Durante el invierno que Quinto Servilio Cepio pasó en Narbo llorando su oro perdido, recibió una carta del joven abogado Marco Livio Druso, uno de los pretendientes más fervientes de Aurelia, y uno de los más decepcionados.
Tenía diecinueve años al morir mi padre el censor, quien me dejó en herencia no sólo sus bienes, sino también el cargo de paterfamilias. Quizá por suerte, la única carga molesta fue mi hermana de trece años, por ser huérfana de padre y madre. En aquel entonces, mi madre Cornelia se ofreció a admitir a mi hermana en su casa, pero, naturalmente, yo me negué. Aunque no hubo divorcio, sé que conocéis la frialdad que existía entre mis padres y que llegó a su punto culminante cuando mi padre dispuso que mi hermano fuese adoptado. Mi madre siempre le quiso más que a mi y, al convertirse en Marco Emilio Lépido Liviano, alegó que era muy joven y fue a vivir con él en el nuevo hogar, en donde, efectivamente, encontró una clase de vida mucho más libre y licenciosa de la que habría tenido bajo el techo de mi padre. Os refresco la memoria en estas cosas por pundonor, pues considero mancillado mi honor por la conducta vil y egoísta de mi madre.
Me enorgullezco de haber criado a mi hermana Livia Drusa como corresponde a su alta posición. Tiene ahora dieciocho años y está en edad casadera. Igual que yo mismo, Quinto Servilio, con mis veinticinco años. Sé que existe la costumbre de aguardar hasta pasados los veinticinco años para casarse y sé que hay muchos que prefieren esperar hasta entrar en el Senado, pero yo no puedo. Soy el paterfamilias y el único Livio Druso varón que queda de mi generación. Mi hermano Mamerco Emilio Lépido Liviano ya no puede reclamar sus derechos al nombre de Livio Druso ni a heredar parte de la fortuna. Por consiguiente, me incumbe a mí el casarme y procrear, si bien al morir mi padre había decidido esperar hasta que mi hermana tuviese edad para casarse.
Era una carta tan rígida y formalista como su autor, pero Quinto Servilio Cepio no encontraba falta en ello; él había sido buen amigo del padre del joven, del mismo modo que lo eran su hijo y el joven.
Por consiguiente, Quinto Servilio, desearía, como cabeza de familia, proponeros una alianza matrimonial a vos, cabeza de vuestra familia. Por cierto, no he considerado oportuno hablar de este asunto con mi tío Publio Rutilio Rufo. Aunque nada tengo contra él como marido de mi tía Livia y padre de sus hijos, no creo tampoco que su sangre y su carácter tengan suficiente categoría como para que su consejo cuente. Por ejemplo, hace poco llegó a mis oídos que había convencido a Marco Aurelio Cota para que permitiese a su hijastra Aurelia elegir esposo por si misma. Difícil es imaginar actitud más antirromana. Y naturalmente, ella eligió a un guapo mozo llamado Julio César, un muchacho débil y pobre que nunca llegará a nada.
Ya estaba. Con eso ajustaba cuentas con Publio Rutilio Rufo. Al pobre Marco Livio Druso le habían dado calabazas, pero también habían herido su dignitas.
Al decidir esperar a mi hermana, pensé que evitaba a mi futura esposa la responsabilidad de acogerla en su casa y corresponder a su conducta. No veo virtud alguna en transmitir las tareas de uno a quienes no puede esperarse que las desempeñen con igual esmero.
Lo que os propongo, Quinto Servilio, es que consintáis en darme en matrimonio a vuestra hija, Servilia Cepionis, y permitáis que vuestro hijo Quinto Servilio se case con mi hermana Livia Drusa. Es una solución ideal para ambas familias. Nuestros lazos conyugales se remontan a muchas generaciones y tanto mi hermana como vuestra hija tienen dotes iguales, lo cual significa que no habrá dinero que cambie de manos, una ventaja en estos tiempos de escasez monetaria.
Os ruego me comuniquéis vuestra decisión.
En realidad no había nada que decidir; era el enlace que Quinto Servilio Cepio había soñado, pues la fortuna de los Livio Druso era inmensa, igual que su alcurnia.
Contestó inmediatamente:
Mi apreciado Marco Livio, estoy encantado. Tenéis mi permiso para hacer todos los preparativos.
Druso abordó el asunto con su amigo Cepio hijo, ansiando preparar el terreno antes de que llegase la carta que, indudablemente, Quinto Servilio Cepio dirigiría a su hijo; mejor que Cepio hijo viese su próximo matrimonio tan deseable como impuesto por una orden paterna.
—Me gustaría casarme con tu hermana —le dijo a Cepio hijo, algo más bruscamente de lo que había previsto.
Cepio hijo parpadeó sin contestar.
—Y me gustaría que tú te casases con mi hermana —añadió Druso.
Cepio hijo parpadeó sucesivamente, pero no contestó.
—Bien, ¿qué me dices? —inquirió Druso.
Finalmente, Cepio hijo centró su cerebro (que no era tan grande como su fortuna ni su alcurnia) y contestó:
—Tendré que pedírselo a mi padre.
—Ya lo he hecho yo —replicó Druso—. Y está encantado.
—¡Ah! Pues bien —dijo Cepio hijo.
—¡Quinto Servilio, quiero saber qué te parece a ti! —añadió Druso, exasperado.
—Bien, a mi hermana le gustas, así que no hay nada que objetar. Y a mí me gusta tu hermana, pero…
—¿Pero qué? —inquirió Druso.
—No creo que yo le guste a ella.
Ahora fue Druso el que se quedó perplejo.
—¡Bah, tonterías! ¿Cómo no vas a gustarle? ¡Eres mi mejor amigo! ¡Claro que le gustas! Es un arreglo ideal; así todos seguiremos juntos.
—Pues me encantará —añadió Cepio hijo.
—¡Bien! —exclamó Druso—. Ya he hablado todo lo que hay que hablar en la carta que le escribí a tu padre. Por las dotes y todo lo demás. No hay de qué preocuparse.
—Muy bien —dijo Cepio hijo.
Estaban sentados en un banco, bajo una espléndida encina que había junto al estanque de Curcio, en la parte baja del Foro Romano; acababan de comer unas deliciosas empanadas sin levadura rellenas con una mezcla muy bien aderezada de lentejas con cerdo picado.
Druso se puso en pie, entregó la servilleta a su criado personal y aguardó a que le revisara la impoluta túnica por si tenía manchas de comida.
—¿Adónde vas con tanta prisa? —inquirió Cepio hijo.
—A casa, a comunicar la noticia a mi hermana —contestó Druso—. ¿No crees que deberías ir a casa a decírselo a la tuya? —añadió enarcando una de sus puntiagudas cejas.
—Supongo… —contestó Cepio hijo, no muy seguro—. ¿Y por qué no se lo dices tú? A ella le gustas.
—¡No, necio, tienes que decírselo tú! En este momento estás in loco parentis y es tu obligación, del mismo modo que me sucede a mí con Livia Drusa.
Tras lo cual, tomó Foro adelante hacia la escalinata de las Vestales.
Su hermana estaba en casa. ¿Dónde, si no? Como Druso era el cabeza de familia, y su madre —Cornelia— tenía prohibida la entrada, Livia Drusa no podía abandonar la casa un instante sin permiso de su hermano. Y no se atrevía a escapar un solo momento, porque a ojos de él estaba marcada por el oprobio de su madre y considerada una criatura débil y corruptible a la que no se podía consentir el menor desliz; él habría pensado lo peor de ella, aunque no hubiera hecho nada malo.
—Por favor, di a mi hermana que venga al despacho —dijo al mayordomo nada más entrar.
La casa tenía fama de ser la mejor de Roma y había sido concluida al morir Druso el censor. Por hallarse situada en el punto más alto del acantilado del Palatino, sobre el Foro Romano, la vista desde el balcón porticado de su último piso era magnífica. Junto a ella estaba el área Flacciana, el solar en que había estado edificada la casa de Marco Fulvio Flaco, y más allá se hallaba la casa de Quinto Lutacio Catulo César.
De auténtico estilo romano, incluso los muros contiguos al solar vacío eran sin ventanas. Una tapia alta con una fuerte puerta de madera y dos puertas para mercancías constituía la fachada al Clivus Victoriae, que era su parte trasera; la fachada delantera estaba del lado de la panorámica, con tres pisos y sobre pilares y firmemente cimentada en el borde del acantilado. El último piso, al mismo nivel que el Clivus Victoriae, era la vivienda de la familia; almacenes, cocinas y habitaciones de los criados se hallaban en el piso de abajo y no llegaban hasta el fondo de la construcción por la pendiente del acantilado.
Las puertas de entrada de mercancías daban directamente al jardín peristilo, que era tan espacioso que contaba con seis magníficos árboles de loto bien desarrollados e importados como pimpollos de Africa noventa años antes por Escipión el Africano, que había sido propietario del solar. Florecían todos los veranos, derramando una lluvia de pétalos rojos, anaranjados y amarillo fuerte —había dos de cada color— que duraban un mes y llenaban de aroma la casa; más adelante se llenaban de hojitas compuestas de color verde claro parecidas a helechos, y en invierno quedaban desnudos, permitiendo el paso de los rayos de sol al patio. Había un largo estanque poco profundo de mármol blanco con cuatro fuentes de bronce del gran Mirón en las esquinas, y estatuas de bronce de tamaño natural, también de Mirón y de Lisipo, dispuestas en su perímetro, representando sátiros y ninfas, Artemisa, Acteón, Dionisos y Orfeo. Eran todas de bronce pintado de sorprendente naturalismo, por lo que a primera vista parecía haber en el jardín una reunión de dioses.
Una columnata dórica rodeaba los laterales del peristilo y el lado opuesto al de la calle; eran columnas de madera pintada de amarillo, con base y capitel en vivos colores. El suelo de la columnata era de cerámica pulimentada y las paredes estaban pintadas en llamativos tonos verdes, azules y amarillos, y en los espacios que marcaban las pilastras de cerámica roja colgaban pinturas de los mejores artistas: un niño con uvas de Zeuxis, una Locura de Ajar de Parrasio, desnudos masculinos de Timantes, un retrato de Alejandro Magno del gran Apeles y un caballo de este mismo artista, tan realista, que parecía pegado a la pared visto desde el extremo de la columnata.
El despacho daba al tramo de la columnata del lado de las grandes puertas de bronce, y el comedor, al lado opuesto. Tenía un atrium tan grande como la casa de César, iluminado por una abertura rectangular en el techo soportada por columnas en sus cuatro esquinas y los lados mayores del estanque. Las paredes estaban decoradas con realistas trampantojos simulando pilastras, pedestales y entablamentos, y los paneles entre ellas, decorados con cubos en blanco y negro, tan tridimensionales que parecían saltar de la pared, sobre un profuso fondo de motivos florales. Los colores eran fuertes, dominando el rojo, acompañado de azules, verdes y amarillos.
Los relicarios ancestrales con las máscaras de cera de los antepasados de los Livios Drusos estaban perfectamente conservados, por supuesto. Sobre unos pedestales pintados llamados hermas, porque su ornamentación eran falos, había bustos de antepasados, dioses, mujeres de la mitología y filósofos griegos, todos ellos de impresionante realismo pictórico. Bordeaban el impluvium estatuas de tamaño natural, pintadas y muy realistas, unas sobre pedestal de mármol y otras dispuestas simplemente en el suelo. Pendían grandes lámparas de plata y oro del ornamentado y profundo techo de escayola (estaba pintado simulando un cielo estrellado entre filas de flores de escayola dorada) y había otras de pie de más de dos metros, sobre un suelo de mosaico policromo representando una orgía de Baco con las bacantes, bailando, bebiendo, dando de comer a los ciervos y enseñando a beber a los leones.
Druso no advertía aquella magnificencia porque estaba acostumbrado a ella y no le impresionaba; habían sido su padre y su abuelo los que se interesaban con un gusto ejemplar por las obras de arte.
El mayordomo encontró a la hermana de Druso en el porche que daba al atrium. Livia Drusa siempre estaba más sola que la una. La casa era tan grande que ni siquiera tenía la excusa de necesitar pasear por la calle, y cuando le apetecía comprar, su hermano hacía venir a varios tenderos y vendedores que desplegaban sus productos en los espacios de la columnata y luego el mayordomo pagaba todo lo que ella había elegido. Mientras que las dos Julias habían recorrido las zonas más respetables de Roma bajo el ojo vigilante de su madre o de sirvientes de confianza, Aurelia visitaba constantemente a parientes y amigas de la escuela y las Clitumnas y Nicopolis romanas llevaban una vida tan libre que hasta comían recostadas, Livia Drusa vivía en un absoluto enclaustramiento, prisionera de una riqueza y un lujo tan excelsos que no se le permitía el menor desliz; era, igualmente, la víctima de la fuga de aquella madre que había optado por vivir su vida.
Livia Drusa tenía diez años cuando su madre —una Cornelia de los Escipiones— había abandonado la casa familiar de los Livios Drusos. La niña había quedado al cuidado de un padre indiferente, que prefería pasar el día paseando por la columnata mirando sus obras de arte, y de una serie de criadas y tutores demasiado impresionados por el poder de los Livios Drusos para hacer amistad con ella; a su hermano mayor, que por entonces tenía trece años, apenas lo veía. Tres años después de que su madre dejase la casa con su hermano menor Mamerco Emilio Lépido Liviano, como ahora se le llamaba, se habían trasladado de la vieja casa a este vasto mausoleo; y allí se encontraba perdida, era un pequeño átomo que se desplazaba sin objeto por aquellos espacios infinitos, privada de cariño, conversación, compañía y cosas que ver. La muerte de su padre, casi inmediatamente después del traslado, no había cambiado para nada su situación.
Tan poco acostumbrada estaba a la risa, que cuando a veces le llegaba desde las atestadas celdillas sin ventilación de los sirvientes en el piso de abajo, no sabía qué era y a qué se debía. El único mundo al que había entregado sus afectos era el de los rollos de libros, ya que nadie le impedía leer y escribir y era algo que hacía sin trabas a diario, emocionándose con la cólera de Aquiles y las hazañas de griegos y troyanos, los relatos de héroes, de monstruos, de dioses y mujeres mortales, por los que aquéllos parecían suspirar cual si fuesen más deseables que las inmortales. Por la época en que tuvo que superar ella sola la sorpresa de las manifestaciones físicas de la pubertad, pues no tenía a nadie que le explicase a qué se debían ni lo que había que hacer, su naturaleza ávida y apasionada descubrió la belleza de la poesía amorosa. Además de saber el griego tan bien como el latín, descubrió a Alcmán, inventor (o eso se decía) del poema de amor, y luego leyó los cantos a doncellas de Píndaro, a Safo y a Asclepíades. El anciano Sosio del Argiletum, que a veces hacía paquetes con todo lo que tenía en la tienda y los mandaba a casa de Druso, no tenía idea de quién era el lector, imaginándose que era el propio Druso. Así, poco después de que Livia Drusa cumpliese diecisiete años, comenzó a enviarle libros del nuevo poeta Meleagro, un autor muy vitalista y muy inclinado a los temas eróticos y amorosos. Más fascinada que reacia, Livia Drusa descubrió la literatura erótica y gracias a Meleagro despertó, por fin, sexualmente.
Y eso no le hizo ningún bien, porque no salía ni veía a nadie. En aquella casa habría sido impensable tener escarceos con algún esclavo o que un esclavo hubiese hecho insinuaciones a Livia Drusa. A veces veía a los amigos de su hermano Druso, pero sólo de pasada; salvo en el caso de su mejor amigo, Cepio hijo. Y a Cepio hijo, corto de piernas, con granos en la cara y nada exótico, ella lo comparaba con los bufones de las comedias de Menandro o con el repugnante Tersites a quien Aquiles deformó de un manotazo cuando le acusó de haber fornicado con el cadáver de Pentesilea, la reina de las amazonas.
