y, en cambio, qué es lo que gano? ¡Te pasas dos años lejos y ni siquiera se te levanta cuando me convierto en irrumator! —Lo había escupido con sus grandes ojos amarillos y hundidos bañados en lágrimas—. ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué no me quieres? ¿Por qué no me deseas? ¡Oh, Sila, mírame con ojos amorosos, tócame con manos amorosas y no volveré a necesitar un trago de vino en mi vida! ¿Cómo voy a poder amarte como te amo si no recibo a cambio ni una chispa de amor?
—Quizá eso sea parte del problema —dijo él con distanciamiento clínico—. No me gusta que me amen con exceso. No está bien. En realidad, es insano.
—¡Pues dime qué debo hacer para dejar de amarte! —replicó ella llorando—. ¡Yo no lo sé! ¿Tú crees que puedo? ¡Dímelo, y en menos de lo que tarda una chispa en prender en la yesca dejaré de amarte! ¡Ojalá pudiera! ¡Ansío dejar de amarte! Pero no puedo. Te quiero más que a mí misma.
Sila lanzó un suspiro.
—Tal vez la solución esté en que seas mayor de una vez. Pareces una adolescente. Sigues teniendo dieciséis años física y mentalmente. Pero ya no los tienes, Julilla. Tienes veinticuatro años. Eres madre de una hija de cinco y de un niño de cuatro.
—Quizá a los dieciséis años fue la última vez en que fui feliz —replicó ella, restregándose las mojadas mejillas con la palma de la mano.
—Si no has sido feliz desde los dieciséis años, difícilmente me lo puedes reprochar a mí —dijo Sila.
—Tú nunca tienes la culpa de nada, ¿verdad?
—Eso es una verdad como un templo —replicó él con ínfulas de superioridad.
—¿Y con otras mujeres?
—¿Qué pasa con otras mujeres?
—Es muy posible que uno de los motivos para que no hayas mostrado ningún interés por mí desde que has vuelto sea que tienes una mujer escondida en la Galia…
—No es una mujer —replicó él sin alterar la voz—, es mi esposa. Y no está en la Galia, sino en Germania.
—¿Una esposa? —dijo ella, boquiabierta.
—Sí, eso es; con arreglo a las costumbres germanas. Y con unos mellizos de unos cuatro meses —añadió cerrando los ojos para que ella no advirtiese su pena—. Los echo mucho de menos. ¿No es curioso?
Julilla consiguió cerrar la boca y tragar saliva convulsivamente.
—¿Tan hermosa es? —inquirió en un susurro.
—¿Hermosa? —repitió Sila, abriendo los ojos, sorprendido—. ¿Germana? ¡No, en absoluto! Es regordeta y tiene treinta años. No es ni mucho menos tan hermosa como tú. Ni siquiera tan rubia, y ni siquiera es la hija de un jefe, y menos de un rey. Es una simple bárbara.
—¿Por qué has hecho eso?
—No sé —respondió Sila, meneando la cabeza—. Supongo que porque me gustaba mucho.
—¿Y qué tiene ella que no tenga yo?
—Un buen par de pechos —contestó Sila, encogiéndose de hombros—; aunque a mí no me enloquecen los pechos, así que no debe ser eso. Era muy trabajadora y nunca se quejaba; nunca esperaba nada de mi… No, no es eso; mejor digamos que nunca esperaba que fuese quien no soy —añadió, sonriendo complacido—. Sí, creo que debe de ser eso. Ella era muy suya y nunca me abrumaba con su persona. Tú eres un preso encadenado a mi cuello, y Germana era como dos cordeles atados a mis pies.
Sin decir palabra, Julilla le dio la espalda y salió del despacho. Sila se levantó, fue hasta la puerta y la cerró.
Pero no había transcurrido tiempo suficiente para que reanudara sus garabatos —ya que aquella mañana era incapaz de escribir con lógica—, cuando la puerta volvió a abrirse.
El criado asomó la cabeza, haciendo una magistral imitación de una figura inanimada.
—¿Qué hay?
—Un visitante, Lucio Cornelio. ¿Estáis en casa?
—¿Quién es?
—Dominus, de saberlo os habría dicho su nombre —replicó el criado, hierático—, pero simplemente me ha dicho que os dijera lo siguiente: «Saludos de Scilax».
El rostro de Sila se iluminó, esbozando una sonrisa de complacencia. ¡Uno de los viejos tiempos! ¡Uno de los suyos, de los comediantes y actores que frecuentaba! ¡Estupendo! Aquel bobo de criado que había contratado Julilla no sabía nada, claro que no. Los esclavos de Clitumna no eran lo bastante buenos para ella.
—¡Hazle pasar!
Él sí que habría sabido de quién se trataba, en cualquier momento. Sin embargo, ¡cómo había cambiado! Se había hecho un hombre.
—Metrobio —dijo Sila, poniéndose en pie y mirando de reojo a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Pero las ventanas estaban abiertas; no importaba, porque en aquella casa existía la regla inflexible de que nadie se parase en la columnata en ningún sitio desde el que pudiera verse su despacho.
Debía de tener unos veintidós años, pensó Sila. Bastante alto para ser griego. Había cortado su larga melena de rizos, dejándose una escueta cofia varonil, y en las mejillas y mentón, otrora blancos como la leche, apuntaba una tonalidad azulada, indicio de una barba cerrada muy bien afeitada. Conservaba aquel perfil de Apolo praxiteliano y algo de aquella placidez ambigua; era como una vívida estatua de mármol pintado capaz de bajar del pedestal y echar a andar. Pero permanecía quieto, recogido, ensimismado y guardando el secreto de su misterio y sus orígenes.
Pero hubo un momento en que el marmóreo dominio de aquella belleza perfecta cedió: Metrobio miró a Sila lleno de amor y abrió sonriente los brazos.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Sila y un temblor movió su boca. Ni se dio cuenta de que su cadera tropezaba con el escritorio al dar la vuelta; se lanzó a los brazos de Metrobio como a una rada, hundiendo el rostro en su hombro y rodeándole a su vez. El beso que se produjo fue exquisito, un beso de corazones afines y adultos, un acto de fe innata, sin ningún matiz doloroso.
—¡Muchacho, mi hermoso muchacho! —exclamó Sila, llorando de gratitud porque algunas cosas no hubiesen cambiado.
Julilla permanecía junto a la ventana abierta del despacho de Sila, mirando cómo su esposo se echaba en brazos del joven; los vio besarse, oyó las amorosas palabras que se decían, vio cómo se dirigían al diván para sentarse e iniciar los escarceos íntimos de una antigua relación tan satisfactoria para ambos, que era como un ansiado regreso. No necesitaba que le explicasen que aquello era el motivo real del desdén de su esposo; y de su afición al vino y su inconsciente venganza desocupándose de sus hijos. Los hijos de su esposo.
Antes de que se desvistiesen ante sus ojos, Julilla se alejó con la cabeza muy alta y los ojos secos para entrar en el dormitorio que compartía con Lucio Cornelio Sila. Su esposo. Había detrás un reducido cubículo que usaban de vestidor, y ahora más lleno desde el regreso de Sila, pues su panoplia de gala estaba colocada sobre un caballete, el casco en un pedestal especial y su espada con empuñadura de marfil, adornada con una cabeza de águila, colgada de la pared en la vaina.
No le costó descolgar la espada, pero sí sacarla de la vaina y el correaje. Pero por fin lo consiguió, conteniendo la respiración cuando el filo le cortó la mano hasta el hueso de lo afilada que estaba. Experimentó cierta sorpresa al ver que sentía dolor fisico en aquel momento, pero hizo abstracción del dolor y la sorpresa y, sin vacilar, la empuñó por la marfileña cabeza de águila, la volvió hacia ella y se echó contra la pared.
Lo había hecho real. Se desplomó, entre un revuelo de telas ensangrentadas, al hundirse la espada en su vientre, con el corazón latiéndole velozmente y sintiendo el estertor de su propia respiración como el de alguien amenazador a sus espaldas dispuesto a arrebatarle la virtud o la vida. Pero ya no tenía virtud ni vida, ¿qué podía importar? Ahora sí sentía el horror de la agonía y aquel calor de su propia sangre regándole la piel. Pero ella era una Julio César y no iba a pedir socorro ni a lamentar su decisión en aquellos postreros instantes. Tampoco cruzó su mente el más mínimo pensamiento por sus hijitos: sólo pensaba en la insensatez de haber amado todos aquellos años a un hombre al que le gustaban los hombres.
Eso era razón suficiente para morir. No iba a vivir para ser la irrisión de Roma, para que todas las afortunadas que estaban casadas con hombres de verdad se burlaran de ella. Conforme se desangraba, su enfebrecida mente comenzó a enfriarse, a aminorarse, a petrificarse. ¡Ah, qué maravilla dejar por fin de amarle! Se acabaron los tormentos, las angustias, las humillaciones, el vino. Le había pedido que le dijera cómo dejar de amarle y él lo había hecho. Al fin y al cabo, su amado Sila había sido amable. Sus últimos momentos de lucidez fueron para sus hijos: al menos en ellos perduraría algo de ella misma. Y así entró en el dulce piélago de la Muerte, deseando a sus hijos una vida larga y venturosa.
Sila volvió a su escritorio y se sentó.
—¿Hay vino? Sírveme una copa —dijo a Metrobio.
¡Qué parecido al muchacho era el hombre cuando la animación iluminaba su rostro! Y ello le ayudaba a recordar que aquel muchacho había querido renunciar a cualquier lujo para vivir en la penuria con su amado Sila.
Sonriente, Metrobio trajo el vino y tomó asiento en la silla de clientes.
—Sé lo que vas a decir, Lucio Cornelio. No podemos tomar esto por costumbre.
—Sí. Entre otras cosas —replicó Sila dando un sorbo de vino y mirándole fijamente—. No es posible, queridísimo muchacho. Sólo a veces, cuando la necesidad, el dolor o lo que sea resulta insoportable. Me separa el canto de un sestercio de todo lo que me gusta, tú incluido. Si estuviésemos en Grecia, sí; pero estamos en Roma. Si fuese el primer hombre de Roma, sí; pero no lo soy. Es Cayo Mario.
—Lo comprendo —dijo Metrobio con una mueca.
—¿Sigues en el teatro?
—Claro. Es lo único que sé hacer. Además, Scilax ha sido un buen maestro; hay que decirlo. Así que no me falta trabajo y descanso poco —carraspeó y adoptó un aire preocupado—. El único cambio es que me he vuelto serio.
—¿Serio?
—Eso es. Resultó que no tenía auténtica vis cómica. Cuando era niño podía pasar, pero en cuanto crecí, tuve que dejar los Cupidos alados y los diablillos y comprobé que mi verdadero talento era para la tragedia. Así que ahora interpreto papeles de Esquilo y Accio en lugar de los de Aristófanes y Plauto. No me quejo.
—Bueno —dijo Sila encogiéndose de hombros—, así al menos podré ir al teatro sin descubrirme por ir a verte interpretar el papel de ingenuo desventurado. ¿Eres ciudadano?
—Lamentablemente, no.
—Ya veré lo que puedo hacer —dijo Sila con un bostezo, dejando la copa y juntando las manos como un banquero—. Sí que nos veremos, pero no con frecuencia y nunca más aquí. Tengo una esposa bastante alocada de quien no puedo fiarme.
—Sería estupendo que nos viésemos de vez en cuando.
—¿Tienes un sitio razonablemente privado o sigues viviendo con Scilax?
—¡Creí que lo sabías! —replicó Metrobio con aire sorprendido—. Pero claro, ¿cómo ibas a saberlo si has estado años fuera de Roma? Scilax murió hace seis meses y me dejó todo lo que tenía, incluida la vivienda.
—Pues nos veremos allí —dijo Sila poniéndose en pie—. Vamos, te acompaño. Y te inscribo como cliente mío; así, si alguna vez necesitas venir aquí, tendrás una justificación. Te enviaré una nota a casa antes de ir a verte.
En los hermosos ojos negros afloraba el deseo de un beso cuando se despidieron en la puerta de la casa, pero ni dijeron ni hicieron nada que pudiera hacer pensar al hierático mayordomo ni al portero que aquel joven tan bien parecido fuese algo más que un simple cliente nuevo conocido de los viejos tiempos.
—Saludos a todos, Metrobio.
—¿No estarás en Roma para el festival de teatro?
—Me temo que no —respondió Sila con una sonrisa displicente—. Por culpa de los germanos.
Y así se despidieron, justo en el momento en que Marcia aparecía por el otro extremo de la calle con los niños y la niñera. Sila aguardó a que llegase y le franqueó la entrada.
—Marcia, haced el favor de venir a mi despacho.
Con mirada recelosa, Marcia entró en el despacho y se dirigió al diván, en el que Sila advirtió horrorizado una mancha húmeda.
—Sentaos en la silla, si no os importa —dijo.
Ella tomó asiento, mirándole con ceño, la barbilla alta y los labios apretados.
—Suegra, sé que no os gusto y no pretendo ganarme vuestro afecto —comenzó a decir Sila, asegurándose de aparentar una actitud de completa despreocupación y tranquilidad—. Yo tampoco os pedí que vinieseis a vivir aquí porque me gustaseis. Me preocupaban los niños, y siguen preocupándome. Debo agradeceros de todo corazón todo lo que habéis hecho; los habéis cuidado muy bien y han vuelto a ser unos niños romanos.
—Me alegra que lo creáis así —dijo ella, ablandándose un poco.
—En consecuencia, ya no son ellos mi principal preocupación, sino Julilla. Esta mañana oí la disputa que sostuvisteis con ella.
—¡Todo el mundo lo oyó! —espetó Marcia.
—Sí, cierto… —replicó Sila con un profundo suspiro—. Cuando os llevasteis a los niños de paseo tuvimos un altercado que también oyó todo el mundo… o al menos lo que ella gritaba. No sé si tenéis alguna idea respecto a lo que debemos hacer.
—Lamentablemente —replicó Marcia, plenamente consciente de que lo había ocultado— muy poca gente sabe que bebe como para que os sirva de pretexto para el divorcio, y como único motivo. Cada vez bebe más y no voy a poder seguir ocultándolo. Cuando lo sepan todos, podréis repudiarla sin que parezca censurable.
—¿Y si eso sucede mientras yo esté fuera de Roma?
—Yo soy su madre y puedo expulsarla. Si sucede en vuestra ausencia, la enviaré a vuestra villa de Circei, y cuando volváis, podéis divorciaros y encerrarla en otro lugar. Con el tiempo, la bebida la matará —dijo Marcia poniéndose en pie dispuesta a marcharse y sin dejar traslucir en lo más mínimo la pena que sentía—. No me gustáis, Lucio Cornelio, pero no os reprocho la situación de Julilla.
—¿Os gusta alguien de vuestra familia política? —inquirió Sila.
—Sólo Aurelia —espetó Marcia, despectiva.
—No sé dónde estará Julilla —dijo Sila mientras la acompañaba hasta el atrium, apercibiéndose de pronto que no la había visto ni oído desde que había llegado Metrobio. Y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral.
—Me imagino que estará echada esperándonos —respondió Marcia—. Cuando empieza el día con una riña, suele seguir rezongando hasta que cae borracha.
—No la he visto desde que salió corriendo del despacho —dijo Sila con una mueca de disgusto—. Poco después vino a verme un amigo y acababa de despedirle cuando llegasteis con los niños.
—No suele mostrarse tan retraída —añadió Marcia, dirigiendo una mirada al mayordomo—. ¿Has visto a la señora? —inquirió.
—La última vez que la vi se dirigía a su dormitorio —respondió el hombre—. ¿Le pregunto a su criada?
—No, déjalo —respondió Marcia, mirando de soslayo a Sila—. Creo que deberíamos hablar con ella ahora mismo, Lucio Cornelio. Tal vez entre en razón si le decimos lo que le sucederá si no sale de su repugnante situación.
Y encontraron a Julilla, inerte y retorcida. Su ropaje de lana fina había hecho de esponja, absorbiendo casi toda la sangre, y la hallaron ataviada de húmedo granate, cual una nereida surgida de un volcán.
Marcia, vacilante, se apoyó en el brazo de Sila y éste la sostuvo.
Pero la hija de Quinto Marcio rex se sobrepuso y conservó impasible el dominio.
—Es una solución que no me esperaba —dijo con voz neutra.
—Ni yo —añadió Sila, acostumbrado a las matanzas.
—¿Qué es lo que le dijisteis?
—Nada que pudiera motivar esto, que yo recuerde —contestó Sila, meneando la cabeza—. Quizá los criados puedan decírnoslo, ya que oyeron la mitad de la discusión.
—No, no creo que convenga preguntarles —replicó Marcia, buscando de pronto refugio en brazos de Sila—. En muchos aspectos, Lucio Cornelio, es lo mejor que puede haber sucedido. Prefiero que los niños sufran la impresión de su muerte que la lenta decepción de ver que era una borracha. Son muy pequeños y lo olvidarán, pero, de haber sido mayores, nunca lo habrían olvidado. Sí, es lo mejor —añadió reclinando la mejilla en el pecho de Sila, mientras una lágrima traspasaba sus párpados cerrados.
—Venid, os acompaño a vuestro aposento —dijo él, sacándola del ensangrentado cubículo—. ¡He sido un insensato en no pensar en mi espada!
—¿Y por qué habíais de pensar?
—Se me ha ocurrido ahora —replicó Sila, que sabía perfectamente por qué Julilla había recurrido a su espada: habría estado mirando por la ventana mientras él estaba con Metrobio. Marcia tenía razón. Había sido lo mejor. Y no había tenido que hacerlo él.
La magia no había fallado; cuando se celebraron las elecciones consulares, al acceder al cargo los nuevos tribunos de la plebe el décimo día de diciembre, Cayo Mario volvió a ser primer cónsul. Ninguno podía dejar de creer el testimonio de Lucio Cornelio Sila ni refutar la afirmación de Saturnino de que sólo seguía habiendo un hombre capaz de contener a los germanos. El antiguo temor a los germanos invadió Roma como el Tíber desbordado y de nuevo los acontecimientos de Sicilia perdieron el primer puesto en la lista de crisis que, como siempre, no disminuía en número.
