Se había encomendado a Sila la organización del desfile triunfal de Mario, y él siguió escrupulosamente las órdenes e instrucciones de éste a pesar de sus reservas personales.

—Quiero que todos los actos se lleven a cabo con precisión y rapidez —le había dicho Mario a Sila en la primera reunión en Puteoli nada más desembarcar de África—. Llegar al Capitolio a la sexta hora como muy tarde, y de allí directamente a la ceremonia de investidura consular y a la reunión del Senado. Que todo vaya rápido, porque quiero que lo memorable sea la fiesta. Al fin y al cabo es una doble fiesta: mi triunfo como general y como nuevo primer cónsul. ¡Así que quiero una celebración de primera, Lucio Cornelio! Nada de huevos duros y quesos corrientes, ¿me entiendes? Comida de la mejor y más cara, bailarinas, cantantes y músicos de los mejores y mejor pagados, platos de oro y manteles púrpura.

Sila le había escuchado con el alma a los pies. Nunca dejaría de ser un palurdo pretencioso, pensó. Así pues, un desfile apresurado y ceremonias oficiales rápidas, seguido de una fiesta tal como decía. ¡Una fiesta pretenciosa y vulgar!

Pero él siguió las instrucciones al pie de la letra. Y a Roma llegaron carros con tinajas de barro, impermeabilizadas con cera por dentro, llenas de bandejas de ostras de Baiae, cangrejos de río de Campania y gambas de la bahía Crater, y otros carros similares trajeron angulas, lucios y róbalos del tramo superior del Tíber, mientras que un equipo especial de pescadores se dedicaba a la captura de lubinas en las desembocaduras de las cloacas de la ciudad; se enviaron a los abastecedores capones, patos, cochinillos, cabritos, faisanes y corzos cebados con pastelillos de miel borrachos, para que los rellenasen y guarneciesen; de África llegó un buen cargamento de caracoles gigantes, con saludos para Mario y Sila de Publio Vagienio, pidiéndoles informes de cómo reaccionaban los gastrónomos romanos.

Por lo tanto, con el desfile triunfal de Mario, Sila estuvo ocupado y alerta, pensando en que cuando tuviera lugar su propio triunfo, lo haría tan grande como el de Emilio Paulo, de forma que discurriese durante tres días por el antiguo itinerario; ya que dedicar tiempo y esplendor a un desfile era sinónimo del aristócrata que desea que el pueblo comparta el júbilo, mientras que prolongar el tiempo y el esplendor de la fiesta en el templo de Júpiter era muestra de provincianismo para impresionar a unos cuantos privilegiados.

No obstante, Sila logró que el desfile fuese memorable. Hubo carrozas que mostraban todo detalle relevante de las campañas africanas, desde los caracoles del Muluya hasta la sorprendente adivina Marta, que era el centro de atención del contingente indígena, reclinada en un diván púrpura y oro sobre una inmensa carroza, réplica del salón del trono del príncipe Gauda en la vieja Cartago y acompañada de un actor que encarnaba al propio Mario y otro figurando a Gauda con babuchas puntiagudas. Sobre un carro pesado lujosamente adornado, Sila colocó todas las condecoraciones militares de Mario; había montones de piezas de saqueo, montones de trofeos, consistentes en corazas enemigas, montones de objetos dispuestos de modo que los curiosos pudiesen verlos bien; montones de leones, monos y exóticos simios enjaulados y dos docenas de elefantes que avanzaban batiendo sus enormes orejas. Desfilaban las seis legiones del ejército de África, desprovistas de lanzas, puñales y espadas y portando unos palos con guirnaldas de laureles.

—¡Alzad los pies y desfilad, cunni! —exclamó Mario, arengando a sus soldados en el desgastado césped de la Villa Publica antes de iniciarse el desfile—. Yo tengo que estar en el Capitolio a la hora sexta y no podré vigilaros personalmente, pero no os salvará ningún dios si me falláis, ¿me oís bien, fellatores?

Les encantaba que les hablase con palabras obscenas. Pero el caso es que Mario les encantaba, hablase como hablase, pensó Sila.

También Yugurta desfiló, revestido de su atuendo real de púrpura y ceñida por última vez la cabeza con la cinta con borlas llamada diadema, además de todos sus collares, anillos y pulseras de oro y piedras preciosas resplandecientes al sol, pues era un día de invierno ideal, ni muy frío ni ventoso. Acompañaban a Yugurta sus dos hijos, también de púrpura.

Cuando Mario envió a Yugurta a Roma, éste no acababa de creérselo, pues estaba convencido de que había salido con Bomílcar para nunca más volver a aquella ciudad de terracota y brillantes colores, de columnas pintadas, llamativos muros, llena por todas partes de estatuas de aspecto tan real que al contemplarlas uno imaginaba que en cualquier momento iban a comenzar a declamar, a pelear, a galopar o a llorar. No había aquel blancor africano en Roma, donde ya casi no se construía con ladrillo y no se enjalbegaban los muros, sino que se pintaban. Era una urbe de colinas y acantilados, de jardines con agudos cipreses y pinos como parasoles, templos enhiestos sobre altos podios con victorias aladas conduciendo quadrigae en la cima de los frontones, una ciudad en la que aún se notaba la cicatriz ya verdeante del gran incendio en el Viminal y el alto Esquilino. Roma, la ciudad en que todo se vendía. ¡Qué tragedia no haber podido encontrar el dinero para comprarla! Qué distinto habría sido todo.

Quinto Cecilio Metelo el Numídico le había traído como honorable huésped, aunque no se le había permitido salir de la casa. Era de noche cuando le habían introducido en aquella casa en la que había estado confinado durante meses, recluso en un porche que dominaba el Foro Romano y el Capitolio, reducido a pasear arriba y abajo por el jardín peristilo como un león enjaulado. Su orgullo no le permitía estar decaído y todos los días corría un poco, hacía flexiones, boxeaba, tocaba con la barbilla la rama que había elegido como barra. Ahora, marchando en el desfile triunfal de Mario, deseaba que los ciudadanos romanos le admirasen, quería estar seguro de que le tomaban por un temible adversario, no por un indolente potentado oriental.

Con Metelo el Numídico se había mantenido reservado, negándose a complacer el ego de un romano a expensas del otro, con gran decepción para su anfitrión, como pudo comprobar en seguida. El Numídico esperaba que él le diese pruebas de que Mario había abusado de su posición de procónsul, pero el que Metelo no consiguiese sus propósitos había resultado un secreto placer para Yugurta, que sabía a quién de los dos romanos temía y cuál de los dos le agradaba que le hubiese vencido. Cierto que el Numídico era un gran noble y tenía cierta integridad, pero como hombre y como soldado no le llegaba a Cayo Mario a la altura de las sandalias. Por lo que atañía a Metelo el Numídico, sin duda Cayo Mario se comportaba como un malnacido, y Yugurta, que dominaba todo lo referente a la bastardía, se mantenía más vinculado a Mario en una extraña y lamentable camaradería.

La noche anterior a la entrada de Cayo Mario en Roma en desfile triunfal y como cónsul por segunda vez, Metelo el Numídico y su poco hablador hijo habían invitado a Yugurta y a sus dos hijos a cenar. El otro invitado que había, a petición del propio Yugurta, era Publio Rutilio Rufo. De los que habían luchado juntos en Numancia a las órdenes de Escipión Emiliano, sólo faltaba Cayo Mario.

Fue una velada muy extraña. Metelo el Numídico se había esmerado al máximo para ofrecer una fiesta por todo lo alto, porque, como había manifestado, no tenía intención alguna de comer a expensas de Cayo Mario tras la reunión inaugural del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus.

—Pero apenas quedan a la venta cangrejos, ostras, caracoles ni nada especial —dijo el Numídico antes de cenar—. Mario ha vaciado los mercados.

—¿Y se lo reprocháis? —inquirió Yugurta, al ver que Rutilio Rufo no decía nada.

—A Cayo Mario se lo reprocho todo —contestó Metelo.

—Pues no deberíais hacerlo. Si hubiese salido de vuestras filas de la alta nobleza, Quinto Cecilio, os parecería muy bien. Pero no es así; Cayo Mario es un producto de la propia Roma. No me refiero a la Roma ciudad o a la Roma nación, sino a Roma, la diosa inmortal, el genio de la ciudad, el espíritu dinámico. Se necesitaba un hombre y ahí está —dijo Yugurta de Numidia.

—Hay entre nosotros quienes poseen el debido linaje y antepasados capaces de hacer lo que ha hecho Cayo Mario —replicó tercamente el Numídico—. En realidad debería haberlo hecho yo. Pero Cayo Mario me robó el imperium y mañana me va a arrebatar el premio. Por ejemplo —añadió dolido y mordaz al observar un leve gesto de incredulidad en Yugurta—, no fue verdaderamente Cayo Mario quien os capturó; el que os capturó pertenecía a un linaje ancestral: Lucio Cornelio Sila. Puede decirse, y en la modalidad de un silogismo válido, que quien ha puesto fin a la guerra ha sido Lucio Cornelio y no Cayo Mario. —Lanzó un suspiro, sacrificando sus propias pretensiones de preeminencia en la lógica jerarquía aristocrática a la persona de Lucio Cornelio Sila—. De hecho, Lucio Cornelio reúne las características de un buen romano.

—¡No! —espetó Yugurta, consciente de que era objeto de la atención de Rutilio Rufo—. Ese es un leopardo con muchas manchas, mientras que Cayo Mario no se anda con pamplinas. No sé si me entendéis…

—No tengo la más remota idea de lo que queréis decir —replicó el Numídico, envarado.

—Yo sé perfectamente lo que queréis decir —terció Rutilio Rufo sonriendo complacido.

Yugurta le dirigió la antigua sonrisa de los tiempos de Numancia.

—Cayo Mario es un fenómeno —añadió—, el fruto ideal de un árbol ordinario olvidado que crece fuera del huerto. A esos hombres no hay quien los pare ni los tuerza, mi querido Quinto Cecilio. Tienen corazón, riñones, cerebro y un aura de inmortalidad, que les permite vencer todos los obstáculos que surgen a su paso. ¡Son mimados de los dioses! Los dioses les prodigan todos los dones de la Fortuna. Por eso Cayo Mario avanza recto y aun cuando se ve obligado a torcer su camino, sigue recto.

—¡Cuánta razón tenéis! —dijo Rutilio Rufo.

—¡Lu… Lu… Lucio Cor… Cor… Cornelio es me… me… mejor! —terció el joven Metelo, irritado.

—¡No! —replicó Yugurta, moviendo la cabeza enérgicamente—. Nuestro amigo Lucio Cornelio es listo… tiene agallas… y quizá corazón. Pero no creo que tenga esa vena de inmortalidad en su mente. A él le parecen normales los caminos retorcidos. No hay guerra de elefantes para un hombre que prefiere ir en mula. ¡Ah, sí, es valiente como un toro! No hay nadie que en combate sea más rápido dirigiendo una carga, formando una columna de apoyo, tapando una brecha o deteniendo una centuria en desbandada. Pero: Lucio no oye a Marte, mientras que Cayo Mario siempre oye a Marte. Por cierto, me imagino que Mario debe de ser un derivado latino de «Marte». ¿Quizá hijo de Marte? ¿No lo sabéis? ¡Sospecho que no queréis saberlo, Quinto Cecilio! Lástima. El latín es una lengua de poderoso sonido; muy dura, pero rítmica —concluyó el númida.

—Habladme más de Lucio Cornelio —dijo Rutilio Rufo, al tiempo que cogía un trozo de pan blanco y un huevo.

Yugurta estaba atacando con verdadera fruición los caracoles, que no había probado desde su llegada a Roma.

—¿Y qué queréis que os diga? Es un producto de su clase. Todo lo que hace lo hace bien. Tan bien, que nueve testigos de cada diez no podrían decir si lo hace con toda naturalidad o como consecuencia de una actitud perfectamente meditada. Yo, en el tiempo que he pasado en su compañía, no he podido saber cuál es su inclinación natural o su verdadero ámbito. Oh, ganará guerras y gobernará, de eso no me cabe la menor duda, pero nunca con una auténtica inspiración mental —la salsa chorreaba por la barbilla del huésped de honor, y dejó de hablar mientras un criado le limpiaba la piel y la barba; tras lo cual eructó estentóreamente y prosiguió—: El siempre opta por el oportunismo porque carece de ese poder aplastante que sólo dimana de ese don mental de la inmortalidad. Si existen dos alternativas, Lucio Cornelio elige la que cree que le servirá para sus designios con el menor esfuerzo. A mí me da la impresión de que no es tan concienzudo como Cayo Mario ni tan clarividente.