Y no es que Cepio hijo hiciera cosas que la obligasen a recordar a los bufones o a Tersites, sino que su febril imaginación había atribuido a esos personajes el rostro de Cepio hijo. Su héroe de la antigüedad preferido era el rey Odiseo (pensaba en él en griego y por eso le daba el nombre en griego), pues le gustaba el habilísimo modo en que solucionaba los dilemas de los demás, y para ella aquel galanteo a la esposa, y luego el luto que ella le había guardado veinte años frente a sus pretendientes en espera de su regreso, era la historia de amor homérica más romántica y emocionante. Y a Odiseo se lo representaba con el rostro del joven que ella había visto un par de veces en el porche de la casa que había debajo de la de Druso. Es decir, la de Cneo Domicio Ahenobarbo, que tenía dos hijos; pero ninguno de ellos era el joven que ella había visto, porque a ellos sí los había conocido de pasada una vez que habían acudido a visitar a su hermano.
Odiseo tenía el pelo rojo y era zurdo (aunque si hubiera leído con más cuidado habría descubierto que tenía las piernas demasiado cortas en relación con el tronco, y habría perdido su entusiasmo por él, ya que las piernas cortas era lo que más detestaba Livia Drusa), igual que el extraño joven que había visto en el porche de Domicio Ahenobarbo. Era muy alto, de anchos hombros, y la toga le caía de un modo que daba a entender que el resto del cuerpo era esbelto y fuerte. Su rojo cabello brillaba al sol y tenía una cabeza altiva de largo cuello, la cabeza de un rey como Odiseo. Incluso desde tan lejos como le había visto, era evidente su nariz aguileña, aunque no había podido distinguir nada más del rostro; a pesar de ello estaba segura de que tendría los ojos grandes y de color gris claro, como los del rey Odiseo de Itaca.
Así que, cuando leyó los abrasadores poemas de amor de Meleagro, se vio en el papel de la muchacha o del joven seducidos por el poeta, y el poeta era inexorablemente el joven de la casa de Ahenobarbo. Si acaso Livia Drusa pensaba en Cepio hijo, era con una mueca de asco.
—Livia Drusa, Marco Livio quiere veros ahora mismo en su despacho —dijo el mayordomo, interrumpiendo su sueño, que consistía en permanecer lo que fuese necesario en el porche abalconado para ver aparecer al joven pelirrojo en la casa que estaba a unos diez metros más abajo.
Naturalmente, la convocatoria la sacó de su abstracción y tuvo que seguir al mayordomo al piso de abajo.
Druso estaba en el escritorio leyendo, pero levantó la vista nada más entrar su hermana, con gesto tranquilo, indulgente, más que de distanciado interés.
—Siéntate —dijo, señalándole una silla enfrente del escritorio.
Livia Drusa tomó asiento con igual calma e igual seriedad que su hermano, a quien raramente había oído reír y muy pocas veces veía sonreír. Lo mismo que él habría podido decir de ella.
Con cierta alarma, Livia Drusa notó que la observaba con más detenimiento de lo habitual. Su interés era una tarea por poderes, una inspección que efectuaba por cuenta de Cepio hijo. Pero, naturalmente, ella no podía saberlo.
Sí, era muy bonita, se dijo; y aunque fuese de baja estatura, al menos no sufría la tara familiar de las piernas cortas. Tenía muy buena silueta, con pechos llenos y altos, cintura estrecha y caderas redondas; manos y pies eran delicados y pequeños —señal de hermosura— y no se mordía las uñas, sino que las llevaba bien cuidadas. Tenía una barbilla espigada, frente amplia y nariz bastante larga y un tanto aquilina. En cuanto a boca y ojos, cumplía todos los requisitos de la auténtica hermosura, pues tenía unos ojos grandes y bien abiertos y una boca pequeña en forma de capullo de rosa. El cabello, espeso y bien peinado, era negro, igual que los ojos, las cejas y las pestañas.
Sí, Livia Drusa era bonita. Aunque, claro, no era una Aurelia, pensó con una penosa contracción de su corazón al simple recuerdo de su adorada. ¡Con qué premura había escrito a Quinto Servilio nada más enterarse del inminente matrimonio de Aurelia! Pues tanto mejor. No había nada malo en los Aurelios, pero ni en riqueza ni en categoría social podían compararse con los Servilios patricios. Además, siempre le había gustado la joven Servilia Cepionis, y no tenía reparos en hacerla su esposa.
—Querida, te he encontrado esposo —dijo sin preámbulos, muy contento por su decisión.
La noticia era un sobresalto para ella, pero supo mantenerse lo bastante impasible; luego se humedeció los labios y preguntó:
—¿Quién, Marco Livio?
—¡Un muchacho inmejorable y muy buen amigo! —respondió él, entusiasmado—. Quinto Servilio hijo.
Su rostro se contrajo en un gesto de auténtico horror y abrió los labios para hablar sin poder hacerlo.
—¿Qué sucede? —inquirió el hermano, sorprendido.
—No puedo casarme con él —musitó Livia Drusa.
—¿Por qué?
—¡Es repulsivo… repugnante!
—¡No seas absurda!
Livia Drusa comenzó a mover la cabeza con enérgica vehemencia.
—¡No me casaré con él, no lo haré!
Una siniestra idea acudió a la mente de Druso, pensando en su madre; se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y se plantó ante su hermana.
—¿Has estado viéndote con alguno?
Livia Drusa dejó de mover la cabeza y alzó la vista, ofendida.
—¿Yo? ¿Cómo voy a conocer a nadie, encerrada en esta casa toda mi vida? ¡Los únicos hombres que he visto son los que traes tú, y ni siquiera tengo ocasión de hablar con ellos! ¡Si los invitas a cenar y a mí no me dejas sentarme a la mesa… Sólo en las ocasiones en que viene a cenar ese horrible Quinto Servilio hijo!
—¡Cómo te atreves! —replicó él montando en cólera; no le cabía en la cabeza que alguien juzgase a su mejor amigo de forma distinta a la suya.
—¡No me casaré con él! —gritó ella—. ¡Antes la muerte!
—Ve a tu habitación —dijo él, impertérrito.
Ella se puso en pie y se dirigió a la puerta que daba a la columnata.
—No a tu sala de estar, Livia Drusa; a tu dormitorio. Y no salgas hasta que entres en razón.
Ella le dirigió una mirada de ira, pero dio media vuelta y salió por la puerta del atrium.
Druso permaneció junto a la silla en la que había estado sentada su hermana, procurando dominar su indignación. ¡Qué absurdo! ¡Cómo se atrevía a rebelarse!
Al cabo de un rato logró dominar su genio y coger por los cuernos aquella irritación, aunque sin saber qué hacer con ella. En toda su vida nadie le había llevado la contraria; nadie le había puesto en una situación en la cual le resultara imposible ver una salida lógica. Acostumbrado a que le obedeciesen y a ser tratado con una deferencia y un respeto poco frecuentes para una persona tan joven como él, no sabía qué hacer. De haber conocido mejor a su hermana —y no tenía más remedio que admitir que no la conocía en absoluto—, si viviera su padre… si su madre… ¡Vaya apuro! ¿Qué haría?
Doblegarla un poco, se dijo. Y mandó venir al mayordomo.
—La señora Livia Drusa me ha ofendido —dijo con admirable calma y sin mostrar ira—, y le he ordenado que no salga de su dormitorio. Hasta que puedas ponerle cerrojo, ten a alguien de guardia constante en la puerta. Envíale una mujer a quien no conozca para que la atienda y bajo ningún concepto la dejes salir del cuarto. ¿Está claro?
—Perfectamente, Marco Livio —respondió el mayordomo, impasible.
Y así comenzó la pugna. Livia Drusa quedó confinada en una prisión más reducida de lo que ella estaba acostumbrada, aunque no tan oscura y sin ventilación como la mayoría de las celdas de dormir, porque estaba pared por medio del porche y tenía una reja cerca del techo. Pero no dejaba de ser una sombría prisión. Cuando pidió libros para leer y papel para escribir, descubrió lo siniestra que era porque se lo negaron. Cuatro paredes que configuraban un espacio cuadrado de dos metros y medio de lado, con una cama, un orinal y comidas monótonas e insípidas que le traía en una bandeja una mujer desconocida: ésa fue la suerte de Livia Drusa.
Mientras tanto, Druso no tuvo más remedio que ocultar a su mejor amigo la actitud de su hermana y no perder un solo minuto. Después de ordenar el encierro de su hermana, volvió a revestirse de la toga y se dirigió a la cercana casa de Cepio hijo.
—¡Ah, bien! —dijo Cepio hijo, sonriendo como un bendito.
—He creído conveniente volver a hablar contigo —dijo Druso, sin mostrar intención de sentarse y sin tener idea de lo que iba a hablar con él.
—Bien, antes ve a ver a mi hermana, Marco Livio, ¿te parece? Está deseando verte.
Al menos eso era buena señal; habría recibido la noticia del compromiso, si no con alegría, sí con ecuanimidad, pensó el desilusionado Druso.
Estaba en la sala de estar, y no cabía duda de que había aceptado bien la propuesta, porque se puso en pie de un salto nada más entrar él y se le echó al pecho, para su gran disgusto.
—¡Oh, Marco Livio! —exclamó, alzando los ojos hacia él con ávida adoración.
¿Por qué no le habría mirado Aurelia así? Pero desechó resueltamente aquella reflexión y dirigió una sonrisa a la estremecida Servilia Cepionis. No era una beldad y tenía las piernas cortas de su familia, pero al menos se había librado de la congénita tendencia a los granos —igual que su hermana Livia— y tenía unos ojos preciosos, de dulce y tierna expresión, bastante grandes, oscuros y brillantes. Aunque no la amaba, pensaba que con el tiempo llegaría a quererla, y siempre le había gustado.
Le dio, pues, un beso en la boca, al que, para su sorpresa, ella correspondió cumplidamente, y estuvo un rato charlando con ella.
—¿Y vuestra hermana, Livia Drusa, está contenta? —preguntó Servilia Cepionis cuando él se disponía a dejarla.
—Muy contenta —respondió Druso, hierático—. Desgraciadamente no se encuentra bien en este momento —añadió.
—¡Oh, qué lástima! Bien, decidle que cuando se encuentre en condiciones de recibir visitas pasaré a verla. Vamos a ser doblemente cuñadas, pero prefiero que seamos amigas.
—Gracias —contestó él con una sonrisa.
Cepio hijo aguardaba impaciente en el despacho de su padre, que él utilizaba ahora que su progenitor se hallaba ausente.
—Estoy encantado —dijo Druso, tomando asiento—. A tu hermana le complace la unión.
—Ya te dije que le gustabas —replicó Cepio hijo—. ¿Y cómo ha recibido Livia Drusa la noticia?
—Encantada —contestó Druso, decidido ya a mentir descaradamente—. Desgraciadamente la he encontrado en cama con fiebre. Ya había venido el médico y está algo preocupado. Parece ser que hay complicaciones y teme que pueda ser algo contagioso.
—¡Por los dioses! —exclamó Cepio hijo, palideciendo.
—Ya veremos —dijo Druso para tranquilizarle—. ¿Te gusta mucho mi hermana, verdad, Quinto Servilio?
—Mi padre dice que es el mejor partido a que puedo aspirar, que he tenido muy buen gusto. ¿Tú le has dicho a ella que me gusta?
—Sí —siguió mintiendo Druso—. Es una cosa evidente desde hace ya un par de años.
—Hoy ha habido carta de mi padre; ya estaba en casa cuando yo volví. Dice que Livia Drusa es tan rica como noble y que a él también le complace —dijo Cepio hijo.
—Bien, en cuanto se encuentre mejor, cenaremos juntos y hablaremos de la boda. A primeros de mayo, ¿no? Antes de la época de mala suerte —dijo Druso poniéndose en pie—. No puedo quedarme, Quinto Servilio; tengo que volver a casa a ver cómo sigue mi hermana.
Tanto Cepio hijo como Druso habían sido elegidos tribunos militares y tenían que ir a la Galia Ulterior con Cneo Malio Máximo, pero la alcurnia, la riqueza y la influencia política mandaban, y mientras que el relativamente modesto Sexto César ni siquiera conseguía permiso de sus tareas de reclutamiento para asistir a la boda de su hermano, a Cepio y a Druso aún no los habían obligado a incorporarse a su destino. Evidentemente, Druso no preveía dificultad alguna en organizar un doble enlace para primeros de mayo, pese a que por entonces los dos novios habrían debido estar cumpliendo sus deberes militares, y aun cuando el ejército estuviera camino de la Galia, siempre podían alcanzarlo.
Dictó órdenes a toda la servidumbre para el caso de que viniesen Cepio hijo o su hermana preguntando por el estado de Livia, y redujo la dieta de ésta a pan ácimo y agua. Durante cinco días la dejó totalmente sola y luego mandó traerla al despacho.
Livia Drusa entró parpadeando por la falta de costumbre a la luz, con paso inseguro y mal peinada. Se le notaba en los ojos que no había dormido, pero su hermano no vio en ellos signos de haber llorado. Le temblaban las manos y la boca y tenía el labio inferior en carne viva.
—Siéntate —dijo Druso, muy escueto.
La muchacha se sentó.
—¿Qué piensas respecto a casarte con Quinto Servilio?
Todo su cuerpo comenzó a temblar y el poco color que animaba su tez desapareció.
—No quiero —respondió. Su hermano se inclinó hacia adelante, juntando las manos.
—Livia Drusa, soy el cabeza de familia y tengo dominio absoluto sobre tu vida. Incluso, derecho absoluto sobre tu muerte. Pero sucede que te quiero mucho, y no me gusta hacerte daño, y me apena verte sufrir. Y ahora tú sufres y yo estoy apenado. Pero somos romanos y eso para mí lo es todo. Para mí significa más de lo que tú significas. ¡Más de lo que significa nadie! Lamento muchísimo que no te guste mi amigo Quinto Servilio, ¡pero vas a casarte con él! Es tu deber como romana obedecerme, como bien sabes. Quinto Servilio es el esposo que tenía pensado nuestro padre para ti, del mismo modo que su padre tenía previsto que Servilia Cepionis fuese mi esposa. Hubo una época en que pensé en elegir yo mismo esposa, pero los acontecimientos han venido a demostrar que mi padre, su espíritu se halle en paz, era más prudente que yo. Aparte de eso, tenemos el inconveniente de una madre que no supo responder al ideal de mujer romana. Gracias a ella, la responsabilidad que te incumbe es mucho mayor. Nada de lo que digas o hagas debe dar lugar a que nadie piense que tú también arrastras esa tara.
Livia Drusa lanzó un profundo suspiro y, más temblorosa aún, volvió a decir:
—¡No quiero!
—Querer no viene aquí al caso —replicó Druso, imperturbable—. ¿Quién te crees que eres, Livia Drusa, para anteponer tus querencias personales al honor y a la posición de tu familia? Tienes que hacerte a la idea de que te casarás con Quinto Servilio y con nadie más. Si insistes en esta rebeldía, no te casarás con nadie. De hecho, no volverás a salir de tu dormitorio en el resto de tus días. Allí estarás, día tras día, sin compañía ni asueto, para siempre —añadió mirando impasible a su hermana con dos ojos cual negras piedras—. Y lo digo en serio, hermana. Ni libros, ni papel, sólo pan y agua, nada de baño, ni espejo ni criadas; nada de ropa limpia, ni ropa de cama, ni brasero en invierno, ni mantas de más, ni zapatos, ni chanclas, ni cinturones, ni ceñidores, ni cintas de ninguna clase, ni tijeras para cortarte las uñas y el pelo, ni cuchillos para suicidarte; y si intentas morir de hambre, haré que te hagan tragar la comida a la fuerza.
Dio un chasquido con los dedos, que hizo entrar al mayordomo con una presteza tal que daba a entender que había estado escuchando tras la puerta.
—Lleva a mi hermana a su dormitorio, y traémela mañana al amanecer, antes de que entren los clientes.
El mayordomo tuvo que ayudarla a ponerse en pie tomándola del brazo para sacarla del despacho.
—Mañana espero la contestación —añadió Druso.
El mayordomo no dijo palabra mientras la conducía a través del atrium; con firmeza, pero sin brusquedad, la hizo entrar en el dormitorio, cerró la puerta y echó el cerrojo que Druso le había ordenado poner.