—En cuanto eliminamos una, surge rápidamente otra en cualquier sitio —dijo Marco Emilio Escauro a Quinto Cecilio Metelo Numídico el Meneítos.
—Incluida Sicilia —añadió el cuñado de Lúculo con voz venenosa—. ¿Cómo iba Cayo Mario a dar apoyo a ese pipinna de Ahenobarbo si estaba empeñado en que Lucio Lúculo fuese sustituido como gobernador de Sicilia? ¡Y por Servilio el Augur! ¡No es más que un hombre nuevo bajo el disfraz de un nombre antiguo!
—Te estaba provocando, Quinto Cecilio —dijo Escauro—. A Cayo Mario le importa un sestercio falso quien gobierne Sicilia, ahora que los germanos van a llegar por fin. Si querías que Lucio Lúculo siguiera allí, más te habría valido permanecer tranquilo y Cayo Mario no habría recordado que tú y Lucio Lúculo os importáis mutuamente.
—El rodillo senatorial necesita ojos atentos que los vigile —replicó el Numídico—. ¡Voy a presentarme a censor!
—¡Buena idea! ¿Con quién?
—Con mi primo Caprario.
—¡Oh, todavía mejor, por Venus! Hará exactamente lo que tú le digas.
—Ya es hora de que limpiemos el Senado, por no hablar de los caballeros. Seré un censor inflexible, Marco Emilio, ¡pierde cuidado! —añadió el Numídico—. Saldrán Saturnino y Glaucia; son peligrosos.
—¡Oh, no lo hagas! —exclamó Escauro acobardándose—. Si no le hubiese acusado falsamente de especulación con el trigo, se habría convertido en otra clase de político. Nunca tendré la conciencia tranquila por Lucio Apuleyo.
—¡Mi querido Marco Emilio —replicó el Numídico enarcando las cejas—, necesitas urgentemente un tonificante! Da lo mismo el motivo por el que ese lobo de Saturnino actuara como lo hizo. Lo que importa en este momento es que sea lo que es. Y tiene que salir —añadió con un airado resoplido—. Aún somos alguien en Roma, y al menos este año que viene Cayo Mario se verá las caras con un verdadero hombre como colega, y no esos espantapájaros de Fimbria y Orestes. Conseguiremos que Quinto Lutacio tenga un ejército y todos los pequeños éxitos que obtenga los difundiremos en Roma como auténticos triunfos.
Porque el electorado había votado también a Quinto Lutacio Catulo César de segundo cónsul con Mario, pero…
—Es una espina en mi costado —dijo Mario.
—Tu joven hermano es pretor —dijo Sila.
—Afortunadamente va a la Hispania Ulterior y no será un obstáculo.
Alcanzaron a Marco Emilio Escauro, que había despedido al Numídico al pie de la escalinata del Senado.
—Debo daros las gracias por vuestras gestiones e iniciativas en el abastecimiento de trigo —dijo Mario, muy educado.
—Mientras haya grano que comprar en el mundo, Cayo Mario, no es tarea difícil —replicó Escauro, también muy educado—. Lo que me preocupa es cuando llegue el día en que no haya ningún sitio donde comprarlo.
—Eso es inverosímil de momento. Supongo que en la próxima cosecha Sicilia habrá vuelto a la normalidad.
—A condición —replicó Escauro sin pensárselo dos veces— de que no perdamos todo lo ganado cuando ese necio de Servilio Augur asuma el cargo de gobernador.
—La guerra en Sicilia ha terminado —añadió Mario.
—Más vale que lo creáis así, cónsul. Yo no estoy tan seguro.
—¿Y dónde habéis adquirido el trigo estos dos últimos años? —terció rápidamente Sila para impedir una discusión.
—En la provincia de Asia —respondió Escauro, dejando de buena gana el otro tema, porque le encantaba ser curator annonae, el encargado del abastecimiento de trigo.
—Pero estoy seguro de que no cosechan mucho de más —se apresuró a añadir Sila.
—En realidad, apenas un modius —contestó Escauro con aire de suficiencia—. No, podemos dar las gracias al rey Mitrídates del Ponto, que es muy joven pero muy emprendedor. Ha conquistado toda la zona norte del mar Euxino y domina los graneros del Tanais, el Boristenes, el Hypanis y el Danastris, y consigue con ello unas buenas rentas suplementarias para el país exportando este superávit cimerio a la provincia de Asia y vendiéndonoslo. Pero os digo una cosa, voy a dejarme guiar por el instinto y el año que viene volveré a proveerme en la provincia de Asia. Va allí de cuestor el joven Marco Livio Druso y le he delegado para que actúe de comprador.
—Cuando esté allí —indicó Mario— irá a visitar en Esmirna a su suegro Quinto Servilio Cepio.
—Indudablemente —añadió Escauro con voz queda.
—Pues, entonces, haced que el joven Marco Livio pase las facturas del trigo a Quinto Servilio Cepio, que tiene más dinero que el Erario —dijo Mario.
—Eso es una alegación infundada.
—No, según el rey Copilo.
Se hizo un molesto silencio por un instante hasta que Sila habló:
—¿Qué cantidad de trigo asiático llega a Roma, Marco Emilio? Tengo entendido que la piratería aumenta cada año.
—La mitad, aproximadamente —respondió Escauro, cabizbajo—. Toda la costa de Panfilia y Cilicia está infestada de guaridas de piratas. Desde luego se dedican al comercio de esclavos, pero si no tienen grano para alimentarlos, se dedican a robarlo y así hacen grandes ganancias. Luego, el trigo que les sobra nos lo venden al doble del precio a que lo compramos con la garantía de que nos llegue sin que vuelvan a piratearlo.
—Es fantástico que incluso entre los piratas haya intermediarios —dijo Mario—. Pues eso es lo que son. Lo roban y vuelven a vendérnoslo. Mejor ganancia no puede haber. Ya va siendo hora de que hagamos algo, príncipe del Senado, ¿no creéis?
—Ciertamente —contestó Escauro, enardecido.
—¿Qué sugerís?
—Una comisión especial para uno de los pretores… una especie de gobernador ambulante, por así decir. Dándole barcos y marineros, y encomendándole la limpieza de todos los nidos de piratas en las costas de Panfilia y Cilicia —respondió Escauro.
—Se le podría denominar gobernador de Cilicia —dijo Mario.
—¡Muy buena idea!
—De acuerdo, príncipe del Senado, reunamos lo antes posible a los padres conscriptos y hagámoslo.
—Hagámoslo —replicó Escauro, condescendiente—. Cayo Mario, sabéis que detesto cuanto representáis, pero admiro vuestra capacidad para actuar sin alharacas.
—El Tesoro chillará como una vestal a la que se invita a cenar en un burdel —dijo Mario con una sonrisa.
—¡Pues que lo haga! Si no acabamos con la piratería, el comercio entre el este y el oeste dejará de existir. Barcos y marinos —repitió Escauro, pensativo—. ¿Cuántos creéis que hacen falta?
—Pues, unas ocho o diez flotas y, digamos… unos diez mil buenos marineros. Si disponemos de ellos —respondió Mario.
—Podemos disponer de ellos —dijo Escauro convencido—. Si es necesario, contrataremos los que falten en Rodas, Halicarnaso, Cnido, Atenas, Éfeso… perded cuidado, los encontraremos.
—Debería hacerlo Marco Antonio —añadió Mario.
—¿Cómo, no vuestro propio hermano? —inquirió Escauro, simulando sorpresa.
—Marco Emilio —replicó Mario, sonriente y sin inmutarse—, mi hermano Marco Mario es, como yo, un patán. Mientras que a los Antonios les encanta el mar.
—¡Si no están todos en el mar…! —dijo Escauro, riendo.
—Cierto. Pero nuestro pretor Marco Antonio vale y creo que sabrá llevar a cabo la tarea.
—Yo también lo creo.
—Y mientras tanto —terció Sila, sonriendo—, el Tesoro estará tan ocupado lloriqueando y quejándose de las compras de trigo de Marco Emilio y de los cazadores de piratas, que ni se dará cuenta de las cantidades que desembolsa por los ejércitos a base del censo por cabezas. Porque Quinto Lutacio tendrá que alistar también tropas del censo por cabezas.
—¡Oh, Lucio Cornelio, lleváis demasiado tiempo a las órdenes de Cayo Mario! —exclamó Escauro.
—Estaba pensando lo mismo —dijo inopinadamente Mario. Pero no añadió nada más.
Sila y Mario partieron para la Galia Transalpina a finales de febrero, después de asistir a las exequias de Julilla. Marcia se avino a permanecer provisionalmente en casa de Sila para cuidar de los niños.
—Pero no contéis con que me quede para siempre, Lucio Cornelio —dijo en tono conminatorio—. Ahora que voy a cumplir cincuenta años, tengo ganas de ir a vivir a la costa de Campania; mis huesos ya no aguantan esta humedad de Roma. Más vale que volváis a casaros y deis a esos niños una madre y hermanitos o hermanitas para jugar.
—Eso tendrá que esperar hasta que contengamos a los germanos —respondió Sila, procurando mostrarse cortés.
—Pues bien, después de los germanos —dijo Marcia.
—Dentro de dos años —replicó él.
—¿Dos? ¡Será uno!
—Quizá, pero lo dudo. Contad con dos, suegra.
—Pero ni un día más, Lucio Cornelio.
Sila la miró, enarcando inquisitivo una ceja.
—Más vale que empecéis a buscarme una esposa adecuada.
—¿Bromeáis?
—¡No, no bromeo! —exclamó Sila, ya un poco harto—. ¿Es que pensáis que puedo marchar a combatir a los germanos y buscar en Roma una nueva esposa? Si deseáis marcharos en cuanto yo regrese, más vale que me tengáis una esposa preparada.
—¿Qué clase de esposa?
—¡Me da igual! Aseguraos simplemente de que sea buena madre para los pequeños —respondió Sila.
Por estos y otros motivos, a Sila le alegró mucho dejar Roma. Cuanto más siguiera allí, más deseos tenía de ver a Metrobio y cuanto más veía a Metrobio, más intuía que necesitaba verlo. Y ya no podía ejercer la misma influencia y dominio sobre aquel adulto que la que había ejercido sobre el muchacho; ahora Metrobio tenía edad suficiente para sentirse con derecho a estipular en qué términos había de progresar la relación. ¡Sí, era mucho mejor irse de Roma! Sólo echaría de menos a sus queridas criaturitas, sus encantadores hijos, tan cariñosos. Podía estar fuera muchas lunas, pero en cuanto regresara sabía que le recibirían con los brazos abiertos y le cubrirían de besos. ¿Por qué no sería así el amor entre adultos? La respuesta, pensó, era sencilla: el amor entre adultos era algo muy vinculado al egoísmo y al cerebro.
Sila y Mario habían dejado al segundo cónsul, Quinto Lutacio Catulo César, en el brete de reclutar otro ejército, y quejándose a voz en grito porque tenía que formarlo con elementos del censo por cabezas.
—¡Claro que tiene que formarse con proletarios! —dijo Mario, tajante—. ¡Y no me vengáis con quejas y lloriqueos al respecto; yo no perdí ochenta mil soldados en Arausio ni soy responsable de los que hemos perdido en otras batallas!
Estas palabras hicieron callar a Catulo César, que adoptó una aristocrática actitud altanera.
—Creo que no deberías echarle en cara los crímenes de los de su clase —dijo Sila.
—¡Pues que él no me eche en cara lo del ejército del censo por cabezas! —gruñó Mario.
Sila no quiso seguir discutiendo.
Afortunadamente, en la Galia las cosas estaban como debía ser. Manio Aquilio había mantenido el ejército en buen estado, construyendo más puentes, acueductos y entrenándole con maniobras. Había regresado Quinto Sertorio, pero para regresar al poco con los germanos, porque decía que allí sería de más utilidad; pensaba seguir con los cimbros en su marcha para informar a Mario de todo lo que fuera posible. Y comenzaban a advertirse entre la tropa deseos de entrar en acción.
Aquel año habrían debido intercalar en el calendario un mes de febrero extra, pero se notaba la diferencia entre el viejo pontífice máximo, Dalmático, y el recién nombrado, Ahenobarbo. Este no veía la ventaja de mantener el calendario en consonancia con las estaciones, y así, cuando llegó marzo, todavía era invierno. Con aquel sistema de calendario, en el año de sólo 355 días, había que intercalar un mes extra de veinte días cada dos años, y esto solía hacerse después de febrero. Pero era una decisión que adoptaba el Colegio de Pontífices, y si no lo presidía un pontífice máximo consciente, el calendario se desfasaba, como sucedía ahora.
Felizmente llegó una carta de Publio Rutilio Rufo poco después de que Sila y Mario se reintegraran a la rutina de la vida de campamento al otro lado de los Alpes.
Decididamente éste va a ser un año lleno de acontecimientos, y tropiezo con el inconveniente de no saber por dónde empezar. Por supuesto, todos estaban esperando a que desaparecieras de en medio, y te juro que aún no habrías llegado a Ocelum cuando ya las ratas y los ratones se regocijaban en el Foro bajo. ¡Oh gato, no sabes lo bien que se lo pasaban!
Bien, comenzaré por tu buen par de censores, el Meneítos y el manso de su primo. El Meneítos lleva una temporada que no para; a decir verdad, desde que le eligieron; sólo que bien se guardaba de no decir nada que pudiera llegar a tus oídos. Ahora anda con que quiere «purificar el Senado», creo que dice.
Desde luego, puedes tener la seguridad de que no van a ser un par de censores corruptos y de que todos los contratos del Estado se adjudicarán como es debido, con arreglo a su precio combinado con la calidad. Sin embargo, ya han tropezado con el Tesoro al solicitar una gran suma para reparar y remozar algunos templos que no disponen de fondos para hacerlo ellos, aparte de volver a pintar e instalar letrinas de mármol en tres edificios del Estado: el de los flamines mayores, más las residencias del rex sacrorum y del pontífice máximo. A mí, personalmente, me basta con mi letrina de madera. ¡El mármol es frío y duro! Hubo una disputa bastante animada cuando el Meneítos mencionó el domus publicus del pontífice máximo, pues el Tesoro opinaba que nuestro nuevo pontífice es lo bastante rico para correr con los gastos de pintura y de letrinas de mármol.
Luego se pasó a la adjudicación de los contratos corrientes, y creo que muy acertadamente. Las ofertas eran numerosas, las pujas fueron muy animadas y dudo de que haya supercherías.
Se había llegado a este punto con una rapidez inaudita porque, claro, lo que realmente querían hacer era revisar la nómina de senadores y caballeros. Pero hubo que aguardar dos días para concluir con todos los contratos —¡te juro que se ha hecho en menos de un mes el trabajo de año y medio!— y que el Meneítos convocase un contio de la Asamblea del pueblo para que se leyesen los informes de los censores sobre la moralidad o inmoralidad de los padres conscriptos del Senado. Sin embargo, alguien debió avisar de antemano a Saturnino y a Glaucia de que no iban a constar sus nombres, porque cuando se reunió la Asamblea se vio que estaba acrecentada con gladiadores y matones que normalmente no asisten a esta reunión de los comtios.
Y nada más anunciar el Meneítos que se iban a borrar de la lista de senadores los nombres de Lucio Apuleyo Saturnino y Cayo Servilio Glaucia, aquello fue el acabóse. Los gladiadores arremetieron contra la tribuna y obligaron al pobre Meneítos a bailar, pasándoselo de mano en mano y abofeteándole sin piedad con sus manazas callosas. Fue una nueva modalidad; nada de palos ni porras, simplemente las manos. Dicen que lo llaman violencia mínima. Fue de pena. Todo sucedió tan rápido y estaba tan bien organizado, que el Meneítos recorrió todo el camino hasta el arranque del Clivus Argentarius hasta que Escauro, Ahenobarbo y otros hombres buenos pudieron rescatarle y llevarle corriendo a refugiarse en el templo de Júpiter Optimus Maximus. Allí vieron que la cara le había aumentado el doble, no podía abrir los ojos, tenía los labios y las cejas partidos por varios sitios, la nariz le manaba como una fuente y sus orejas daban lástima. Parecía uno de esos antiguos boxeadores griegos de los juegos olímpicos.
Por cierto, ¿qué te parece el nombre que le dan a la facción archiconservadora? Boni, los hombres buenos. Escauro va diciendo que es el quien lo ha inventado para contrarrestar la denominación que les daba Saturnino de ultraconservadores. Pero debería recordar que somos muchos los que tenemos edad para saber que Cayo Graco y Lucio Opimio llamaban a los de su facción los boni. ¡Bueno, volvamos a mi historia!
Cuando el Caprarius supo que su primo el Numídico estaba a salvo, logró restablecer el orden en los comicios, haciendo que los heraldos tocasen las trompetas y diciendo a voz en grito que no estaba de acuerdo con las averiguaciones de su colega y que, por consiguiente, Saturnino y Glaucia seguirían en la lista senatorial. Hay que decir que el Meneítos salió malparado de la maniobra, pero no me gustan los métodos de lucha del amigo Saturnino. Él alega que no tuvo nada que ver con la violencia, aunque agradece que el pueblo sea tan fervorosamente partidario suyo.
Considérate perdonado por pensar que ahí quedó todo. ¡Pero no! Luego, los censores iniciaron la evaluación económica de los caballeros, en un precioso tribunal nuevo que les han hecho cerca del estanque de Curtio; es una edificación de madera, si, pero concebida para ese uso concreto, con una escalinata por ambos lados para que los que comparecen lo hagan ordenadamente por un solo lado de la mesa de los censores y bajen por el otro. Muy bien hecho; ya conoces el procedimiento: todo caballero o aspirante debe presentar documentación que acredite su tribu, lugar de nacimiento, ciudadanía, servicio militar, propiedades, capital y rentas.
Aunque se tarda varias semanas en comprobar si los solicitantes poseen de verdad una renta anual mínima de 400000 sestercios, los primeros días el espectáculo atrae a una buena multitud. Y así fue cuando el Meneítos y su primo comenzaron a leer la lista ecuestre. ¡Qué lamentable aspecto tenía el pobre Meneítos! Las magulladuras presentaban un color, más que negro, amarillo bilioso, y los cortes se habían convertido en una maraña de rayas sanguinolentas; aunque ya podía abrir los ojos para ver, debió pensar que más le habría valido no hacerlo para ver lo que vio en la tarde de aquel primer día de comparecencias ante el nuevo tribunal.