—¿Co… co… co… como sa… sa… béis tan… tan… to sobre Lu… Lu… Lucio Cornelio? —inquirió Metelo hijo.

—Tuve ocasión de efectuar en su compañía una inolvidable cabalgata —respondió Yugurta pensativo, mientras se aplicaba un palillo a los dientes—. Y luego hicimos juntos el viaje de Icosium a Utica por la costa africana. Nos vimos mucho —añadió, dejando que los demás dieran a sus palabras el sentido que quisieran, pero nadie hizo preguntas.

Trajeron las ensaladas y luego los asados. Metelo el Numídico y sus invitados volvieron a atacar con apetito, pero no así los jóvenes príncipes Iampsas y Oxintas.

—Quieren morir conmigo —comentó Yugurta en voz baja a Rutilio Rufo.

—No estaría bien —replicó Rutilio Rufo.

—Es lo que yo les he dicho.

—¿Saben adónde van a ir?

—Oxintas a la ciudad de Venusia, que no sé dónde está, y Iampsas a Asculum Picentum, también un misterio para mí.

—Venusia está al sur de Campania, en la via a Brundisium, y Asculum Picentum, al nordeste de Roma, al otro lado de los Apeninos. Allí estarán bien.

—¿Cuánto durará su detención? —inquirió Yugurta.

Rutilio Rufo reflexionó un instante y se encogió de hombros.

—Es difícil de saber. Desde luego, algunos años. Hasta que los magistrados locales envíen un informe al Senado comunicando que están bien predispuestos respecto a Roma y no representa peligro alguno que vuelvan a su país.

—Entonces me temo que estarán aquí toda la vida. ¡Mejor que mueran conmigo, Publio Rutilio!

—No, Yugurta, no podéis decirlo tan tajantemente. ¿Quién sabe lo que el futuro les reserva?

—Cierto.

Siguieron dando cuenta de más ensaladas y asados y concluyeron el festín con dulces, pasteles, tortas de miel, quesos, fruta fresca y frutos secos. Sólo Iampsas y Oxintas mostraron poco apetito.

—Decidme, Quinto Cecilio —dijo Yugurta a Metelo el Numídico cuando retiraron los restos de la comida y trajeron un inmejorable vino puro—, ¿qué haríais si cualquier día apareciese otro Cayo Mario en una piel de patricio romano, un Cayo Mario con todas las dotes, vigor, visión y esa impronta mental de inmortalidad?

—No sé a dónde queréis ir a parar, majestad —replicó el Numídico, perplejo—. Cayo Mario es Cayo Mario.

—Pero no tiene por qué ser único —replicó Yugurta—. ¿Qué haríais ante un Cayo Mario que procediese de una familia patricia?

—Sería imposible —respondió Metelo.

—Tonterías, claro que podría ser —replicó Yugurta paladeando el excelente vino.

—Yugurta, yo creo que lo que Quinto Cecilio trata de decir es que Cayo Mario es un producto de su clase —añadió en tono conciliador Rutilio Rufo.

—Un Cayo Mario puede ser de cualquier clase —insistió Yugurta.

Las tres cabezas romanas se movieron al unísono, negando.

—No —se adelantó a decir Rutilio Rufo—. Lo que decís puede ser así en Numidia o en cualquier otro lugar del mundo, ¡pero no en Roma! A ningún patricio romano se le ocurriría pensar o actuar como lo hace Cayo Mario.

Y ahí acabó la discusión. Tras unas cuantas copas más dieron por concluida la cena: Publio Rutilio fue a su casa a acostarse, y los residentes en la mansión de Metelo el Numídico se retiraron a sus respectivas habitaciones. Tras la suculenta cena, animada con el vino y la buena compañía, Yugurta de Numidia durmió profunda y apaciblemente.

Cuando le despertó el esclavo que tenía asignado como ayuda de cámara dos horas antes del alba, el númida se levantó repuesto y con nuevas energías. Tomó un baño caliente y se vistió con todo detalle; le peinaron el pelo en tirabuzones como salchichas con rizadores calientes y le ondularon la barba, fijándosela con hilos de oro y de plata. Perfumado con costosos ungüentos, la diadema bien colocada y con todas sus alhajas (que ya habían catalogado los funcionarios del erario y que formarían parte del botín a repartir en el Campo de Marte al día siguiente del triunfo), el rey Yugurta salió de sus aposentos con aspecto de soberano helenizado y una impresionante majestad de pies a cabeza.

—Hoy —dijo a sus hijos conforme se dirigían en unas sillas de manos al Campo de Marte— voy a contemplar Roma por primera vez en mi vida.

Los recibió Sila en persona en medio de lo que parecía una caótica confusión a la luz de las antorchas; pero ya iba amaneciendo por la cresta del Esquilino y Yugurta imaginó que el alboroto se debía a la gran multitud reunida en la Villa Publica, pero en realidad se observaba un orden impecable.

Las cadenas que le colocaron eran sólo un símbolo. ¿Adónde iba a ir un rey guerrero púnico en Italia?

—Anoche estuvimos hablando de vos —dijo Yugurta a Sila por darle conversación.

—¿Ah, sí? —replicó Sila, ataviado con la resplandeciente coraza de plata y el pteryges, tocado con un casco ático de plata rematado de plumas rojas y sobre sus hombros la capa militar también roja. Para Yugurta, acostumbrado a verle con un sombrero de paja de ala ancha, era casi un desconocido. A sus espaldas, su criado personal portaba un bastidor con todas las condecoraciones al valor, una impresionante colección.

—Sí —contestó Yugurta, displicente—. Estuvimos discutiendo quién ganó realmente la guerra contra mi, Cayo Mario o vos.

Los claros ojos se clavaron en el rostro del númida.

—Interesante discusión, majestad. Vos, ¿de parte de quién estuvisteis?

—De parte de lo cierto. Yo dije que fue Cayo Mario quien ganó la guerra. Suyas fueron las decisiones de mando y los hombres que participaron, vos incluido. Y de él partió la orden enviándoos a ver a mi suegro Boco —dijo Yugurta sonriente, e hizo una pausa—. Sin embargo, el único que compartió mi opinión fue mi viejo amigo, Rutilio Rufo. Quinto Cecilio y su hijo sostuvieron que la guerra la ganasteis vos, ya que fuisteis quien me capturó.

—Os pusisteis de parte de lo cierto —dijo Sila.

—El lado de lo cierto es relativo.

—No en este caso —replicó Sila, con un movimiento de cabeza hacia los impacientes soldados de Mario—. Yo nunca poseeré el don que él tiene para tratarlos. Yo no siento ese compañerismo, ¿sabéis?

—Pues lo ocultáis bien —comentó Yugurta—.

—Oh, la tropa lo sabe —añadió Sila—. Él ganó la guerra con ellos. Lo que yo hice lo habría hecho cualquiera a quien se le hubiera encomendado. —Lanzó un profundo suspiro—. Me imagino que pasasteis una agradable velada, majestad…

—¡Muy agradable! —contestó Yugurta moviendo las cadenas y viendo que no pesaban mucho—. Quinto Cecilio y su hijo tartamudo dieron un festín regio. Si a un númida le preguntan qué desea comer antes de morir, contestará: caracoles, y anoche cené caracoles.

—Entonces tenéis el estómago lleno y contento, majestad.

—¡Ya lo creo! —replicó Yugurta, sonriente—. La manera más adecuada para que le pasen a uno el nudo corredizo, diría yo.

—No, soy yo quien lo dice —replicó Sila, cuya feroz sonrisa resultaba más siniestra en su rostro ahora más atezado.

—¿Cómo es eso? —inquirió Yugurta, ya sin sonreír.

—Yo estoy al mando del desarrollo del desfile triunfal, rey Yugurta. Lo que significa que soy quien determina cómo debéis morir. Normalmente se hace por estrangulación, cierto. Pero no está legislado, y hay otra alternativa. Es decir, encerraros en el Tullianum y dejar que os pudráis —contestó Sila muy serio—. Tras un festín como el que habéis tenido, y sobre todo tras intentar sembrar discordia entre mi comandante y yo, creo que sería una lástima que no se os permitiera acabar de digerir los caracoles. Así que no habrá lazo corredizo, majestad. Moriréis poco a poco.

Afortunadamente sus hijos no estaban cerca para oírlo, y el númida vio cómo Sila le dirigía un saludo militar de despedida y a continuación se acercaba a sus hijos para verificar las cadenas. Miró detenidamente todo aquel mundo amenazador que le rodeaba, las masas enfebrecidas de criados blandiendo coronas y guirnaldas de laureles de victoria, los músicos haciendo sonar los cuernos y las extrañas trompetas con cabeza de caballo que Ahenobarbo había arrebatado a los galos cabelludos, los danzarines ensayando sus piruetas en el último momento, los caballos piafando y pateando impacientes, los bueyes atados por docenas a los carros, con sus cuernos dorados y la papada enguirnaldada, un burrito aguador con un sombrero de paja grotescamente coronado de laurel y con las orejas asomando por unos agujeros, una vieja bruja desdentada de senos fláccidos vestida de púrpura y oro de pies a cabeza y a la que hacían subir a un carro pesado, en el cual se tumbó en una litera forrada de púrpura como si fuese la más famosa cortesana, y que le miró de hito en hito con unos ojos de cancerbero. Merecía tener tres cabezas…

Una vez iniciado el desfile, el ritmo fue veloz. Generalmente marchaban en cabeza el Senado y todos los magistrados, y a continuación danzarines y payasos imitando a los famosos; seguía después el botín y las carrozas de trofeos, más danzarines, músicos y bufones escoltando a las bestias para el sacrificio con los sacerdotes, precediendo a los prisioneros de alcurnia y al general triunfador en su carro antiguo. Y finalmente las legiones. Pero Cayo Mario cambió algo aquel orden y desfiló a la cabeza del botín, el cortejo y los trofeos, para llegar al Capitolio y efectuar los sacrificios e inmediatamente ser investido cónsul y presidir la sesión inaugural del Senado y la fiesta en el templo de Júpiter Optimus Maximus.

Yugurta no pudo disfrutar de aquel su primer y último paseo a pie por las calles de Roma. Lo que le preocupaba era cómo iba a morir. Un hombre tenía que morir más tarde o más temprano, y él había tenido una vida muy agradable, a pesar de que hubiese acabado en derrota. Había dado que hacer a los romanos. Bomílcar, su querido hermano… también había muerto en una mazmorra, ahora que lo pensaba. Quizá el fratricidio disgustase a los dioses, por muy válido que fuese el motivo. Bien, sólo los dioses sabían cuántos de su propia sangre habían perecido a instigación suya, o por su propia mano. ¿Estaban menos manchadas de sangre sus manos por no haber participado directamente?

¡Oh, qué altas eran las casas! El desfile enfilaba velozmente por el Vicus Tuscus del Velabrum, una zona de la ciudad llena de insulae, que parecían querer tocarse por encima de las estrechas callejas. Caras en todas las ventanas, caras alborozadas, y lo sorprendente es que se alegraban también por su presencia, le conminaban a morir con palabras de ánimo y buenos deseos.

Luego, el cortejo circundó el mercado de la carne, el Forum Boarium, en donde la estatua desnuda del Hércules Triumphalis lucía los atavíos de general victorioso, la toga picta púrpura y oro, la túnica palmata púrpura bordada con palmas, la rama de laurel en una mano y el cetro de marfil con cabeza de águila en la otra, y el rostro pintado de minim rojo intenso. Estaba suspendida la venta de carne, pues en los magníficos templos que jalonaban la via no se veían puestos ni tenderetes. ¡Ahí estaba el templo de Ceres! El templo más hermoso de la ciudad; era hermoso pero chillón, pintado de rojo y azul, verde y amarillo, sobre un alto podio como todos los templos romanos. Yugurta sabía que era la sede de la orden plebeya; allí guardaban los registros y tenían sus ediles.