Estaba oscureciendo; Livia Drusa sabía que no quedaban más de dos horas para que se hiciera totalmente de noche y la negrura más absoluta la envolviera durante la larga noche invernal. Hasta entonces no había llorado. Un fuerte sentimiento de tener la razón se unía a la profunda indignación que la había mantenido firme durante los tres primeros días con sus noches; después se había consolado pensando en la desgracia de las heroínas que conocía por sus lecturas: Penélope, con su espera de veinte años, era la primera de la lista, por supuesto, pero también a Dánae la había encerrado su padre en el dormitorio y a Ariadna la había abandonado Teseo en la playa de Naxos… En todos los casos había sido para bien: Odiseo había regresado a casa, había nacido Perseo y a Ariadna la había rescatado un dios…
Pero con las palabras de su hermano aún retumbándole en los oídos, Livia Drusa comenzó a comprender la diferencia entre la literatura y la vida real. La buena literatura nunca había tenido por objeto ser un ejemplo o un eco de la vida real, sino que estaba hecha para abstraer al lector momentáneamente de la vida, liberando su mente de consideraciones para posibilitar su solaz con el glorioso lenguaje de vívidas composiciones de palabras en forma de ideas imaginarias o fantasiosas. Al menos Penélope había gozado de la libertad de su palacio y de la compañía de su hijo; Dánae había recibido deslumbrada la lluvia de oro y Ariadna lo único que había sufrido era el alfilerazo del rechazo de Teseo antes de que la esposase alguien mucho más grande que él. Pero en la vida real, a Penélope la habrían violado, obligándola a casarse por la fuerza y asesinando a su hijo, y Odiseo nunca habría regresado a casa; Dánae y su hijo habrían flotado en el arcón hasta que el mar se lo hubiera tragado y Ariadna se habría quedado encinta de Teseo, muriendo, abandonada, de sobreparto…
¿Se aparecería Zeus en una lluvia de oro para librar de su prisión a una Livia Drusa en la Roma moderna? ¿O cruzaría por aquel cuartucho oscuro Dionisos en su carro tirado por leopardos? ¿Tensaría Odiseo su enorme arco y mataría a su hermano y a Cepio hijo con la misma flecha? ¡No! ¡Claro que no! Todos aquellos personajes habían vivido hacía más de mil años… si es que habían existido fuera de las inmortales palabras de los poetas.
¿Era ése el sentido de la inmortalidad, cobrar vida en unas líneas indelebles del poeta en vez de animar para siempre a la carne?
Se había aferrado de algún modo a la idea de que su héroe pelirrojo del balcón de Ahenobarbo, diez metros más abajo, se enteraría de su aflicción, rompería la reja de su celda y la llevaría a vivir a una isla encantada en medio de un mar oscuro como el vino. Y lo había soñado mentalmente en las horribles horas tan alto como Odiseo, inteligente, ingenioso, fantásticamente valiente. ¡Qué despreciable obstáculo sería para él la casa de Marco Livio Druso cuando supiera que allí estaba ella cautiva!
Pero aquella noche era distinto. Aquella noche era el principio real de una prisión que no tenía final feliz ni liberación milagrosa. ¿Quién sabía que estaba encerrada, salvo su hermano y los criados? ¿Y quién de los criados iba a osar contravenir las órdenes de su hermano o apiadarse de ella enfrentándose a su furor? No es que fuese un hombre cruel, bien lo sabía, pero estaba acostumbrado a que le obedeciesen y, ella, su hermana, era tan suya como el último de los esclavos o los perros que tenía en el pabellón de caza de Umbría. Su palabra era ley y sus deseos órdenes. Lo que ella quisiera no tenía validez y, por lo tanto, no existía más que en su propia imaginación.
Sintió un picor bajo el ojo izquierdo y luego un chorretón caliente y acre por la mejilla. Algo goteó en el dorso de su mano. Sintió picor en el ojo derecho y otro reguero en la mejilla derecha; el gotear aumentaba, era como una lluvia de verano que empieza y arrecia. Livia Drusa estaba llorando porque tenía el corazón destrozado; se balanceaba de adelante atrás, se enjugaba la cara, sus ojos bañados en lágrimas y la nariz húmeda. Y no cesaba de llorar, profundamente acongojada. Estuvo llorando horas en un estigio océano de dolor, prisionera de la voluntad de su hermano y de su propia rebeldía a doblegarse a ella.
Pero cuando el mayordomo fue a abrir la puerta, introduciendo el deslumbrante fulgor de la lámpara en el frío y fétido dormitorio, estaba sentada en el borde de la cama con los ojos secos y apaciguada. Se puso en pie y salió del cuarto delante de él, cruzando el vasto y lujoso atrium hasta el despacho de su hermano.
—¿Y bien? —inquirió Druso.
—Me desposaré con Quinto Servilio —contestó ella.
—Muy bien; pero te exijo algo más, Livia Drusa.
—Te complaceré en todo lo que quieras, Marco Livio —dijo ella, imperturbable.
—Bien —dijo él, dando un chasquido con los dedos, e inmediatamente acudió el mayordomo—. Que lleven vino con miel y pastelillos a la sala de estar del ama Livia Drusa y que su doncella le prepare el baño.
—Gracias —dijo ella, lacónica.
—Es un placer hacerte feliz, Livia Drusa, siempre que te comportes como una buena romana y hagas lo que debes. Espero que te muestres con Quinto Servilio como cualquier joven a quien alegra el matrimonio. Le dirás que te complace y le tratarás con absoluta deferencia, respeto, interés y dedicación. En ningún momento, ni siquiera en la intimidad del dormitorio cuando estéis casados, le darás el más mínimo indicio de que no es el marido que deseas. ¿Comprendes? —inquirió con severidad.
—Comprendo, Marco Livio —respondió ella.
—Ven conmigo.
La condujo al atrium, en cuyo rectángulo cenital comenzaba a clarear la luz perlada, más pura que la de las lámparas y más débil pero más luminosa. En la pared había un pequeño altar a los dioses del hogar, los Lares y los Penates, flanqueados por unas preciosas miniaturas de templos que albergaban las imágenes de los hombres famosos de la familia, desde su difunto padre el censor hasta los primeros antepasados. Y allí, Marco Livio Druso le hizo prestar el terrible juramento a los terribles dioses romanos, carentes de imagen y mitología, de humanidad, simples personificaciones de cualidades mentales y no divinidades con figura de seres reales; y para no incurrir en su desagrado, Livia Drusa juró ser una amante esposa de Quinto Servilio Cepio hijo.
Después la dejó marchar a su sala de estar, en donde la esperaban el vino con miel y los pastelillos. Livia Drusa dio unos sorbos de vino e inmediatamente se sintió mejor, pero su garganta rechazaba la simple idea de deglutir un solo pastelillo; los dejó a un lado, sonriendo a la doncella, y se levantó.
—Voy a bañarme —dijo.
Aquella tarde, Quinto Servilio Cepio y su hermana, Servilia Cepionis, acudieron a cenar con Marco Livio Druso y su hermana Livia Drusa, en amigable cuarteto con planes matrimoniales. Livia Drusa actuó en conformidad con su juramento, dando gracias por no ser de familia muy risueña, por lo que a nadie extrañó que permaneciese en solemne actitud, pues fue lo que todos hicieron. Con voz queda y mostrando interés, conversó con Cepio, mientras su hermano se dedicaba a atender a Servilia Cepionis, por lo que poco a poco fueron cediendo los temores de Cepio hijo. ¿Por qué habría pensado él que no le gustaba a Livia Drusa? Estaría macilenta a causa de su enfermedad, pero no cabía duda del amable entusiasmo con que acogía los magistrales planes de su hermano para celebrar una doble boda a primeros de mayo, antes de que Cneo Malio Máximo iniciara el paso de los Alpes.
Antes de la época de mala suerte. Aunque para mí todas son épocas de mala suerte, pensó Livia Drusa. Pero no dijo nada.
* * *
Hemos tenido un invierno inquietante y una primavera en la que ha imperado el pánico, escribió Publio Rutilio Rufo a Cayo Mario, en junio, antes de que llegase a Roma la noticia de la captura de Yugurta y del fin de la guerra de África. Los germanos por fin se han puesto en movimiento y han penetrado al sur de nuestra provincia por el curso del río Rhodanus. Se han estado recibiendo cartas urgentes de nuestros aliados galos y eduos desde finales del año pasado diciendo que sus indeseados huéspedes, los germanos, iban a ponerse en marcha. Luego, en abril, llegó la primera delegación edua a decirnos que los germanos habían limpiado los graneros de eduos y ambarres para cargar sus carros. Sin embargo, habían dicho que se dirigían a Hispania, y los del Senado, que creen más prudente quitar importancia a la amenaza germana, difundieron en seguida la noticia.
Suerte que Escauro no es de éstos, ni tampoco Cneo Domicio Ahenobarbo. Así que, poco después de que Cneo Malí o y yo iniciásemos el consulado, hubo una numerosa facción que nos instó a reclutar un nuevo ejército para caso de urgencia y a Cneo Malio se le encomendó reunir seis legiones.
Rutilio Rufo se puso tenso, como para defenderse de una invectiva de Mario, y sonrió entristecido.
Sí, ya sé, ya sé. No te enfades, Cayo Mario, y déjame exponerte la situación antes de que empieces a pisotearme la cabeza, ¡y no me refiero a esa masa de hueso y carne de encima de los hombros! Sé que por derecho me habría correspondido reclutar y mandar ese ejército, lo sé muy bien. Soy el primer cónsul, tengo una larga y fructífera carrera militar y hasta cierto grado de fama porque por fin se ha publicado mi manual bélico. Mientras que mi colega Cneo Malio casi no tiene experiencia.
¡Pues todo es culpa tuya! Mi relación contigo es bien sabida y creo que tus enemigos en la cámara antes prefieren que Roma perezca en un aluvión de germanos que satisfacerte a ti y a los tuyos en modo alguno. Así que, Metelo el Meneítos, el Numídico, se puso en pie y efectuó un magnífico discurso diciendo que yo era demasiado viejo para mandar un ejército y que se sacaría mayor provecho de mis innegables talentos dejándome el gobierno de Roma. Le siguieron como borregos que van tras el que los lleva al matadero y aprobaron los decretos al efecto. ¿Por qué no me enfrenté a ellos?, te oigo decir. ¡Oh, Cayo Mario, yo no soy como tú! Yo no tengo ese arranque de odio destructor que tú sientes por ellos ni tu fenomenal energía. Así que me he contentado con insistir en que a Cneo Malio se le den unos legados veteranos aptos y con experiencia, y al menos esto se ha hecho. Tiene a Marco Aurelio Escauro de ayudante: sí, he dicho Aurelio, no Emilio, pues lo único que tiene en común con nuestro amigo de la cámara es el cognomen. No obstante, sospecho que su capacidad militar es mucho mayor que la del famoso Escauro. ¡Eso espero para bien de Roma y de Cneo Malio!
En definitiva, Cneo Malio lo ha hecho bastante bien. Optó por reclutar entre el censo por cabezas y puso como ejemplo tu ejército africano como prueba de la efectividad de los proletarios. A finales de abril, cuando llegaron las noticias de que los germanos se dirigirían hacia el sur, penetrando en nuestra provincia, Cneo Malio disponía ya de seis legiones, todas de romanos o de proletarios latinos. Pero luego llegó la delegación de los eduos, y por primera vez el Senado dispone de un cálculo seguro del número de germanos que componen esta migración. Hemos sabido, por cierto, que los germanos que mataron a Lucio Casio en Aquitania, y cuyo número creíamos que totalizaba un cuarto de millón, eran en realidad tres veces menos. Así que, según los eduos, unos ochocientos mil germanos, entre guerreros, mujeres y niños, se dirigen actualmente hacia la costa de la Galia y el mar Mediterráneo. Es increíble, ¿verdad?
La cámara autorizó a Cneo Malio a reclutar otras cuatro legiones para que su ejército tenga un total de diez legiones y cinco mil soldados de caballería. Por entonces ya se había difundido por toda Italia la noticia de la llegada de los germanos, pese a los esfuerzos del Senado por calmar los ánimos. Estamos muy preocupados, sobre todo porque hasta la fecha no los hemos vencido en ningún combate. Desde tiempos de Carbo todo han sido derrotas. Y hay quienes dicen ahora, sobre todo entre la gente ordinaria, que nuestro famoso refrán de que seis buenas legiones romanas vencen a un cuarto de millón de bárbaros indisciplinados es pura merda. Ya te digo, Cayo Mario, toda Italia está atemorizada. Y yo no se lo reprocho.
Supongo que, debido al temor generalizado, varios aliados itálicos han cambiado su política de los últimos años y han aportado voluntariamente tropas al ejército de Cneo Malio. Los samnitas han enviado una legión de infantería con armamento ligero y los marsos han aportado una magnífica legión de infantería al estilo romano. Contamos con una legión mixta de Umbría, Etruria y Piceno. Así que, como podrás imaginarte, nuestros padres conscriptos están como el gato que ha cazado un ratón, pagados de si mismos y muy satisfechos. De las cuatro legiones suplementarias, tres las pagan y mantienen los aliados itálicos.
Todo eso es positivo, pero hay un aspecto negativo, claro. Tenemos una escasez abrumadora de centuriones, lo cual quiere decir que ninguna de las nuevas tropas de proletarios alistadas han recibido instrucción adecuada y la única legión de este tipo de las cuatro últimas va casi sin preparación. Su legado Aurelio sugirió que Cneo Malio repartiese a los centuriones veteranos uniformemente entre las siete legiones de proletarios, teniendo en cuenta que no más del cuarenta por ciento de todos ellos han tomado parte en combate real. Los tribunos militares son buenos y hay bastantes, pero no necesito decirte que son los centuriones quienes mantienen la coherencia de centurias y cohortes.
Con toda sinceridad, temo lo que pueda pasar. Cneo Malio no es mala persona, pero no le veo capaz de guerrear contra los germanos. Es una opinión que el propio Cneo Malio me corroboró cuando se puso en pie en la cámara a finales de mayo y dijo que no podía asegurar que toda su tropa supiera lo que se debe hacer en el campo de batalla. ¡Siempre hay quienes no saben qué hacer en el campo de batalla, pero uno no se pone en pie en el Senado a decirlo!
¿Y qué hizo el Senado? Enviar órdenes a Quinto Cepio en Narbo para que se trasladase inmediatamente con su ejército al Rhodanus y se uniese al de Cneo Malio en cuanto éste llegue allí. Por una vez el Senado no aplazó una decisión y el mensaje salió por correo a caballo y en menos de dos semanas de Roma a Narbo. Ayer recibimos su respuesta. ¡Y vaya respuesta!
Naturalmente, las órdenes senatoriales decían que Quinto Cepio se subordinase con sus tropas al imperium del cónsul del año. Todo perfectamente normal y legal. El cónsul del año pasado tiene imperium proconsular, pero en cualquier empresa conjunta es el cónsul del año el que asume el mando.
¡Ah, Cayo Mario, pero eso no le apetecía a Quinto Cepio! ¿Pensaba sinceramente la cámara que él, un Servilio patricio descendiente directo de Cayo Servilio Ahala, iba a avenirse a ser subordinado de un advenedizo y hombre nuevo que no tiene efigies de antepasados en sagrarios ancestrales, que un hombre ha llegado al consulado sólo porque nadie de mejor linaje se ha presentado a la elección? Hay cónsules y cónsules, decía Quinto Cepio. ¡Te juro que eso es lo que alegaba! En su año hubo bastantes candidatos, pero este año lo más que pudo presentar Roma fue un noble menor arruinado (yo) y un presuntuoso nuevo rico con más dinero que gusto (Cneo Malio). Así que, Quinto Cepio concluía su carta diciendo que desde luego marcharía inmediatamente hacia el Rhodanus, pero que cuando llegase esperaba encontrar un correo senatorial que le aguardase con la noticia de que se le nombraba comandante supremo de ese ejército mixto. Y añadía que con Cneo Malio a sus órdenes todo iría estupendamente.
La mano comenzaba a dolerle; Rutilio Rufo dejó la pluma de junco con un suspiro y se masajeó los dedos, con el entrecejo fruncido y sin mirar a nada. Se le cerraban los párpados y cabeceaba; se despabiló con un respingo y, como sentía mejor la mano, siguió escribiendo.