¡Nada menos que a Lucio Equitio, el supuesto hijo bastardo de Tíberio Graco! El tal Lucio Equitio subió la escalinata cuando le llegó el turno y se situó delante del Numídico, no de Caprarius. El Meneítos se quedó helado al ver a Equitio, secundado por una cohorte de escribas y funcionarios cargados de libros de contabilidad y documentos. En ese instante se volvió hacia su secretario para decirle que el tribunal levantaba la sesión por aquel día y que hiciera el favor de decir a aquel ser que se retirara de su presencia.
—Tenéis tiempo para atenderme —dijo Equitio.
—De acuerdo, ¿qué deseáis? —replicó él en tono amenazador.
—Quiero inscribirme como caballero —dijo Equitio.
—¡En este lustrum de censores no! —negó el bonus Meneítos.
Debo decir que Equitio se mostró paciente y que simplemente se limitó a decir, dirigiendo la mirada hacia la multitud: «No podéis rechazarme, Quinto Cecilio, porque reúno los requisitos». Momento en el que se vio que había otra vez gladiadores y matones entre la gente.
—¡Qué vais a reunir! —replicó el Numídico—. ¡Carecéis de la principal condición: no sois ciudadano romano!
—Sí lo soy, estimado censor —insistió Equitio de forma que todos pudieran oírle—. Me convertí en ciudadano romano al morir mi amo, que me concedió la ciudadanía en su testamento, junto con sus propiedades y su nombre. Que haya adoptado el nombre de mi madre no hace al caso. Tengo pruebas de mi manumisión y adopción. Y no sólo eso, sino que he servido en las legiones diez años y como ciudadano romano legionario, no en tropas auxiliares.
—No os inscribiré como caballero, y cuando establezcamos el censo de ciudadanos romanos, no os inscribiré como romano —replicó el Numídico.
—Tengo derecho —replicó Equitio con voz clara—. Soy ciudadano romano, de la tribu Suburana, y he servido diez años en las legiones; soy un hombre moral y respetable, propietario de cuatro insulae, diez tabernas, cien iugera de tierra en Lanuvium, mil iugera de tierra en Firmun Picenum, un pórtico de mercado en Firmun Picenum, y poseo una renta anual de más de cuatro millones de sestercios. Así que también tengo derecho a ser senador.
Tras lo cual, chascó los dedos al hombre que dirigía a los funcionarios, quien chascó los dedos a los demás, que se adelantaron con montones de papeles.
—Ahí tenéis las pruebas, Quinto Cecilio —insistió.
—¡Me tienen sin cuidado los papelotes que presentéis, vulgar seta de baja cuna, y me importan un bledo quienes traigáis para testificar! —gritó el Meneítos—. ¡No os inscribiré como ciudadano de Roma y menos aún como miembro del Ordo equester! ¡Me meo en vos, chulo asqueroso! ¡Y ahora largaos!
Equitio se volvió hacia la multitud, abrió los brazos —llevaba toga— y habló.
—¿Habéis oído? —dijo—. ¡A mí, Lucio Equitio, hijo de Tíberio Sempronio Graco, se me niega la ciudadanía y mi condición de caballero!
El Meneítos se puso en pie y fue hacia él con tal rapidez, que Equitio ni siquiera le vio acercarse; acto seguido, nuestro valiente censor le propinó un derechazo en la mandíbula y Equitio cayó de culo y quedó en el suelo como atontado. Pero el Meneítos no se contentó con el puñetazo y le arreó una patada que hizo que Equitio fuese a parar a los pies del estrado, entre la multitud.
—¡Me meo en todos vosotros! —vociferó, esgrimiendo los puños frente al público y los gladiadores—. ¡Marchaos y llevaos a esa cagarruta no romana!
Y otra vez volvió a ser el acabóse, sólo que esta vez los gladiadores no tocaron al Meneítos en la cara. Le arrastraron del tribunal, golpeándole en el cuerpo con puños, uñas, dientes y botas. Al final fueron Saturnino y Glaucia —había olvidado decirte que estaban acechando en la parte de atrás— quienes se adelantaron a rescatarle.
Me imagino que no tenían previsto que le mataran. Luego, Saturnino subió al estrado y apaciguó los ánimos para que Caprario pudiese hablar.
—¡No estoy de acuerdo con mi colega y asumo la responsabilidad de admitir a Lucio Equitio en las filas del Ordo equester! —gritó el pobre hombre, demudado—. Yo creo que ni en sus campañas militares habría visto tanta violencia.
—¡Anotad el nombre de Lucio Equitio! —vociferó Saturnino.
Y Caprario inscribió el nombre en la lista.
—¡Todos a sus casas! —dijo Saturnino.
Y todos se fueron rápidamente a casa, sacando a Lucio Equitio a hombros.
El Meneítos estaba hecho una pena. Afortunadamente, creo que fuera de peligro. ¡Pero no sabes la rabia que le dominaba! Quería lanzarse sobre su pobre primo Caprario por haber cedido una vez más; y éste, casi con lágrimas en los ojos, no sabía qué alegar.
—¡Gusanos! ¡Eso es lo que son todos, unos gusanos!
No cesaba de despotricar el Meneítos, mientras los demás trataban de vendarle las costillas —tenía varias rotas— y averiguar qué otras heridas ocultaba su toga. Si, todo fue una locura, pero, por los dioses, Cayo Mario, que hay que admirar el valor del Meneítos.
Mario alzó la vista de la carta, con el entrecejo fruncido.
—¿Qué es lo que Saturnino se traerá entre manos? —inquirió. Pero Sila estaba pensando en algo mucho más trivial.
—¡Plauto! —dijo de pronto.
—¿Qué?
—¡Los boni, los hombres buenos! ¡Cayo Graco, Lucio Opimio y nuestro buen Escauro dicen que han inventado esa denominación para referirse a sus facciones, pero Plauto aplicaba el término boni a los plutócratas y otros patronos hace un siglo! Recuerdo haberlo oído en una obra de Plauto llamada Cautivos, que representaron cuando Escauro era edil curul y yo tenía edad para ir al teatro.
—Lucio Cornelio —replicó Mario, mirándole de hito en hito—, deja de pensar en quién acuñó una palabra sin importancia y presta atención a lo que tiene sustancia. ¡A ti te hablan de teatro y olvidas todo lo demás!
—¡Oh, lo siento! —dijo Sila en tono burlón.
Mario reanudó la lectura.
Y ahora nos vamos del Foro a Sicilia, donde han venido sucediendo toda clase de cosas y ninguna buena; aunque algunas siniestramente divertidas y otras francamente increíbles.
Como bien sabes, aunque te refrescaré la memoria, porque detesto las historias sin hilación, al final de la campaña del año pasado Lucio Licinio Lúculo se sentó frente al bastión de esclavos de Triocala decidido a rendirlos por hambre. Había sembrado el terror entre ellos haciendo que el heraldo declamara la historia de aquel bastión enemigo que envió a los romanos el mensaje de que tenían comida de sobra para diez años y los romanos contestaron que, en tal caso, tomarían la plaza el undécimo año.
En realidad, Lúculo efectuó un magnífico asedio, cercando Triocala con un bosque de rampas de asalto, torres, testudos, arietes, catapultas y barricadas, y al mismo tiempo rellenó una enorme sima que había a guisa de defensa natural delante de las murallas. Construyó, además, un estupendo campamento para sus tropas, tan bien fortificado que, aunque los esclavos hubiesen hecho una incursión fuera de la plaza, no habrían logrado entrar en él. Y allí se dispuso a esperar que pasase el invierno, con la tropa bien instalada, y seguro de que a él le prorrogarían el mando.
Luego, en enero, llegó la noticia de que el nuevo gobernador era Cayo Servilio Augur, y, con el despacho oficial, recibió una carta de nuestro querido Metelo Numídico el Meneítos dándole cuenta de los detalles feos y del modo escandaloso en que había sido amañado por Ahenobarbo y su lameculos el Augur.
Tú no conoces bien a Lúculo, Cayo Mario, pero yo si. Como tantos de su clase, él reacciona con una altanería fría, tranquila y distanciada ante la adversidad. Ya sabes: «Soy Lucio Licinio Lúculo, un noble romano de una antigua y prestigiosa familia; con algo de suerte, puede que en alguna ocasión repare en vos». Pero bajo esa fachada hay un hombre totalmente distinto, sensible, fanáticamente consciente de la necedad, lleno de pasión y de temible furia. Así que, al recibir la noticia, aparentemente la aceptó con la calma y tranquila resignación que cabe esperarse de él y procedió a destrozar todas las piezas de artillería, las torres de asedio, el testudo, las escalas, a vaciar el foso, y no dejó nada; quemó todo lo que pudo y limpió los alrededores de Triocala, esparciéndolo todo en mil direcciones. A continuación demolió el campamento y destruyó todos los pertrechos.
¿Crees que ahí paró la cosa? ¡Ni mucho menos, Lúculo no hacía más que empezar! Destruyó todos los archivos de su administración en Siracusa y Lilybaeum y trasladó a sus diecisiete mil hombres al puerto de Agrigentum.
Su cuestor fue abrumadoramente leal y se avino a todo lo que Lúculo dispuso. Habían recibido la paga del ejército y en Siracusa tenían dinero del botín conquistado en la batalla de Heracleia Minoa. Lúculo procedió a multar a todos los ciudadanos no romanos de Sicilia por haber agobiado tanto al anterior gobernador Publio Licinio Nerva, y sumó esa recaudación a los fondos disponibles. Después gastó parte del dinero recién recibido para uso de Servilio el Augur en alquilar una flota para el transporte de sus hombres.
En la playa de Agrigentum licenció a sus tropas y les entregó hasta el último sestercio que le quedaba. Los soldados no eran ya más que una multitud abigarrada, prueba palmaria de que el censo por cabezas de Italia está ya tan agotado como las otras clases en lo que a alistamiento de tropas se refiere. Aparte de los veteranos italianos y romanos que había alistado en Campania, tenía una legión y unas cuantas cohortes de Bitinia, Grecia y Macedonia, por cuya demanda al rey Nicomedes de Bitinia, éste había contestado que no disponía de hombres porque los recaudadores de impuestos romanos los habían esclavizado a todos. Una referencia bastante impertinente a nuestro decreto de liberación de los esclavos de los pueblos itálicos aliados, pues Nicomedes pensaba que su tratado de amistad y alianza con Roma incluía la emancipación de esclavos bitinios. Pero Lúculo se salió con la suya, naturalmente, y consiguió tropas bitinias.
Bien, envió a sus casas a los soldados bitinios y a continuación a los itálicos y romanos, con sus papeles de licenciados. Y tras eliminar todo vestigio de su período de gobernador en los anales de Sicilia, él mismo se embarcó.
En cuanto hubo zarpado, el rey Trifón y su consejero Atenión salieron de Triocala y comenzaron a saquear y pillar de nuevo la isla. Ahora están totalmente convencidos de que ganarán la guerra y su grito de enganche es: «¡En lugar de ser esclavo, ten un esclavo!». No se ha sembrado y las ciudades están atestadas de refugiados del campo. Sicilia vuelve a ser una Ilíada de aflicción.
Y en medio de esta deliciosa situación llegó Servilio el Augur. Naturalmente, no daba crédito a sus ojos. Y comenzó a quejarse en sucesivas cartas a su patrón Ahenobarbo Pipinna.
Entretanto, Lúculo llegaba a Roma y comenzó a hacer preparativos para lo inevitable. Cuando Ahenobarbo le acusó en el Senado de destrucción deliberada de bienes romanos —en particular los pertrechos de asedio—, Lúculo se limitó a mirarle por encima de la nariz, diciendo que pensaba que al nuevo gobernador le gustaría comenzar a hacer las cosas a su manera. A él, añadió, le gustaba dejarlo todo tal como lo había encontrado y era exactamente lo que había hecho en Sicilia al final de su mandato: había dejado la isla tal como la había encontrado. El principal agravio de Servilio el Augur era la falta de ejército, porque había imaginado que Lúculo le dejaría las legiones, bien que no se hubiera tomado la molestia de solicitárselas oficialmente. Por consiguiente, sostuvo Lúculo, no habiendo solicitud por parte de Servilio el Augur, él podía disponer libremente de sus tropas, y consideraba que se merecían la licencia.
«Le dejo a Cayo Servilio Augur una mesa limpia, sin ningún estorbo de lo que yo he hecho —dijo Lúculo ante el Senado—. Cayo Servilio Augur es un hombre nuevo y los hombres nuevos tienen su propio método para hacerlo todo. Por lo cual, consideré que le hacía un favor».
Pero, sin ejército, está claro que poco puede hacer en Sicilia Servilio el Augur. Y menos hallándose Catulo César a la caza de los últimos reclutas que Italia puede aportar: por lo que no creo que haya posibilidades de reunir un nuevo ejército para Sicilia este año. Los veteranos de Lúculo se hallan dispersos y la mayoría con una buena bolsa y pocas ganas de que los localicen.
Lúculo sabe perfectamente que se ha buscado un proceso, pero no creo que le importe. Se ha cobrado la inmensa satisfacción de destruir toda posibilidad de que Servilio el Augur le haga sombra. Y eso, para Lúculo, cuenta más que evitar un juicio. Así que está ocupado haciendo todo lo posible por proteger a sus hijos, pues es evidente que piensa que Ahenobarbo y el Augur se valdrán del nuevo tribunal de Saturnino que juzga los delitos de traición para procesarle y declararle culpable. Ha transferido cuanto ha podido de sus propiedades a su hijo mayor, Lucio Lúculo, y ha cedido en adopción al menor, que ahora tiene trece años, a los Terencios Varro. En esta generación no hay ningún Marco Terencio Varro y son una familia muy rica.
Me ha dicho Escauro que el Meneítos —que se halla muy afectado por todo esto, y con razón, porque si declaran culpable a Lúculo tendrá que hacerse cargo de su escandalosa hermana Metela Calva— dice que los dos hijos han jurado vengarse de Servilio el Augur en cuanto sean mayores, y parece que el mayor, Lucio Lúculo, está muy amargado. No me extraña, pues si por fuera es muy parecido a su padre, ¿por qué no ha de serlo también por dentro? Caer en desgracia por la desmedida ambición del bullanguero hombre nuevo Augur es imperdonable.
Y eso es todo de momento. Te tendré informado. Ojalá pudiera estar ahí para ayudarte frente a los germanos: no porque necesites mi ayuda, sino porque yo me siento excluido.
Ya habían transcurrido unos cuantos días de abril del calendario de aquel año cuando Mario y Sila supieron que los germanos se hallaban recogiendo sus cosas y comenzando a salir de las tierras de los aduatucos, y pasó otro mes hasta que llegó Sertorio en persona a comunicar que Boiorix había aglutinado en torno a él a suficientes pueblos germanos para asegurarse la realización de su plan. Los cimbros y el grupo mixto encabezado por los tigurinos habían iniciado la migración a lo largo del Rhenus, mientras los teutones se dirigían hacia el sudeste siguiendo el curso del Mosa.
—Hay que suponer que este otoño los germanos llegarán en tres grupos distintos a las fronteras de la Galia itálica —dijo Mario con un profundo suspiro—. Me gustaría estar allí en persona para dar la bienvenida a Boiorix cuando llegue por el Athesis, pero no es conveniente. En primer lugar, tengo que hacer frente a los teutones y reducirlos. Esperemos que éstos sean el grupo que marcha más de prisa, al menos hasta el Druentia, porque hasta más adelante no tendrán que cruzar terreno alpino. Si podemos derrotarlos aquí, y hacerlo bien, tendremos tiempo para cruzar por el paso del monte Genava e interceptar a Boiorix y a los cimbros antes de que penetren en la Galia itálica.
—¿No creéis que Catulo César pueda enfrentarse por sí solo a Boiorix? —inquirió Manio Aquilio.
—No —respondió Mario, tajante.
Después, a solas con Sila, amplió su opinión respecto a las posibilidades de su colega frente a Boiorix; porque Quinto Lutacio Catulo iba a dirigir su ejército hacia el norte en cuanto estuviera entrenado y equipado.
—Dispondrá de unas seis legiones, y tiene toda la primavera y el verano para ponerlas en condiciones. Pero no es un auténtico general —dijo Mario—. Esperemos que Teutobodo llegue antes, que le venzamos, que crucemos los Alpes a toda prisa y nos unamos a Catulo César antes de que Boiorix alcance el lago Benacus.
—No sucederá así —dijo Sila con voz firme, enarcando una ceja.
—¡Sabía que ibas a decir eso! —replicó Mario con un suspiro.
—Y yo sabía que tú sabías que iba a decirlo —añadió Sila sonriente—. No es probable que los dos grupos que no dirige Boiorix avancen más de prisa que los cimbros. El problema estriba en que no vas a tener tiempo de estar en ambos sitios en el momento oportuno.
—Pues aguardaré aquí a Teutobodo —dijo Mario, decidido—. Este ejército se conoce al dedillo las hierbas entre Massilia y Arausio, y la tropa necesita urgentemente una victoria después de dos años de inactividad. Las posibilidades de victoria aquí son inmejorables. Aquí me quedaré.
—Veo que dices «me», Cayo Mario —replicó Sila con calma—. ¿Y a mí no me encomiendas nada?
—Sí, Lucio Cornelio. Perdona que te escamotee la bien merecida posibilidad de aplastar a los teutones, pero creo que debo enviarte a las órdenes de Catulo César como legado mayor. Con ese cargo, no tendrá más remedio que tragarte. Tú eres patricio —respondió Mario.
Amargamente decepcionado, Sila bajó la vista hacia sus manos.
—¿Y qué ayuda voy a poder prestar si me encuadras en el peor ejército? —inquirió.
—No me preocuparía si no viese los mismos síntomas de los Silanos, Casios, Cepios y Malios Máximos en mi colega consular. Pero los veo, Lucio Cornelio, ¡los veo! Catulo César no tiene idea de estrategia ni de táctica, y cree que los dioses le fueron infundidos en el caletre al nacer de ilustre linaje y que en el momento decisivo estarán de su lado. ¡Pero tú bien sabes que no es así!