El desfile desembocaba en el interior del Circo Máximo, la mayor edificación que había visto Yugurta en su vida. Ocupaba toda la longitud del Palatino y tenía capacidad para ciento cincuenta mil personas. Todas las gradas estaban llenas de gente enfebrecida que había acudido a ver el desfile triunfal de Cayo Mario; desde su puesto en la marcha, no lejos de Mario, Yugurta oía los vítores transformarse en gritos de adulación para el general. A nadie le importaba aquel paso acelerado, pues Mario había encomendado a sus agentes y clientes que difundiesen que el motivo de ello era que le preocupaba Roma y quería apresurarse a marchar lo antes posible a la Galia Transalpina a enfrentarse a los germanos.

Los espacios arbolados y magníficas mansiones del Palatino también estaban llenos de espectadores; por encima del nivel de la muchedumbre, a salvo de ser acosadas y robadas, se veían mujeres, doncellas, niñas y niños; de buena familia, le habían dicho. Salieron del Circo Máximo y tomaron por la Via Triumphalis, que rodeaba el Palatino por su extremo y tenía rocas y parques sobre ella, a la izquierda, y, a la derecha, apiñado al pie de la colina Celia, otro barrio de altas casas de viviendas. Luego estaba el Palus Ceroliae, el marjal a los pies de la Carinae y el Fagutal; finalmente, doblaron hacia la Velia, cuesta abajo hacia el Foro Romano, por las gastadas losas de la antigua via sagrada, la Via Sacra.

Por fin podía contemplarlo: el centro del mundo. Igual que en su época lo había sido la Acrópolis. Ahora lo tenía ante sus ojos, el Foro Romano, pero le decepcionó enormemente. Sus edificios eran pequeños y viejos y no estaban distribuidos de una manera lógica; todos se veían desviados hacia el norte, porque el Foro discurría de noroeste a sudeste; el efecto general era descuidado y todo tenía aspecto ruinoso. Incluso los edificios más nuevos, que sí estaban bien orientados hacia el Foro, se veían descuidados. Realmente eran mucho más impresionantes los edificios que había visto antes, y los templos mucho mayores, lujosos e imponentes. Las casas de los sacerdotes tenían capas recientes de pintura, y el pequeño templo redondo de Vesta era bonito, pero sólo el grandioso templo de Cástor y Pólux y la magnífica austeridad dórica del templo de Saturno llamaban la atención como ejemplares admirables. El Foro era un lugar triste y monótono, situado en una hondonada húmeda y fea.

Frente al templo de Saturno, en cuyo podio los funcionarios del Tesoro contemplaban el desfile, Yugurta, sus hijos, los nobles con sus esposas y todos los cautivos, fueron apartados del cortejo y situados a un lado; vieron llegar los lictores del general, los danzarines, los músicos, los portadores de incensarios, los timbaleros y trompeteros, los legados y, finalmente, el general en su carro, lejano e irreconocible en aquel boato de insignias y con el rostro pintado de rojo por el minim. Se dirigieron todos a la colina en que se alzaba el gran templo de Júpiter Optimus Maximus, cuya columnata lateral daba al Foro, pues también su eje discurría de norte a sur. Su fachada miraba al sur. El sur de Numidia.

Yugurta miró a sus hijos.

—Vivid largos años, y bien —les dijo; iban a vivir bajo custodia en remotas ciudades romanas, mientras los nobles y sus esposas regresaban a Numidia.

La guardia de lictores que rodeaba al rey tiró un poco de las cadenas y éste avanzó hacia el mar de banderas del bajo Foro, por debajo de los árboles del estanque de Curtius y de la estatua del sátiro Marsias tocando la flauta, para bordear la amplia zona en que se reunían las tribus y dirigirse al Clivus Argentarius. Tenía sobre su cabeza el Arx del Capitolio y el templo de Juno Moneta en que se acuñaba la moneda. Y allí estaba el viejo y destartalado edificio del Senado, al otro lado del área de Comicios, detrás de la pequeña y deslucida basílica Porcia, construida por Catón el Censor.

Pero allí concluía su paseo por Roma. Ante sus ojos tenía el Tullianum, en la falda del Arx capitolino, justo detrás de la escalinata de Gemonia, un modesto edificio gris de construcción a base de grandes piedras sin mortero, conocida en todo el orbe con el apelativo de ciclópea; no tenía más que una planta y una única abertura sin puerta entre los bloques. Creyéndose demasiado alto, Yugurta agachó la cabeza para entrar, pero pasó sin dificultad, pues era de altura más que suficiente para cualquier mortal.

Los lictores le despojaron de las vestiduras, las joyas, la diadema y las entregaron a los funcionarios del Tesoro que estaban esperándolas, con un certificado en el que se recogía aquel cambio de mano de las propiedades del Estado. Yugurta quedó tan sólo con el taparrabos de lino que Metelo el Numídico le había aconsejado ponerse, ya que él conocía el rito. Con las partes más germinativas de su ser decentemente tapadas, un hombre podía aprestarse a morir decentemente.

La única luz entraba por una abertura a sus espaldas y con ella podía ver Yugurta el agujero redondo en el centro del piso. Allí iban a meterle. Si hubieran optado por el lazo, el estrangulador le habría acompañado hasta el calabozo con suficientes ayudantes para sujetarle; una vez efectuada su tarea, habrían arrojado su cadáver por uno de los desagües a las cloacas, para a continuación regresar por medio de una escalera a la luz de Roma.

Pero Sila debía de habérselas arreglado para anular el procedimiento normal, porque no había ningún estrangulador. Trajeron una escala, pero Yugurta la rechazó, se aproximó al agujero y se dejó caer adentro sin lanzar exclamación alguna. El sonido sordo de la caída fue inmediato porque la celda no era muy profunda. Después de oírlo, la escolta dio media vuelta en silencio y abandonó el lugar. Nadie tapó el agujero ni cerró la entrada, porque nadie salía de aquel horrendo pozo del Tullianum.

Dos bueyes blancos y un toro blanco fueron los animales que Mario sacrificó aquel día, pero sólo los bueyes formaban parte del triunfo. Dejó su cuadriga al pie de la escalinata del templo de Júpiter Optimus Maximus y subió a solas. Ya dentro de la nave del templo, depositó las coronas de laurel al pie de la estatua del dios y a continuación entraron sus lictores a ofrecer igualmente coronas de laurel.

Era mediodía. Nunca había habido un desfile triunfal tan rápido; pero el resto del cortejo, que era el más numeroso, procedía a paso más lento para que la muchedumbre tuviese tiempo de ver danzarines, músicos, carrozas, botín, trofeos y soldados. Ahora venía lo importante de aquella jornada para Mario. Descendió la escalinata hacia los senadores, con el rostro pintado de rojo, la toga oro y púrpura, la túnica bordada con hojas de palma y en la mano derecha el cetro de marfil. Caminaba rápido, pensando en terminar cuanto antes la ceremonia de investidura, aguantando aquel suntuoso atavío como mal menor.

—¡Bien, comencemos! —ordenó impaciente.

Un silencio glacial acogió sus palabras. Nadie se movía, nadie intuía lo que pensaba por la expresión del rostro. Ni siquiera el colega de Mario, Cayo Flavio Fimbria, y el cónsul saliente Publio Rutilio Rufo (Cneo Malio Máximo había enviado recado diciendo que se hallaba enfermo) se movían de su sitio.

—¿Qué os sucede? —inquirió Mario, enojado.

Sila se destacó de la concurrencia, ya sin el aire marcial que le diera la coraza de plata, sino vistiendo la toga. Iluminaba su rostro una gran sonrisa y extendía el brazo, animado por la actitud del cuestor, solícito y atento.

—¡Cayo Mario, no seas olvidadizo! —dijo en voz alta acercándose a él y obligándole a girar sobre sus talones con inusitada fuerza—. ¡Vete a casa a cambiarte! —añadió en un susurro.

Mario abrió la boca, decidido a replicar, pero en ese momento advirtió el gesto de oculta fruición de Metelo el Numídico y con un regio ademán se llevó la mano al rostro y miró su palma enrojecida.

—¡Por los dioses! —exclamó en cómica mueca—. Excusadme, padres conscriptos —añadió, aproximándose de nuevo al grupo—. ¡Cierto que tengo prisa por ir a por los germanos, pero esto es absurdo! Os ruego me excuséis. Volveré lo antes posible. Con atuendo de general, por triunfal que sea, no se puede asistir a una reunión del Senado en el pomerium —y cruzó el Asylum camino del Arx—. ¡Gracias, Lucio Cornelio! —gritó por encima del hombro mientras se alejaba.

Sila se apartó de los silenciosos espectadores y echó a correr tras él, en un arranque poco adecuado para un hombre con toga, pero en él no resultó raro y hasta pareció natural.

—Te lo agradezco —dijo Mario cuando Sila le alcanzó—. Pero, en realidad, ¿qué demonios importa? Ahora tienen todos que esperar una hora bajo el viento frío mientras yo me lavo la cara y me pongo la toga praetexta.

—A ellos sí les importa —respondió Sila—. Y creo que a mí también —añadió caminando más aprisa que Mario, a pesar de no tener las piernas tan largas—. Vas a necesitar a los senadores, Cayo Mario, así que haz el favor de no buscar más enfrentamientos. Para empezar, no les ha complacido verse obligados a compartir la investidura con tu triunfo. Así que no les toques más las narices.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo Mario, resignado, subiendo de tres en tres los escalones que conducían desde el Arx a la puerta trasera de su casa e irrumpiendo con tal ímpetu que el portero cayó de bruces y comenzó a chillar horrorizado—. ¡Calla hombre, que no son los galos y estamos en la Roma actual, no trescientos años atrás! —exclamó, al tiempo que comenzaba a llamar a gritos a su ayuda de cámara, a su esposa y al criado del baño.

—Está todo preparado —contestó la maravillosa Julia, sonriéndole apaciblemente—. Me imaginé que llegarías con prisas, como siempre, y tienes el baño caliente esperándote y todo listo, Cayo Mario. Bien venido, hermano —añadió volviéndose hacia Sila con su dulce sonrisa—. El tiempo se ha vuelto frío, ¿no es cierto? Ven a mi sala de estar y caliéntate al brasero mientras te preparo vino caliente.

—Tienes razón, hace frío —dijo Sila, cogiendo la copa que le trajo su cuñada—. Acostumbrado a África, a la carrera detrás del «gran hombre», pensaba que hacía calor, pero estoy muerto de frío.

Julia se sentó frente a él, adelantando la cabeza, inquisitiva.

—¿Qué ha pasado? —inquirió.

—Oh, no te pongas en el papel de esposa —replicó Sila, cediendo a su enfado.

—Luego me lo reprocharás, Lucio Cornelio —replicó ella—, pero ahora dime qué ha sucedido.

Sila sonrió irónico, moviendo la cabeza.

—Julia, sabes que quiero a este hombre como a nadie, pero hay veces en que se lo dejaría al estrangulador del Tullianum como al peor enemigo.

—Y yo —dijo ella con voz queda, conteniendo la risa—. Es normal, ¿sabes? Es el «gran hombre» y se hace difícil aguantarle. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Quiso asistir a la investidura con el atavío triunfal —contestó Sila.

—¡Oh, mi querido hermano! Me imagino que haría una escena, alegando las prisas, y que discutiría con todos…

—Afortunadamente me di cuenta de lo que pensaba hacer, a pesar de toda esa pintura roja —dijo Sila, sonriente—. Es por las cejas. Al cabo de tres años con Cayo Mario, cualquiera que no sea tonto puede leer su pensamiento según como mueva las cejas. Le serpentean y le tiemblan con arreglo a un código… bueno, tú, que no eres tonta, lo sabrás bien.

—Sí, lo sé —contestó Julia, sonriente.

—Bueno, menos mal que me acerqué a tiempo y no sé qué le grité para advertirle que se había olvidado. Pero contuve un instante la respiración porque estuvo a punto de mandarme arrojar al Tíber. Gracias que en ese momento él se percató de que Quinto Cecilio el Numídico le miraba y cambió de idea. ¡Qué comediante! Imagino que todos menos Publio Rutilio Rufo creyeron de verdad que se le había olvidado cambiarse.

—¡Oh, te doy las gracias, Lucio Cornelio! —dijo Julia.

—No tienes por qué —respondió Sila con toda sinceridad.

—¿Quieres más vino caliente?

—Pues si, gracias.

Al poco regresaba con una bandeja de bollos calientes.

—Toma, acaban de sacarlos de la sartén. Llevan levadura y están rellenos de carne picada. Son estupendos. Los hace el cocinero para el pequeño Mario, que ahora está en esa fase horrenda en que no quiere comer nada de lo que debería.