¡Qué carta tan larga! Pero es que no habrá quien te esplique las cosas con tanta sinceridad, y debes saberlas. La carta de Quinto Cepio estaba dirigida a Escauro, príncipe del Senado, y no a mí, y, naturalmente, ya conoces a nuestro querido Marco Emilio Escauro. Leyó la horrenda carta ante el Senado con patentes muestras de sádica satisfacción. Realmente, babeaba. ¡Ah, y puso los perros en danza! Hubo rostros congestionados, puños alzados y una gresca entre Cneo Malio y Metelo el Meneítos, que yo interrumpí llamando a los lictores del vestíbulo de la Curia, iniciativa que a Escauro no le gustó. ¡Oh, qué día para Marte! Lástima no haber podido embotellar aquella ardiente atmósfera para haber arrojado contra los germanos el arma más ponzoñosa con que cuenta Roma.
El resultado es que, efectivamente, habrá un correo esperando a Quinto Cepio a orillas del Rhodanus, pero las nuevas órdenes serán exactamente iguales que las anteriores. Tiene que ponerse a las órdenes de Cneo Malio Máximo, cónsul del año legalmente elegido. Es una lástima que el necio se atribuyese un cognomen como Máximo, ¿no? Algo así como regalarse una corona de hierba cuando te han salvado tus hombres y no al revés. No sólo es el colmo ese autobombo, sino que, además, cuando no se es un Fabio, lo de Máximo es de una presunción insoportable. Claro, él sostiene que su abuela era una Fabia Máxima y que su abuelo lo usaba, pero yo sé que no es cierto. Y dudo mucho lo de Fabia Máxima.
Bien, aquí me tienes, como un corcel de guerra que ha vuelto al prado, deseando encontrarme en la piel de Cneo Malio y, por el contrario, agobiado por cruciales decisiones, como, por ejemplo, si podemos dar este año una nueva capa de pez a los silos estatales después de haber pagado el equipamiento de siete nuevas legiones de proletarios. ¿Querrás creer que con toda Roma no hablando más que de los germanos, la cámara estuvo discutiendo ese tema ocho días? ¡Es para volverse loco!
Pero tengo una idea y voy a ponerla en práctica. Venzamos o nos derroten en la Galia, la voy a poner en práctica. Como en toda Italia no queda un solo hombre que llegue a la altura del zapato a ningún centurión, voy a reclutar instructores militares en las escuelas de gladiadores. Capua está llena de escuelas de gladiadores, y de las mejores. Así que, ¿no es lo más acertado, dado que Capua es el campamento base de nuestras nuevas tropas? Si Lucio Tidlipus puede contratar suficientes gladiadores para dar un gran espectáculo en los funerales de su abuelo, más lo necesita Roma. Y al mismo tiempo, te digo que voy a seguir reclutando del censo por cabezas.
Ya te mantendré informado. ¿Qué tal van las cosas en la tierra de los comedores de lotos, las sirenas y las islas encantadas? ¿Aún no has conseguido ponerle los grilletes a Yugurta? Seguro que ya falta poco. Metelo el Meneítos está un poco nervioso estos días porque no acaba de decidirse en si arremeter contra ti o contra Cneo Malio. Naturalmente, pronunció un magnífico discurso a favor de que diesen el mando a Quinto Servilio y me procuró el inopinado placer de hundirle la argumentación con unas cuantas flechas.
¡Por los dioses, Cayo Mario, cómo me deprimen! ¡No hacen más que proclamar las proezas de sus malditos antepasados, cuando lo que Roma necesita ahora es un genio militar de carne y hueso! Date prisa y vuelve a Italia. Te necesitamos, porque yo no puedo enfrentarme a todo el Senado; no puedo.
Había una posdata:
Por cierto, se han producido un par de curiosos incidentes en Campania. No me gusta nada, aunque tampoco acierto a ver por qué se han producido. A principios de mayo hubo una revuelta de esclavos en Nuceria, que fue fácilmente sofocada y cuya consecuencia ha sido la ejecución de treinta pobres criaturas de todos los rincones del mundo. Pero luego, hace tres días, volvió a estallar otra revuelta, esta vez en un gran campo de las afueras de Capua, para esclavos varones de baja calidad, en el que aguardaban la venta a compradores que necesitaban un centenar para mano de obra en muelles, canteras o para el empuje de ruedas. Esta vez participaron unos doscientos cincuenta esclavos. Fue sofocada rápidamente ya que cerca de Capua había varias cohortes recién reclutadas. Unos cincuenta revoltosos perecieron en la lucha y al resto se los ejecutó inmediatamente. Pero no me gusta, Cayo Mario. Es mal augurio. En este momento, los dioses no están de nuestro lado. Lo noto.
Y seguía otra posdata:
En este momento me llegan malas noticias para ti. Cuando mi carta ya estaba lista para que Marco Granio de Puteoli la llevase en su nave más rápida que zarpará a finales de semana para Utica, he preferido decirte lo que ha sucedido. Tu querido suegro, Cayo Julio César, murió esta tarde. Como sabes, hacía tiempo que padecía una malignidad en la garganta. Y esta tarde se echó sobre su espada. Estoy seguro de que estarás de acuerdo en que ha elegido la mejor alternativa. Nadie debe constituir una carga para sus seres queridos, y más cuando se ve mermado en su dignidad e integridad de ser humano. ¿Quién de nosotros prefiere aguardar la muerte cuando la vida le obliga a yacer en sus propios excrementos o a que un esclavo le limpie esos excrementos? No, cuando un hombre es incapaz de dominar su vientre o su garganta, debe eliminarse. Yo creo que Cayo Julio habría optado por hacerlo antes, de no haber sido porque estaba preocupado por su hijo menor, que como creo que ya sabrás, se casó hace poco. Hace tan sólo dos días fui a ver a Cayo Julio y pudo susurrarme en medio de su ahogo que se habían disipado sus dudas respecto al matrimonio del joven Cayo Julio, porque la hermosa Aurelia —si, ya sé que es mi adorada sobrina— era la mujer ideal para su hijo. Así que ave atque vale, Cayo Julio César.
Casi al final de junio, el cónsul Cneo Malio Máximo inició la larga marcha hacia el noroeste, con sus dos hijos en el estado mayor y los veinticuatro tribunos militares elegidos aquel año, distribuidos entre siete de las diez legiones. Sexto Julio César, Marco Livio Druso y Quinto Servilio hijo iban con él, igual que Quinto Sertorio, elegido tribuno militar. De las tres legiones de aliados itálicos, la enviada por los marsos era la mejor entrenada y combativa de las diez; la mandaba un noble marso de veinticinco años llamado Quinto Popedio Silo, asesorado por un legado romano, naturalmente.
Como Malio Máximo se empeñó en cargar con suficiente trigo para dos meses a cuenta del Estado, su caravana de pertrechos era enorme y la marcha muy lenta; en la decimoséptima jornada aún no había alcanzado Fanum Fortunae, en el Adriático. Hablando con dureza y apasionadamente, el legado Aurelio pudo convencerle para que dejase los pertrechos bajo la escolta de una legión y siguiera adelante con las otras nueve, la caballería y el equipo ligero. Había costado convencer a Malio Máximo de que sus tropas no iban a morir de hambre antes de alcanzar el Rhodanus y que más tarde o más temprano los pertrechos llegarían sin contratiempos.
Al tener una marcha mucho más corta por terreno llano, Quinto Servilio Cepio llegó al gran río antes que Malio Máximo. Había traído sólo siete legiones, pues la octava la había embarcado a la Hispania Citerior, y llegaba sin caballería, a la que había desbandado el año anterior por considerarla un gasto innecesario. A pesar de las órdenes y las conminaciones de los legados, Cepio se había negado a salir de Narbo hasta que le llegase comunicación por mar desde Esmirna. Y no estaba de buen humor: cuando no se quejaba de la lamentable tardanza de su enlace entre Esmirna y Narbo, abominaba de la insensibilidad del Senado al pensar que iba a ceder el mando de su gran ejército a un tapón como Malio Máximo. Pero al final se vio obligado a marchar sin su carta y dejó instrucciones explícitas en Narbo para que se la expidiesen en cuanto llegara.
Aun así, Cepio alcanzó cómodamente el punto de destino mucho antes que Malio Máximo. En Nemausus, una pequeña ciudad comercial de la región occidental de las vastas marismas del delta del Rhodanus, le llegó el correo del Senado con las nuevas órdenes.
No se le había ocurrido a Cepio que su carta no hubiera conseguido ablandar a los padres conscriptos, y más leyéndola en la cámara nada menos que Escauro. Así, cuando abrió el cilindro y ojeó la breve respuesta del Senado, se sintió ofendido. ¡Imposible! ¡Intolerable! Él, un Servilio patricio, ¿doblegarse a los caprichos de Malio Máximo, un nuevo rico? ¡Jamás!
Los espías romanos comunicaron que los germanos ya habían emprendido la marcha hacia el sur, cruzando las tierras de los celtas alóbroges, inveterados enemigos de Roma, que así se veían entre dos fuegos: Roma, el enemigo conocido, y los germanos, el enemigo desconocido. Ya hacía dos años que la comunidad druida venía diciendo a todas las tribus galas que no había sitio en Galia para que se asentasen los germanos. Desde luego no serían los alóbroges quienes cediesen tierra suficiente para crear una patria para un pueblo mucho más numeroso que el suyo; y estaban demasiado cerca de los eduos y los ambarres para saber de sobra el destrozo que los germanos habían hecho en las tierras de las intimidadas tribus. Por consiguiente, los alóbroges se retiraron a las escarpaduras de sus queridos Alpes y se dedicaron a hostigar todo lo posible a los germanos.
Los germanos abrieron brecha en la provincia romana de la Galia Transalpina, al norte del puesto comercial de Vienne, a finales de junio avanzaron sin obstáculo. Aquella masa humana de casi ochocientas mil personas descendió por la orilla oriental del Rhodanus porque sus llanuras eran más amplias y seguras y menos expuestas a las combativas tribus del interior de la Galia y las Cevenas.
Al saber esto, Cepio dejó expresamente la Via Domicia en Nemausus y, en lugar de cruzar las marismas del delta por la larga calzada construida por Ahenobarbo, marchó con su ejército en direccción norte por la orilla occidental para mantener el río entre él y los germanos. Era a mediados del mes Sextilis.
Había enviado desde Nemausus un correo a toda prisa a Roma con otra carta para Escauro, manifestando sin más que no aceptaría órdenes de Malio Máximo. Tras lo cual, la única ruta que podía tomar con honor era al oeste del río.
En la orilla oriental del Rhodanus, a unas cuarenta millas del punto en que la Vía Domicia lo cruzaba por una larga calzada que concluía cerca de Arelatum, había una ciudad comercial romana de cierta importancia llamada Arausio. Cepio situó su ejército de 40 000 infantes y 15 000 soldados de tropas auxiliares en un campo fortificado y aguardó a que Malio Máximo apareciese por la orilla contraria, esperando que el Senado contestase a su carta.
Malio Máximo llegó, antes que la respuesta del Senado, a finales de julio y situó sus 55000 soldados de infantería y 30000 auxiliares en un campo fortificado a orillas del río, cinco millas al norte de Arausio aprovechando el curso fluvial como línea de defensa y abastecimiento de agua.
El terreno al norte del campamento era ideal para una batalla, pensó Malio Máximo, considerando el río como su mejor protección, pero ése fue su primer error. El segundo fue destacar los 5.900 soldados de caballería y enviarlos de avanzadilla treinta y cinco millas al norte. Y su tercer error fue nombrar a su legado más capaz, Aurelio, comandante de la caballería, privándose así de sus consejos. Todos los errores formaban parte de la gran estrategia concebida por Malio Máximo, quien pensaba utilizar la caballería de Aurelio como freno al avance germano, no para entablar batalla, sino para ofrecer a los bárbaros una primera visión de la resistencia romana. Porque Malio Máximo quería tratar sin combate, con la esperanza de que los germanos volvieran pacíficamente grupas hacia la Galia central, lejos de la ruta en dirección sur por la provincia romana. Todas las batallas anteriores entre los germanos y Roma se las había impuesto ésta a los bárbaros y sólo después de ellas se habían avenido éstos a abandonar pacíficamente el territorio romano. Por ello, Malio Máximo abrigaba esperanzas a propósito de su gran estrategia, y no sin fundamento.
Sin embargo, su primer cometido era trasladar a Cepio de la orilla occidental a la oriental. Resentido aún por la insultante e irrazonable carta de Cepio que Escauro había leído en la cámara, Malio Máximo dictó una breve e inequívoca orden a Cepio: «¡Cruzad inmediatamente el río con vuestro ejército y venid a mi campamento». Y la entregó a unos mensajeros para que la trasladaran inmediatamente en barca.
Cepio envió su respuesta a Malio Máximo con la misma barca, diciéndole con igual concisión que él, un Servilio patricio, no admitía órdenes de ningún mercachifle pretencioso y que se quedaba donde estaba, en la orilla occidental.
En la siguiente misiva, Malio Máximo decía:
Como supremo comandante del campo, os repito mi orden de trasladaros con el ejército al otro lado del río sin más dilación. Os ruego consideréis esta segunda orden como la última. Si persistierais en desafiarme, procederé contra vos por la vía legal en Roma bajo la acusación de alta traición y vuestra altanera actitud será la prueba.
Cepio le contestó con no menor animosidad:
*** NO HAY ***
No admito que seáis el comandante supremo de campo. Sí, iniciad los procedimientos contra mí por traición. Yo iniciaré procedimientos por traición contra vos. Como los dos sabemos quién ganará, os exijo que me cedáis inmediatamente el mando.
Malio Máximo contestó aún con mayor altivez y así continuaron las cosas hasta mediados de septiembre, en que llegaron seis senadores de Roma, destrozados por la rapidez y la incomodidad del viaje. Rutilio Rufo, el cónsul en Roma, había logrado enviar aquella embajada, pero Escauro y Metelo el Numídico se las habían arreglado para boicotearla negándose a que se incorporase a ella ningún senador con categoría consular o verdadera influencia política. El más importante de los seis senadores era un simple pretor de moderado linaje, nada menos que Marco Aurelio Cota, cuñado del propio Rutilio Rufo. Pocas horas después de llegar la embajada al campamento de Malio Máximo, Cota se daba cuenta de la gravedad de la situación.
Por ello se puso manos a la obra con gran energía y pasión, virtudes habitualmente ausentes en su persona, centrando su acción en Cepio. Pero Cepio no cedía. Tras una visita al campamento de la caballería, treinta millas al norte, volvió al ataque con redoblada decisión, porque el legado Aurelio le había llevado a escondidas hasta un promontorio desde el que pudo contemplar la amplitud frontal del avance germano.
—Teníais que estar en el campamento de Cneo Malio —dijo Cota palideciendo.
—Si quisiésemos plantear batalla, si —respondió Aurelio sin perder la calma, pues él ya llevaba días observando el avance germano y se había acostumbrado—. Pero Cneo Malio piensa que podremos repetir los anteriores éxitos, que siempre han sido diplomáticos. Siempre que los germanos han combatido ha sido porque los hemos obligado. No tengo la menor intención de iniciar nada y estoy seguro que, así, ellos tampoco tomarán la iniciativa. Tengo conmigo un equipo de muy buenos intérpretes y hace días que los alecciono sobre lo que quiero decir cuando los germanos envíen a sus jefes para parlamentar, y estoy convencido de que lo harán cuando vean que hay un enorme ejército romano esperándolos.
—¡Pero eso ya deben de saberlo! —replicó Cota.
—Lo dudo —respondió Aurelio, impasible—. Ellos no se mueven con arreglo a la técnica militar. Aunque hayan oído hablar de los escuchas, hasta ahora no se han preocupado en emplearlos. Se limitan a avanzar y a afrontar las cosas tal como se presentan; eso es lo que nos parece a Cneo Malio y a mí.
—Primo, tengo que regresar lo antes posible al campamento de Cneo Malio —dijo Cota, dando media vuelta al caballo—. Tenemos que conseguir como sea que ese estirado estúpido de Cepio cruce el río, o si no, que desaparezca.