—Lo sé —dijo Sila.
—Si Boiorix y Catulo César entablan batalla antes de que yo pueda llegar a la Galia italica, Catulo César cometerá algún fallo garrafal y perderá su ejército. Y si consentimos eso, no veo cómo vamos a poder vencer a los bárbaros. Los cimbros son el grupo mejor dirigido de los tres, y el más numeroso. Y, además, yo no conozco la configuración del terreno en la Galia itálica ni en el curso alto del Padus. Si puedo vencer a los teutones con menos de cuarenta mil hombres es porque conozco el terreno.
Sila trató de sostener insolentemente la mirada a su superior, pero aquellas cejas le pudieron.
—Pero ¿qué esperas que haga yo? —inquirió—. Es Catulo César quien lleva la capa de general, ¡no Cornelio Sila! ¿Qué esperas de mí?
Mario alargó el brazo y cogió a Sila por la muñeca.
—Si lo supiera, sería capaz de controlar a Catulo César desde aquí —dijo—. Es evidente, Lucio Cornelio, que has sobrevivido más de un año entre el enemigo fingiéndote uno de ellos. Tu cerebro es tan agudo como tu espada, y ambos sabes usarlos magistralmente. No me cabe la menor duda de que harás lo que haga falta por salvar a Catulo César de sí mismo.
—Luego mis órdenes son salvar su ejército a toda costa… —dijo Sila con un suspiro.
—A toda costa.
—¿Aun a costa de Catulo César?
—Aun a costa de Catulo César.
La primavera culminó en un tropel de flores y el verano entró como un general victorioso en su desfile triunfal para, a continuación, dilatarse en calor y sequedad. Teutobodo y sus teutones fueron avanzando por las tierras de los eduos y entraron en las de los alóbroges, que ocupaban la región entre el curso superior del Rhodanus y el Isara hasta muchas millas al sur. Los alóbroges eran guerreros y manifestaban su odio por Roma y los romanos, pero ya tres años antes la horda germana había cruzado por sus tierras y no querían ser dominados por los germanos. Hubo, pues, encarnizada lucha y el avance teutón sufrió retrasos. Mario comenzó a pasear de arriba abajo en su puesto de mando, pensando en cómo irían las cosas con Sila, que ya estaba incorporado al ejército de Catulo César en la Galia itálica, acampado a lo largo del Padus.
Catulo César había avanzado por la Via Flaminia al frente de seis nuevas legiones de potencia reducida a finales de junio; la falta de hombres era tan aguda que no había podido reclutar más. Al llegar a Bononia, sobre la Via Emilia, tomó por la Via Annia hacia la gran ciudad manufacturera de Patavium, situada muy al este del lago Benacus, pero mejor ruta para un ejército en marcha que las calzadas y pistas secundarias de que estaba principalmente dotada la Galia itálica. De Patavium avanzó por una de las carreteras secundarias mal cuidadas hasta Verona, donde estableció su campamento base.
Hasta aquel momento, Catulo César no había hecho nada erróneo en opinión de Sila, pero ahora comprendía mejor por qué Mario le había destinado a la Galia itálica para realizar una tarea que en su momento él había subestimado. Puede que militarmente las cosas fuesen bien, pero no se había equivocado Mario a propósito de Catulo César, pensó Sila. Era un aristócrata soberbio, arrogante, pagado de sí mismo; a Sila le recordaba notablemente a Metelo el Numídico. La dificultad estribaba en que el escenario bélico y el enemigo eran mucho más peligrosos que los que había tenido que afrontar Metelo el Numídico; y Metelo el Numídico contaba como legados con Cayo Mario y Rutilio Rufo, además de conservar el recuerdo de una saludable experiencia en una cochiquera de Numancia. Mientras que Catulo César nunca se había tropezado con un Cayo Mario en la jerarquía militar; había servido el plazo reglamentario de cadete para después ser tribuno militar con menos tropas y en guerras menos importantes, como eran Macedonia e Hispania, pero no conocía la guerra a gran escala.
No había sido muy prometedora la acogida que dispensó a Sila, ya que había elegido sus legados antes de salir de Roma, y al llegar a Bononia se le encontraba con una orden del comandante en jefe Cayo Mario en la que se decía que Lucio Cornelio quedaba nombrado legado mayor y segundo en el mando. La decisión era arbitraria y despótica, pero a Mario no le quedaba otra alternativa. La actitud de Catulo César para con Sila fue glacial y le planteó infinitos obstáculos. Sólo el nacimiento de Sila le convenció, aunque aminorado por su pasado modo de vida. Había también un algo de envidia en Catulo César, que veía en Sila a un rival que no sólo había participado en batallas más importantes en otros lugares, sino que, además, se había adjudicado la brillante hazaña de espiar en el campo de los germanos. De haber sabido el papel real desempeñado por Sila en aquella misión, aún se habría mostrado más suspicaz y reticente.
De hecho, Mario había hecho alarde de su genio enviando a Sila en vez de a Manio Aquilio, que también habría podido actuar muy bien de perro guardián; pues Sila atacaba a los nervios de Catulo César, y era como si con el rabillo del ojo estuviera viendo constantemente a un leopardo blanco al acecho y al volver la cabeza no lo viera. Jamás un legado mayor fue más útil, ni más dispuesto a asumir las tareas cotidianas de administración y supervisión del ejército para descargar a un general ocupado. Sin embargo, Catulo César sabía que pasaba algo. ¿Por qué iba Cayo Mario a haber enviado a aquel hombre, de no ser porque tramaba algo?
No formaba parte del plan de Sila tranquilizar a Catulo César, disipando sus temores y sospechas; al contrario, lo que Sila se proponía era mantenerle atemorizado y receloso, ganando con ello ascendiente psíquico sobre él si, en caso necesario, le convenía. Y mientras tanto se dedicó a conocer a todos los tribunos militares y centuriones del ejército, así como a muchos soldados. Habiéndole dado carta blanca Catulo César en las cuestiones rutinarias de entrenamiento y maniobras una vez montado el campamento cerca de Verona, Sila se convirtió en el legado mayor conocido, respetado y en quien todos confiaban. Era necesario que así fuera por si se terciaba la necesidad de eliminar a Catulo César.
No es que tuviera intención de matar o mutilar a Catulo César, porque se sentía lo bastante patricio para desear la protección de sus iguales, incluso frente a sí mismos. Por Catulo César no sentía afecto; por la clase que representaba, sí.
Los cimbros habían realizado un buen avance al mando de Boiorix, que había encabezado su propio contingente y el de Getorix hasta la confluencia del Danubius con el Aenus; allí dejó que Getorix concluyera solo el restante itinerario, no muy largo, mientras él, al frente de los cimbros, se dirigía hacia el sur siguiendo el curso del Aenus. Pronto cruzaban terreno alpino habitado por una tribu de celtas llamados brenos, en honor del primer Breno; aquella tribu dominaba el paso de Breno, el más inferior de todos los pasos alpinos a la Galia itálica, pero no podía impedir que los cimbros lo cruzaran.
En los últimos días de Quintilis, los cimbros llegaron al río Athesis en su confluencia con el Isarcus, riachuelo que habían seguido al cruzar por el paso de Breno. Allí, en los verdes prados alpinos, se diseminaron y contemplaron las cumbres de las montañas en aquel cielo límpido. Y allí fue donde los avistaron las avanzadillas de Sila.
Aunque había pensado que estaba preparado para cualquier eventualidad, Sila no había ni soñado con la que tenía que hacer frente ahora, porque no conocía lo suficiente a Catulo César para intuir cómo reaccionaría al saber que los cimbros estaban en el valle del Athesis a punto de invadir la Galia itálica.
—¡Mientras yo viva, ningún pie germano pisará suelo de Italia! —dijo Catulo César con voz altisonante cuando se habló del asunto en el consejo—. ¡No pisará suelo de Italia ningún pie germano! —repitió, levantándose majestuosamente de su silla y mirando sucesivamente a todos sus oficiales—. Nos ponemos en marcha.
—¿En marcha? —replicó Sila mirándole—. ¿Hacia dónde?
—Athesis arriba, naturalmente —respondió Catulo César, con aire de juzgar necio a Sila—. Haré que los germanos crucen los Alpes antes de que las primeras nieves lo impidan.
—¿Muy aguas arriba? —inquirió Sila.
—Hasta que demos con ellos.
—¿En un valle estrecho como el del Athesis?
—Por supuesto —respondió Catulo César—. Tenemos ventaja sobre ellos. Somos un ejército disciplinado y ellos una turba desperdigada y desordenada. Es nuestra mejor oportunidad.
—Nuestra mejor oportunidad es donde hay terreno para desplegar las legiones —dijo Sila.
—En el valle del Athesis hay sitio más que suficiente para los despliegues que sean necesarios —replicó Catulo César, dando por terminada la discusión.
Sila salió del consejo con la mente trabajando a toda velocidad; los planes que había elaborado para el enfrentamiento con los cimbros se venían abajo. Había ensayado cómo iba a ir planteando cada una de las alternativas a Catulo César para que él creyera que eran iniciativa propia. Pero ahora se encontraba con las manos vacías y no se le ocurría nada. A menos que lograse convencer a Catulo César para que cambiase de idea.
Pero Catulo César no quería cambiar de idea. Puso en marcha su ejército y lo hizo avanzar aguas arriba del Athesis hasta el punto en que se desvía unas millas al este del lago Benacus, el mayor de los preciosos lagos alpinos que llenan las estribaciones de los Alpes itálicos. Y cuanto más avanzaba en dirección norte el pequeño ejército —constaba de veintidós mil soldados, dos mil jinetes y unos ocho mil hombres de tropas auxiliares— más estrecho y siniestro aparecía el valle del Athesis.
Finalmente, Catulo César alcanzó el puesto de comercio llamado Tridentum. Era un lugar en que los imponentes Alpes constituían el telón de fondo, con tres erizados colmillos por los que recibía el nombre de Tres Dientes. Allí el Athesis corría profundo y rápido por tener su nacimiento en montañas en las que el deshielo es total y alimentan al río todo el año. Después de Tridentum el valle se cerraba aún más y la carretera que lo unía al pueblo junto al brioso río cruzaba un largo puente de madera sobre pilares de piedra.
Cabalgando en vanguardia con sus oficiales, Catulo César detuvo al caballo y miró el lugar con gesto satisfactorio.
—Me recuerda las Termópilas —dijo—. Es el lugar ideal para contener a los germanos hasta que desistan y vuelvan grupas.
—Los espartanos que defendían las Termópilas murieron todos —comentó Sila.
—¿Y eso qué importa si repelemos a los germanos? —replicó Catulo César enarcando las cejas altanero.
—¡Pero no van a volver grupas, Quinto Lutacio! ¿Volver grupas en esta época del año, con el norte lleno de nieve, con pocas provisiones y los pastos y el grano de la Galia itálica a unas pocas millas al sur? —añadió Sila, meneando vehementemente la cabeza—. Aquí no los detendremos.
Todos los oficiales se rebullían inquietos; todos habían observado el nerviosismo de Sila desde el inicio de la marcha a lo largo del Athesis y su sentido común les decía que la decisión de Catulo César era una locura. Y Sila no les había ocultado su inquietud, porque si tenía que evitar que Catulo César perdiera el ejército, necesitaba el apoyo de los oficiales de estado mayor.
—Aquí lucharemos añadió Catulo César sin salir de sus trece, con la mente llena de imágenes del inmortal Leónidas y su reducido grupo de espartanos. ¿Qué importaba que el cuerpo pereciera si se alcanzaba fama eterna?
Los cimbros estaban muy cerca. Al ejército romano le habría resultado imposible avanzar más al norte de Tridentum, aunque hubiese querido Catulo César. Pese a ello, él se empeñó en que toda la tropa cruzase el puente y acampase en el lado erróneo del río, en una zona tan estrecha que el campamento se alargaba varias millas en dirección norte-sur, con todas las legiones estranguladas por las contiguas y con la última situada cerca del puente.
—Yo estoy muy mal acostumbrado —dijo Sila al centurión primus pilus de la legión más próxima al puente, un fornido samnita de Atina llamado Cneo Petreio, que pertenecía a una legión igualmente samnita, formada por itálicos del censo por cabezas, clasificada como de tropas auxiliares.
—¿Y cómo es eso? —inquirió Cneo Petreio, contemplando las brillantes aguas desde el puente, que a guisa de barandilla tenía unos troncos bajos.
—He servido con Cayo Mario —contestó Sila.
—¡Qué suerte la vuestra! —dijo el samnita—. Yo no he tenido esa oportunidad —añadió con un gruñido—, pero no creo que ninguno de nosotros vayamos a tenerla, Lucio Cornelio.
Los acompañaba un tercero, comandante de la legión y tribuno militar. Nada menos que Marco Emilio Escauro, hijo del portavoz del Senado y franca decepción de su valiente padre. Escauro hijo dejó de contemplar el río y miró a su centurión jefe.
—¿Qué queréis decir con que ninguno de nosotros? —inquirió.
—Todos vamos a morir aquí, tribuno —contestó Cneo Petreio con otro gruñido.
—¿Que vamos a morir todos? ¿Por qué?
—Cneo Petreio quiere decir, joven Marco Emilio —terció Sila con siniestra sonrisa—, que nos ha metido en una situación militarmente irresoluble otro incompetente de alta cuna.
—¡No, os equivocáis! —exclamó enardecido el joven Escauro—. Ya me di cuenta de que no parecisteis entender la estrategia de Quinto Lutacio, Lucio Cornelio.
—Pues explicádnosla, tribunus militum —replicó Sila con un guiño en dirección al centurión—. Soy todo oídos.
—Bien; hay cuatrocientos mil germanos y nosotros somos sólo veinticuatro mil. Así que es muy difícil hacerles frente en campo abierto —dijo el joven Escauro, envalentonado por la atención de los dos militares—. Posiblemente el único modo de vencerlos es obligándolos a cerrarse en un frente similar al que nuestro ejército puede abarcar y machacar ese frente con nuestra superior habilidad. Cuando vean que no cedemos… harán la maniobra habitual germana: volver grupas.
—¿Eso es lo que creéis? —dijo Cneo Petreio.
—¡Así será! —replicó el joven Escauro.
—¡Así será! —repitió Sila, echándose a reír.
—¡Así será! —añadió Cneo Petreio, riendo también.
—¿Qué es lo que tanta gracia os hace? —espetó el joven Escauro, mirándolos sorprendido y con cierto temor.
—Tiene gracia, joven Escauro —dijo Sila enjugándose los ojos—, porque es una inmensa ingenuidad. ¡Mirad ahí! —añadió señalando con la mano las dos laderas que confluían sobre el valle—. ¿Qué veis?
—Montañas —contestó Escauro hijo, cada vez más perplejo.
—¡Sendas, caminos de herradura, senderos de cabras, eso es lo que se ve! —añadió Sila—. ¿No habéis notado esos festones de pequeñas terrazas que dan a la montaña aspecto de faldas minoicas? Lo único que tienen que hacer los cimbros es ganar las alturas por las terrazas y nos habrán desbordado por el flanco en tres días; y entonces, joven Marco Emilio, nos hallaremos entre la espada y la pared. Y nos aplastarán como a un escarabajo.
El joven Escauro empalideció de tal modo que Sila y Petreio se le acercaron inmediatamente, temiendo que fuese a caer al río y pereciese en la rápida corriente.
—Nuestro general ha trazado un plan erróneo —dijo Sila, tajante—. Debíamos haber esperado a los cimbros entre Verona y el lago Benacus, donde existen cien alternativas de encajonarlos y amplitud para actuar.
—¿Y por qué no se lo dice alguien a Quinto Lutacio? —musitó Escauro hijo.
—Porque no es más que otro cónsul engreído —replicó Sila— y no quiere escuchar más que el galimatías de su propio cerebro. Si yo fuese Cayo Mario, me escucharía. Pero ése es non sequitur, porque Cayo Mario no habría tenido necesidad de decir nada. No, joven Marco Emilio, nuestro general Quinto Lutacio Catulo César —piensa que es preferible combatir como en las Termópilas. Y si recordáis la historia, sabréis que un pequeño sendero que rodeaba la montaña bastó para derrotar a Leónidas.
—¡Excusadme! —farfulló Escauro hijo, llevándose una mano a la boca, dando media vuelta y regresando a su tienda.
Sila y Petreio le vieron alejarse, tratando de contener las náuseas.
—Esto no es un ejército, sino un chasco —dijo Petreio.
—No, es un buen ejército modesto —replicó Sila—. El chasco son los mandos.
—Menos vos, Lucio Cornelio.
—Menos yo.
—Algo se os ha ocurrido —añadió Petreio.
—Por supuesto —dijo Sila sonriendo y enseñando sus colmillos.
—¿Puedo preguntaros qué es?
—Yo diría que sí, Cneo Petreio. Pero mejor será que os lo diga… a buen recaudo. En la asamblea del campamento de vuestra legión samnita —respondió Sila—. Vos y yo vamos a dedicar la tarde a convocar a todos los primus pilus y centuriones jefes de cohorte a una reunión al anochecer. Serán unos setenta hombres —añadió, calculando a toda velocidad—, pero serán setenta muy importantes. Entonces actuáis por vuestra cuenta, Cneo Petreio. Lleváis las tres legiones a ese extremo del valle, y yo monto en mi fiel mula y conduzco las otras tres al otro extremo.
Los cimbros se habían situado aquel mismo día al norte de las seis legiones de Catulo César, esparciéndose por el valle en vanguardia de sus carros, hasta quedar detenidos por las fortificaciones del campamento romano; y allí permanecieron, enardecidos, mientras la noticia se difundía entre las legiones y los escuchas se dirigían al norte para atisbar por entre los parapetos de mimbre el pavoroso espectáculo de la mayor horda jamás vista por un romano, y, además, de hombres gigantescos.