—Los míos comen de todo —dijo Sila, iluminándosele el rostro—. ¡Oh, Julia, son encantadores! Nunca pensé que unas criaturitas pudieran ser tan… tan ideales.

—A mí también me gustan mucho —dijo Julia en su papel de tía.

—Ojalá fuera también así con Julilla —añadió Sila con rostro sombrío.

—Sí, claro —añadió Julia con voz queda, pensando en su hermana.

—¿Qué es lo que le sucede? ¿Puedes explicármelo?

—Creo que la hemos mimado demasiado. No sé si sabes que mis padres no querían más hijos. Tenían dos varones, y cuando yo nací no les importó que hubiese una niña en la familia. Pero lo de Julilla fue una sorpresa. Y éramos pobres; por eso, conforme fue creciendo, a todos nos daba lástima, me imagino. Sobre todo a mis padres, porque no contaban con ella, pero se le dejaba pasar todo, y si había un sestercio de más era para ella, que lo despilfarraba sin que nadie la reprendiera. Supongo que ése fue el error, pero nosotros no hicimos nada por evitarlo; en vez de enseñarle a tener paciencia y a ser moderada, nada hicimos, y Julilla creció creyéndose que era la persona más importante del mundo, convirtiéndose así en una egoísta que siempre se salía con la suya. Los que más culpa tenemos somos nosotros, pero la pobre Julilla es la que sufre las consecuencias.

—Bebe demasiado —dijo Sila.

—Lo sé.

—Y apenas se ocupa de los niños.

—Lo sé —contestó Julia con lágrimas en los ojos.

—¿Qué puedo hacer?

—Pues, lo único… divorciarte —respondió Julia, ya con lágrimas bañando sus mejillas.

—¿Cómo voy a hacerlo si voy a estar fuera de Roma el tiempo que haga falta para derrotar a los germanos? —exclamó Sila, extendiendo las manos llenas de bollos—. Es la madre de mis hijos. La amaba tanto como puedo amar a nadie.

—Lucio Cornelio, no digas eso. ¡Se ama o no se ama! ¿Por qué vas a ser tú menos en amor?

Aquello le llegaba al alma y no quiso seguir hablando de ello.

—Me crie sin cariño y no he aprendido a querer —replicó recurriendo a la excusa de siempre—. Ya no la quiero. En realidad, creo que la detesto. Pero es la madre de mi hija y de mi hijo, y hasta que pase la amenaza de los germanos, como mínimo, es lo único que tendrán los niños. Si me divorcio, hará alguna barbaridad… se volverá loca o se suicidará, o se pondrá a beber tres veces más vino del que bebe… o cualquier otra cosa igualmente desesperada.

—Sí, tienes razón; el divorcio no es la solución, porque sería aún peor para los niños —dijo Julia con un suspiro, enjugándose las lágrimas—. En este momento hay dos mujeres en la familia con dificultades. ¿Puedo sugerirte otra solución?

—¡Lo que sea, por favor! —exclamó Sila.

—Bien, mi madre es la otra mujer que está sufriendo. No está contenta de vivir con su hermano Sexto, su mujer y su hijo. El principal problema que existe entre ella y mi cuñada de la familia Claudia es que mi madre sigue considerándose el ama de la casa y se pelean constantemente. Los Claudios son tercos y dominantes y todas las mujeres de la familia están educadas de un modo que desprecian las virtudes femeninas tradicionales, mientras que mi madre es todo lo contrario —dijo Julia, moviendo la cabeza, entristecida.

Sila trataba de mostrarse comprensivo y al corriente de aquella lógica femenina, pero no hizo comentarios.

—Mi madre ha cambiado desde la muerte de mi padre —prosiguió Julia—. Creo que ninguno de nosotros se había dado cuenta de lo unidos que estaban y de cuánto confiaba ella en su prudencia y sus orientaciones. Y ahora se ha vuelto maniática y quisquillosa; todo le parece mal y a veces es insufriblemente crítica. Cayo Mario vio lo mal que andaban las cosas en casa y se ofreció a comprarle una villa en el mar para que el pobre Sexto viviera en paz, pero ella se puso como una fiera y dijo que ya sabía que no la querían y que si es que iban a tratarla como una perjura para que se fuera de su casa… ¡No sabes cómo fue!

—Me imagino que lo que insinúas es que invite a Marcia a vivir con Julilla y conmigo —dijo Sila—, pero ¿cómo va a atraerle esta solución si no le satisfizo lo de la villa en el mar?

—Porque se dio cuenta de que la solución de Cayo Mario era una simple excusa para quitársela de en medio, y ella en estos momentos está muy irritada para ceder ante la pobre esposa de Sexto —dijo Julia—. Pero si la invitas a vivir con Julilla es distinto; para empezar, estará a un paso de casa, y, además, verá que la necesitan, que es útil. Y podrá vigilar a Julilla.

—¿Y querrá? —inquirió Sila, rascándose la cabeza—. Por lo que me ha dicho Julilla, nunca viene de visita a pesar de que vive al lado.

—Es que tampoco se lleva bien con Julilla —contestó Julia, ya menos preocupada—. ¡Se pelean! Julilla, apenas ve que entra por la puerta, le dice que se vuelva a casa; pero si tú la invitases a vivir con vosotros, Julilla no podría hacer nada.

—Parece que estás decidida a convertir mi casa en un infierno —replicó Sila, sonriente.

—¿Y eso te importará, Lucio Cornelio? —respondió Julia enarcando una ceja—. Al fin y al cabo, tú estarás fuera.

Mientras se lavaba las manos en la palangana que le había traído un criado, Sila enarcó una ceja.

—Te lo agradezco, cuñada —dijo; se levantó y se inclinó a besar a Julia en la mejilla—. Mañana veré a Marcia y le pediré que venga a vivir con nosotros. Le expondré con toda franqueza los motivos. Mientras sepa que a mis hijos se les cuida, podré soportar el estar apartado de ellos.

—¿No los cuidan bien los esclavos? —inquirió Julia levantándose.

—Oh, los esclavos los miman y los estropean. Julilla compró unas doncellas estupendas para ocuparse de ellos. ¡Pero eso es convertirlos en esclavos, Julia! Son chicas griegas, tracias, celtas o qué sé yo, llenas de supersticiones y costumbres provincianas, que piensan en sus propios idiomas en vez de hacerlo en latín y que siguen pensando en sus remotos padres y parientes como en una especie de hitos de autoridad. Quiero que mis hijos se críen como es debido, al estilo romano, que los eduque una romana. Tendría que hacerlo su madre, pero como tengo mis dudas, no encuentro mejor alternativa que se ocupe su abuela Marcia, que es una mujer resuelta.

—Bien —dijo Julia.

Se dirigieron a la puerta.

—¿Me es infiel Julilla? —inquirió Sila de repente.

Julia no fingió espanto ni se ofendió por la pregunta.

—Lo dudo mucho, Lucio Cornelio. Su vicio es el vino, no los hombres. Tú eres hombre y consideras que los hombres son un vicio peor que el vino, pero yo no estoy de acuerdo; el vino puede causar peores males a tus hijos que la infidelidad de tu esposa. Una mujer infiel no deja de cuidar a sus hijos ni quema la casa, mientras que una ebria sí. Ahora —añadió con un gesto de la mano—, lo importante es que mi madre se ponga manos a la obra.

En aquel momento irrumpió Cayo Mario en la habitación, correctamente vestido con la toga bordada de púrpura y gran aspecto de cónsul.

—¡Vamos, vamos, Lucio Cornelio! ¡Acabemos la ceremonia antes de que se oculte el sol y salga la luna!

La esposa y el cuñado intercambiaron una sonrisa y los dos hombres salieron hacia el templo de Júpiter.

Mario hizo cuanto pudo para ablandar a los aliados itálicos.

—No son romanos —dijo ante la cámara con ocasión de la primera reunión práctica en los nones de enero—, pero son nuestros mejores aliados en todas nuestras empresas y comparten con nosotros la península de Italia. Comparten también la carga de aportar tropas para defender Italia y no han sido bien servidos. Como tampoco lo ha sido Roma. Como sabéis, padres conscriptos, actualmente se está dando un caso lamentable en la Asamblea de la plebe, en la que el consular Marco Junio Silano se está defendiendo de la imputación que ha presentado contra él el tribuno de la plebe Cneo Domicio. Aunque no se ha pronunciado la palabra traición, la implicación está clara: Marco Junio es uno de esos magistrados consulares de estos últimos años que ha perdido un ejército entero, incluidas legiones de aliados itálicos.

Se volvió para mirar directamente hacia Silano, que aquel día estaba en la cámara porque eran nones fasti, días de negocios públicos, y la Asamblea plebeya no podía reunirse.

—No me corresponde hoy exponer ningún cargo contra Marco Junio. Simplemente menciono un hecho. Que otros organismos y otros hombres se ocupen de la querella. Yo simplemente menciono un hecho. Marco Junio no necesita hablar hoy aquí en defensa de sus actos por causa mía. Yo simplemente menciono un hecho.

Carraspeó, haciendo una pausa y ofreciendo a Silano la oportunidad de decir algo, pero éste permanecía en silencio, como si Mario no existiese.

—Yo simplemente menciono un hecho, padres conscriptos. Simplemente eso; un hecho es un hecho.

—¡Oh, vamos, continuad! —dijo Metelo el Numídico con aire de fastidio.

—Bien, gracias, Quinto Cecilio —replicó Mario haciendo una gran reverencia con su mejor sonrisa—. ¿Cómo no iba a continuar habiendo sido invitado a hacerlo por un magistrado consular tan augusto y notable como vos?

—Augusto y notable significa lo mismo, Cayo Mario —terció Metelo Dalmático pontífice máximo, con fastidio similar al de su hermano menor—. Ahorraríais a esta cámara considerable tiempo si hablaseis un latín menos tautológico.

—Pido perdón al augusto y notable magistrado consular Lucio Cecilio —replicó Mario, con otra profunda reverencia—, pero, en nuestra sociedad eminentemente democrática, esta cámara está abierta a todos los romanos, incluso a aquellos que, como yo, no pueden decirse augustos y notables. —Hizo una pausa, fingiendo reflexionar, provocando una ofuscación de pestañas sobre su nariz—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! En la carga que nuestros aliados itálicos comparten con nosotros facilitándonos tropas para defender Italia. Una de las objeciones para aportar tropas que se repite en ese alud de cartas de los magistrados de los samnitas, los apuleos, los marsos y otros —añadió, cogiendo un montón de rollos que le tendía un funcionario y mostrándolos a la cámara— se refiere a la legalidad de que exijamos a los aliados itálicos la provisión de tropas para realizar campañas fuera de las fronteras de Italia y de la Galia Itálica. Los aliados itálicos, augustos y notables padres conscriptos, sostienen que han estado aportando tropas, y perdiendo miles y miles de hombres, ¡para las guerras de Roma en el extranjero!, y cito textualmente.

Se oyó un murmullo entre los senadores.

—¡Esa alegación es totalmente infundada! —espetó Escauro—. ¡Los enemigos de Roma son también enemigos de Italia!

—Yo sólo cito lo que dicen las cartas, Marco Emilio, príncipe del Senado —contestó Mario apaciguador—. Debemos tener en cuenta lo que dicen por la simple razón de que yo imagino que esta cámara tendrá que recibir en breve embajadas de todos los pueblos de Italia que han manifestado su descontento en tan numerosas cartas.

—Bien, ¡basta de escaramuzas! —añadió en tono algo burlón—. Vivimos en una península codo con codo con nuestros amigos itálicos, que no son romanos y nunca lo serán. Que se hayan elevado a su actual prominente posición en el mundo se debe exclusivamente a los grandes logros de Roma y los romanos. Que los pueblos itálicos estén ampliamente presentes en las provincias y esferas de influencia romana se debe estrictamente a los grandes logros de Roma y los romanos. El pan de su mesa, el fuego de sus casas en invierno, la salud y el número de sus hijos se lo deben a Roma y a los romanos. Antes de Roma, era el caos, la total desunión. Antes de Roma estaban los crueles reyes etruscos al norte de la península y los codiciosos griegos al sur. Por no hablar de los celtas de la Galia.

La cámara escuchaba en silencio ahora que Mario hablaba en serio, y hasta sus más acendrados enemigos prestaban atención, pues aquel militar, por crudo y directo que fuera, era un buen orador en su latín provinciano mientras dominase sus impulsos y hablase con un acento no muy distinto al de Escauro.