—Estoy de acuerdo —dijo Aurelio—. No obstante, Marco Aurelio de los Cota, si es factible me gustaría que volvieseis aquí en cuanto os envíe recado de que una delegación germana ha venido a parlamentar. ¡Con vuestros cinco colegas! A los germanos les impresionará que el Senado haya enviado a seis representantes desde Roma para tratar con ellos —añadió sonriendo irónico—. ¡No vamos a decirles que los ha enviado para tratar con nuestros necios generales!
El estirado y estúpido Quinto Servilio Cepio estaba —inexplicablemente— de mejor humor y se hallaba más dispuesto a escuchar a Cota cuando éste cruzó el Rhodanus al día siguiente.
—¿A qué se debe esta súbita alegría, Quinto Servilio? —inquirió Cota, sorprendido.
—Acabo de recibir carta de Esmirna —contestó Cepio—. Una carta que esperaba hacía meses —añadió, aunque sin decir cuál era el contenido que provocaba su contento—. De acuerdo —prosiguió—, mañana cruzaré a la otra orilla —señaló sobre el mapa con su varilla de marfil rematada por un águila de oro, que usaba para mostrar el alto grado de su imperium—. Cruzaré por aquí.
—¿Y no sería más prudente cruzarlo al sur de Arausio? —inquirió Cota.
—¡Ni mucho menos! —respondió Cepio—. Cruzándolo al norte estaré más cerca de los germanos.
Cumpliendo su palabra, Cepio levantó el campamento al amanecer del día siguiente y se dirigió a un vado que había a unas veinte millas al norte de la fortaleza de Malio Maximo, a unas diez millas escasas del lugar en que estaba acampada la caballería de Aurelio.
Cota y sus cinco colegas del Senado se dirigieron a caballo al norte para estar en el campamento de Aurelio cuando llegasen los jefes germanos para parlamentar. Por el camino se encontraron con Cepio en la orilla oriental, cuando ya había vadeado el Rhodanus casi todo el ejército. Pero lo que vieron sus ojos hizo que se les cayera el alma a los pies, porque era evidente que Cepio se disponía a montar un campamento fortificado en aquel lugar.
—¡Oh, Quinto Servilio, aquí no podéis quedaros! —exclamó Cota mientras detenían los caballos sobre un otero desde el que se dominaba el emplazamiento, donde ya los hombres se apresuraban a excavar trincheras y a apilar tierra para hacer taludes.
—¿Por qué no? —replicó Cepio, enarcando las cejas.
—Porque veinte millas río abajo ya hay un campamento lo bastante grande para alojar a vuestras legiones y a las diez que ya albergan… ¡Allí es donde tenéis que estar, Quinto Servilio! No aquí, demasiado lejos de Aurelio, que está más al norte, y de Cneo Malio, que está al sur, y no podríais ayudar a ninguno de los dos. ¡Por favor, Quinto Servilio, os lo suplico! Plantad un campamento provisional para esta noche y dirigíos por la mañana hacia el sur para reuniros con Cneo Malio —dijo Cota, dando a su súplica el mayor tono perentorio posible.
—Dije que cruzaría el río —respondió Cepio—, pero no me comprometí a hacer nada más una vez cruzado. Tengo siete legiones entrenadas al máximo, con soldados experimentados. Y no sólo eso, sino que son propietarios, ¡auténticos soldados romanos! ¿Creéis seriamente que voy a consentir el compartir un campamento con la escoria de Roma y del agro latino, compartirlo con braceros y labriegos que no saben leer ni escribir? ¡Marco Cota, antes prefiero morir!
—Y puede que así sea —replicó secamente Cota.
—Ni yo ni mi ejército —prosiguió Cepio, obcecado—. Estoy veinte millas al norte de Cneo Malio y su repugnante chusma, lo que significa que encontraré primero a los germanos. ¡Y los venceré, Marco Cota! ¡Ni un millón de bárbaros son capaces de vencer a siete legiones de auténticos soldados romanos! ¿Pensáis que voy a consentir que ese mercader de Malio se lleve un ápice del mérito? ¡No! ¡Quinto Servilio Cepio tendrá su segundo triunfo en las calles de Roma como vencedor único! Y Malio, que contemple el desfile.
Cota se inclinó sobre la silla del caballo, alargó la mano y agarró a Cepio del brazo.
—Quinto Servilio —dijo con la mayor severidad y seriedad con que había hablado en su vida—, ¡os ruego que unáis vuestras fuerzas a las de Cneo Malio! ¿Qué cuenta más para vos, Roma victoriosa o el triunfo de la nobleza de Roma? ¿Importa quién venza con tal de que venza Roma? ¡Esto no es una escaramuza fronteriza contra unos escordiscos ni una campaña sin importancia contra los lusitanos! ¡Vamos a necesitar el ejército más grande y mejor que jamás hayamos puesto en pie y vuestra contribución es vital! Los hombres de Cneo Malio no han tenido para entrenarse el tiempo que han tenido los vuestros, y vuestra presencia entre ellos los animará, les dará ejemplo. ¡Porque yo os digo muy en serio que habrá batalla! Algo me lo dice. Indistintamente de cómo los germanos hayan actuado en el pasado, esta vez va a ser distinto. Han probado nuestra sangre y les ha gustado; han probado nuestro temple y nos han visto débiles. ¡Está en juego Roma, Quinto Servilio, no su nobleza! Pero si persistís en permanecer aislado del otro ejército, os lo digo sin ambages, el futuro de la nobleza de Roma peligrará. Tenéis en vuestras manos el futuro de Roma y el de vuestra clase. ¡Os ruego que hagáis lo que es debido por las dos! Id mañana al campamento de Cneo Malio y uníos a sus fuerzas.
Cepio accionó el caballo para apartarse, zafándose de Cota.
—No. Me quedo aquí —dijo.
Cota y sus cinco compañeros cabalgaron hacia el norte hasta el campamento de la caballería, mientras Cepio montaba un campamento más pequeño pero idéntico al de Malio Máximo a la orilla del río.
Los senadores llegaron justo a tiempo, porque los parlamentarios germanos se presentaron en el campamento de Aurelio a la mañana siguiente. Eran cincuenta, de edades entre cuarenta y sesenta años, pensó el aterrado Cota, que nunca había visto hombres tan grandes; no había ninguno que no midiese un metro ochenta y la mayoría tenía quince centímetros más. Traían enormes caballos, con arreos desaliñados y descuidados para los romanos, cascos cubiertos de largo pelo, las crines cayéndoles sobre los ojos y ninguno ensillado, sino con simples bridas.
—Tienen caballos como elefantes de guerra —dijo Cota.
—Sólo unos pocos —añadió Aurelio sin impresionarse—. La mayoría montan caballos galos corrientes; supongo que éstos serán los más vistosos.
—¡Mira a ese joven! —exclamó Cota, observando a uno no mayor de treinta años que, desmontando por detrás del caballo, adoptaba una postura despectiva y tranquila, mirándole como si no tuviese la menor importancia.
—Aquiles —añadió Aurelio, impávido.
—Yo creía que los germanos sólo llevaban una capa —dijo Cota, advirtiendo los calzones de cuero del jinete.
—Dicen que en Germania si, pero los que nosotros hemos visto llevan calzones como los galos.
Llevaban calzones, pero a ninguno se le veía camisa en aquel clima caluroso. Muchos portaban pectorales de oro cubriéndoles el pecho de un pezón a otro y todos portaban en bandolera la vaina vacía de la espada. Iban cubiertos de oro —pectorales, adornos del casco, vainas de la espada, cinturones, correajes, hebillas, pulseras y collares— pero ninguno exhibía la torca celta. A Cota, los cascos le parecieron fascinantes, sin borde y en forma de puchero; algunos llevaban adornos geométricos sobre las orejas con magníficos cuernos, alas o tubos huecos con ramos de plumas tiesas, mientras que otros simulaban serpientes, cabezas de dragón, aves horrendas o leopardos de abiertas fauces.
Todos iban afeitados y llevaban el pelo rubio muy largo, en trenzas o suelto. Su tez no era tan rosada como la de los galos, notó Cota, sino algo más dorada. No había ninguno pecoso ni con el pelo rojo; eran de ojos azul claro, sin verde ni gris. Incluso el más viejo estaba en magnífica forma, sin panza y con aspecto del guerrero que no ha cedido a la molicie; cierto que los romanos no sabían que los germanos mataban a los que se echaban a perder.
Los parlamentos se efectuaron por medio de los intérpretes de Aurelio, casi todos ellos eduos y ambarres, aunque había tres germanos capturados por Carbo antes de su derrota. Lo que querían, dijeron los barones germanos, era un pacífico derecho de paso por la Galia Transalpina, porque se dirigían a Hispania. Fue Aurelio quien condujo la primera fase de las conversaciones, ataviado con su uniforme de gala: coraza de plata en forma de torso, casco ático de plata con plumas rojas y la doble faldilla de tiras de cuero llamada pteryges sobre túnica carmesí. Con arreglo a su cargo consular, llevaba una capa morada atada a los hombros de la coraza y cinturón carmesí ceñido y anudado ritualmente sobre la misma, por encima de la cintura, con la insignia de general.
Cota observaba la escena hechizado, más aterrado de lo que jamás se habría imaginado, incluso en la más profunda desesperación, porque sabía que contemplaba el ocaso de Roma. En los meses venideros turbarían su sueño aquellos señores de la guerra germanos; de tal modo que, por el día, andaba a trompicones con los ojos enrojecidos y la cabeza cargada, y, aunque por el cansancio acabara en cierto modo con su desvelo, a veces se encontraba sentado en la cama, sobresaltado, boquiabierto, porque cabalgaban con sus caballos gigantescos en alguna pesadilla menos siniestra. Los servicios de espionaje informaron que su fuerza era superior a tres cuartos de millón, y que por lo menos había trescientos mil guerreros gigantescos. Como todos los de su categoría, Cota había visto no pocos guerreros bárbaros, escordicios, iapudas, salasios y carpetanos, pero nunca nada como aquellos germanos. Todo el mundo consideraba gigantes a los galos, pero comparados con los germanos eran hombres corrientes.
Y el peor terror de todos es que propiciaban la perdición de Roma, porque Roma no los tomaba en serio y no dirimía aquella rencilla de clases. ¿Cómo podía Roma abrigar esperanzas de vencerlos si dos generales romanos se negaban a colaborar y se insultaban mutuamente, condenando a sus respectivos soldados? Si Cepio y Malio Máximo actuaban conjuntamente, Roma pondría en el campo de batalla cerca de cien mil hombres, lo cual era una proporción aceptable si la moral era alta, el entrenamiento bueno y el mando competente.
¡Oh, pensó Cota, sufriendo un retortijón intestinal, he vislumbrado el destino de Roma! No podremos resistir a estas hordas rubias. No podremos sobrevivir.
Finalmente, Aurelio interrumpió la conversación y cada bando se apartó para conferenciar.
—Bien, algo hemos aprendido —dijo Aurelio a Cota y a los otros cinco senadores—. Ellos no se denominan germanos. De hecho, se consideran tres pueblos distintos, a los que llaman cimbros, teutones y un tercer grupo bastante heterogéneo formado por diversos pueblos más pequeños que se unieron a cimbros y teutones durante su marcha errante, que son los marcomanos, queruscos y tigurinos, según mi intérprete germano, y cuyo origen es más celta que germano.
—¿Marcha errante? —inquirió Cota—. ¿Cuánto tiempo han estado errando?
—Ni ellos mismos lo saben, pero muchos años. Quizá el tiempo de una generación. Ese joven que parece un Aquiles bárbaro era un niño cuando su tribu, los cimbros, abandonó sus tierras de origen.
—¿Tienen un rey? —inquirió Cota.
—No, se rigen por un consejo de jefes de tribus; esos que veis son la mayoría. Sin embargo, ese que parece un Aquiles bárbaro va adquiriendo un rápido ascendiente en el consejo y sus partidarios le llaman rey. Se llama Boiorix y es, con gran diferencia, el más agresivo. A él le trae sin cuidado el solicitar el permiso para que les dejemos transitar por el sur; dice que la fuerza es derecho y se muestra partidario de interrumpir las conversaciones y seguir su camino a riesgo de lo que sea.
—Peligrosamente joven para creerse rey. Estoy de acuerdo en que es un riesgo —dijo Cota—. ¿Y quién es aquél? Sin ningún prurito, señaló a un hombre de unos cuarenta años que llevaba un deslumbrante pectoral con unas cuantas libras más de oro.
—Teutobodo de los teutones, jefe de sus notables. Parece que a él también le empieza a gustar el título de rey. Igual que Boiorix, piensa que la fuerza es derecho y que deben seguir hacia el sur esté o no de acuerdo Roma. Mis dos intérpretes germanos de la época de Carbo me han dicho que ahora su ánimo es muy distinto al de entonces, que han cobrado confianza en sí mismos y que nos desafían —dijo Aurelio mordiéndose el labio—. Es que han convivido con los eduos y los ambarres suficiente tiempo para aprender mucho sobre nosotros, y las cosas que han sabido de Roma han disipado sus temores. Y no sólo eso, sino que hasta ahora, si excluimos el primer combate con Lucio Casio, cosa fácil, por otra parte, teniendo en cuenta las secuelas, lo cierto es que nos han vencido siempre. Ahora Boiorix y Teutobodo les dicen que no hay ningún motivo para temernos porque estemos mejor armados y entrenados; que somos como el coco infantil: fantasía y humo. Boiorix y Teutobodo quieren la guerra y, después de acabar con Roma, proseguir su marcha y asentarse donde gusten. Se reanudaron las conversaciones, pero ahora Aurelio presentó a los seis senadores, ataviados con sus togas y escoltados por los doce lictores con túnica carmesí y gruesos cinturones de servicio en el extranjero repujados en oro, más los fasces y el hacha. Desde luego que los germanos los habían visto, pero al serles presentados, se quedaron mirando maravillados aquellas vestiduras blancas tan poco marciales. ¿Así eran los romanos? Sólo Cota vestía la toga praetexta bordada en púrpura de magistrado curul, y a él dirigían aquellas extrañas arengas ininteligibles.
Aguantó bien, dadas las circunstancias, orgulloso, altivo, tranquilo y con frases pausadas. A los germanos no les parecía deleznable enrojecer de rabia, salpicar de saliva al hablar enardecidos y golpearse con el puño la palma de la otra mano, pero resultaba evidente que los aturdía aún más y los inquietaba la inquebrantable tranquilidad de los romanos.
Desde el principio de su intervención en las conversaciones, la respuesta de Cota fue no. No, la migración no podía proseguir hacia el sur; no, el pueblo germano no tenía derecho a transitar por ningún territorio ni provincia romanos; no, Hispania no era un punto de destino aceptable, a menos que fuesen a asentarse en Lusitania o en Cantabria, porque el resto de la península era romano. Tenían que volver atrás. Dirigirse al norte, fue la réplica constante de Cota; que volvieran a su país, fuese el que fuese, o que se retirasen más allá del Rhenus a la propia Germania y se asentaran allí entre los de su pueblo.
Hasta que anocheció no volvieron a montar los germanos en sus caballos para alejarse. Los últimos en marchar fueron Boiorix y Teutobodo; el joven volvió la cabeza para contemplar a los romanos lo más posible sin que en su mirada se advirtiese complacencia ni admiración. Aurelio tiene razón, es el propio Aquiles, pensó Cota, para quien, al principio, la comparación le había parecido un misterio, pero que luego advirtió que en aquel bello rostro brillaba la obstinación y el implacable deseo de venganza del héroe tesalio. Aquél también era un hombre al que le gustaría exhibirse mientras sus soldados morían como moscas, tan sólo por el pundonor. A Cota le dio un vuelco el corazón, desalentado, porque ¿no era, en definitiva, lo mismo que le sucedía a Quinto Servilio Cepio?
A las dos horas de anochecer había luna llena; libres del estorbo de las togas, Cota y sus cinco enmudecidos compañeros cenaron con Aurelio y se dispusieron a cabalgar en dirección sur.