La reunión de Sila en el campamento samnita fue breve. Cuando concluyó había aún suficiente luz para que los conjurados cruzasen el puente de madera, con Sila a la cabeza, y se dirigiesen al pueblo de Tridentum en donde Catulo César había sentado su cuartel general en casa del magistrado local. El general había convocado una reunión para hablar de la llegada de los cimbros, y precisamente estaba quejándose de la ausencia de su lugarteniente cuando Sila hizo su entrada.
—Os ruego que seáis puntual, Lucio Cornelio —dijo con gesto glacial—. Tomad asiento y pasemos al asunto de preparar el ataque de mañana.
—Lo lamento, pero no tengo tiempo para sentarme —contestó Sila, que no vestía coraza, sino camisa de cuero y pteryges, con espada y puñal al cinto.
—¡Pues id, si tenéis cosas más importantes que hacer! —replicó Catulo César con el rostro congestionado.
—Oh, no voy a ir a ninguna parte —dijo Sila, sonriente—. Las cosas importantes que tengo que hacer están en este cuarto, y lo más importante de todo es que mañana no va a haber ninguna batalla, Quinto Lutacio.
—¿Que no habrá batalla? ¿Por qué? —inquirió Catulo César poniéndose en pie.
—Porque os enfrentáis a un motín y yo soy quien lo ha instigado —contestó Sila desenvainando la espada—. ¡Adelante, centuriones! —exclamó—. Estaremos algo estrechos, pero cabemos todos.
Ninguno de los que rodeaban al general dijo palabra; Catulo César, porque estaba furioso y los demás porque vieron el cielo abierto —no a todos los oficiales les convencía la perspectiva de aquella batalla— o porque no salían de su asombro. Setenta centuriones cruzaron el umbral y se situaron muy apretados a espaldas de Sila, dejando un estrecho espacio de tres pies entre el grupo que formaban y el estado mayor de Catulo César, que ahora estaban todos en pie, literalmente de espaldas a la pared.
—¡Por esto os arrojarán de la roca Tarpeya! —exclamó Catulo César.
—Que así sea, si es mi destino —replicó Sila, envainando la espada—. Pero ¿hasta qué punto es motín un motín, Quinto Lutacio? ¿Hasta qué extremo debe un soldado obedecer ciegamente? ¿Es auténtico patriotismo ir voluntariamente a la muerte, cuando el general que da las órdenes es militarmente imbécil?
Era evidente que Catulo César no sabía qué decir y no encontraba la réplica adecuada a tan brutal sinceridad. Por otra parte, era demasiado soberbio para farfullar ninguna protesta y demasiado seguro de su posición para rebajarse a contestar. Finalmente, dijo con glacial dignidad:
—¡Esto es inaudito, Lucio Cornelio!
—Estoy de acuerdo —replicó Sila, asintiendo con la cabeza—. Es inaudito. En realidad, nuestra presencia aquí en Tridentum es inaudita. Mañana, los cimbros encontrarán centenares de senderos de ganado en las faldas de las montañas. ¡No una Anopaea, sino cientos! Vos no sois espartano, Quinto Lutacio, sino romano, y me sorprende que vuestra remembranza de las Termópilas sea más espartana que romana. ¿No aprendisteis que Catón el censor se sirvió del sendero Anopaea para rebasar el flanco del rey Antíoco? ¿O es que consideráis a Catón de cuna demasiado baja para servir como ejemplo de algo más que hubris? ¡Es a Catón el censor en Termópilas a quien yo admiro, no a Leónidas y su guardia real pereciendo en bloque! Los espartanos decidieron perecer únicamente para retrasar a los persas lo suficiente para que la flota griega se aprestara en Artemisium. Sólo que no les salió bien, Quinto Lutacio. ¡No salió bien! La flota griega sucumbió y Leónidas murió inútilmente. ¿Influyó la resistencia de las Termópilas sobre el curso de la guerra contra los persas? ¡Claro que no! Cuando otra flota griega venció en Salamina, las Termópilas no habían sido el preludio. ¿Es que diréis acaso con toda sinceridad que preferís el gesto suicida de Leónidas a la brillante estrategia de Temístocles?
—Confundís la situación —replicó altivo Catulo César, desmoronándose su orgullo por efecto de aquel Ulises pelirrojo y chanchullero, pues lo cierto es que lo que más le preocupaba era salir indemne con su dignitas y auctorítas y no lo que pudiera pasar con su ejército o los cimbros.
—No, Quinto Lutacio, el que confunde la situación sois vos —replicó Sila—. Vuestro ejército es ahora mío en virtud del motín. Cuando Cayo Mario me envió aquí —añadió pronunciando cáusticamente el nombre en el denso silencio—, me dio una orden concreta: conservar intacto este ejército hasta que él pueda hacerse cargo de él, y eso no podrá hacerlo hasta que derrote a los teutones. Cayo Mario es nuestro comandante en jefe, Quinto Lutacio, y yo en este momento actúo a sus órdenes, no a las vuestras. Si consintiera esta temeraria locura, el ejército acabaría aniquilado en el campo de Tridentum. Por eso no va a haber batalla en Tridentum. Este ejército emprenderá la retirada esta misma noche. Entero. Y estará entero para combatir otro día, cuando las posibilidades de victoria sean muchísimo más favorables.
—He jurado que ningún pie germano pisaría el suelo de Italia —dijo Catulo César— y no seré perjuro.
—No sois vos quien adopta la decisión, Quinto Lutacio, así que no seréis perjuro —replicó Sila.
Quinto Lutacio Catulo César era uno de aquellos senadores de la vieja guardia que se negaba a llevar un anillo de oro como emblema de su cargo y prefería el viejo anillo de hierro tradicional, por lo que, cuando hizo un ademán imperativo con la mano derecha, dirigido a los presentes, no surgió del dedo índice ningún destello, sino que el gesto fue como un borrón grisáceo por efecto del cual los hombres se rebulleron y susurraron.
—Salid —dijo Catulo César—. Aguardad afuera, quiero hablar a solas con Lucio Cornelio.
Los centuriones dieron media vuelta y salieron, seguidos por los tribunos militares, el estado mayor de Catulo César y sus legados mayores. Cuando estuvieron a solas, Catulo César volvió a su silla y se dejó caer en ella.
Estaba en un brete, y lo sabía. El orgullo le había impulsado a remontar el curso del Athesis; no orgullo por Roma o su ejército, sino ese orgullo personal que le había llevado a afirmar que no consentiría que el pie germano hollase el suelo de Italia y que le impedía retractarse, siquiera fuese por mor de Roma o de su ejército. Cuanto más había avanzado por el valle, más profunda era su convicción de que cometía un error garrafal; cuanto más remontaba el curso del río, más deprimido se hallaba. Así, al llegar a Tridentum y considerar el parecido de aquel lugar con las Termópilas —aunque, en estricto sentido geográfico, era bien consciente de que no se parecía en nada—, había concebido el sacrificio útil de todos, salvando con ello su honor y su nefasto orgullo. Tridentum, igual que las Termópilas, sería una gesta que pasaría a la Historia. El exterminio de unos cuantos valientes enfrentados a un enemigo arrollador. ¡Extranjero, ve y di a los romanos que aquí yacen los que cumplieron con su deber!, un magnífico monumento, peregrinaciones y poemas épicos inmortales.
La visión de los cimbros esparciéndose por el alto valle del Athesis le hizo recobrar el sentido común, y el resto fue obra de Sila. Porque, indudablemente, tenía ojos; y un cerebro, aunque fuese un cerebro fácilmente obnubilado por su inconmensurable dignitas. Y los ojos habían advertido las innumerables terrazas a guisa de gigantescos escalones en las abruptas y verdes faldas montañosas, y el cerebro había comprendido con qué facilidad podían rebasar los flancos los guerreros cimbros. No se trataba de una garganta con acantilados, sino de un estrecho valle alpino inadecuado para desplegar un ejército por aquellas pendientes, que ninguna formación podría superar en orden de combate y menos maniobrar debidamente.
Lo que no había sido capaz de ver era cómo salir bien librado de aquel dilema sin perder la cara; en principio, la irrupción de Sila en la reunión del estado mayor le había parecido de perilla. Podía alegar insubordinación ante el Senado y mandar procesar por traición a todos los oficiales implicados, desde Sila hasta el último centurión. Pero aquella solución había quedado inmediatamente descartada. El motín era el más denigrado delito en la esfera militar, pero un motín en el que él quedase solo frente a todos los oficiales del ejército (había advertido en seguida en sus rostros que todos secundaban a Sila) era exponente de sentido común frente a una estupidez monumental. Si no hubiese habido un Arausio —si Cepio y Malio Máximo no hubieran mancillado para siempre el concepto del imperium del general romano ante los ojos del pueblo romano, e incluso de algunas facciones del Senado—, habría sido distinto. Tal como se producían los acontecimientos, entendió en seguida, tras la aparición de Sila, que si se obcecaba en la postura de un motín sería precisamente él quien sufriría los reproches de sus conciudadanos, él quien podría acabar acusado de traición ante el tribunal especial de Saturnino.
En consecuencia, Quinto Lutacio Catulo César lanzó un profundo suspiro y optó por la conciliación.
—No se hable más de motín, Lucio Cornelio —dijo—. No había necesidad de que lo expusierais en público. Habríais debido venir a hablar a solas conmigo, y entre los dos habríamos arreglado las cosas.
—No estoy de acuerdo, Quinto Lutacio —replicó Sila sin alterarse—. Si hubiese venido a veros a solas, me habríais despedido con cajas destempladas. Necesitabais un ejemplo fehaciente.
Catulo César frunció los labios y miró por encima de su larga nariz romana, consciente de ser un miembro ilustre de un clan ilustre, rubio y con ojos azules, altanero y beligerante.
—Lleváis demasiado tiempo con Cayo Mario —dijo—. Este comportamiento no concuerda con vuestra condición patricia.
—¡Oh, por todos los dioses —exclamó Sila, dando una palmada sobre su camisa de cuero que hizo tintinear los flecos y adornos de metal—, olvidaos de toda esa farfulla de linajes, Quinto Lutacio! ¡Estoy al borde de la náusea con tanto elitismo! ¡Y antes de que comencéis a despotricar sobre nuestro común superior Cayo Mario, dejad que os recuerde que en lo que respecta a asuntos militares y estrategia, nosotros somos un candil y él es el faro de Alejandría! ¡Ni vos ni yo somos militares! Pero yo tengo la ventaja de que he hecho mi aprendizaje a la luz del faro de Alejandría y mi candil brilla más que el vuestro.
—¡A ese hombre se le sobrestima! —masculló Catulo César.
—¡Oh, no! ¡Quejaos y refunfuñad tanto como queráis, Quinto Lutacio, pero Cayo Mario es el primer hombre de Roma! El hombre de Arpinum os ha superado a todos con un brazo atado a la espalda.
—Me sorprende que seáis tan acérrimo partidario suyo… pero os prometo, Lucio Cornelio, que esto no lo olvidaré.
—Ya lo creo que no… —replicó Sila, sonriente.
—Lucio Cornelio, os aconsejo que en el futuro cambiéis de lealtad —añadió Catulo César—. Si no lo hacéis, nunca seréis pretor, y menos aún cónsul.
—¡Oh, me gustan las amenazas claras! —replicó Sila con voz queda—. ¿Queréis impresionarme? Tengo linaje, y si llegase el momento en que os interesara mi apoyo, me lo solicitaríais —añadió con una mirada aviesa—. Algún día seré el primer hombre de Roma, el árbol más alto, igual que Cayo Mario. Esos árboles altos nadie los corta; cuando caen es porque están podridos por dentro.
Catulo César no contestó; Sila tomó asiento y se inclinó para servirse vino.
—Hablemos del motín, Quinto Lutacio, y desechad cualquier veleidad de imaginaros que no estoy decidido a llevarlo hasta sus máximas consecuencias.
—Confieso que sois un desconocido para mí, Lucio Cornelio, pero he visto lo suficiente de vuestra energía estos dos últimos meses para darme cuenta de que hay muy pocas cosas que no estéis dispuesto a hacer para saliros con la vuestra —dijo Catulo César, mirando su viejo anillo de hierro de senador, como buscando inspiración—. Lo he dicho antes y os lo repito, no se hable más de motín —añadió, haciendo un ruido al tragar saliva—. Me avengo al deseo del ejército de retirarse, con una condición: que no se vuelva a repetir la palabra «motín».
—Acepto en representación del ejército —contestó Sila.
—Quisiera ordenar yo mismo la retirada. Al fin y al cabo, supongo que habréis planeado la estrategia.
—Es absolutamente necesario que ordenéis vos mismo la retirada, Quinto Lutacio —contestó Sila—. Si, tengo una estrategia planeada. Una estrategia muy sencilla. Al amanecer, el ejército arrancará las estacas y procederá a retirarse lo antes posible. Todos deben haber cruzado el puente y hallarse al sur de Tridentum antes de que anochezca. Los auxiliares samnitas se situarán cerca del puente para cubrir la maniobra y lo cruzarán los últimos. La lástima es que está construido sobre pilares de piedra y no podamos derruirlos, por lo que los germanos podrán volver a tenderlo. De todos modos, no son ingenieros y tardarán más de lo debido, aparte de que se hundirá unas cuantas veces mientras lo cruzan las huestes de Boiorix. Si quiere seguir hacia el sur, tendrá que cruzar el río aquí en Tridentum. Por eso hay que hacer que se retrase.
—Pues acabemos con esta farsa —dijo Catulo César, poniéndose en pie y saliendo del cuarto con aparente calma y dominio, recuperando poco a poco su dignítas y auctorítas—. Nuestra posición es insostenible y voy a ordenar la retirada —añadió claro y terminante—. He dado instrucciones a Lucio Cornelio al respecto y él las cursará. Pero quiero que quede bien claro que aquí no se ha hablado de «motín» para nada. ¿Entendido?
Un murmullo de consenso surgió entre los oficiales, profundamente satisfechos de olvidar lo del «motín».
Catulo César giró sobre sus talones.
—Podéis retiraros —dijo por encima del hombro.
Conforme el grupo se deshacía, Cneo Petreio se acercó a Sila y le acompañó hasta el puente.
—Creo que ha salido muy bien, Lucio Cornelio. Se comportó mejor de lo que yo esperaba; mejor que otros de su clase.
—Bah, a pesar de todos sus modales, no es tonto —replicó Sila—. Pero tiene razón, olvidemos la palabra «motín».
—¡No me la oiréis a mí! —dijo Petreio con fruición.
Ya había oscurecido, pero el puente se hallaba iluminado por antorchas y cruzaron los imperfectos troncos sin dificultad. En la otra orilla se adelantaron a los centuriones y tribunos y Sila se volvió hacia ellos.
—Que toda la tropa esté dispuesta para la marcha en cuanto amanezca —dijo—. Los cuerpos de ingenieros y todos los centuriones deberán acudir a una reunión conmigo una hora antes del amanecer. Ahora, los tribunos militares, venid conmigo.
—¡Cómo me alegra que esté con nosotros! —comentó Cneo Petreio a su segundo centurión.
—Y yo, pero no me alegra nada que esté con nosotros ése —respondió el segundo centurión señalando a Marco Emilio Escauro hijo, que se apresuraba a seguir a Sila y a sus colegas tribunos.
—Cierto —respondió Petreio con un gruñido—, a mí también me preocupa; pero ya le vigilaré yo mañana. Aquí no se ha hablado de «motín», pero no voy a dejar que a nuestros samnitas los mal mande un idiota romano, por muy famoso que sea su padre.
Al amanecer, las legiones comenzaron a ponerse en marcha. La retirada se iniciaba como todas las maniobras efectuadas por tropas romanas bien adiestradas en medio de un notable silencio y orden. Cruzaba primero el puente la legión más alejada, seguida por la contigua y así sucesivamente, de modo que el ejército efectuaba un movimiento parecido al de una alfombra que se enrolla. Afortunadamente, los pertrechos, todas las bestias de carga y una serie de caballos, reservados para los altos mandos, habían quedado al sur del pueblo y del puente. A los primeros claros del alba, Sila hizo que este contingente fuese el primero en avanzar por la carretera con buena antelación sobre las legiones, y había dado las órdenes para que la mitad del ejército se les adelantase después de darles alcance, mientras la otra mitad cerraba la retaguardia hasta Verona. Porque si se alejaban de Tridentum, sabía que los cimbros no avanzarían lo bastante de prisa para avistar la polvareda de la retirada.
Lo que en realidad sucedió fue que los cimbros estaban tan entretenidos explorando los senderos de las laderas, que transcurrió una hora desde la salida del sol hasta que advirtieron que las tropas romanas se retiraban. A continuación, todo fue confusión hasta que Boiorix en persona logró restablecer cierto orden entre aquellas hordas. Entretanto, la columna romana se había movido con rapidez, y, cuando los cimbros formaron para el ataque, la legión más alejada del puente ya estaba cruzándolo en doble fila.
El cuerpo de ingenieros había trabajado sin descanso en vigas y puntales desde mucho antes de que amaneciera.
—¡Siempre la misma historia! —exclamó el jefe de ingenieros dirigiéndose a Sila, que se había acercado a ver cómo iba la tarea—. Siempre tengo que habérmelas con un puente romano bien construido cuando se trata de mandarlo al cuerno de un empujoncito.
—¿Lo conseguiréis? —inquirió Sila.
—Eso espero, legatus. Creo que no queda un solo amarre ni perno. Hemos quitado todos los ensambles y cuñas que lo sujetaban. Así que podré derruirlo rápidamente y sin la grúa grande que nos haría falta, porque las que tenemos son pequeñas y no hay tiempo de montar otra. No, lo haremos por las bravas, y me temo que va a estar algo temblón cuando lo crucen las últimas tropas —contestó el ingeniero jefe.
—¿Qué sistema es ese de por las bravas? —inquirió Sila poniendo ceño.
—Serrar los puntales y apoyos principales.
—¡Pues continuad! Os enviaré cien bueyes para darle ese tirón, ¿os bastan?
—¡Qué remedio! —respondió el jefe de ingenieros, alejándose a supervisar el trabajo en otro punto.
La caballería cimbra llegó chillando y gritando por el valle, arrasando en su carga las vallas del campamento romano, que eran simples defensas rutinarias, dado que no habían tenido tiempo de fortificarlo debidamente. Sólo la legión samnita había quedado al otro lado del río, y fue sorprendida en el momento de cruzar la puerta de su campamento por los cimbros, que se interpusieron entre ellos y el puente, aislándolos. Los samnitas maniobraron en formación de combate y se aprestaron a resistir la carga, con las lanzas preparadas y muy serios.