—Padres conscriptos, vosotros y el pueblo de Roma me habéis dado un mandato para librar a Italia de los germanos. Tan pronto como sea posible, llevaré como legados a la Galia Transalpina al propretor Manio Aquilio y al valiente senador Lucio Cornelio Sila. ¡Aunque nos cueste la vida, os libraremos de los germanos y garantizaremos la eterna seguridad de Roma e Italia! Eso os prometo en mi nombre y en nombre de mis legados y de todos mis soldados. Nuestro cometido es sagrado para nosotros y nada se opondrá a nuestro paso. ¡Llevaremos a la cabeza las águilas de plata de las legiones de Roma y alcanzaremos la victoria!

El grupo de senadores anodinos de los últimos bancos comenzó a vitorear y a patear, y al poco aplaudían también las primeras filas, Escauro incluido, pero no Metelo el Numídico.

Mario aguardó a que se hiciera el silencio.

—No obstante, antes de partir, debo suplicar a esta cámara que haga lo que pueda para paliar la preocupación de nuestros aliados itálicos. No podemos dar pábulo a estas alegaciones de que se emplean tropas itálicas para luchar en campañas que no son de incumbencia de los aliados itálicos, ni podemos dejar de alistar a todos los soldados que los aliados itálicos aceptaron formalmente darnos en virtud de un tratado. Los germanos amenazan a toda la península, incluida la Galia Itálica. Pero la terrible escasez de hombres idóneos para servir en las legiones afecta a los aliados itálicos tanto como a Roma. El pozo se ha secado, colegas senadores, y el nivel de las aguas que lo alimentaban tardará en subir. Me gustaría dar a nuestros aliados itálicos la seguridad de que mientras exista un mínimo aliento de vida en este organismo nada augusto y nada notable, nunca más las tropas itálicas, ni romanas, perderán la vida en los campos de batalla. ¡Yo trataré con más reverencia y respeto que mi propia vida la vida de los hombres que lleve conmigo a defender a la patria! Así os lo prometo.

Se oyeron de nuevo vítores y aplausos, y esta vez las primeras filas se unieron antes, pero no Metelo el Numídico ni Catulo César.

Mario volvió a aguardar a que se hiciese el silencio.

—Ha llegado a mi conocimiento una reprensible situación. Se trata de que nosotros, el Senado y el pueblo de Roma, hemos sometido a esclavitud a muchos miles de itálicos y aliados en concepto de deuda, enviándolos como esclavos a las tierras de nuestros dominios en los confines del Mediterráneo. Como la mayoría de ellos proceden de la agricultura, casi todos se hallan cancelando su deuda en nuestros graneros de Sicilia, Cerdeña, Córcega y África. ¡Eso, padres conscriptos, es una injusticia! Si a los deudores romanos ya no se les inflige la esclavitud, tampoco debemos hacerlo con nuestros aliados itálicos. No, no son romanos, y nunca serán romanos; pero son nuestros hermanos de la península, y ningún romano esclaviza a sus hermanos por deudas.

Sin dar tiempo a que protestasen los grandes latifundistas que había entre los senadores, Mario prosiguió:

—Hasta que pueda dar a nuestros grandes terratenientes de las regiones trigueras la mano de obra a base de esclavos germanos, deberán procurársela de otro modo que no sea el de esclavos itálicos por deudas. Porque nosotros, padres conscriptos, debemos promulgar hoy mismo un decreto, que ratifique la Asamblea de la plebe, manumitiendo a todos los esclavos nacidos en los pueblos itálicos que son aliados nuestros. No podemos imponer a nuestros aliados más antiguos y fieles lo que no es aplicable entre nosotros. ¡Hay que liberar a esos esclavos! Tienen que volver a Italia para cumplir con su deuda natural con Roma: servir en las legiones auxiliares romanas.

»Se me informa que no queda población capite censi en ningún pueblo itálico porque están reducidos a la esclavitud. Pues bien, colegas del Senado, el capite censi de Italia puede utilizarse mejor que trabajando en las regiones de abastecimiento de trigo. ¡Ya no podemos formar ejércitos al estilo tradicional, porque los pequeños propietarios que servían en ellos son demasiado viejos, demasiado jóvenes o han muerto! De momento, el censo por cabezas es el único recurso para alistar soldados. Mi valiente ejército africano, totalmente reclutado entre ese censo, ha demostrado que estos hombres llegan a ser magníficos soldados. Y del mismo modo que se ha demostrado que los propietarios procedentes de los pueblos itálicos, como soldados, no son en nada inferiores a los propietarios romanos, en los años venideros se demostrará que los hombres del censo por cabezas de los pueblos itálicos no son en nada inferiores a los soldados del censo por cabezas romano.

Mario descendió del estrado curul y dio unos pasos hasta el centro de la cámara.

—¡Quiero ese decreto, padres conscriptos! ¿Me lo concederéis?

Lo había hecho magistralmente. Arrastrado por la fuerza de su oratoria, el Senado en pleno reaccionó como un solo hombre, mientras Metelo el Numídico, Metelo Dalmático, Escauro, Catulo César y otros trataban inútilmente de tomar la palabra.

—¿Y cómo vas a lograr que los terratenientes trigueros acepten el decreto? —inquirió Publio Rutilio Rufo, mientras acompañaba a Mario en la breve distancia a su casa, después de la sesión de la cámara—. Supongo que te das cuenta de que estás pisoteando precisamente al grupo de caballeros y comerciantes de cuyo apoyo más dependes. Todos los favores que les concediste en África quedarán en agua de borrajas. ¿Te das cuenta de la cantidad de esos esclavos que son itálicos? ¡Sicilia funciona gracias a ellos!

—Ya tengo a mis agentes trabajando —respondió Mario, encogiéndose de hombros—. Saldrá bien. Además, porque haya estado apartado en Cumas este último mes, no creas que no me he movido. He realizado un estudio y los resultados son bien elocuentes, y muy interesantes. Sí, hay muchos miles de esclavos procedentes de los pueblos itálicos aliados trabajando en las zonas trigueras. Pero en Sicilia, por ejemplo, la gran mayoría de ellos son griegos. Y en África haré que el rey Gauda sustituya la mano de obra cuando liberen a los esclavos itálicos. Gauda es cliente mío y no le queda más remedio que avenirse a mis deseos. Cerdeña resulta más difícil, porque allí casi todos los esclavos son itálicos. No obstante, estoy seguro de que al nuevo gobernador, nuestro estimado propretor Tito Albicio, se le puede ganar para mi causa.

—Tiene un cuestor muy arrogante, Pompeyo el Bizco de Picenum —arguyó Rutilio Rufo, poco convencido.

—Los cuestores son como mosquitos —replicó Mario con desdén—, que no saben buscar otros sitios cuando empiezas a darte sopapos en la cabeza.

—No es una observación muy halagüeña para Lucio Cornelio.

—Él es distinto.

—No sé, Cayo Mario —dijo Rutilio Rufo con un suspiro—, no sé. Espero que todo te salga como piensas.

—Viejo cínico —dijo Mario con afecto.

—Viejo escéptico, querrás decir —replicó Rutilio Rufo.

Mario tuvo conocimiento de que los germanos no mostraban intención de dirigirse hacia el sur de la provincia romana de la Galia Transalpina, con excepción de los cimbros, que habían cruzado a la orilla occidental del Rhodanus y se mantenían lejos del territorio romano. Por el informe de su agente supo Mario que los teutones iban errantes por el noroeste y que los turingios, marcomanos y queruscos habían vuelto a asentarse entre los eduos y los ambarres en lo que parecía una situación definitiva. Naturalmente, en el informe se explicaba que ésta podía cambiar en cualquier momento. Pero 800 000 personas requerían tiempo para recoger sus pertenencias, los animales y los carros y ponerse en marcha. Cayo Mario no esperaba ver descender a los germanos hacia el sur a lo largo del Rhodanus antes de mayo o junio. Si es que avanzaban.

A Mario no acababa de gustarle aquel informe. Sus hombres estaban ansiosos de entrar en combate, sus legados también y oficiales y centuriones habían trabajado con tesón para lograr una maquina militar perfecta. Aunque Mario sabía desde su regreso en diciembre que había un intérprete germano que aseguraba que los bárbaros estaban divididos por rencillas, estaba convencido de que reanudarían la marcha por la provincia romana. Después de haber aniquilado a un gran ejército romano era lógico y natural que aprovechasen esa victoria e invadieran el territorio que habían ganado por la fuerza de las armas e incluso trataran de asentarse en él. Porque si no, ¿a cuento de qué iniciar la migración y presentar batalla? No tenía sentido.

—¡A mí me resultan un absoluto misterio! —exclamó, irritado y decepcionado, hablando con Sila y Aquilio después de recibir el informe.

—Son bárbaros —dijo Aquilio, que había obtenido el cargo de legado sugiriendo el nombramiento de Mario como cónsul, y ahora estaba deseoso de seguir ascendiendo.

—Sabemos bien poco de ellos —añadió Sila, inopinadamente reflexivo.

—¡Eso es lo que digo yo! —espetó Mario.

—No, me refiero a otra cosa —añadió, dándose una palmada en las rodillas—, pero voy a pensármelo mejor antes de hablar, Cayo Mario. Al fin y al cabo no sabemos qué vamos a encontrarnos al otro lado de los Alpes.

—Eso es algo que tenemos que decidir —dijo Mario.

—¿El qué? —inquirió Aquilio.

—Cruzar los Alpes. Ahora que nos aseguran que los germanos no van a constituir ninguna amenaza antes de mayo o junio como muy pronto, no creo que debamos cruzar los Alpes. Al menos, no por la ruta habitual. Nos pondremos en marcha a finales de enero con un enorme convoy de pertrechos y el avance será lento. Una de las virtudes de Metelo Dalmático en su cargo de pontífice máximo es que es un fanático del calendario y mantiene equiparados los meses con las estaciones. ¿Has notado el frío este invierno? —añadió, dirigiéndose a Sila.

—Ya lo creo, Cayo Mario.

—Yo también. Tenemos la sangre floja, Lucio Cornelio, de tanto tiempo en África en que casi no hiela y la nieve sólo se ve en las montañas más altas. Y a las tropas les sucede igual. Si cruzamos los Alpes en invierno por el paso del monte Genava, les afectará profundamente.

—Después de estar de licencia en Campania necesitarán endurecerse —replicó Sila, intransigente.

—¡Ah, sí! Pero no perdiendo los dedos por congelación y el tacto de las manos por los sabañones. Tienen equipo de invierno, pero ¿se lo pondrán esos cunni ariscos?

—Si se les ordena, sí.

—Ya veo que estás decidido a ser duro —dijo Mario—. Muy bien, dejaré de ser razonable y daré órdenes. No vamos a llevar las legiones a la Galia Transalpina por la ruta habitual. Avanzaremos por la costa aunque sea más largo.

—¡Por los dioses, tardaremos una eternidad! —protestó Aquilio.

—¿Cuánto tiempo hace que no ha viajado un ejército a Hispania o a la Galia por la costa? —preguntó Mario a Aquilio.

—¡Yo ni lo recuerdo!

—¡Pues, ahí está! —replicó Mario en tono triunfal—. Por eso vamos a hacerlo. Quiero saber lo difícil que es, cuánto se tarda, cómo están las calzadas, qué terreno tenemos, todo. Yo llevaré cuatro legiones a marcha ligera y tú, Manio Aquilio, las otras dos más las cohortes suplementarias que hemos logrado formar, escoltando el convoy de pertrechos. Si, cuando marchen hacia el sur, los germanos se dirigen a Italia en vez de a Hispania, ¿cómo sabremos si van a hacerlo por el paso del monte Genava hacia la Galia Itálica o si se dirigirán directamente a Roma por la costa? No parece que tengan mucho interés en averiguar cómo pensamos; luego, ¿cómo van a saber que la ruta más rápida y más corta hacia Roma no es por la costa, sino a través de los Alpes por la Galia Itálica?

Sus legados se le quedaron mirando.

—Ya veo lo que quieres decir —dijo Sila—. Pero ¿por qué llevar a todo el ejército? Podríamos hacerlo mejor tú y yo con un pequeño escuadrón.

—¡No! —replicó Mario, meneando enérgicamente la cabeza—. No quiero quedar separado de mi ejército por centenares de millas de montañas infranqueables. Donde yo voy, va todo mi ejército.