—Esperad hasta mañana —suplicó Aurelio—. No estamos en Italia, aquí no hay calzadas romanas seguras y no conocéis el terreno. Unas cuantas horas, qué pueden importar…
—No, quiero estar en el campamento de Quinto Servilio al amanecer —respondió Cota— para convencerle de que se una a Cneo Malio. Le pondré al corriente de lo que ha sucedido hoy aquí y, después, independientemente de lo que él haga, seguiré hasta el campamento de Cneo Malio; no pienso dormir hasta hablar con él.
Se dieron la mano, y, conforme los senadores con su escolta de lictores y criados se perdían entre las densas sombras proyectadas por la luna, la silueta de Aurelio permaneció claramente delineada con el brazo alzado, diciendo adiós.
Volveremos a vernos, se dijo Cota para sus adentros, pensando en él; un hombre valiente, un romano excepcional.
Cepio no quiso escuchar a Cota, y menos a la voz de la razón.
—Aquí estoy y aquí me quedo —fue lo único que dijo.
Por lo tanto, Cota siguió su ruta tras calmar la sed en el campamento medio acabado de Cepio, decidido a llegar al de Cneo Malio Máximo a mediodía como muy tarde.
Al amanecer, mientras Cota y Cepio no lograban ponerse de acuerdo, los germanos iniciaron el avance. Era el segundo día de octubre, el tiempo seguía siendo bueno y no hacía frío. Cuando las primeras filas de la masa germana llegaron a las vallas del campamento de Aurelio, las rebasaron como una marea. Aurelio no llegó a comprender lo que pasaba; él había imaginado, lógicamente, que tendría tiempo para ensillar los escuadrones de caballería y que la empalizada, extraordinariamente bien fortificada, resistiría la embestida de los bárbaros el tiempo suficiente para sacar sus tropas por la puerta trasera e intentar una maniobra de flanco. Pero no fue así. Era tal la masa envolvente de germanos que el campamento se vio rodeado por todas partes en cuestión de minutos y los bárbaros lo asaltaron a millares por los cuatro lados. No estando acostumbradas a luchar a pie, las tropas de Aurelio hicieron lo que pudieron, pero aquello fue una carnicería más que una batalla. A la media hora, apenas quedaba un romano vivo, y Marco Aurelio Escauro cayó prisionero antes de poder echarse sobre la espada.
Llevado a presencia de Boiorix, Teutobodo y del resto de los cincuenta jefes que habían acudido a parlamentar, Escauro supo conducirse con insuperable entereza, cabeza erguida y gesto altivo, sin que le afectasen las ofensas y agresiones que le infligieron ni le obligasen a agachar la cabeza. Le metieron en una gran jaula de mimbre, obligándole a contemplar cómo hacían una pira con buena leña, le prendían fuego y la dejaban arder. Aurelio miraba con las piernas erguidas, sin temblarle las manos ni mostrar temor alguno ni aferrarse a las barras de su reducida prisión. Como no formaba parte del plan que Aurelio muriese asfixiado por el humo o que pereciese rápidamente consumido por las llamas, aguardaron a que se hiciesen brasas y luego colgaron la jaula sobre ellas para asarle vivo. Pero fue él quien venció, aunque fuese una victoria pírrica, pues no dejó que de su boca saliera un solo estertor o grito de agonía ni encogió las piernas. Murió como un auténtico noble romano para que su conducta les enseñara la verdadera dimensión de Roma y se grabara en sus mentes la urbe capaz de dar hombres como él, un romano descendiente de romanos.
Los germanos permanecieron dos días junto a las ruinas del campamento de caballería romana y luego prosiguieron la marcha hacia el sur con la misma falta de planificación. Al llegar a la altura del campamento de Cepio siguieron avanzando a millares, hasta que los aterrorizados soldados de Cepio perdieron toda esperanza de contarlos y algunos optaron por abandonar la coraza y cruzar a nado a la otra orilla del Rhodanus. Pero eso era el último recurso que Cepio había previsto exclusivamente para sí; quemó todas las barcas de su flotilla y situó una fuerte guardia a lo largo de la orilla, mandando ejecutar a cualquier fugitivo. Aislados en un auténtico mar de germanos, los 55 000 soldados y tropas auxiliares del campamento de Cepio no podían hacer más que esperar a ver si aquella marea pasaba sin causarles daño.
El sexto día de octubre, las primeras filas germanas alcanzaron el campamento de Malio Máximo, que había optado por no mantener al ejército en su interior, formando las diez legiones en campo abierto en dirección norte, antes de que los germanos, ya claramente visibles, cercasen el campamento, con las tropas desplegadas en la zona anterior a las primeras estribaciones de los Alpes, situados a unas cien millas al este. Las legiones aguardaron, cara al norte, unas junto a otras, cubriendo una distancia de cuatro millas, lo cual fue el cuarto error de Malio Máximo, ya que no sólo podía ser fácilmente rebasado por el flanco, dado que no disponía de caballería para proteger la desguarnecida derecha, sino que, además, el despliegue era muy débil en profundidad.
No le habían llegado noticias de lo ocurrido en el norte, en el campamento de Aurelio, ni en el de Cepio, y no disponía de nadie para que, disfrazado, se llegase hasta las hordas bárbaras, pues a los intérpretes y exploradores los había enviado al norte con Aurelio. Por consiguiente, su única opción era esperar la llegada de los germanos.
Lógicamente, su puesto de mando era la torre más alta de las defensas del campamento, y allí se situó con su estado mayor a caballo y listo para llevar al galope las órdenes a las distintas legiones; entre el personal de estado mayor se hallaban sus dos hijos y el joven retoño de Metelo el Meneítos. Quizá porque Malio Máximo considerase a la legión de marsos de Quinto Popedio Silo la más disciplinada y preparada, quizá porque juzgase preferible sacrificar a esa tropa en vez de a los romanos, aun cuando se tratara de escoria romana, fue ésta la que situó más al este de la primera línea, a la derecha del despliegue y sin ninguna protección de caballería. Junto a ella se encontraba la legión reclutada a principios de año, al mando de Marco Livio Druso, quien tenía de ayudante a Quinto Sertorio. Luego estaban las fuerzas auxiliares samnitas y a continuación otra legión romana de reclutas más veteranos; cuanto más se aproximaba la línea al río, menor preparación tenían las legiones y más tribunos militares había entre ellas para infundirles ánimo. La legión de tropas totalmente bisoñas de Cepio hijo cubría la orilla del Rhodanus, y a su lado había más tropas bisoñas al mando de Sexto César.
Parecía existir una ligera planificación en el ataque germano iniciado dos horas después del amanecer del sexto día de octubre, casi simultáneo con el efectuado al campamento de Cepio.
Ninguno de los 55000 soldados de Cepio sobrevivió a las hordas germanas que los rodeaban, ya que éstas simplemente desbordaron los tres lados del campamento que daban a la parte de tierra, aplastándolo hasta que heridos y muertos quedaron entremezclados en informe montón. Cepio no perdió un segundo y en cuanto vio que la tropa no podía contener aquella marea, se apresuró a llegarse a la orilla, montar en la barca y ordenar a los remeros que le llevasen al otro lado a toda velocidad. Un puñado de sus hombres intentó salvarse a nado, pero había tal cantidad de germanos dando hachazos y tajos, que ningún romano tuvo tiempo ni sitio para despojarse de la cota de malla de veinte libras de peso ni de apenas desabrocharse el casco; por lo que todos los que intentaron nadar perecieron ahogados. Cepio y sus remeros fueron prácticamente los únicos supervivientes.
A Malio Máximo le fue algo mejor. Luchando valientemente contra aquellos gigantes, los marsos perecieron casi hasta el último hombre, igual que Druso y la legión que combatía junto a ellos. Silo cayó herido en el costado y Druso quedó inconsciente de un golpe recibido con la empuñadura de una espada germana, poco después de que su legión entrara en combate; Quinto Sertorio intentó, a caballo, reagrupar a sus hombres, pero no hubo manera de contener el ataque germano, cuyos caídos eran reemplazados inmediatamente por tropas de refresco; y sus reservas eran inagotables. Sertorio cayó también, herido en el muslo, en el punto más vulnerable de inserción de los grandes músculos de la pierna; que la herida de lanza cortase los nervios y se detuviese a poca distancia de la arteria femoral fue un simple albur de la guerra.
Las legiones más próximas al río dieron media vuelta y entraron en el agua, logrando en su mayoría desprenderse del pesado equipo antes de cruzar a nado el Rhodanus. Cepio hijo fue el primero que cedió a la tentación, mientras que Sexto César resultó arrollado por sus propios soldados al intentar detener la retirada y quedó mutilado de la cadera izquierda.
Pese a las protestas de Cota, los seis senadores fueron trasladados a la orilla occidental antes de iniciarse la batalla, pues Malio Máximo había insistido en que, dado que eran observadores civiles, debían abandonar el campo y verlo todo desde un lugar seguro.
—Si caemos, debéis sobrevivir para llevar la noticia al Senado y al pueblo de Roma —dijo.
Era costumbre romana respetar la vida de los vencidos, ya que los guerreros útiles alcanzaban los más altos precios en los mercados de esclavos destinados al trabajo, ya fuera en minas, puertos, canteras o en la construcción. Pero ni celtas ni germanos perdonaban la vida de sus adversarios, pues preferían esclavizar a los que hablaban su propia lengua y sólo en la cantidad que les imponía su estilo de vida poco estructurado.
Así, tras una breve hora de batalla nada gloriosa, cuando las huestes germanas se proclamaron vencedoras, sus soldados fueron pasando por entre los miles de cadáveres romanos para rematar a los supervivientes. Afortunadamente no fue una acción disciplinada ni sistemática, pues, de haberlo sido, ninguno de los veinticuatro tribunos militares habría sobrevivido a la batalla de Arausio. Druso yacía inconsciente, de manera que les pareció muerto a todos los germanos que pasaron por su lado, y Quinto Popedio Silo, que asomaba por debajo de un montón de marsos muertos, estaba tan lleno de sangre que también pasó inadvertido. Incapaz de moverse por tener la pierna totalmente paralizada, Quinto Sertorio se fingió cadáver. Y Sexto César, totalmente visible, respiraba tan trabajosamente y tenía el rostro tan congestionado, que ningún germano de los que le vieron se molestó en poner fin a una vida tan a punto de extinguirse.
Los dos hijos de Malio Máximo perecieron galopando de un lado para otro llevando las órdenes de su aturdido padre, pero el hijo de Metelo el Numídico, el Meneítos joven, era duro de pelar, y al ver la irremediable derrota instó al impávido Malio Máximo y a media docena de sus ayudantes a saltar las empalizadas y acercarse a la orilla, donde los hizo subir a una barca. La acción de Metelo hijo no estuvo totalmente dictada por el simple deseo de supervivencia, pues era valeroso; lo que sucedió es que prefirió aplicar ese valor a salvar la vida de su comandante.
A la quinta hora del día todo había terminado. Los germanos emprendieron una vez más el camino hacia el norte y cubrieron las treinta millas que los separaban de sus millares de carros en torno al campamento del fenecido Aurelio. En el campamento de Malio Máximo y en el de Cepio habían descubierto algo maravilloso: grandes existencias de trigo y alimentos y suficientes vehículos, mulas y bueyes para llevárselos. No es que no los atrajera el oro, el dinero, las ropas y las armas y corazas, pero las vituallas de Malio Máximo y de Cepio eran el principal atractivo de su botín y no dejaron una sola loncha de tocino ni un tarro de miel, apoderándose, además, de centenares de amphorae de vino.
Uno de los intérpretes germanos, capturado al invadir el campamento de Aurelio y devuelto a su etnia cimbra, no llevaba entre los suyos más que unas horas, cuando se dio cuenta de que había vivido tanto tiempo entre romanos que no tenía añoranza alguna de volver a vivir entre los bárbaros. Cuando no le veía nadie, robó un caballo y cabalgó en dirección sur hacia Arausio, siguiendo una ruta muy apartada al este del río para no tropezarse con la desastrosa derrota romana y evitar el hedor de los cadáveres.
El noveno día de octubre, tres días después de la batalla, entraba al paso con su exhausto corcel por la calle principal enlosada de la próspera ciudad, buscando inútilmente a alguien a quien dar la noticia. Toda la población había huido ante el avance de los germanos, pero al final de la calle principal atisbó en torno a la villa del personaje más importante de Arausio —ciudadano romano, naturalmente— y vio que había movimiento.
Aquel personaje de Arausio era un galo llamado Marco Antonio Meminio, por haberle sido concedida la ciudadanía por un Marco Antonio, merced a sus servicios al ejército de Cneo Domicio Ahenobarbo diecisiete años antes. Exaltado por tal distinción y ayudado por el patrocinio de la familia de Antonio para la obtención de concesiones mercantiles entre la Galia Transalpina y la Italia romana, Marco Antonio Meminio se había enriquecido extraordinariamente. Era ya el principal magistrado de la ciudad y había tratado de convencer a sus conciudadanos para que se quedasen en Arausio, al menos hasta saber si la batalla que se libraba al norte resultaba o no favorable a Roma. Al no conseguirlo, él había optado por quedarse, limitándose, prudentemente, a enviar fuera de la ciudad a sus hijos a cargo del pedagogo, enterrar su oro y esconder la trampilla de su bodega tapándola con una gran losa. Su mujer prefirió quedarse con él en vez de irse con los niños, y así los dos pequeños, acompañados de un grupo de fieles servidores, habían oído los lamentos de angustia que traía el viento desde el campamento de Malio Máximo.
Como ni romanos ni germanos llegaban a la ciudad, Meminio había enviado a un esclavo a que averiguase qué había sucedido, y aún estaba abrumado por la noticia cuando el primero de los oficiales romanos de alta graduación que habían salvado el pellejo entró en la ciudad. Se trataba de Cneo Malio Máximo y su grupo de ayudantes, que llegaban más como animales drogados camino del sacrificio ritual que como militares romanos; esta impresión de Meminio la corroboró el comportamiento del hijo de Metelo el Numídico, que los dirigía con la dureza y el ahínco de un perro de pastor. Meminio y su esposa salieron a recibir al grupo y lo invitaron a entrar en la villa; les dieron comida y vino, y trataron de que les hicieran un relato coherente de lo acaecido. Pero fue inútil; el único que conservaba el sentido común, el joven Metelo, sufría un impedimento bucal que le impedía hablar, y Meminio y su esposa no sabían griego y únicamente se expresaban en un rudimentario latín.
Durante los dos siguientes días llegaron más, aunque pocos, y ningún soldado raso, pese a que un centurión dijo que había algunos miles en la orilla occidental que deambulaban atontados y sin rumbo fijo. Cepio fue el último en llegar, acompañado de su hijo, Cepio el joven, con quien se había encontrado en la orilla occidental cuando bajaba hacia Arausio. Cuando Cepio supo que Malio Máximo estaba en casa de Meminio, se negó a quedarse y optó por encaminarse a Roma, llevándose a su hijo. Meminio le dio dos calesines con tiro para cuatro mulas y le puso en camino con provisiones y cocheros.
Abatido por el dolor de haber perdido a sus dos hijos, Malio Máximo fue incapaz de preguntar por los seis senadores hasta tres días después; hasta ese momento, Meminio ni siquiera sabía de su existencia, pero cuando Malio Máximo le instó a organizar un grupo de búsqueda, él puso pegas, temiendo que los germanos aún anduviesen por el campo de batalla, y le invadió una enorme preocupación ante la perspectiva de que tanto él y su esposa como sus abatidos huéspedes se dispusieran a emprender la huida.
Tal era la situación cuando el intérprete germano llegó a Arausio y localizó a Meminio. Este comprendió en seguida que el recién llegado traía importantes noticias, pero, desgraciadamente, no se entendían en latín y a Meminio no se le ocurrió llevarle a presencia de Malio Máximo. Le dio albergue y le indicó que esperase hasta que llegase alguien con dominio del idioma para interrogarle.
Con Cota a la cabeza, la embajada de senadores se había aventurado a cruzar de nuevo el río en cuanto los germanos volvieron grupas hacia el norte, dispuesta a buscar supervivientes en aquella horrible carnicería. Incluidos lictores y sirvientes, totalizaban veintinueve, que se dedicaron a cumplir temerosamente la tarea ante el posible regreso de los germanos. El tiempo transcurría y nadie acudía a ayudarlos.