Sila contemplaba angustiado la escena desde la otra orilla, aguardando a que se produjera la carga de los cimbros y en vilo por lo que fuera a hacer el comandante de la legión samnita, que era el joven Escauro. Se reprochaba no haber depuesto del mando a aquel tímido hijo de tan audaz padre, para haberlo asumido él en persona. Pero ya era demasiado tarde; no podía cruzar el río porque no disponía de tropa suficiente y no quería confiar la retirada a Catulo César. Por consiguiente, tenía que sobrevivir. Tampoco quería llamar la atención de los cimbros respecto a la existencia del puente, porque si volvían sus ojos hacia él, verían cinco legiones romanas y un convoy de pertrechos avanzando en dirección sur y se lanzarían en su persecución. Si era necesario, ordenaría que los bueyes comenzasen a tirar de las cadenas conectadas a la debilitada estructura; pero si hacía eso, la legión samnita perdía toda esperanza.
—¡Una carga, joven Escauro, lanza una carga! —se encontró musitando—. ¡Hazlos retroceder y cruza con tus tropas el puente!
La caballería cimbria volvía grupas, pues las primeras filas habían rebasado el campamento samnita con el ímpetu de la carga y las filas de atrás retrocedían dejando espacio a los que volvían al galope, para, a continuación, lanzarse como una piña sobre el campamento samnita y desbaratarlo con los caballos para que los guerreros de a pie remataran la maniobra. A partir de ese momento, la caballería actuaría como una pala gigante que empujaría a los samnitas contra la masa de la infantería cimbra.
La única posibilidad que tenía la legión samnita era abrirse camino por entre las filas traseras de la caballería bárbara e impedir que las primeras filas se les unieran en refuerzo; luego, lancear los caballos mientras el resto se apresuraba a cruzar el puente. ¿Pero dónde estaba el joven Escauro? ¿Por qué no hacía eso? ¡Un instante más y sería demasiado tarde!
En rigor, los vítores de las tres centurias que estaban con Sila precedieron el instante en que él vio el arranque de la carga samnita, porque él buscaba un tribuno militar a caballo, y la carga la dirigió un hombre a pie: Cneo Petreio, el centurión samnita primus pilus.
Gritando con el resto de sus hombres, Sila daba saltos de impaciencia mientras los samnitas que no participaban en el ataque cruzaban a la carrera el puente en filas tan compactas, que no dejaron espacio para que los cimbros abrieran brecha por segunda vez. Los caballos de las primeras filas cimbras iban cayendo a centenares ante la lluvia de venablos samnitas, y los guerreros bárbaros se revolvían para zafarse de sus corceles abatidos, entremezclándose en un revoltijo indescriptible conforme seguían lloviendo sobre ellos más venablos de la centuria, mientras que las últimas filas de la caballería cimbra, rezagadas al otro lado, corrían igual suerte. Al final fue la propia caballería derribada lo que impidió la intervención de la infantería cimbra, y Cneo Petreio pudo cruzar el puente a la zaga de su último hombre sin que le persiguiera ningún germano.
Los bueyes ya estaban dispuestos con antelación para la tarea antes de la escaramuza, pues cien bestias enganchadas por parejas podían coger ímpetu en cuestión de segundos en cuanto comenzara a estirar los dos ayuntados en cabeza y los cincuenta pares tensaran las cadenas para derribar el puente. Como era un buen puente romano, aguantó mucho más de lo que había pensado el jefe de ingenieros, pesimista como todos los de su oficio. Pero, finalmente, cedió uno de los puntales, y entre crujidos, estallidos y golpazos, el puente tridentino sobre el Athesis cedió, cayendo sus maderos a las torrenciales aguas, que los arrastraron como pajas.
Cneo Petreio venía herido en el costado, pero no de gravedad; Sila le encontró sentado y atendido por los cirujanos de la legión, que en aquel momento le quitaban la cota de malla. Tenía el rostro cubierto por una mezcla de barro, sudor y estiércol, pero, aparte de eso, parecía estar bien y muy despierto.
—¡No toquéis esa herida hasta que no esté bien limpia, mentulae! —farfulló Sila—. ¡Primero lavadle bien toda la mierda! No se va a desangrar. ¿Verdad que no, Cneo Petreio?
—¡Qué va! —contestó el centurión, sonriendo como un bendito—. Lo conseguimos, ¿eh, Lucio Cornelio? Hemos cruzado todos, menos un puñado que han muerto en la otra orilla.
Sila se agachó junto a él y aproximó su cabeza al herido para que nadie pudiese oírlos.
—¿Qué ha sido del joven Escauro? —inquirió.
—Estaba cagado y no podía pensar, y cuando le achuché para que dirigiera la maniobra, me pasó el mando. Se desmayó, pero está bien el pobrecillo; le cruzaron por el puente en brazos. Es una lástima, pero esta a salvo. No ha heredado los redaños de su padre, desde luego. Debería haberse metido a bibliotecario.
—No puedo expresar cuánto me alegro de que estuvieseis allí y no otro primus pilus. No se me había ocurrido, y cuando lo pensé, me habría dado de patadas por no haberle relevado del mando —dijo Sila.
—No importa, Lucio Cornelio, al final todo ha salido bien. Al menos, así se dará cuenta de sus limitaciones.
Regresaron los cirujanos con esponjas y agua en cantidad suficiente para lavar a doce hombres; Sila se puso en pie para dejarlos trabajar y extendió el brazo derecho hacia Cneo Petreio, que estrechó su mano, fundiéndose en un gesto de mutua comprensión.
—¡Os habéis ganado la corona de hierba! —dijo Sila.
—¡No, no! —replicó Cneo, turbado.
—Claro que sí. Habéis salvado de la muerte a una legión entera, Cneo Petreio, y cuando un solo hombre salva a una legión, recibe la corona de hierba. Ya me ocuparé yo —añadió Sila.
¿Era ésa la corona de hierba que Julilla había visto en su futuro tantos años atrás?, se preguntó Sila mientras descendía del promontorio hacia el pueblo para organizar el traslado en carro de Cneo Petreio, héroe de Tridentum. ¡Pobre Julilla! Pobrecilla… Nunca había hecho nada bien, así que quizá aquello fuese otro de sus errores respecto al azaroso proceder de la Fortuna. Julilla era la única Julia que no había poseído el don de hacer feliz al esposo. Luego, su mente se centró en cosas más importantes. Lucio Cornelio no iba a incurrir en hacerse mala sangre por Julilla. Su fin nada había tenido que ver con su destino: ella se lo había buscado.
Catulo César trasladó todo su ejército al campamento en las afueras de Verona antes de que Boiorix hubiese hecho cruzar su último carro por diversos puentes tambaleantes e iniciado la marcha cuesta abajo hacia las feraces llanuras del Padus. Al principio, el cónsul se había empeñado en presentar batalla a los cimbros junto al lago Benacus, pero Sila, ya bien afirmado en su papel, no se lo consintió, sino que le hizo enviar mensajes a todas las ciudades y pueblos desde Aquileia hasta Comun y Mediolanum al oeste, para que la Galia itálica más allá del Padus fuese evacuada por todos los ciudadanos romanos, los habitantes con derecho latino y los galos que no deseasen confraternizar con los germanos. Los refugiados debían dirigirse hacia el sur del Padus y abandonar a los cimbros la región de la Galia itálica más allá del Po.
—Se verán como cerdos en un campo cubierto de bellotas —dijo Sila con la seguridad que le confería su experiencia de haber vivido más de un año entre los cimbros—. Cuando vean los pastos y la tranquilidad que existe entre el lago Benacus y la orilla norte del Padus, Boiorix no podrá mantenerlos unidos y se dispersarán en mil direcciones. Ya veréis.
—Lo pillarán y lo asolarán todo —dijo Catulo César.
—Exactamente… y se olvidarán de lo que tenían que hacer, es decir, invadir Italia. ¡Animaos, Quinto Lutacio! Al fin y al cabo es la región más gala de la Galia Cisalpina y no cruzarán el Padus hasta que la dejen más monda que una osamenta de pollo. La población habrá huido antes de que lleguen y se habrá llevado lo más valioso. Y la tierra aguantará y la recuperaremos cuando llegue Cayo Mario.
Catulo César hizo una mueca, pero no dijo nada. Ya sabía la dureza de las réplicas de Sila y, además, no ignoraba lo implacable que era. Frío, inflexible y resuelto. Un extraño amigo intimo de Cayo Mario, aunque fuesen cuñados. Bueno, lo fueron. ¿Habría eliminado Sila también a aquella Julia?, se preguntaba Catulo César, que en las muchas reflexiones que se hacía sobre Sila acababa de recordar aquel rumor que había circulado entre los hermanos Julio César y sus familias por la época en que Sila había surgido de la oscuridad a la vida pública al casarse con Julilla, en el sentido de que el dinero para sus aspiraciones políticas lo había conseguido asesinando a su… ¿madre… madrastra… querida? Bien, cuando regresaran a Roma ya se ocuparía él de averiguar lo cierto de aquel rumor. Oh, no para utilizarlo descaradamente o en seguida, sino para reservarlo para el futuro, cuando Lucio Cornelio aspirase a ser elegido pretor. No le privaría de la alegría de ser edil, y que se gastase una buena suma. Si, pretor; cuando quisiera ser pretor.
Una vez que las legiones se instalaron en el campamento en las afueras de Verona, Catulo César decidió que lo primero que tenía que hacer era comunicar por correo urgente a Roma el desastre del Athesis, porque si no lo hacía, se maliciaba que Sila lo haría a través de Cayo Mario. Por consiguiente, era importante que llegase primero su versión. Estando los dos cónsules en campaña, el despacho al Senado había que dirigirlo al portavoz de la cámara. Así fue como Catulo César envió su informe a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, junto con una carta personal con detalles más específicos de lo que había ocurrido, y confió despacho y carta —perfectamente sellada— al joven Escauro, hijo del príncipe del Senado, ordenándole que los llevase a Roma al galope.
—Es el mejor jinete que tenemos —dijo Catulo César a Sila.
—Quinto Lutacio —dijo Sila mirándole con el mismo gesto sarcástico y altanero que había adoptado durante la reunión relativa al motín—, hacéis gala de la más refinada crueldad que conozco.
—¿Queréis revocar la orden? —replicó él—. Tenéis poder para hacerlo.
—Es vuestro ejército, Quinto Lutacio —replicó Sila, encogiéndose de hombros—. Haced lo que queráis.
Y es lo que hizo: enviar al joven Marco Emilio Escauro de correo urgente, llevando la noticia de su propia desgracia.
—Os encomiendo esto, Marco Emilio, porque no encuentro peor castigo para un cobarde de una familia tan ilustre que llevar a su propio padre la noticia de un desastre militar y de un desastre personal —dijo Catulo César en tono pontifical y mesurado.
El joven Escauro, pálido, avergonzado y con menos peso del que tenía dos semanas atrás, se mantuvo firme rehuyendo mirar a su general. Pero cuando Catulo César terminó de hablar, los ojos del joven Escauro —una versión más clara y no tan hermosa como aquellos ojos verdes paternos— se posaron sin poder evitarlo en el rostro altivo de Catulo César.
—¡Por favor, Quinto Lutacio! —exclamó suplicante—. ¡Por favor, os lo ruego, enviad a otro! ¡Ya me enfrentaré a mi padre a su debido tiempo!
—Marco Emilio, a su debido tiempo es el tiempo de Roma —replicó Catulo César hierático, sintiendo una oleada de desprecio—. Cabalgad a galope hasta Roma y dad al príncipe del Senado el despacho consular. Puede que seáis un cobarde en el combate, pero sois uno de los mejores jinetes de la legión y tenéis un nombre lo bastante ilustre para conseguir buenas monturas en todo el trayecto. ¡Y no temáis, los germanos están en el norte, lejos de nosotros, y vos viajáis hacia el sur!
El joven Escauro cabalgó como un saco milla tras milla por la Via Annia y la Via Casia hasta Roma. Era un viaje corto para un jinete avezado, pero su cabeza se balanceaba de arriba abajo al ritmo del caballo, los dientes le castañeaban y a veces hablaba en voz alta.
—Si hubiese tenido la oportunidad de diñarla, ¿creéis que no lo habría hecho? —preguntaba a unos testigos fantasma—. ¿Qué puedo hacer si no soy valiente, padre? ¿De dónde viene el valor? ¿Por qué a mí no me ha sido concedido? ¿Cómo explicaros el dolor y el miedo, el terror que sentía al ver a aquellos horrendos salvajes llegar chillando y gritando como las mismas Furias? ¡No podía moverme! ¡Ni siquiera pude dominar mi vientre, y menos mi ánimo! ¡Tragué saliva y más saliva hasta que no pude más y caí inanimado, feliz de morir! Y luego desperté y vi que estaba vivo, pero aún aterrorizado, con el vientre flojo… y a los soldados que me habían llevado, limpiándose la mierda en el río, ¡allí mismo, en mi presencia, con tal desprecio y odio…! Oh, padre, ¿qué es el valor? ¿Por qué no tengo el que me corresponde? Padre, escuchadme, ¡dejadme que os explique! ¿Cómo podéis hacerme reproches por algo que no tengo? ¡Padre, escuchadme!
Pero Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, no escuchó. Cuando llegó su hijo con las misivas de Catulo César, estaba en el Senado; y cuando regresó a casa, su hijo se había encerrado en su cuarto, dejando al mayordomo una nota diciéndole que había traído un escrito del cónsul y que esperaba en su cuarto hasta que lo hubiera leído y mandase llamarle.
Escauro leyó primero el despacho, con rostro sombrío, pero contento en el fondo porque las legiones se hubieran salvado. Luego leyó la carta de Catulo César, musitando en voz alta las horrendas palabras, encogiéndose cada vez más en la silla hasta que pareció quedar reducido a la mitad y las lágrimas asomaron a sus ojos y cayeron sobre el papel, emborronándolo. Naturalmente, él conocía de sobra a Catulo César y no le caía de sorpresa; sentía infinita gratitud porque un legado tan firme y valeroso como Sila hubiese estado a mano para proteger a aquellas tropas insustituibles.
Pero él esperaba que su hijo hallase en último extremo, en la angustia de los últimos momentos vitales, ese valor, esa valentía que Escauro sinceramente creía don de todos los mortales. O de todos los llamados Emilio, al menos. Era su único varón, su único hijo. Y ahora su linaje concluía con semejante desgracia, con tal ignominia… Más valía así, si ése era el temple de su único hijo.
Lanzó un suspiro y adoptó una decisión. No habría enmascaramientos, maquillajes, excusas ni disimulos. Que recurriera a esas artimañas Catulo César y otros como él. Su hijo era un cobarde, había abandonado a sus tropas en el trance de mayor peligro, y aún más humillante que el que hubiera huido, era que se había cagado, desmayándose después. Sus soldados le habían salvado, cuando habría debido ser al revés. Escauro decidió soportar aquella vergüenza con el mismo valor que le caracterizaba en todo. ¡Que sufriera su hijo el azote del desprecio de toda Roma!
Secó sus lágrimas, serenó su espíritu y llamó al mayordomo con una palmada; éste encontró a su amo sentado muy tieso en la silla, con gesto tranquilo y las manos cruzadas sobre el escritorio.
—Vuestro hijo está deseando veros —dijo el mayordomo, consciente de que sucedía algo, dado el extraño comportamiento del joven Escauro.
—Podéis llevar recado a Marco Emilio Escauro hijo —dijo Escauro, impasible—, y decirle que reniego de él pero que no le despojo de nuestro nombre. Mi hijo es un cobarde, un perrucho callejero, y quiero que toda Roma sepa que es un cobarde que lleva nuestro apellido. Decidle que no quiero volver a verle en mi vida. Y decidle igualmente que no será acogido en esta casa ni siquiera para pedir limosna. ¡Decidselo! ¡Decidle que mientras yo viva no le admitiré en mi presencia! ¡Id a decídselo! ¡Id ya!
Temblando por la impresión y llorando de lástima por el joven, a quien apreciaba y del que durante aquellos veinte años habría podido decir al padre que carecía de valor, firmeza e iniciativa propia, el mayordomo fue a decir a Escauro hijo lo que le había encomendado el padre.
—Gracias —dijo el joven, cerrando la puerta sin echar el cerrojo.
Cuando el mayordomo se atrevió a volver al cuarto varias horas después, porque Escauro quería saber si su hijo ya había dejado la casa, se encontró al joven muerto en el suelo. La única presa que su espada encontraba digna de morir había sido él mismo, y sólo con él se tiñó de sangre.
Pero Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, fue fiel a su palabra. Se negó a ver el cadáver, y en el Senado leyó la letanía del desastre en la Galia itálica con su habitual energía y espíritu, incluido el informe terriblemente sincero y verídico de la cobardía de su hijo y de su posterior suicidio, sin ocultar su actitud ni mostrar dolor.
Cuando, después de la reunión del Senado, Escauro aguardó en la escalinata de la cámara a Metelo el Numídico, dio en pensar si quizá los dioses le habían concedido a él tanto valor que no había quedado nada para su hijo; pues valor hacía falta para esperar allí a Metelo mientras los demás senadores pasaban apresuradamente por su lado, compungidos, angustiados, cabizbajos.
—¡Oh, mi querido Marco! —exclamó Metelo el Numídico en cuanto vio que no había moros en la costa—. ¡Mi querido y apreciado Marco!, ¿qué puedo decirte?
—Respecto a mi hijo, nada —replicó Escauro, al tiempo que una fibra perturbaba la gélida inmensidad de su pecho. ¡Qué felicidad tener amigos!—. En cuanto a los germanos, ¿cómo lograremos evitar que cunda el pánico en Roma?
—Oh, no te preocupes tanto por Roma —contestó Metelo el Numídico, tranquilizándole—. Roma sobrevivirá. Hoy, mañana y pasado mañana le embarga el pánico, y al día siguiente hay mercado y negocios como de costumbre. ¿Acaso has visto que la gente se traslade de la ciudad que habita porque haya en ella riesgos de terremotos o un volcán cerca?