Y así, a finales de enero, Cayo Mario condujo sus tropas hacia el norte por la via costera Aurelia, sin dejar de tomar notas durante todo el camino y de enviar breves cartas al Senado indicando las reparaciones que había que efectuar en determinados tramos de la calzada, los puentes que había que construir o reforzar y los viaductos que tender o reparar.

Decía en una carta:

Esto es Italia, y todas las rutas que llevan al norte de la península, a la Galia Itálica y Liguria, deben estar en perfectas condiciones para no lamentarlo en un futuro.

En Pisa, donde el río Arnus desemboca en el mar, el ejército pasó de Italia propiamente dicha a la Galia Itálica, que era una zona de lo más extraño, no denominada oficialmente provincia ni con gobierno como el resto de Italia. Era una especie de limbo. De Pisa hasta Vada Sabatia, la calzada era totalmente nueva aunque sin acabar; era obra de Escauro cuando había sido censor y se llamaba la Via Emilia Scauri. Mario escribió a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, lo siguiente:

Es de alabar vuestra previsión; yo considero la Via Emilia Scauri uno de los principales factores complementarios de defensa de Roma e Italia desde que se abrió el paso del monte Genava, y de eso ya hace mucho tiempo, si tenemos en cuenta que el propio Aníbal lo utilizó. El ramal a Dertona es vital estratégicamente, ya que constituye la única ruta a través de los Apeninos ligures entre el Padus y la costa del Tirreno, que es la costa de Roma.

Los problemas son enormes. He hablado con vuestros ingenieros, que son muy competentes, y me place transmitiros su petición de recabar más fondos para aumentar la mano de obra en este tramo. Requiere algunos de los viaductos más altos y más largos concebibles de estructura más parecida a la de los acueductos que a la de puentes viarios. Afortunadamente hay canteras próximas para extraer la piedra, pero la reducidísima mano de obra retrasa el ritmo a que yo estimo debe efectuarse la obra. Con todo respeto, os requiero a que os sirváis de vuestro enorme prestigio para obtener el dinero del Senado y del Erario y activar la construcción. Si se pudiera terminar a finales del verano, Roma estaría más tranquila pensando que con cincuenta simples millas de carretera ahorraría centenares de marcha a sus ejércitos.

—Ahí está —dijo Mario a Sila—. ¡Para que el viejo esté ocupado y contento!

—Ya lo creo —añadió Sila, sonriente.

La Via Emilia Scauri acababa en Vada Sabatia y a partir de allí no existía calzada romana, sino una pista de carros que seguía el terreno más fácil por una zona de altas montañas costeras.

—Vas a arrepentirte de elegir esa ruta —dijo Sila.

—Al contrario, me complace seguirla. Podré observar los millares de puntos en que es posible una emboscada, y no entiendo por qué nadie en su sano juicio la utiliza para ir a la Galia Transalpina. Ahora entiendo por qué Publio Vagienio, que es de estos lugares, es capaz de escalar un farallón y encontrar sus caracoles y me doy cuenta de que no tenemos por qué temer que los germanos opten por esta ruta. Sí, puede que comiencen a avanzar por la costa, pero al cabo de un par de días, sus avanzadillas a caballo retrocederán para disuadirlos de seguir adelante. Si para nosotros es difícil, para ellos resulta imposible. ¡Estupendo!

Mario se volvió hacia Quinto Sertorio, quien, a pesar de su juventud, gozaba de una posición privilegiada ganada por méritos.

—Quinto Sertorio, muchacho, ¿dónde crees que debe encontrarse el convoy de pertrechos?

—Yo diría que entre Populonia y Pisa, dadas las malas condiciones de la Via Aurelia —contestó Sertorio.

—¿Cómo está tu pierna?

—No en muy buenas condiciones para ir hasta allá a caballo —respondió el joven Sertorio, que siempre se anticipaba al pensamiento de Mario.

—Pues búscame tres hombres que estén en condiciones y envíalos con esto —dijo Mario, señalándole unas tablillas de cera.

—Vas a enviar el convoy de pertrechos por la Via Cassia hasta Florencia, después por la Via Annia a Bononia y luego a través del paso del monte Genava… —dijo Sila, con un suspiro de alivio.

—Podemos necesitar todas esas vigas, tornillos y grúas —dijo Mario, imprimiendo su sello anular sobre la cera y cerrando las bisagras de la tablilla—. Toma. Y asegúrate de que la cierran bien y la vuelven a sellar —añadió, dirigiéndose a Sertorio—. No quiero que nadie fisgue en las órdenes. Y que las entreguen en mano a Manio Aquilio, ¿entendido?

Sertorio asintió con la cabeza y abandonó la tienda de mando.

—En cuanto a este ejército, vamos a hacerle trabajar conforme avanza —dijo Mario a Sila—. Envía a los agrimensores en avanzadilla, que vamos a hacer una pista decente, ya que no una calzada.

En Liguria, igual que en otras regiones en las que las montañas estaban llenas de precipicios y eran escasas las tierras cultivables, la población se dedicaba principalmente a la cría de ganado y al pastoreo, o al bandidaje y la piratería; o, como Publio Vagienio, se enrolaban en las legiones auxiliares y fuerzas de caballería de Roma. En todos los puntos en que Mario veía barcos y pueblecitos en una rada y consideraba que los barcos eran más de piratería que de pesca, quemaba barcos y casas, dejaba a las mujeres, a los viejos y a los niños y se llevaba a los hombres a trabajar para mejorar la carretera. Mientras, los informes de Arausio, Valentia, Vienne y hasta de Lugdunum daban a entender a las claras que no iba a haber enfrentamiento con los germanos aquel año.

A principios de junio, tras cuatro meses de marcha, Mario llegó con sus legiones a las grandes llanuras costeras de la Galia Transalpina y se detuvo en un buen terreno entre Arelate y Aquae Sextiae, cerca de la ciudad de Glanum, al sur del río Druentia. Su convoy de pertrechos había llegado antes que él, tras una marcha de tres meses y medio.

Eligió el emplazamiento del campamento con sumo cuidado, lejos de terrenos de labor. Era una amplia colina con laderas rocosas y escarpadas por tres lados y varias fuentes en la cumbre, mientras que el cuarto lado no era ni demasiado abrupto ni demasiado angosto para impedir la rápida entrada y salida de tropas.

—Aquí vamos a vivir en los meses venideros —dijo con gesto de satisfacción—. Vamos a convertirlo en Carcasso.

Ni Sila ni Manio Aquilio hicieron ningún comentario, pero Sertorio no se contuvo.

—¿Y es necesario? —inquirió—. Si crees que vamos a quedarnos aquí muchos meses, ¿no sería mucho más fácil alojar a las tropas en Arelate o Glanum? ¿Por qué acampar aquí? ¿Por qué no buscar a los germanos y enfrentarnos a ellos antes de que lleguen hasta aquí?

—Bien, joven Sertorio, por lo visto los germanos se han dispersado. Los cimbros, que parecían dispuestos a seguir hacia el oeste del Rhodanus, han cambiado ahora de idea y se dirigen, por el oeste de la Cebenna, a Hispania, es de suponer que a través de las tierras de los arvernos. Los teutones y tigurinos han dejado las tierras de los eduos y se han asentado entre los belgas. Al menos eso dicen los informes, aunque, en realidad, creo que son suposiciones.

—¿Y no podemos comprobarlo? —inquirió Sertorio.

—¿Cómo? —replicó Mario—. Los galos no nos tienen mucho cariño y de ellos dependemos para la información. Que hasta el momento nos la hayan facilitado, se explica porque no quieren a los germanos en sus tierras. Pero puedes estar seguro de una cosa: cuando los germanos lleguen a los Pirineos, retrocederán. Y dudo mucho de que los belgas sean más hospitalarios que los celtíberos allende los Pirineos. Desde la perspectiva germana, yo me plantearía el objetivo de pasar a Italia. Así que aquí estaremos hasta que lleguen los germanos, Quinto Sertorio. Me da igual que tarden años.

—Si tardan años, Cayo Mario, el ejército caerá en la molicie y te despojarán del mando —dijo Manio Aquilio.

—No caerá en la molicie porque voy a darle trabajo —replicó Mario—. Tenemos casi cuarenta mil hombres del censo por cabezas; el Estado los paga, es el propietario de sus armas y equipo y los alimenta. Cuando se retiren, yo me encargaré de que el Estado los atienda cuando sean viejos. Pero mientras sirvan en el ejército del Estado, son simples empleados suyos. Yo, como cónsul, represento al Estado y son mis empleados. Y me cuestan mucho dinero. Si lo único que les exijo es que estén sentaditos esperando que haya una batalla, imaginaos el inmenso coste de la misma cuando tenga lugar. —Las cejas de Mario subían y bajaban desaforadamente—. No han firmado un contrato para estarse sentados esperando una batalla, se han alistado en el ejército del Estado para lo que éste requiera de ellos. Como es el Estado quien los paga, tienen que trabajar para él. Y eso es lo que van a hacer. ¡Trabajar! Este año van a reparar la Via Domicia desde Nemausus hasta Ocelum, y el año que viene excavarán un canal desde el mar hasta el Rhodanus, en Arelate.

Todos le miraban fascinados, y durante un buen rato no supieron qué decir.

Fue Sila quien lanzó un silbido.

—¡Al soldado se le paga para luchar!

—Si compra su equipo con su propio dinero y el Estado simplemente le da de comer, perfectamente. Pero esa circunstancia no se da en mis hombres —replicó Cayo Mario—. Cuando no tengan que combatir, harán obras públicas que son muy necesarias, aunque nada más sea para que entiendan que están al servicio del Estado igual que un hombre está al servicio de quien le da trabajo. ¡Y eso los mantendrá en forma!

—¿Y nosotros? —inquirió Sila—. ¿Vas a convertirnos en ingenieros?

—¿Por qué no? —contestó Mario.

—Para empezar, yo no soy empleado del Estado —dijo Sila con buen humor—. Regalo mi tiempo, como todos los legados y tribunos.

—Lucio Cornelio —replicó Mario mirándole taimado—, créeme que es un regalo que agradezco.

Y no añadió más.

Pese a todo, Sila salió de la reunión poco contento. ¡Empleados del Estado! Quizá fuese cierto para los del censo por cabezas, pero no para los tribunos y legados, como había objetado él. Mario lo había comprendido y no había insistido, pero lo que Sila no había dicho era la verdad. La recompensa monetaria de legados y tribunos era su parte en el botín, y nadie tenía realmente idea de lo que podía sacarse del botín de los germanos. La venta de prisioneros como esclavos era un privilegio del general que no compartía con legados y tribunos, centuriones ni tropas, y, no sabía por qué, pero le daba la impresión a Sila de que al cabo de aquella larga campaña de los años que fuese, el botín no iba a ser muy cuantioso, salvo en esclavos.

No le había gustado a Sila la larga y penosa marcha hasta el Rhodanus. Quinto Sertorio se había pasado el viaje olfateando alegremente como un perro suelto, entregándose con auténtico placer a cualquier tarea; había aprendido a utilizar el groma con el que los agrimensores medían el terreno, había estado observando cómo los zapadores salvaban los ríos crecidos, cómo reparaban los puentes y contenían los deslizamientos de tierras; había conducido un par de centurias a limpiar un nido de piratas en una ensenada; había trabajado con las cuadrillas de reparación de calzadas; servido de escucha en avanzadilla, e incluso había amaestrado a un aguilucho herido en un ala, que venía a verle de vez en cuando. Sí, para Quinto Sertorio todo era miel sobre hojuelas. Desde luego, al menos en eso se notaba que era pariente de Cayo Mario.

Pero Sila necesitaba drama. Tenía suficiente perspicacia para darse cuenta de que, ahora que era senador, eso representaba un fallo de carácter; pero ya con treinta y seis años, no se veía capaz de suprimir ese aspecto de su carácter. Hasta aquella horrenda e interminable marcha por la Via Emilia Scauri y los Alpes marítimos, había disfrutado mucho con su carrera militar, llena de acción y desafío, ya fuese en combate o modelando una nueva África. Pero él no había venido a la Galia Transalpina a hacer carreteras y excavar canales. ¡Ni mucho menos!