Druso había recobrado el sentido al oscurecer, se había pasado la noche medio consciente, y al amanecer se hallaba lo bastante repuesto para poder arrastrarse en pos de su único deseo: encontrar agua. El río quedaba a tres millas y el campamento casi tan lejos, así que se encaminó hacia la derecha, con la esperanza de encontrar algún riachuelo en las primeras estribaciones del terreno. A pocos metros de allí se tropezó con Quinto Sertorio, quien hizo una seña con una mano al verle.
—No puedo moverme —dijo Sertorio, lamiéndose los agrietados labios—. Tengo la pierna muerta… Esperaba que llegase alguien… y creí que era un germano.
—Me muero de sed —farfulló Druso—. Voy a buscar agua y vuelvo.
Todo eran cadáveres, áreas y más áreas de cuerpos sin vida, pero sobre todo en la imprecisa ruta de Druso en busca de agua, porque había caído en la primera línea al principio de la batalla y los romanos, sin avanzar un centímetro, no habían hecho más que retroceder. Si Sertorio no hubiese caído también en primera línea y se hubiera hallado entre los montones de cadáveres más retrasados, Druso no le habría visto.
Despojado de su pesado casco ático, Druso iba con la cabeza descubierta; un soplo de aire movió un mechón de cabello sobre una hinchazón encima del ojo derecho, y era tal la contusión, tan tensa estaba la piel y tan sanguinolenta la frente, que aquel simple roce del pelo hizo que cayera de rodillas atenazado por el dolor.
Pero las ganas de vivir eran enormes. Volvió a incorporarse como pudo y siguió andando hacia el este, pensando en que no tenía con qué coger agua y que habría otros, como Sertorio, muertos de sed. Quejándose por efecto del agudo dolor al agacharse, quitó el casco a dos marsos muertos y siguió, llevándolos colgados de las correillas.
En medio del campo de cadáveres de los marsos había un borriquillo aguador, parpadeando sus amables ojos de largas pestañas a la vista de aquella carnicería, pero incapaz de moverse por tener trabado el ronzal en el brazo de un cadáver sepultado bajo otros cuerpos. El animal había tratado de zafarse, pero lo único que había conseguido había sido apretar más la soga del ronzal, de tal modo que se le veía la carne abotagada entre las tirantes correas. Druso, que había conservado el puñal, cortó la soga a la altura del brazo inerte y se la ató al cinturón para que, en caso de desmayarse, el jumento no pudiera escapar, pero el animal, contento de ver a un ser humano, aguardó pacientemente a que Druso calmara su sed y luego le siguió mansamente.
En un extremo del enorme revoltijo de cadáveres en torno al asno había dos piernas que se movían; en medio de repetidos gruñidos de dolor, que el burro repetía entristecido, Druso logró apartar una serie de cadáveres y vio que había destapado a un oficial marso con vida. Su coraza de bronce estaba rota en el lado derecho, por debajo del brazo, y por un orificio de la enorme raja salía, más que sangre, un flujo rosáceo.
Con el mayor cuidado que pudo, Druso sacó al oficial de entre los cadáveres hasta un trozo de hierba pisoteada y comenzó a desabrocharle la coraza por el lado izquierdo. El oficial tenía los ojos cerrados, pero una vena del cuello le latía con fuerza, y cuando Druso le quitó la coraza, estirando de ella sobre pecho y abdomen, lanzó un fuerte grito.
—¡Cuidado! —añadió en tono irritado en el más puro latín.
Druso se detuvo un instante y siguió desabrochando la camisa de cuero.
—¡Estáte quieto, necio! —dijo—. Sólo intento ayudarte. ¿Quieres agua, antes?
—Agua —balbució el oficial marso.
Druso le dio de beber con el casco y se vio recompensado con la mirada de dos ojos verde amarillos, que le recordaron las serpientes; los marsos eran adoradores de serpientes, bailaban con ellas, las encantaban y hasta les daban la lengua. Con aquellos ojos, no era de extrañar.
—Me llamo Quinto Popedio Silo —dijo el marso—. Un irrumator de ocho pies de altura me cogió desprevenido —dijo, cerrando los ojos, al tiempo que dos lagrimones le corrían por las ensangrentadas mejillas—. Mis hombres han muerto todos, ¿verdad?
—Eso me temo —contestó Druso en voz baja—. Y los míos y los de todos, creo, Me llamo Marco Livio Druso. Ahora aguanta, que voy a moverte haciendo fuerza.
La herida estaba restañada, pues, gracias a la lana de la túnica, la espada germana no había penetrado mucho. Druso sintió las costillas rotas al agarrarle, pero la coraza, el justillo de cuero y las costillas habían impedido que la hoja profundizase en el tórax.
—Te salvarás —dijo—. ¿Puedes ponerte en pie apoyándote en mi? Tengo un compañero de mi legión que espera ayuda. Así que, o te quedas aquí y vienes cuando puedas o vienes ahora conmigo.
Otro roce del pelo en la ceja en carne viva le hizo dar un alarido de dolor.
Quinto Popedio Silo consideró la situación.
—Tal como estás no podrás ayudarme —dijo—. A ver si puedes darme mi puñal; cortaré un trozo de la túnica para vendarme la herida. No puedo seguir sangrando en medio de este tártaro.
Druso le dio el puñal y se alejó con el burro.
—¿Dónde estás? —inquirió Silo.
—Una legión más allá —contestó Druso.
Sertorio seguía inconsciente. Bebió con gran fruición y después consiguió sentarse. Su herida era peor que la de Druso y la del marso, y era evidente que era incapaz de moverse si no le ayudaban los dos. Así que Druso se sentó a su lado y se quedó quieto para descansar, hasta que una hora después apareció Silo. El sol ya estaba alto y hacía calor.
—Tendremos que llevar los dos a Quinto Sertorio lejos de los cadáveres para que no se le infecte la herida —dijo Silo—. Luego, creo que lo mejor será hacerle algún sombrajo y ver si queda alguien vivo por ahí.
Lo hicieron todo con agobiante lentitud y horribles dolores, pero finalmente lograron dejar a Sertorio lo más cómodo posible y los dos se dedicaron a buscar a alguien. No habían andado mucho, cuando a Druso le acometió un acceso de náuseas y se vio obligado a hacerse un ovillo en el polvo, sacudido por espasmos del diafragma y el estómago, lanzando gemidos de agonía. Poco más entero que él, Silo se dejó caer a su lado, y el burro, que seguía amarrado al cinturón de Druso, aguardó pacientemente.
Luego, Silo, echándose sobre el costado, examinó la hinchazón de la frente de Druso y lanzó un gruñido.
—Marco Livio, si no puedes aguantar el dolor, creo que se te calmaría bastante si te sajo ese bulto con el puñal y dejamos que sangre. ¿De acuerdo?
—¡A la Hidra me enfrentaría con tal de hallar alivio! —masculló Druso.
Antes de aplicar la punta del puñal, Silo farfulló un encantamiento en una lengua que Druso no consiguió identificar; no era osco, porque ésa la entendía él bien. Lo que estaba salmodiando era un encantamiento de serpientes, pensó Druso, y se sintió curiosamente tranquilo. El dolor era insoportable y perdió el sentido. Mientras estaba inconsciente, Silo extrajo la mayor cantidad posible de pus y flujo, enjugándolo con un trozo de túnica que arrancó a Druso. Cuando éste comenzaba a volver en sí, le arrancó otro trozo.
—¿Te sientes mejor? —inquirió.
—Mucho mejor —contestó Druso.
—Si te lo vendase, te dolería más. Toma, límpiatelo con esto si te ciega; tarde o temprano dejará de supurar —dijo Silo, alzando la vista hacia el implacable sol—. Tenemos que buscar una sombra o pereceremos, lo que quiere decir que el joven Sertorio también perecería —añadió, poniéndose en pie.
Cuanto más se aproximaban al río más signos de vida veían entre aquella carnicería: gemidos, débiles gritos de auxilio, movimientos.
—Esto es una ofensa a los dioses —dijo Silo, cabizbajo—. Nunca he visto una batalla peor planeada. ¡Nos han ejecutado! ¡Maldigo a Cneo Malio Máximo! ¡Que mi gran serpiente portadora de luz se enrosque a los sueños de Cneo Malio Máximo!
—Estoy de acuerdo. Ha sido un fracaso y el mando ha sido peor que el de Casio en Burdigala. Pero hay que repartir la responsabilidad por igual, Quinto Popedio. Si Cneo Malio tiene culpa, ¡qué no tendrá Quinto Servilio Cepio!
¡Cómo le dolía tener que decir aquello, tratándose nada menos que del padre de su esposa!
—¿Cepio? ¿Y él qué tiene que ver? —inquirió Silo.
La herida ya no le dolía tanto; Druso comprobó que podía volver fácilmente la cabeza para mirar a Silo.
—¿Es que no lo sabes? —replicó.
—¿Qué va a saber un itálico de las decisiones del mando romano? —contestó Silo, escupiendo despectivamente en el suelo—. Nosotros hemos venido a combatir y no intervenimos para nada en cómo ha de plantearse el combate, Marco Livio.
—Bien, desde el momento en que llegó de Narbo, Quinto Servilio se negó a colaborar con Cneo Malio —dijo Druso con un estremecimiento—. No quiso aceptar órdenes de un hombre nuevo.
Silo miró a Druso de hito en hito, clavando sus ojos verdeamarillos en los negros del romano.
—¿Quieres decir que Cneo Malio quería que Quinto Servilio viniese a este campamento?
—¡Claro! Igual que los seis senadores que vinieron de Roma. Pero Quinto Servilio se negó a ponerse bajo el mando de un hombre nuevo.
—¿Quieres decir que fue Quinto Servilio quien mantuvo separados los dos ejércitos…?
Silo no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Sí; Quinto Servilio, que es mi suegro —tenía que decirlo—. Estoy casado con su única hija. ¿Cómo puedo soportarlo? Su hijo es mi mejor amigo y está casado con mi hermana… ha luchado aquí con Cneo Malio y ha muerto… supongo… —el líquido que Druso se enjugaba del rostro era principalmente lágrimas—. ¡El orgullo, Quinto Popedio! ¡El necio e inútil orgullo!
Silo se había detenido.
—Ayer murieron seis mil soldados marsos con sus dos mil servidores… ¿y tú me dices que ha sido porque un necio romano de alta alcurnia tiene inquina a otro necio romano de menor alcurnia? —exclamó Silo, rabioso y bufando de furor—. ¡Que la gran serpiente portadora de luz acabe con los dos!
—Algunos de tus hombres estarán vivos —dijo Druso, no por excusar a sus superiores, sino por tratar de animar a aquel hombre a quien apreciaba enormemente.
Le embargaba un profundo dolor, un dolor que nada tenía que ver con la herida física, el dolor producto de una pena horrorosa. Él, Marco Livio Druso, que no había conocido hasta aquel momento la realidad de la vida, lloraba de vergüenza al pensar en una Roma dirigida por hombres capaces de causar tanto dolor por sus rencillas sociales.
—No, han muerto —respondió Silo—. ¿Por qué crees que tardé tanto en llegar a donde estaba Quinto Sertorio? Estuve recorriendo el campo, mirando. Muertos. ¡Muertos todos!
—Y los míos —añadió Druso, sin dejar de llorar—. Aguantamos la avalancha por la derecha y no teníamos ni un solo escuadrón de caballería.
Poco después avistaban a lo lejos al grupo senatorial y pidieron auxilio.
Marco Aurelio Cota llevó en persona a los tribunos militares a Arausio, caminando pacientemente las cinco millas detrás de un carro de bueyes, que era el medio mejor para hacer el viaje. Dejó a sus colegas tratando de organizar lo que pudieran en aquel caos. Marco Antonio Meminio logró convencer a algunos elementos de las tribus galas que vivían en las alquerías cercanas para que se llegasen al campo de batalla y ayudasen en lo que fuera posible.
—Estamos ya en la tarde del tercer día —dijo Cota a Meminio nada más llegar— y habrá que hacer algo con los cadáveres.
—La población ha huido y los granjeros están convencidos de que los germanos volverán… No tenéis idea de lo difícil que es convencer a nadie para que vaya a ayudaros —respondió Meminio.
—No sé dónde están los germanos —replicó Cota— y no me explico por qué tomaron en dirección norte. Pero, de momento, no se les ha vuelto a ver. Desgraciadamente no tengo a nadie para enviarle de exploración. Ahora lo más importante son los muertos.
—¡Oh! —exclamó Meminio, dándose una palmada en la frente—. Hace unas cuatro horas llegó un hombre, y por lo que he podido entender, porque no le comprendo bien, es uno de los intérpretes germanos que estaban en el campamento de la caballería. Habla latín, pero no entiendo su acento. ¿Queréis verle? Quizá quiera serviros de explorador.
Cota mandó traer al germano, y lo que le dijo cambió todos sus planes.
—Han tenido una tremenda disputa; el consejo de jefes se halla dividido y tres pueblos han seguido rutas distintas —dijo el intérprete.
—¿Una disputa entre los jefes, dices?
—Bueno, entre Teutobodo de los teutones y Boiorix de los cimbros, al menos, al principio —respondió el germano—. Los guerreros regresaron a poner en marcha los carros y el consejo se reunió para repartir el botín. Habían capturado gran cantidad de vino en los tres campamentos romanos y el consejo estuvo bebiendo. Luego, Teutobodo dijo que había tenido un sueño cuando iba camino de los carros y que se le apareció el gran dios Ziu, que le dijo que si su pueblo continuaba la marcha hacia el sur por tierras romanas, los romanos le infligirían una derrota por la cual guerreros, mujeres y niños acabarían vendidos como esclavos. Entonces él dijo que iba a conducir a los teutones a Hispania por tierras de los galos y no de los romanos. Pero Boiorix lo desaprobó tajantemente, acusó a Teutobodo de cobarde y anunció que los cimbros pasarían por tierras romanas, hicieran lo que hicieran los teutones.
—¿Estás seguro de ello? —inquirió Cota, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo han dicho o estabas tú presente?
—Estaba allí, dominus.
—¿Y por qué estabas allí? ¿Cómo es que estabas con ellos?
—Yo aguardaba que me llevasen a los carros de los cimbros, porque soy cimbro. Todos estaban borrachos y nadie advirtió mi presencia. Pero me di cuenta de que ya no quería ser germano y decidí enterarme de lo que pudiera hasta escapar.
—¡Sigue, sigue! —dijo Cota, impaciente.
—Bien, el resto de los jefes se sumó a la disputa; entonces, Getorix, jefe de los marcomanos, los queruscos y los tigurinos, propuso llegar a un acuerdo quedándose en las tierras de los eduos y los ambarres, pero, excepto su pueblo, nadie quiso aceptarlo. Los jefes teutones se pusieron de parte de Teutobodo y los jefes cimbros de parte de Boiorix. Así que, ayer, el consejo acabó con la disensión de los tres pueblos. Teutobodo ha dado orden a los teutones de seguir hasta la lejana Galia y proseguir su ruta hacia Hispania por tierras de los cardurcios y los petrocoros. Getorix y su pueblo van a quedarse entre los eduos y ambarres, y Boiorix va a conducir a los cimbros a la otra orilla del gran río Rhodanus para marchar hacia Hispania por fuera de las tierras romanas.
—¡Así que por eso no se los ve! —exclamó Cota.
—Sí, dominus. No van a ir hacia el sur por tierras romanas —dijo el germano.
Cota volvió con Marco Antonio Meminio y le comunicó la noticia con una gran sonrisa.
—¡Corred la voz, Marco Meminio, y lo antes posible! Hay que enterrar esos cadáveres antes de que se contaminen tierras y aguas, pues la peste causaría mayores males a las gentes de Arausio que los germanos —dijo Cota—. ¿Dónde se encuentra Quinto Servilio Cepio? —añadió, ceñudo, mordiéndose el labio.
—Camino de Roma, Marco Aurelio.
—¿Qué decís…?
—Salió hacia Roma con su hijo sin pérdida de tiempo para llevar la noticia —respondió Meminio, sorprendido.
—¡Ah, claro! —exclamó cabizbajo Cota—. ¿Viaja por tierra?