—Es cierto, no la dejan. Al menos hasta que una viga le cae en la cabeza a la abuela o una vieja muere en un río de lava —dijo Escauro, con gran contento al ver que era capaz de sostener una conversación normal y hasta sonreír un poquito.
—Nos salvaremos, Marco, pierde cuidado —dijo Metelo el Numídico tragando saliva—. Aún le toca a Cayo Mario enfrentarse a los germanos —añadió virilmente, para demostrar que él también tenía su reserva de valor—. Claro que si le derrotan habrá que preocuparse. Porque si Cayo Mario no los vence, no hay nadie capaz de hacerlo.
Escauro parpadeó; aquellas palabras en boca de Metelo el Numídico suponían una heroicidad que ahorraba comentarios. Además, mejor dictar a su memoria que olvidara para siempre que Metelo el Numídico había llegado a admitir que Cayo Mario era la única alternativa de Roma y el mejor general.
—Quinto, debo decirte algo a propósito de mi hijo y luego olvidaremos el tema —dijo Escauro.
—¿Qué?
—Tu sobrina… y pupila, Metela Dalmática. Este lamentable acontecimiento te habrá causado, igual que a ella, grave quebranto. Pero dile que ha tenido un feliz desenlace; porque habría sido un baldón para una Cecilia Metela verse casada con un cobarde —dijo Escauro enfurruñado.
De pronto se encontró caminando solo y, al volverse, vio a Metelo el Numídico que le miraba pasmado.
—Quinto… Quinto, ¿sucede algo? —inquirió Escauro volviendo hacia él.
—¿Si sucede…? —repitió Metelo saliendo de su estupor—. ¡No, no sucede nada! ¡Oh, mi querido Marco, se me acaba de ocurrir una idea espléndida!
—¿Cuál?
—¿Por qué no te casas con mi sobrina Dalmática?
—¿Yo? —replicó Escauro, estupefacto.
—¡Tú, claro! Eres viudo hace tiempo y ahora no tienes hijo que herede tu nombre y tu fortuna. Y eso, Marco, es una pena —dijo Metelo el Numídico apremiándole afectuosamente—. Ella es una muchacha encantadora y preciosa. ¡Vamos, Marco, entierra el pasado y comienza de nuevo! ¡Además, es muy rica!
—Quinto, valgo menos que esa vieja cabra lúbrica de Catón el censor —replicó Escauro, en tono lo bastante dubitativo como para indicar que estaba dispuesto a acceder si la oferta era verdaderamente seria—. ¡Tengo ya cincuenta y cinco años!
—Y aspecto de vivir otros cincuenta y cinco.
—¡Vamos, vamos, mirame! Calvo, algo de panza, más arrugado que un elefante de Aníbal, empiezo a encorvarme y me atormentan el reuma y las hemorroides… No, Quinto, no.
—Dalmática es lo bastante joven para considerar a un abuelo el marido adecuado —replicó Metelo el Numídico—. ¡Vamos, Marco, me encantaría! Decídete. ¿Qué me dices?
Escauro se rascó la pelada mollera, con el alma en vilo, y al mismo tiempo sintiendo una especie de renacimiento interno.
—¿Tú crees sinceramente que puede dar buen resultado? ¿Crees que puedo tener hijos? Habré muerto antes de que sean mayores.
—¿Y por qué tienes que morir tan joven? A mi me pareces uno de esos chismes egipcios… tan bien conservado que pueden durar mil años. Cuando tú mueras, Marco Emilio, Roma se verá sacudida en sus cimientos.
Comenzaron a cruzar el Foro hacia la escalinata de las Vestales enfrascados en la conversación y gesticulando enfáticamente.
—Mira a esos dos —dijo Saturnino a Glaucia—. Supongo que estarán tramando la caída de todos los demagogos.
—Ese Escauro es una vieja cagarruta con corazón de hielo —dijo Glaucia—. ¿Cómo habrá podido tomar la palabra para hablar así de su propio hijo?
—Porque los asuntos de familia importan más que los propios individuos que la forman —contestó Saturnino en tono pedante—. De todos modos, ha sido una táctica inmejorable, porque ha demostrado a todos que en su familia no falta el valor. Su hijo estuvo a punto de perder una legión romana, pero ni a él ni a su familia va a reprochárselo nadie.
A mediados de septiembre, los teutones habían rebasado Arausio y se aproximaban a la confluencia del Rhodanus con el Druentia. En la fortaleza romana de Glanum, los ánimos de la tropa se exacerbaban.
—Eso está bien —dijo Cayo Mario a Quinto Sertorio a la vuelta de una inspección general.
—Llevan años esperando este momento —añadió Sertorio.
—Y no sienten temor alguno, ¿verdad?
—Confían en vos, Cayo Mario.
La noticia del fracaso en Tridentum llegó con Quinto Sertorio, que había abandonado su disfraz de cimbro y se había entrevistado con Sila en secreto, llevando a Mario una carta en la que aquél le explicaba detalladamente los acontecimientos, para finalizar diciéndole que el ejército de Catulo César había establecido sus cuarteles de invierno en las afueras de Placentia. Luego llegó carta de Rutilio Rufo explicando los hechos tal como se veían en Roma.
Imagino que fue decisión tuya enviar a Lucio Cornelio a vigilar a nuestro altanero amigo Quinto Lutacio, cosa que aplaudo de todo corazón. Circulan toda clase de rumores, pero lo cierto es que nadie parece capaz de confirmarlos, ni siquiera los boni. Te habrán llegado, sin duda, por medio de Lucio Cornelio; más adelante, cuando haya concluido esto de los germanos, reclamaré en base a nuestra amistad una aclaración completa. De momento he oído hablar de motín, cobardía, torpeza y toda clase de fechorías militares. Lo más fascinante es la brevedad y sinceridad —me atrevería a decir— del informe de Quinto Lutacio a la cámara. ¿Pero es realmente sincero ese reconocimiento de que cuando se vio ante los cimbros comprendió que Tridentum no era el lugar adecuado para presentar batalla, y dio media vuelta para retirarse y salvar su ejército, después de destruir el puente para retrasar el avance germano? ¡Debe de haber algo más! Parece que te estoy viendo sonreír mientras lees.
Esto, sin los cónsules, es una ciudad muerta. Naturalmente que sentí profunda lástima por Marco Emilio, e imagino que a ti te sucederá lo propio. ¿Qué puede uno hacer cuando se da cuenta de que ha engendrado un hijo indigno de llevar el nombre de la familia? Pero el escándalo concluyó en seguida por dos motivos. Primero, porque todos respetan enormemente a Escauro (ésta va a ser una larga carta, así que perdona que prescinda de los cognomen), independientemente de que le aprecien o no. El segundo motivo es mucho más sensacional. El viejo y artero culibonia (¿a que tiene gracia el epíteto?) ha dado a todos tema de conversación: se ha casado con la prometida de su hijo, Cecilia Metela Dalmática, que estaba bajo la tutela de Metelo el Meneítos. ¡Con diecisiete años! Sería para llorar si no fuese tan divertido. Aunque no la conozco, dicen que es una muchacha preciosa, muy amable y encantadora, algo difícil de entender sabiendo del establo del que procede, pero lo creo, ¡lo creo! Tendrías que ver a Escauro; te daría risa. Anda haciendo cabriolas. ¡Yo de verdad que estoy pensando en hacer una incursión por las mejores escuelas de Roma a ver si encuentro una doncella que sea la nueva esposa de Rutilio Rufo!
Este invierno hay una grave escasez de trigo, oh primer cónsul, únicamente por recordártelo, ya que por las tareas inherentes a tu cargo en el enfrentamiento con los germanos te ha sido imposible actuar en este asunto. Sin embargo, he oído que dentro de poco Catulo César va a ceder el mando de Placentia a Sila para pasar el invierno en Roma. En cuanto a ti, no creo que haya ninguna novedad. El asunto de Tridentum ha reforzado tu candidatura in absentia para otro consulado, pero Catulo César no se presentará a elecciones hasta después del enfrentamiento con los germanos. Debe hacérsele muy duro desear por el bien de Roma que obtengas una gran victoria y, al mismo tiempo, desear por su propio bien que te caigas de golpe sobre tu podex de patán. Si vences, Cayo Mario, serás sin duda cónsul el año que viene. Por cierto, ha sido una hábil maniobra dejar que Manio Aquilio se presentase a cónsul. El electorado estaba profundamente impresionado cuando llegó, proclamó su candidatura y dijo con firmeza que volvía contigo para enfrentarse a los germanos, aunque ello le supusiera no estar en Roma cuando se celebren las elecciones. Si vences a los germanos, Cayo Mario —e inmediatamente envías a Manio Aquilio a Roma— tendrás por fin un colega joven con el que podrás trabajar bien.
Cayo Servilio Glaucia, buen compañero de tu casi-cliente Saturnino —ya sé que es un comentario poco oportuno—, ha anunciado que se presentará a las elecciones de tribuno de la plebe. ¡Va a ser un gatazo gris entre los palomos! Hablando de Servilios y volviendo a lo del trigo, Servilio el Augur sigue actuando pésimamente en Sicilia. Como te decía en mi anterior misiva, él contaba con que Lúculo le traspasara humildemente lo que tanto trabajo le había costado conseguir. Ahora, la cámara recibe, con regularidad digna de asombro, cada día de mercado, una carta en la que Servilio el Augur se lamenta de su suerte y reitera que piensa procesar a Lúculo en cuanto regrese a Roma. El rey de los esclavos ha muerto —se autodenominaba Salvio o Trifón— y han elegido a otro, un griego de Asia llamado Atenión, que es más listo que Salvio/Trifón. Si Manio Aquilio sale elegido segundo cónsul, no sería mala idea enviarle a Sicilia para poner fin de una vez por todas a aquel desbarajuste. De momento, quien manda en Sicilia es el rey Atenión, no Servilio el Augur. De todos modos, mis quejas respecto a la situación en Sicilia son puramente semánticas. ¿Sabías lo que ese despreciable y viejo culibonia tuvo arrestos para decir el otro día en la cámara? Me refiero a Escauro, ¡ojalá su aparato procreador se le caiga por exceso de uso! «¡Sicilia se ha convertido en una auténtica Ilíada de aflicciones!», exclamó a voz en grito. Y todos se agolparon para acercársele después de la reunión y darle la enhorabuena por la invención de semejante frase. Debió oírmela decir a mí. Así se pudra entero.
Ahora daré un salto atrás en el asunto de los tribunos de la plebe. Este año han sido una pandilla de lo más ineficaz y desastroso, y por ello —aunque tiemblo al decirlo— me alegro de que Glaucia vuelva a presentarse el año que viene. Roma es un aburrimiento si no hay un par de buenas pugnas en los comicios. Aunque hemos asistido a uno de los incidentes más raros entre los tribunos y no hacen más que correr rumores.
Hará cosa de un mes llegaron a la ciudad doce o trece individuos con extraña vestimenta a base de largas capas multicolores bordadas en oro, joyas en barbas y cabello, pendientes y unos tocados fastuosos de pañuelos bordados. ¡Yo me sentía como en un espectáculo! Se presentaron como embajadores y solicitaron que los recibiera el Senado en sesión extraordinaria. Pero cuando nuestro venerable y rejuvenecido príncipe del Senado examinó sus credenciales, les negó la audiencia, alegando que no tenían categoría oficial. Los tales pretendían proceder del santuario de la Gran Diosa en Pessinus de la Frigia anatólica, y venir por encomienda de la mismísima diosa a Roma para desearle suerte en su lucha contra los germanos. Es como si te oyera preguntar ¿pero por qué a una gran diosa de Anatolia le importan los germanos? Eso mismo nos dijimos todos, y estoy seguro de que fue el motivo por el que Escauro se negó a recibir a los estrafalarios individuos.
Pero nadie ha logrado descubrir a qué han venido. Los orientales son tan consumados timadores, que todo romano que se precie cose su bolsa y se la mete en el sobaco cuando se tropieza con ellos. ¡Pero éstos no! Van por Roma repartiendo generosamente dinero como si sus bolsas no tuvieran fondo. Su jefe es un ejemplar indescriptible llamado Bataces. Los demás palidecen a su lado, porque va cubierto de pies a cabeza con auténtico brocado de oro y lleva una corona de oro macizo. Yo había oído hablar de ese fantástico brocado de oro, pero no creía que fuesen a contemplarlo mis ojos de no emprender viaje para ver al rey Tolomeo o al rey de los partos.
Las mujeres de esta tonta ciudad nuestra están locas por Bataces y su cortejo y deslumbradas por tanto oro; y alargan sus codiciosas manos por si cae una perla o un carbúnculo de sus barbas o de… no quiero seguir, Cayo Mario. Simplemente añadir, con exquisita delicadeza, que no son ni mucho menos eunucos.
En fin, ya sea porque su propia esposa fuese una de las damas romanas encandiladas, o por motivos más altruistas, el tribuno de la plebe Aulo Pompeyo subió a la tribuna y acusó a Bataces y a sus sacerdotes de ser unos charlatanes e impostores, y pidió su expulsión de nuestra amada ciudad, preferiblemente montados al revés en asnos y bien embadurnados con pez y plumas. Bataces se ofendió profundamente por el discurso de Pompeyo y acudió inmediatamente al Senado a quejarse. Algunas esposas de ese ínclito organismo deben haber sido infectadas —o inyectadas— de entusiasmo por los embajadores, porque la cámara ordenó sin tardanza a Aulo Pompeyo que desistiera de una vez por todas de acosar a tan importantes personajes. Los puristas entre los padres conscriptos se pusieron del lado de Aulo Pompeyo, porque no es competencia del Senado reprobar a un tribuno de la plebe su comportamiento en la tribuna de los comicios. Luego hubo un altercado sobre si Bataces y su séquito eran o no embajadores, pese a la previa descalificación de Escauro. Como nadie encontraba a Escauro —yo supongo que estaría releyendo mis antiguos discursos para encontrar frases, o levantando las faldas a su nueva esposa para encontrar carne—, no se llegó a un acuerdo.
Así que Aulo Pompeyo siguió despotricando como una fiera desde su tribuna, acusando a las damas romanas de codicia y lujuria. Lo que sucedió a continuación fue que el propio Bataces se llegó con gran pompa hasta la tribuna, seguido por su séquito de lujosos sacerdotes y no menos elegantes damas romanas, cual gatos callejeros detrás del vendedor de pescado. Afortunadamente yo estaba presente, ¡ya sabes cómo es Roma! Me lo habían advertido, claro, igual que a media ciudad. Y asistimos a una farsa increíble, maior que lo que haya podido ver Sila en el teatro. Aulo Pompeyo y Bataces se enzarzaron rápidamente —¡lástima que sólo de palabra!— y nuestro tribuno de la plebe no cejaba en que su contrincante era un saltimbanqui y Bataces en que Aulo Pompeyo estaba jugando con fuego porque a la Gran Diosa no le complacía que insultaran a sus sacerdotes. La escena la concluyó Bataces pronunciando —en griego, para que todos lo entendiesen— un estremecedor maleficio de muerte contra Aulo Pompeyo. Yo no sé si es que le complacería ser invocada en frigio.
¡Y ahora viene lo mejor, Cayo Mario! Nada más pronunciar el maleficio, Aulo Pompeyo comenzó a ahogarse y a toser, tuvo que bajar de la tribuna tambaleante y dejar que lo llevasen a casa, y allí estuvo tres días en cama cada vez peor, hasta que murió. La diñó. Bueno, ya puedes imaginarte el efecto que esto causó entre los senadores y las damas romanas. Ahora, Bataces puede ir a donde quiera y hacer lo que quiera. La gente se aparta a su paso de un brinco como si padeciese una especie de lepra dorada. Le invitan a comer, la cámara cambió de postura y recibió oficialmente a la embajada (sin que apareciera Escauro), las mujeres le hacen corrillo y él sonríe y bendice con la mano y campa por ahí como el mismísimo Zeus.
Estoy perplejo, disgustado, harto y no sé cuántas cosas más. La cuestión estriba en cómo lo logró Bataces. ¿Fue intervención divina o un veneno desconocido? Yo apuesto por esto último, pero es que yo soy partidario de la persuasión escéptica o un redomado cínico.
Cayo Mario se hartó de reír y luego se dispuso a tratar el asunto de los germanos.
Doscientos cincuenta mil teutones cruzaron el río Druentia al este de su punto de confluencia con el Rhodanus, y comenzaron a descender hacia la fortaleza romana. La heterogénea columna ocupaba varias millas en su marcha con los guerreros en los flancos y en vanguardia en número de ciento treinta mil; la serpenteante cola la constituía una ingente masa de carros, ganado y caballos al cuidado de las mujeres y los niños. Había pocos viejos, y menos aun mujeres viejas. En vanguardia de los guerreros iba la tribu de los ambrones, feroces, altivos y valientes. En retaguardia, a veinticinco millas, quedaba el último grupo de carros y animales.
Los exploradores germanos habían avistado la ciudadela romana, pero el rey Teutobodo avanzaba seguro de sí mismo. Llegarían a Massilia a pesar de los romanos, porque en Massilia, la mayor ciudad de que ellos habían oído hablar después de Roma, encontrarían mujeres, esclavos, comida y lujos. Después de darse el placer de saquearla e incendiarla, torcerían hacia el este, siguiendo la costa de Italia, porque, aunque Teutobodo sabía que la Via Domitia en el tramo del paso del monte Genava estaba en inmejorables condiciones, seguía creyendo que por la ruta costera llegaría antes a Italia.
La cosecha estaba aún en los campos y fue hollada por el paso de la horda; nadie pensó, ni siquiera Teutobodo, en que con un poco de cuidado se podía haber salvado el grano, almacenándolo para el invierno. Los carros iban llenos de provisiones saqueadas durante el viaje, y las cosechas pisoteadas podían aprovecharse para el ganado bovino y caballar. Para los germanos, las cosechas eran simple forraje.