A finales de otoño habría elecciones consulares y a Mario le sustituiría alguien que a él le resultaría perjudicial; todo lo que Mario podría apuntarse en su segundo consulado sería una magnífica calzada que ya llevaba el nombre de otro. ¿Cómo podía estar tan tranquilo y despreocupado? Ni siquiera se había tomado la molestia de contestar a la objeción de Aquilio en el sentido de que le privarían del mando. ¿Qué se traía entre manos el zorro de Arpinum? ¿Por qué no se le veía preocupado?

Sila olvidó de pronto aquellos arduos interrogantes, porque acababa de ver algo que prometía ser deliciosamente picante, y sus ojos comenzaron a bailar de interés y recreo.

Fuera de la tienda de los tribunos había dos hombres hablando. O al menos eso era lo que le habría parecido a un observador cualquiera, pero a Sila se le antojó el prólogo de una maravillosa farsa. El más alto de los dos era Cayo Julio César y el más bajo Cayo Lusio, sobrino del «gran hombre» (sólo por matrimonio, se habría apresurado a añadir Mario).

Sila se dirigió hacia ellos pensando en si habría que serlo para reconocerlo. Era evidente que César no sabía distinguirlo, y, sin embargo, Sila notaba en él una especie de alarma.

—¡Oh, Lucio Cornelio! —relinchó Cayo Lusio—. Estaba preguntándole a Cayo Julio si sabía qué clase de vida nocturna hay en Arelate, y si quería ir a probarla conmigo.

El bello rostro longilíneo de César era una máscara inexpresiva de cortesía, pero se le notaba claramente el deseo de apartarse de aquella compañía, pensó Sila, por la mirada que procuraba mantener fija en Lusio y que se le iba hacia un lado, por los imperceptibles movimientos que sus pies hacían en las botas militares, por el leve movimiento de dedos, y por muchas cosas más.

—Quizá Lucio Cornelio lo sepa mejor que yo —dijo César, comenzando a buscar la manera de evadirse, cargando el peso sobre un pie y desviando el otro un poco.

—¡Oh, no, Cayo Julio, no te vayas! —dijo Lusio—. ¡Cuantos más seamos, mejor! —añadió con una risita.

—Lo siento, Cayo Lusio, tengo servicio —dijo César, alejándose.

Sila agarró a Lusio del codo y le apartó de la tienda. Pero le soltó inmediatamente.

Cayo Lusio era muy bien parecido. Tenía ojos verdes con largas pestañas y una poblada melena rizada rojo castaño, cejas bien arqueadas y oscuras y una nariz de longitud más bien griega, recta y carnosa. Un pequeño Apolo, pensó Sila sin impresionarse ni sentir tentación alguna.

Le extrañaba que Mario hubiese puesto los ojos en el joven; era raro en él. Presionado por su familia para que aceptase a Cayo Lusio bajo su mando, Mario había nombrado al joven tribuno sin que le hubieran elegido porque tenía la edad adecuada, pero habría preferido olvidarse de que existía hasta que llegara a destacar por alguna hazaña de valor o de extraordinaria habilidad.

—Cayo Lusio, voy a darte un consejo dijo Sila enérgicamente.

El joven parpadeó con sus largas pestañas y bajó los ojos.

—Te agradezco cualquier consejo, Lucio Cornelio.

—Tú te incorporaste ayer al ejército y has venido desde Roma por tu cuenta —comenzó a decir Sila.

—Desde Roma no, Lucio Cornelio —le interrumpió Lusio—, desde Ferentinum. Mi tío Cayo Mario me dio permiso para quedarme en Ferentinum porque mi madre estaba enferma.

¡Aaah!, se dijo Sila para sus adentros. Eso explicaba el brusco distanciamiento de Mario respecto a su sobrino por matrimonio. ¡Cómo no iba a detestar dar semejante excusa por la tardanza del joven en incorporarse a filas, cuando ni a él se le habría ocurrido recurrir a ella!

—Mi tío aún no me ha pedido que vaya a verle —añadió Lusio—. ¿Cuándo voy a verle?

—Espera a que te llame, pero dudo que lo haga. Hasta que no demuestres lo que vales, eres un estorbo para él, por la simple razón de que has pedido privilegios antes de que comenzase la campaña… y te has incorporado tarde.

—¡Es que mi madre estaba enferma! —replicó Lusio, indignado.

—Todos tenemos madre, Cayo Lusio, o todos la hemos tenido. Muchos de nosotros nos hemos visto obligados a ir al servicio militar cuando teníamos enferma a nuestra madre, y muchos nos hemos enterado de la muerte de la madre haciendo el servicio militar muy lejos de ella. Y todos tenemos gran cariño a nuestra madre. Pero que la madre esté enferma no se considera un pretexto aceptable para incorporarse tarde a filas. Imagino que ya habrás contado a tus compañeros de tienda por qué has llegado tarde…

—Sí —contestó Lusio, cada vez más perplejo.

—Lástima. Mejor habría sido que no hubieses dado explicaciones y que hubiesen pensado lo que quisieran. Con esa excusa no ganas nada ante ellos y tu tío sabe que él tampoco por consentirlo. Pero el parentesco es el parentesco, y se presta a la injusticia —dijo Sila, frunciendo el entrecejo—. De todos modos, no es lo que quería decirte. Estamos en el ejército de Cayo Mario, no en el de Escipión el Africano. ¿Sabes a qué me refiero?

—No —contestó Lusio, totalmente despistado.

—Catón el censor acusó al Africano y a sus oficiales de mandar un ejército minado por la inmoralidad. Pues bien, Cayo Mario piensa mucho más como Catón el censor que como Escipión el Africano. ¿Me entiendes ahora?

—No —respondió Lusio, palideciendo.

—Yo creo que si —replicó Sila, sonriendo para mostrar sus desagradables dientes—. Te atraen los jóvenes guapos y no las mujeres. No puedo acusarte de afeminamiento manifiesto, pero si vas por ahí moviendo las pestañas a jóvenes como Cayo Julio (que, por cierto, es cuñado de tu tío, igual que yo), te encontrarás con graves problemas. Preferir el sexo propio no está considerado una virtud romana; al contrario, se considera, sobre todo en las legiones, un vicio nefando. Si no lo fuese, quizá las mujeres de las ciudades próximas a nuestros campamentos no harían tanto dinero ni las mujeres de los enemigos que vencemos sentirían la violación como primera imposición de la espada romana. ¡Pero algo de esto tienes que saber!

Lusio estaba muy nervioso; aquella reprimenda le causaba a la vez un sentimiento de inferioridad y de enorme injusticia.

—¡Cómo cambian los tiempos —replicó—, ya no es el pecadillo social de antaño!

—Confundes los tiempos, Cayo Lusio, quizá porque quisieras que cambiasen y te juntas con gente de tu clase que piensa igual; os reunís y comparáis anécdotas, y aprovecháis cualquier afirmación para apoyar vuestro criterio. Pero te aseguro —añadió Sila, muy serio— que cuanto más te aísles en ese mundo en que naciste, más te engañarás a ti mismo. Y no hay ningún sitio en el que se perdone menos preferir al propio sexo como en el ejército de Cayo Mario. Y nadie te castigará más severamente que él si se entera de tu secreto.

—¡Me volveré loco! —exclamó el joven Lusio, casi llorando y retorciéndose las manos.

—No te volverás loco. Te autodisciplinarás y tendrás mucho cuidado con quién te la juegas; y en seguida aprenderás las señas que se llevan aquí entre los que tienen tus gustos —dijo Sila—. Yo no podría decírtelas porque a mí no me afecta el vicio. Si eres ambicioso y quieres triunfar en la vida pública, Cayo Lusio, te recomiendo que no caigas en él. Pero, dado que eres joven y quizá no puedas reprimir tus apetitos, asegúrate de que no te equivocas con la gente.

Y con una amable sonrisa, Sila dio media vuelta y se alejó.

Estuvo un rato paseando sin rumbo fijo, con las manos a la espalda, sin apenas advertir la ordenada actividad del campamento. Se habían dado instrucciones a las legiones para montar un campamento provisional, pese a que no había fuerza enemiga en la provincia. Pero el reglamento estipulaba que un ejército romano no debía dormir sin protección. Ya estaban agrónomos y zapadores marcando el campamento fijo del alcor, y las tropas que no tenían asignada la organización del campamento provisional comenzaban a fortificar la colina, siendo la tarea principal procurarse madera para hacer vigas, estacas y estructuras; pero en el valle del Rhodanus había pocos bosques, dado que era una región muy poblada desde hacia siglos, desde los tiempos de la fundación de Massilia por los griegos, y su influencia, antes que la de los romanos, se había extendido a las tierras del interior.

El ejército estaba acampado al norte de los vastos marjales que constituían el delta del Rhodanus y se extendían al este y al oeste; como de costumbre, Mario había elegido un terreno sin cultivar.

—No hay que buscarse la enemistad de un posible aliado —dijo—. Además, con cincuenta mil bocas más en la región, necesitarán hasta el último palmo de tierra de cultivo.

Los intendentes de grano y provisiones de Mario ya andaban recorriendo la comarca para establecer contratos con los agricultores y las tropas estaban construyendo silos en lo alto del alcor para almacenar la cantidad suficiente para alimentar a los cincuenta mil hombres durante los doce meses entre una cosecha y otra. En el convoy de pertrechos venían todas las cosas que, por los informes, sabía Mario que no iba a encontrar en la Galia Transalpina o que existiría escasez de ellas: brea, grandes vigas, poleas, herramientas, grúas, cabrestantes, cal y cantidades masivas de tornillos y clavos de hierro. En Populonia y Pisae, los dos puertos a donde llegaban los lingotes de hierro dulce de la isla de Ilva, el praefectum fabrum había adquirido todos los existentes y los había hecho transportar en carros para las necesidades de fundición; entre los pertrechos y la maquinaria había yunques, crisoles, martillos, ladrillos y todo lo necesario. Ya había una cuadrilla acarreando madera para hacer un buen aprovisionamiento de carbón, ya que sin carbón no se podía obtener un horno con la temperatura apropiada para fundir el hierro, y no digamos acerarlo.

Cuando dio media vuelta camino de la tienda del general, Sila había ya decidido que había llegado el momento. Acababa de encontrar solución para el aburrimiento; una solución capaz de procurarle todo el drama que su espíritu necesitaba. La idea había tomado forma mientras se hallaba en Roma y la había ido madurando a lo largo de la marcha por la costa. Y acababa de cristalizar. Sí, había llegado el momento de ver a Cayo Mario.

El general estaba solo, escribiendo concienzudamente.

—Cayo Mario, ¿tendrías una hora para dedicarme? Quisiera que me acompañases a dar un paseo —dijo Sila, manteniendo abierto el faldón que separaba la tienda del toldo de piel que protegía al oficial de guardia. Un rayo de luz caía sobre su espalda, confiriéndole un aura de oro líquido, del que destacaban su cabeza y los hombros bañados por los largos rizos de su cabellera.

Mario alzó la cabeza y contempló el encuadre con desagrado.

—Necesitas cortarte el pelo —dijo sin preámbulos—. Unos centímetros más y parecerás una bailarina.

—¡Extraordinario! —exclamó Sila, sin moverse.

—Desidia, diría yo —replicó Mario.

—Lo extraordinario es que no lo hayas advertido durante meses, y justo ahora que venía a hablarte de ello, lo adviertes. No lees en la mente de la gente, Cayo Mario, pero creo que sintonizas con el pensamiento de tus colaboradores.

—Lo que dices también parece propio de una bailarina —respondió Mario—. ¿Por qué quieres que te acompañe a pasear?

—Porque quiero hablarte en privado, Cayo Mario, en algún sitio seguro en el que las paredes no oigan. Un paseo será lo mejor.

Mario dejó la pluma, enrolló el papel y se puso en pie.

—Prefiero pasear a escribir, Lucio Cornelio. Vamos.

Cruzaron el campamento a buen paso sin hablar ni fijarse en las curiosas miradas que suscitaban por parte de centuriones, soldados y cadetes; al cabo de tres años de campañas con Cayo Mario y Lucio Cornelio, los legionarios habían adquirido un conocimiento tan certero de sus comandantes, que sabían cuándo tramaban algo importante. Y aquel día notaban que algo se traían entre manos.

Estaba ya muy avanzado el día para tratar de ascender al altozano, así que se detuvieron en un sitio en el que el viento se llevaba sus palabras.

—Bien, ¿de qué se trata? —inquirió Mario.

—Comencé a dejarme crecer el pelo en Roma —dijo Sila.

—No me había fijado hasta ahora. Supongo que el pelo tiene que ver con lo que quieres decirme.