Cuando los ambrones alcanzaron el pie del montículo en que se alzaba la fortaleza romana, no sucedió nada. Mario no se movió, ni los germanos decidieron asaltarla. Pero representaba una barrera psicológica; por ello, los ambrones se detuvieron y el resto de los guerreros se apiñaron detrás hasta que la colina quedó rodeada de germanos cual hormigas y llegó el propio Teutobodo. Primero trataron de incitar al ejército romano con rechiflas, abucheos, insultos y haciendo desfilar a unos cautivos a los que habían sometido a tortura. Pero ni un solo romano les respondió ni salió a su encuentro. Luego, la horda efectuó un asalto masivo frontal, que se deshizo sin consecuencias contra las magníficas fortificaciones del campamento de Mario. Los romanos lanzaron unos cuantos venablos sobre blancos fáciles, y nada más.
Teutobodo se encogió de hombros. ¡Que los romanos se quedaran allí! No importaba mucho. Y así, la horda germana anegó la colina como un espumoso océano en torno a un escollo y se alejó en dirección sur, con sus miles de carros traqueteando durante siete días como una estela, mientras mujeres y niños alzaban, a su paso, la vista hacia aquella ciudadela aparentemente muerta y proseguían la marcha hacia Massilia.
Pero, apenas el último carro se había perdido en el horizonte, Mario avanzó con sus seis legiones reforzadas y lo hizo a paso ligero. Tranquila, disciplinada y animada por la perspectiva de la ansiada batalla, la colunma romana, sin ser detectada, se adelantó por el flanco a los germanos en el momento en que éstos entraban a empellones por la carretera de Arelato a Aquae Sextiae, desde donde Teutobodo pensaba dirigir a sus guerreros hacia el mar. Al cruzar el río Ars, Mario adoptó un despliegue perfecto en la orilla sur sobre una cresta abrupta y en pendiente, rodeada de suaves colinas y allí se atrincheró, dominando el río.
La vanguardia, compuesta por treinta mil guerreros ambrones, llegó al vado, esperando hallar una fortaleza romana rebosante de cascos emplumados y lanzas; pero vieron que era un campamento corriente, fácil presa. Sin esperar refuerzos, los ambrones cruzaron el riachuelo al galope y se lanzaron al ataque.
Los legionarios romanos se limitaron a rebasar la valla del perímetro frontal y descender cuesta abajo para hacer frente a una horda de bárbaros indisciplinados. Primero les arrojaron los pila con efectos devastadores; luego desenvainaron las espadas, se protegieron con los escudos y se enzarzaron en una batalla sincronizada como los elementos de una gigantesca máquina. Apenas quedó un ambrón vivo que volviera a cruzar el vado, y sobre la pendiente quedaron los cadáveres de treinta mil bárbaros. Mario apenas sufrió bajas.
El combate duró menos de media hora, y al cabo de una hora los cadáveres de los ambrones quedaron apilados formando una barrera —espadas, torcas, escudos, brazaletes, pectorales y cascos fueron recogidos en el campamento romano— frente al vado: el primer obstáculo que la siguiente oleada de bárbaros tendría que superar sería aquella muralla de sus propios muertos.
Ahora, la orilla opuesta del Ars era un hervidero de teutones, que miraban aturdidos y furiosos aquel muro de cadáveres de ambrones y el campamento romano en las alturas, bullente de miles de soldados riendo, silbando, cantando y regocijándose en la euforia del triunfo. Era la primera vez que un ejército romano mataba tan gran número de enemigos.
Desde luego no era más que una operación preliminar, y la batalla principal estaba por librar. Pero llegaría, eso por supuesto. Para completar su plan, Mario eligió tres mil soldados de sus mejores tropas y, al mando de Manio Aquilio, los envió aquella tarde aguas abajo para cruzar el río; allí esperarían hasta que se produjera el enfrentamiento general, para caer sobre la retaguardia germana cuando el combate estuviera en su punto culminante.
Aquella noche no durmió casi ningún legionario, dada la ansiedad que todos sentían. Pero cuando al día siguiente no se vio ninguna maniobra de ataque por parte de los germanos, a nadie le importó el cansancio. Preocupaba aquella inactividad de los bárbaros a Mario, que no quería retrasar la acción porque los germanos decidieran no atacar. Necesitaba una victoria decisiva y estaba dispuesto a lograrla. En la orilla opuesta, los incontables miles de teutones habían acampado sin apenas fortificación, mientras que Teutobodo —tan enorme sobre su caballo galo que sus pies casi rozaban el suelo— exploraba el vado acompañado de una docena de notables. Todo el día estuvo moviéndose de arriba abajo en su pobre corcel, con sus dos trenzas rubias sobre el pectoral y las alas doradas del casco brillantes bajo el sol. Incluso desde tan lejos se advertían la angustia y la indecisión en su rostro afeitado.
A la mañana siguiente, el día amaneció tan límpido como los anteriores, prometiendo un calor que no tardaría en pudrir la masa de cadáveres ambrones; Mario no pensaba permanecer allí para que la peste se convirtiese en factor más temible que el enemigo.
—Bien —dijo a Quinto Sertorio—, vamos a arriesgarnos. Si no atacan, yo provocaré el combate saliendo a por ellos. Perderemos la ventaja de un asalto cuesta arriba, pero, a pesar de ello, aquí, nuestras posibilidades son mejores que en ningún otro lugar, y Manio Aquilio está bien situado. Haz sonar los clarines, forma a las tropas, que voy a arengarlas.
Era el procedimiento habitual; ningún ejército romano entraba en combate sin una arenga previa. En primer lugar, todos tenían ocasión de ver al general en uniforme de combate, servía de inyección moral y, por último, era la única oportunidad para que éste informase hasta el último legionario de cómo pensaba obtener la victoria. La batalla nunca se desarrollaba estrictamente conforme a un plan determinado —eso lo sabían todos—, pero la arenga del general daba a los soldados una idea sobre lo que se esperaba de ellos, y si reinaba mayor desorden del previsto, éstos podían pensar por sí mismos. Muchos ejércitos romanos habían ganado batallas gracias a que los soldados sabían lo que el general quería que hicieran, llevándolo a cabo sin que intervinieran las órdenes de los tribunos.
La derrota de los ambrones había servido de tónico y las legiones, decididas a vencer, estaban en perfecto estado físico hasta el último hombre, con armas y corazas relucientes y el equipo impoluto. Reunidas en el espacio abierto que denominaban foro de asamblea, las filas aguardaban en formación a que Cayo Mario les dirigiera la palabra.
—¡Bueno, cunni, ha llegado el día! —gritó Mario desde la improvisada tribuna—. ¡La lástima es que, como valemos tanto, ahora no quieren combatir! ¡Así que vamos a volverlos más locos que si se enfrentaran a legiones de dientes de dragón! ¡Vamos a cruzar nuestra valla, avanzar cuesta abajo, y luego a tumbar cadáveres a diestro y siniestro! ¡Vamos a pisarlos, escupirlos y mearles los muertos si es preciso! ¡Y tenedlo bien claro: van a cruzar el vado en mayor número de miles de los que vosotros, ignorantes mentulae, sois capaces de contar con los dedos! ¡Y no tenemos la ventaja de estar sentados aquí como gallos en una cerca; vamos a tener que hacerles frente cara a cara! ¡Y eso quiere decir que hay que alzar la vista porque son más altos que nosotros! ¡Son gigantes! ¿Acaso nos importa eso, eh?
—¡No! —gritaron todos como un solo hombre—. ¡No, no, no!
—¡No! —repitió Mario—. ¿Y por qué? ¡Porque somos las legiones de Roma! ¡Seguimos a las águilas de plata hasta la muerte o la victoria! ¡Los romanos son los mejores soldados del mundo! ¡Y vosotros, soldados proletarios de Cayo Mario, los mejores que ha habido en Roma!
Los vítores no cesaban, la tropa, histérica de orgullo, llorando, se aprestaba con todas sus fibras sensibles para el combate.
—¡Pues bien! ¡Vamos a cruzar la valla y a sudar lo nuestro! ¡No hay otro modo de ganar esta guerra más que haciendo que no quede en pie uno solo de esos salvajes de ojos de loco! ¡Luchando! ¡Aguantando hasta que no quede en pie ni uno de esos gigantes salvajes! —Se volvió hacia los seis envueltos en pieles de león, con las fauces de la fiera cubriéndoles el casco y las patas sin garras anudadas sobre el pecho teñido por la cota de malla, que escuchaban la arenga sosteniendo las astas de plata de los estandartes, coronados por águilas de plata con las alas desplegadas—. ¡Aquí tenéis vuestras águilas de plata! ¡Emblema del valor! ¡Emblema de Roma! ¡Emblemas de mis legiones! ¡Seguid a las águilas por la gloria de Roma!
Ni siquiera en medio de aquella exaltación se quebraba la disciplina; en perfecto orden y sin precipitarse, las seis legiones de Mario salieron del campamento y descendieron la pendiente, girando para protegerse los flancos, dado que no había espacio para la caballería. Ante los germanos presentaron una formación en forma de hoz y a la primera demostración de desprecio por los cadáveres de los ambrones, el rey Teutobodo se decidió y ordenó cruzar el vado para lanzarse contra las filas romanas, que ni se inmutaron. La primera fila de ataque germano cayó bajo una lluvia de pila lanzados con sorprendente acierto, ya que las tropas de Mario habían estado entrenándose a diario durante dos años.
La batalla fue larga y reñida, pero las líneas romanas no se rompieron ni las seis águilas de plata portadas por los aquiliferi cayeron en poder del enemigo. Los germanos muertos se apilaban cada vez más junto a los de los ambrones, pero no cesaban de cruzar el vado más germanos que sustituían a los caídos. Hasta que Manio Aquilio y sus tres mil hombres cayeron sobre la retaguardia enemiga e hicieron una carnicería.
A media tarde ya no había teutones. Animados por la tradición militar y la gloria de Roma y dirigidos por un soberbio general, los treinta y siete mil soldados bien entrenados y bien equipados escribieron una página de historia militar en Aquae Sextiae derrotando a más de cien mil guerreros germanos en dos combates. Ochenta mil cadáveres se unieron a los treinta mil de ambrones en las orillas del río Ars, pues muy pocos teutones optaron por conservar la vida, prefiriendo morir sin mella de su orgullo y de su honor. Entre los caídos estaba Teutobodo. Y los vencedores se hicieron con el botín de muchos miles de mujeres y niños teutones y diecisiete mil guerreros cautivos. Cuando los mercaderes de esclavos llegaron en tropel de Massilia para comprarlos, Mario donó las ganancias a sus soldados y oficiales, pese a que, por tradición, el producto de la venta de los prisioneros y esclavos correspondía exclusivamente al general.
—Yo no necesito ese dinero, y ellos se lo han ganado —dijo—. Ya veo —añadió sonriente, recordando la exorbitante suma que los de Massilia habían cobrado a Marco Aurelio Cota por el flete del barco para llevar a Roma la noticia del desastre de Arausio— que las autoridades de Massilia nos han enviado un saludo de agradecimiento por haber salvado su ciudad. Creo que les pasaré factura.
Entregó a Manio Aquilio el informe para el Senado y le envió a Roma al galope.
—Lleva la noticia y te presentas a las elecciones consulares —dijo—. ¡No pierdas tiempo!
Manio Aquilio no perdió tiempo. Llegaba a Roma al cabo de siete días, y entregó la carta al segundo cónsul Quinto Lutacio Catulo César para que la leyese ante el Senado, pues él se negó rotundamente a añadir una palabra.
Yo, Cayo Mario, primer cónsul, en cumplimiento de mi deber, informo al Senado y al pueblo de Roma que hoy en el campo de Aquae Sextiae, en la provincia romana de la Galia Transalpina, las legiones bajo mi mando han derrotado a la nación de los teutones germanos. El número de germanos muertos asciende a ciento trece mil, los cautivos germanos son diecisiete mil hombres y ciento treinta mil mujeres y niños. Hemos capturado treinta y dos mil carros, cuarenta y un mil caballos, doscientas mil cabezas de ganado. He decretado que todo el botín, incluidos los prisioneros vendidos como esclavos, se reparta entre mis hombres en la debida proporción. ¡Viva Roma!
Toda Roma se volvió loca de alegría; las calles se llenaron de gente que lloraba, bailaba, gritaba, y se abrazaban unos a otros, desde los esclavos hasta los más encumbrados. Cayo Mario fue elegido cónsul in absentia para el año siguiente, y Manio Aquilio fue segundo cónsul. El Senado aprobó un homenaje de agradecimiento de tres días, y dos días más los tribunos de la plebe.
—Ya lo dijo Sila —comentó Catulo César a Metelo el Numídico cuando los ánimos se apaciguaron.
—¡Ajá, ya veo que no os complace ese Lucio Cornelio Sila! ¿Qué es lo que dijo?
—Dijo algo así como que el árbol más corpulento del mundo nadie puede cortarlo. Ese Cayo Mario tiene la suerte de su lado. Yo no pude convencer a mi ejército para que entrara en combate, y él derrota a todo un pueblo y apenas sufre bajas —respondió Catulo César, cabizbajo.
—Siempre ha tenido suerte —añadió Metelo el Numídico.
—¡Nada de suerte! —terció enérgicamente Publio Rutilio Rufo, que estaba a la escucha—. ¡Hay que saber reconocer sus méritos!
Y ya no pudieron decir nada más (escribió Rutilio Rufo a Cayo Mario). Como bien sabes, no apruebo todos esos consulados consecutivos ni a algunos de tus voraces amigos, pero confieso que me exaspera extraordinariamente ver esa envidia y desprecio en hombres que deberían tener la suficiente entereza para ser ecuánimes. Esopo los calificaba acertadamente de uvas agrias. ¿Has visto mayor insensatez que atribuir tus éxitos y sus fracasos a la suerte? La verdad es que un hombre es factor de su propia suerte. Me dan ganas de escupir cuando los oigo denigrar tu estupenda victoria.
Se acabó ese tema, porque me va a dar una apoplejía. Y hablando de esos voraces amigos tuyos, Cayo Servilio Glaucia, que asumió su cargo de tribuno de la plebe hace una semana, está ya levantando un buen revuelo en el Foro. Ha convocado su primer contio para discutir un nuevo proyecto de ley que piensa promulgar con idea de deshacer la faena del héroe de Tolosa, Quinto Servilio Cepio, en caso de que su exilio en Esmirna dure toda la vida. ¡No me gusta ese hombre y nunca me gustó! Glaucia va a devolver el tribunal de extorsiones a los caballeros, con todas las atribuciones subsidiarias. Si se aprueba la ley —y yo creo que sí—, a partir de ahora el Estado podrá recuperarse de daños o de propiedades ilícitamente enajenadas, o de fondos especulados, directamente de sus últimos beneficiarios o de los primeros responsables. De este modo, antes de que un gobernador rapaz pueda poner sus mal adquiridos bienes a nombre de su tía Lucia o del tata de su esposa, o de alguien tan allegado como su hijo, con la ley de Glaucia también éstos tendrán que rascarse la bolsa.
Supongo que esto es de justicia, pero ¿adónde nos conducirá una legislación como ésta, Cayo Mario? ¡Da al Estado demasiado poder, y no digamos dinero! ¡Fomenta los demagogos y los burócratas! Hay algo terriblemente alentador de meterse a la política para enriquecerse. Es normal, es humano; es perdonable. Comprensible. A los que hay que vigilar es a los que se dedican a la política para cambiar el mundo. Esos son el verdadero mal: los del poder por el poder y los altruistas. No es sano pensar anticipadamente sobre el futuro. Hay gente que no lo merece. ¿Te dije que era escéptico? Pues sí, lo soy. Aunque a veces —sólo a veces— me pregunto si no me estoy volviendo bastante cínico.
He oído que dentro de poco estarás en Roma. ¡Estoy deseándolo! Quiero ver la cara que pone el Meneítos nada más verte. Catulo César ha sido nombrado procónsul de la Galia itálica, como seguramente tú imaginabas, y ya se ha reincorporado a su ejército en Placentia. Ten cuidado porque intentará atribuirse el mérito de la próxima victoria si le dejas. Espero que Lucio Cornelio Sila siga siendo tan leal como antes, aunque haya muerto Julilla.
En el aspecto diplomático, Bataces y sus sacerdotes se han decidido finalmente a regresar a su país. Hasta Brundisium llegan los lamentos de varias damas de alto linaje. Ahora somos anfitriones de una embajada menos imponente y amenazadora. Viene en nombre nada menos que del joven rey que ha conseguido anexionarse la mayor parte del territorio en torno al mar Euxino, Mitrídates del Ponto. Quiere un tratado de amistad y alianza, pero Escauro no está a favor de ello. No sé por qué. ¿Tendrá, acaso, algo que ver con la fuerte influencia de los agentes del rey Nicomedes de nuestra aliada Bitinia? Edepol, edepol, ¡de nuevo esa horrible vena escéptica! No, Cayo Mario, no es una vena cínica. Al menos, por ahora.
Para terminar, algo de chismorreo y noticias privadas. El padre conscripto Marco Calpurnio Bibulo es padre de un hijo y heredero, lo que ha causado gratas expresiones de júbilo por parte de los Domitios Ahenobarbos y Servilios Cepios, aunque he advertido que los Calpurnios Pisones han mantenido su aire de indiferencia. Aunque parece ser el destino de algunos ancianos venerables casarse con colegialas, es más habitual en ellos acabar en brazos de la muerte. Ha muerto Cayo Lucilio, nuestro, nunca mejor dicho, gigante. De verdad que lo siento bastante. ¡Era un plomo en la vida real, pero por escrito era brillantísimo! También lamento, esta vez muy sinceramente, la muerte de tu anciana Marta la siria. Ya sé que lo sabes porque te escribió Julia, pero yo echaré de menos a la vieja bruja. El Meneítos echaba espumarajos cuando la veía por Roma en su llamativa litera púrpura. Tu querida Julia también lamenta su muerte. Por cierto, espero que sepas apreciar a la joya con quien estás casado. No conozco muchas esposas que sientan pena por la muerte de un huésped que llegó para estar un mes y se quedó para siempre, y más un huésped que se tomaba como etiqueta escupir en el suelo y mear en el estanque.
Acabo repitiendo tus propias palabras. «¡Viva Roma!». ¿Cómo has podido, Cayo Mario? ¡Qué engreimiento!