—Voy a convertirme en galo —dijo Sila.

—¡Oh! Cuéntame, Lucio Cornelio —dijo Mario con aire de prevención.

—El aspecto más frustrante de esta campaña contra los germanos es nuestra más absoluta falta de información sobre ellos —respondió Sila—. Desde el principio, cuando los táuricos nos enviaron su primera petición de ayuda y supimos que los germanos iniciaban una migración, nos hemos tropezado con el inconveniente de que no sabemos nada sobre ellos. No sabemos quiénes son, de dónde vienen, qué dioses adoran, y menos por qué migran de sus países de origen, qué clase de organización social tienen y cómo se gobiernan. Y lo más importante, no sabemos por qué nos derrotan y luego se alejan de Italia.

Hablaba con la vista apartada de Mario, los últimos rayos de sol los envolvían y éste sentía un extraño temor; raras veces le causaba impresión una faceta oculta de Sila, esa faceta que él denominaba inhumana, en un sentido muy distinto del habitual. No, se trataba de que, simplemente, parecía que Sila de pronto descorriera un velo y apareciese distinto a un ser humano, y tampoco es que apareciese como un dios; se transformaba en un ser distinto a ningún mortal. Y en aquel momento, aquella faceta cobraba mayor relieve y era como si tuviese un sol interno en la mirada.

—Continúa —dijo Mario.

—Antes de salir de Roma me compré dos esclavos. Han viajado conmigo y los tengo aquí. Uno es un galo de Carnutes, la tribu depositaria de la religión celta. Es una fe extraña; creen que los árboles son seres animados, que tienen espíritu o algo parecido; es muy difícil establecer una comparación con nuestras creencias. El otro es un germano de los cimbros, capturado en Noricum cuando la derrota de Carbo. Los tengo a los dos separados y ninguno sabe de la existencia del otro.

—¿Y no te has enterado de cosas de los germanos por tu esclavo? —inquirió Mario.

—Nada. Pretende no saber nada de quiénes son ni de dónde proceden. Por mis averiguaciones he llegado a la conclusión de que su ignorancia es un rasgo común a todos los germanos que hemos capturado y tenemos como esclavos, aunque dudo mucho que haya ningún amo romano que haya intentado obtener información. Eso, ahora, da igual. Mi propósito al comprar ese germano era obtener información, pero viendo que era tan recalcitrante, y no tiene objeto torturar a un individuo que parece un buey, se me ocurrió otra idea. La información, Cayo Mario, suele ser de segunda mano, y, para nuestros propósitos, inadecuada.

—Cierto —dijo Mario, que sabía adónde quería ir a parar Sila, pero no deseaba presionarle.

—Así que empecé a pensar que si no era inminente la guerra con los germanos, nos interesaba tratar de obtener información de primera mano —continuó Sila—. Mis dos esclavos han estado al servicio de romanos bastante tiempo y hablan latín, aunque en el caso del germano, un latín rudimentario. Lo curioso es que, por el galo, he sabido que entre sus compatriotas de pelo largo la segunda lengua es el latín, no el griego. Bueno, no es que vaya a suponer que los galos vayan por ahí contando chistes en latín, pero gracias a los contactos que mantenemos con las tribus asentadas, como son los eduos, a través de soldados y comerciantes, hay galos que tienen conocimientos de latín y han aprendido a leerlo y escribirlo, y, como su lengua no se escribe, cuando leen y escriben lo hacen en latín. No en griego. Es fascinante, ¿verdad? Estamos tan acostumbrados a pensar que el griego es la lengua universal que resulta gracioso que haya una parte del mundo en la que se prefiera el latín.

—No siendo erudito ni filósofo, Lucio Cornelio, debo confesarte que no es algo que me subyugue. No obstante —añadió Mario con una tímida sonrisa—, sí que tengo sumo interés en saber datos sobre los germanos.

—¡Tocado, Cayo Mario! —exclamó Sila alzando las manos, como rindiéndose—. Muy bien. Veamos: hace casi cinco meses que vengo aprendiendo la lengua de los carnutos del centro de la Galia y el idioma de los cimbros germánicos. Mi maestro de carnuto siente mayor entusiasmo por el plan que mi maestro de germano, pero también hay que decir que es más despierto. —Sila hizo una pausa para reflexionar sobre tal afirmación y no acabó de complacerle—. Mi impresión de que el germano es más cerrado de mollera quizá no sea correcta; quizá sea porque la añoranza de los suyos es más fuerte que en el caso del galo y le produce un distanciamiento mental de su actual desgracia. O, dado la suerte de la sisa y el hecho de que fue lo bastante tonto para dejarse capturar en una guerra que ganaron los suyos, quizá si que sea un germano tonto.

—Lucio Cornelio, mi paciencia no es inagotable —dijo Mario, más bien en tono de resignación—. ¡Pareces un peripatético especialmente peripatético!

—Perdona —replicó Sila con una sonrisa, volviéndose a mirarle a la cara. El fulgor en sus ojos cesó y de nuevo pareció un ser mortal—. Con mi pelo, mi tez y mis ojos —prosiguió animado—, puedo hacerme pasar fácilmente por galo. Voy a convertirme en galo y viajar a zonas en que los romanos no se arriesgarían a aventurarse. Concretamente, pienso seguir a los germanos en su marcha hacia Hispania, lo que, tengo entendido, incluye a los cimbros y seguramente a los otros pueblos. Sé suficiente címbrico para entender al menos lo que dicen, y por eso me centraré en los cimbros. —Lanzó una carcajada—. En realidad, mi pelo tendría que ser más largo que el de una bailarina, pero, de momento, valdrá; si me preguntan por qué es tan corto diré que tuve una enfermedad en el cráneo y tuve que cortármelo. Suerte que me crece rápido.

No dijo más. Durante un buen rato Mario tampoco dijo nada; se limitó a poner el pie en un tronco, a apoyar el codo en la rodilla y la barbilla en el puño. La verdad es que no sabía qué decir. Llevaba meses preocupado porque iba a perder a Lucio Cornelio en los placeres de Roma porque la campaña iba a ser demasiado aburrida, y todo aquel tiempo Lucio Cornelio había estado elaborando pacientemente un plan que nada tenía de aburrido. ¡Menudo plan! ¡Vaya hombre! Ulises era el primer espía conocido de la historia en su disfraz de troyano, infiltrándose dentro de Ilión para recoger toda la información posible, y uno de los temas preferidos que los grammaticus imponían a los alumnos era si Calcas se pasó a los aqueos porque estaba realmente harto de los troyanos, porque quería espiar por cuenta del rey Príamo, o porque quería sembrar la discordia entre los reyes de Grecia.

Ulises también tenía el pelo rojo y también era de alta cuna. Sin embargo, a Mario le resultaba imposible pensar en Sila como un Ulises redivivo. Era un hombre suyo en todos los aspectos y tenía un plan perfecto. Era un hombre sin miedo que veía aquella fantástica misión con perspectiva práctica y… y de un modo irrebatible. En otras palabras, lo enfocaba como el aristócrata romano que era, y no albergaba dudas ante un posible fracaso, porque sabía que era mejor que los demás mortales.

Bajó el puño, el codo y la pierna, lanzó un suspiro e inquirió:

—¿Crees sinceramente que puedes conseguirlo, Lucio Cornelio? ¡Qué romano más extraordinario eres! Siento enorme admiración por ti y por tu magnífico plan, pero tendrás que desprenderte de todo vestigio de romano, y no sé yo si un romano es capaz de eso. Nuestra cultura es tan profunda que deja marcas indelebles. Tendrás que vivir una farsa.

—¡Oh, Cayo Mario, toda mi vida he vivido una clase u otra de mentira! —replicó Sila enarcando una de sus rubias cejas y esbozando una mueca con las comisuras de los labios.

—¿Incluso ahora?

—Incluso ahora.

Reemprendieron el camino.

—¿Piensas ir solo, Lucio Cornelio? —inquirió Mario—. ¿O crees que será mejor ir acompañado? ¿Y si necesitas enviarme un mensaje urgente y no puedes hacerlo tú? ¿No te sería útil tener un compañero para que os sirváis mutuamente de espejo?

—He pensado en eso —respondió Sila—, y quisiera ir con Quinto Sertorio.

De entrada, Mario pareció encantado, pero luego puso ceño.

—Su tez es demasiado oscura; no pasaría por galo, y menos por germano.

—Cierto. Pero podría ser un griego con sangre celtibérica —dijo Sila con un carraspeo—. En realidad, cuando salimos de Roma le regalé un esclavo, un celtíbero de los ilergetes. No le expliqué lo que tramaba, pero le dije que aprendiese a hablar celtíbero.

—Está muy bien pensado —dijo Mario mirándole—. Lo apruebo.

—Entonces, ¿puedo llevarme a Quinto Sertorio?

—Claro. Aunque sigo pensando que es de tez demasiado oscura y eso podría delatarte.

—No, no pasará nada. Quinto Sertorio me servirá admirablemente y su color de piel creo que será positivo. Mira, Quinto Sertorio tiene magia animal y los hombres con magia animal tienen un gran ascendiente entre los pueblos bárbaros. Ese color de piel realzará sus poderes chamánicos.

—¿Magia animal? ¿Qué es eso?

—Quinto Sertorio tiene poder para someter a las fieras. Lo descubrí en África un día que silbó a un gatopardo y lo acarició. Y, apenas estaba yo pensando un papel para él en esta misión cuando amaestró a un aguilucho al que había estado curando, aunque sin extirparle el instinto natural de ser libre y volar. El ave vive ahora como debe según su naturaleza, pero sigue siendo amiga suya, viene a verle, se le posa en el brazo y le da besos. Los soldados le guardan reverencia. Es un buen presagio.

—Lo sé —dijo Mario—. El águila es la insignia de las legiones y Quinto Sertorio la refuerza.

Permanecieron mirando un lugar en que estaban clavando en el suelo seis águilas de plata en astas también de plata, adornadas con coronas, phalerae y torcas; ante ellas ardía un fuego en un trípode, había una guardia firme y un sacerdote togado con la cabeza cubierta echaba incienso en las brasas del trípode mientras recitaba las plegarias del atardecer.

—¿Cual es exactamente la importancia de esa magia con los animales? —inquirió Mario.

—Los galos son muy supersticiosos en relación con los espíritus que habitan los animales salvajes, y tengo entendido que también los cimbros y germanos. Quinto Sertorio personificará perfectamente a un chamán de una tribu hispánica tan remota, que ni las tribus de los Pirineos sabrán de su existencia —dijo Sila.

—¿Cuándo piensas ponerte en marcha?

—Muy pronto. Pero preferiría que se lo dijeras tú a Quinto Sertorio —dijo Sila—. Él querrá venir, pero es absolutamente leal a tu persona; así que es mejor que se lo digas tú. No debe saberlo nadie —añadió con un resoplido—. ¡Nadie!

—Estoy totalmente de acuerdo —respondió Mario—. Pero hay tres esclavos que saben algo, ya que han estado dando clases de idiomas. ¿Quieres que los vendamos y los enviemos a ultramar?

—¿A qué tantas complicaciones? —replicó Sila, sorprendido—. Pienso matarlos.

—Excelente idea. Pero perderás dinero.

—No es una fortuna. Digamos que es mi contribución al éxito de la campaña contra los germanos —respondió Sila sin inmutarse.

—Haré que los maten en cuanto salgáis.

—No —replicó Sila meneando la cabeza—, yo mismo haré el trabajo sucio. Y en seguida. A Quinto Sertorio le han enseñado todo lo que pueden. Mañana los enviaré a Massilia con una encomienda. —Se estiró y bostezó voluptuosamente—. Tiro muy bien con arco, Cayo Mario, y los marjales de las salinas están desiertos. Todos pensarán que han escapado. Incluso Quinto Sertorio.

Me siento muy apegado a la tierra, pensó Mario. No es que me importe mandar a hombres a la muerte a sangre fría; forma parte de la vida, lo sabemos y no ofende a los dioses, pero él es un patricio romano de vieja alcurnia, claro. Muy por encima de la tierra. Un semidiós. Y Mario se encontró pensando en las palabras de la adivina Marta, que en aquel instante se hallaba lujosamente instalada en su casa de Roma como huésped de honor. Un romano mucho más grande que él, también un Cayo, pero un Julio, no un Mario… ¿Era eso lo que hacía falta? ¿Una gota semidivina de sangre patricia?

* * *