—Claro, Marco Aurelio. Le facilité calesines de cuatro mulas de mis propios establos.
Cota se puso en pie animado por una nueva energía.
—Llevaré a Roma la noticia de Arausio —dijo—. Volaré si es necesario y llegaré antes que Quinto Servilio. ¡Lo juro! Marco Meminio, dadme el mejor caballo que podáis. Saldré para Massilia en cuanto amanezca.
Cabalgó al galope hasta Massilia, sin escolta, cambiando de caballo en Glanum y en Aquae Sextiae, llegando al mar siete horas después de salir de Arausio. En el gran puerto fundado por los griegos siglos antes nada se sabía de la gran batalla librada hacía cuatro días, pero Cota se encontró la ciudad —tan elegante y griega, blanca y luminosa— embargada por un ambiente de temor ante la llegada de los germanos.
La casa del etnarca destacaba entre las demás, y hacia ella se encaminó Cota con toda la arrogancia y premura de un magistrado curul romano que va a un negocio concreto. Como Massilia gozaba de amistosas relaciones con Roma sin someterse a la ley romana, Cota podría haber sido cortésmente despedido, pero no fue así, naturalmente. Sobre todo después de que el etnarca y algunos de sus consejeros que vivían cerca escucharon lo que les expuso.
—Quiero el barco más rápido de que dispongáis y los mejores marineros y remeros de Massilia —dijo—. Sin carga que disminuya su marcha, pero llevaré dos equipos de reserva de remeros por si hay que remar contra el viento o en mala mar. ¡Porque os juro, etnarca Arístides, que estaré en Roma dentro de tres días, aunque sea necesario remar todo el día! No navegaremos costeando, sino en línea recta hasta Ostia, tal como sepa el mejor piloto de Massilia. ¿Cuándo es la próxima marea?
—Tendréis el barco y la tripulación al amanecer, Marco Aurelio, precisamente a la hora de la nueva marea —contestó el etnarca con amable voz—. ¿Quién paga? —añadió, tosiendo con gran delicadeza.
Un típico griego de Massilia, se dijo Cota para sus adentros.
—Hacedme una factura —contestó—. Paga el Senado y el pueblo de Roma.
Inmediatamente le hicieron la factura; Cota miró el precio astronómico y lanzó un gruñido.
—Es una tragedia que las malas noticias cuesten tanto como una nueva guerra contra los germanos —dijo, mirando al etnarca Arístides—. ¿No me rebajáis unas dracmas?
—Sí que es una tragedia —repitió el etnarca con voz pausada—, pero los negocios son los negocios. Ese es el precio, Marco Aurelio. Tomadlo o dejadlo.
—Lo tomo —respondió Cota.
Cepio y su hijo no se molestaron en dar un rodeo y hacer la obligada etapa en Massilia que habría efectuado cualquier viajero por carretera. Nadie sabía mejor que Cepio —que había estado un año en Narbo y otro en Hispania cuando era pretor— que los vientos siempre soplaban en sentido adverso en el Sinus Gallicus. Él seguiría la Vía Domicia por el valle del río Druentia, cruzaría la Galia itálica por el paso del Mons Genava y seguiría a la mayor velocidad posible por la Via Emilia y la Via Flaminia. Esperaba poder cubrir setenta millas diarias si obtenía buenos animales de refresco en las paradas y esperaba que su imperium proconsular se lo facilitase. Y así fue. Conforme transcurrían las millas, Cepio comenzó a sentirse seguro de que llegaría incluso antes que el correo senatorial. Había cruzado con tanta rapidez los Alpes, que los voconcios, siempre al acecho de viajeros romanos vulnerables que transitaban por la Via Domicia, no tuvieron ni tiempo de organizar un ataque contra los dos calesines al galope.
Cuando llegó a Ariminum, al final de la Via Emilia, estaba seguro de que cubriría la distancia entre Arausio y Roma en siete días, gracias a las buenas calzadas y numerosas mulas de refresco. Y comenzó a tranquilizarse. Podía estar exhausto y sufrir una cefalea fenomenal, pero sería su versión de lo que había sucedido en Arausio la primera que conocería Roma, y eso constituiría nueve décimas partes a su favor. Cuando aparecieron los Fanum Fortunae y los calesines tomaron por la Via Flaminia para cruzar los Apeninos y descender al valle del Tíber, Cepio se consideró vencedor. Su versión de la batalla de Arausio sería la que Roma tomaría por la verídica.
Pero la Fortuna tenía otro favorito. Marco Aurelio Cota cruzó el Sinus Gallicus desde Massilia a Ostia con vientos que oscilaron entre ideales y nulos; una travesía muchísimo mejor que la previsible. Cuando caía el viento, los remeros profesionales se sentaban a los portarremos, el hortator comenzaba a marcar el ritmo con el tambor y treinta musculosas espaldas se aplicaban a la tarea con tesón. Era un barco pequeño, construido para la navegación rápida más que para la mercante, y a Cota se le antojaba sospechosamente una nave de guerra massiliota, bien que no estaban permitidas sin previo consentimiento de Roma. Sus dos bancos de remos, quince por cada borda, estaban acoplados a los portarremos protegidos por unas cubiertas a las que fácilmente se habría podido adaptar una fila de fuertes escudos para convertirlas en plataformas de combate en un abrir y cerrar de ojos; y aquella grúa aparejada en la cubierta de popa era de una extraña construcción. ¿No iría allí alojada una fuerte catapulta?, se preguntaba Cota. La piratería era una provechosa industria que abundaba de un extremo a otro del Mediterráneo.
Sin embargo, no era hombre que pusiese objeciones a un regalo de la Fortuna. Así que se limitó a asentir con la cabeza sin gran convicción cuando el capitán le explicó que se dedicaba al transporte de pasajeros y que las cubiertas de los portarremos eran idóneas para que éstos estirasen las piernas, ya que los camarotes eran algo rudimentarios. Antes de zarpar, el capitán le había hecho ver que dos equipos de remeros de reserva era excesivo, dado que sus hombres eran los mejores de la profesión y sabrían mantener una buena velocidad con un solo equipo. Y Cota se alegraba de haber accedido, pues así llevaban menos peso y el viento permitía descansar a los remeros cuando parecían estar a punto de agotarse.
El barco había zarpado del magnífico puerto de Massilia al amanecer del día once de octubre y echaba el ancla en el paupérrimo puerto de Ostia el día anterior a los idus, tres días más tarde exactamente. A las tres horas, Cota entraba en casa del cónsul Publio Rutilio Rufo, espantando a los clientes como un zorro a las gallinas.
—¡Fuera! —gritó al que estaba sentado en la silla ante el escritorio de Rutilio Rufo, dejándose caer agotado en ella, mientras el cliente se apresuraba a salir del despacho.
A mediodía se había convocado al Senado a una reunión urgente en la curia hostilia; Cepio y su hijo trotaban en aquel momento por las últimas millas de la Via Emilia.
—Dejad las puertas abiertas —dijo Publio Rutilio Rufo al jefe de los empleados—. De esta reunión debe ser testigo el pueblo. Y que todo lo que se diga se tome palabra por palabra y quede transcrito.
Para la precipitación con que se había convocado, la asistencia fue multitudinaria, ya que, de acuerdo con ese modo inexplicable con que las noticias se difunden antes de darlas a la opinión, se había extendido ya el rumor por Roma de que había habido una gran derrota en la Galia frente a los germanos. La escalinata de la zona de comicios al pie de la curia hostilia se iba llenando rápidamente de gente, igual que las escalinatas y espacios cercanos.
Estando al corriente de las cartas de Cepio, protestando contra Malio Máximo y exigiendo suprema autoridad, y temiendo que volviera a suscitarse el debate, los padres conscriptos estaban nerviosos. Como hacía semanas que no tenían noticias de Cepio, el esforzado Marco Emilio Escauro estaba en situación de desventaja y lo sabía. Así, cuando el cónsul Rutilio Rufo mandó que las puertas de la cámara permanecieran abiertas, Escauro no osó impugnarlo y mandar cerrarlas. Ni tampoco Metelo el Numídico. Todas las miradas se centraban en Cota, a quien se había dado una silla cerca del estrado en el que presidía la silla curul de su cuñado Rutilio Rufo.
—Marco Aurelio Cota ha llegado a Ostia esta misma mañana —dijo Rutilio Rufo—. Hace tres días estaba en Massilia y el día anterior se encontraba en Arausio, cerca del punto de estacionamiento de nuestros ejércitos. Ruego a Marco Aurelio Cota que tome la palabra y advierto a la cámara que esta reunión quedará registrada palabra por palabra.
Naturalmente, Cota se había bañado y cambiado, pero eran evidentes las huellas del cansancio en su rostro habitualmente rubicundo, y la pesadez de gestos al ponerse en pie corroboraban su fatiga.
—Padres conscriptos, el día anterior al nones de octubre se entabló una batalla en Arausio —comenzó diciendo Cota, sin necesidad de elevar la voz dado el aplastante silencio de la cámara—. Los germanos nos aniquilaron. Han muerto ochenta mil soldados.
Ni una exclamación, ni un murmullo. Nadie se movía, los senadores permanecían sentados en profundo silencio, como si estuvieran en la cueva de la Sibila de Cumas.
—Digo ochenta mil soldados, y no sólo eso: los muertos de las tropas auxiliares son veinticuatro mil más, y no cuento los muertos de la caballería.
Con voz neutra e inexpresiva, Cota continuó explicando detalladamente al Senado lo que había sucedido desde el momento en que él y sus cinco compañeros habían llegado a Arausio, las infructuosas discusiones con Cepio, el ambiente de confusión y malestar creado por la sarcástica actitud de Cepio ante las órdenes de Malio Máximo y cómo algunos se habían puesto de su parte, como era el caso del propio hijo de Cepio; el aislamiento del procónsul Aurelio y su caballería para resultar militarmente eficaces.
—Los cinco mil soldados con sus auxiliares y todos los animales perecieron en el campamento de Aurelio. El legado Marco Aurelio Escauro fue hecho prisionero por los germanos y de él hicieron víctima ejemplar. Le quemaron vivo, padres conscriptos. Y según me ha dicho un testigo presencial, murió con gran entereza y valor.
Podían verse rostros demudados entre los senadores, porque la mayoría tenían hijos, hermanos, primos y sobrinos en uno de los dos ejércitos; lloraban en silencio, ahogando los sollozos en sus togas e inclinados en sus asientos, tapándose el rostro con las manos. Sólo Escauro, príncipe del Senado, se mantenía erguido, con dos rosas de rubor en las mejillas y la boca en un rictus inmóvil.
—Todos los que estáis presentes sois responsables —prosiguió Cota—, porque en la delegación que enviasteis no había ningún senador con categoría consular, y yo, un simple ex pretor, era el único magistrado curul de los seis. Como consecuencia, Quinto Servilio Cepio se negó a tratar con nosotros de igual a igual por linaje y alcurnia. Ni por experiencia. No, él interpretó nuestra insignificancia, nuestra poca influencia, como indicio de que el Senado le respaldaba en su desacato a Cneo Malio Máximo. ¡Y con toda la razón, padres conscriptos! ¡Si hubieseis querido que Quinto Servilio obedeciese la ley, subordinándose al cónsul del año, habríais enviado una delegación de categoría consular! Pero no lo hicisteis. Enviasteis deliberadamente cinco pedarii y un ex pretor a tratar con uno de los miembros de esta cámara más antiguos y más obstinadamente elitistas.
No se alzaba ninguna cabeza y cada vez había mayor número de ellas ocultas bajo la toga. Pero Escauro, príncipe del Senado, seguía erguido como un palo, sin quitar sus ojos de brasa del rostro de Cota.
—La rencilla entre Quinto Servilio Cepio y Cneo Malio Máximo impidió la unión de sus fuerzas y, en lugar de disponer de un sólido ejército de no menos de diecisiete legiones y más de cinco mil caballos, Roma puso en el campo de batalla dos ejércitos a veinte millas de distancia entre sí, con el más pequeño cerca del avance germano y alejado del cuerpo de caballería. Quinto Servilio Cepio me dijo en persona que no pensaba compartir su triunfo con Cneo Malio Máximo y que había situado expresamente su ejército demasiado al norte del de Cneo Malio para que éste no pudiera participar en el combate.
Cota cobró aliento de forma tan ruidosa en aquel silencio, que Rutilio Rufo tuvo un sobresalto. Escauro no. Junto a Escauro, Metelo el Numídico asomó despacio bajo la toga su rostro impertérrito.
—Aun dejando a un lado la desastrosa querella entre ambos, padres conscriptos, lo cierto es que ni Quinto Servilio ni Cneo Malio poseen suficiente talento militar para vencer a los germanos. No obstante, de los dos comandantes, es Quinto Servilio quien más reproches merece, pues no sólo fue tan deleznable general como Cneo Malio, sino que además despreció la ley. ¡Se puso por encima de la ley, la consideró un simple adminículo para inferiores! Un auténtico romano, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado —esto lo dijo dirigiéndose al portavoz de la cámara, que no se inmutó—, pone la ley por encima de todo, consciente de que bajo su imperio no existen diferencias sociales, sino un sistema de comprobaciones y equilibrios que hemos expresamente dispuesto para que nadie se considere por encima de sus semejantes. Pero Quinto Servilio Cepio se comportó como el primer hombre de Roma. ¡Pero según la ley, él no puede ser primer hombre de Roma! Así, yo os digo que Quinto Servilio transgredió la ley, mientras que Cneo Malio es simplemente un general inepto.
Nadie hablaba ni se movía, y Cota lanzó un suspiro.
—Arausio es un desastre peor que el de Cannas, colegas senadores. Ha perecido la flor y nata de Roma. Lo sé porque estaba allí. Puede que hayan sobrevivido trece mil soldados, y éstos, las tropas más bisoñas, huyeron sin orden ni concierto, abandonando armas y corazas en el campo para cruzar el Rhodanus a nado. Aún siguen desperdigados y errabundos por el margen occidental del río, y por algunos informes que he recibido, se hallan tan atemorizados por los germanos, que prefieren ocultarse a correr el riesgo de que los recuperen para volver a alistarlos en el ejército romano. Tratando de detener esa fuga masiva, el tribuno Sexto Julio César fue arrollado por sus propias tropas. Me complace informar que vive, pues yo mismo le hallé en el campo de batalla, donde había sido dado por muerto por los germanos. Yo y mis compañeros, un total de veintinueve, fuimos los únicos que pudimos socorrer a los heridos; durante casi tres días no nos ayudó nadie. Aunque la mayoría de los caídos en el campo de batalla eran cadáveres, no cabe duda de que han muerto algunos que podrían haber salvado la vida de haber habido alguien a mano que los auxiliase.
Pese a su férreo autodominio, Metelo el Numídico comenzó a menear insistentemente la cabeza. Cota lo advirtió y miró al enemigo de Cayo Mario, que era amigo personal suyo, pues Cota no era ferviente partidario de Mario.
—Vuestro hijo, Quinto Cecilio Metelo el Numidico, ha sobrevivido indemne, pero no es un cobarde. Salvó al cónsul Cneo Malio y a algunos de su estado mayor. Sin embargo, si han perecido los dos hijos de Cneo Malio. De los veinticuatro tribunos militares electos, sólo han salvado la vida tres, Marco Livio Druso, Sexto Julio César y Quinto Servilio Cepio hijo. Marco Livio y Sexto Livio están gravemente heridos. Quinto Servilio hijo, que mandaba la legión de tropas más bisoñas cerca del río, se salvó cruzándolo a nado, ignoro en qué circunstancias de integridad personal.
Cota hizo una pausa para carraspear, preguntándose si el gran alivio en la mirada de Metelo el Numidico era principalmente porque se hubiese salvado su hijo o por haberse enterado de que no había sido un cobarde.
—Pero estas bajas no son nada comparadas con el hecho de que ningún centurión veterano de ninguno de los dos ejércitos ha sobrevivido. ¡Roma se ha quedado sin oficiales, padres conscriptos! El gran ejército de la Galia Transalpina no existe. —Hizo otra pausa—. Nunca existió, por culpa de Quinto Servilio Cepio.
Afuera de las grandes puertas de bronce de la curia hostilia, los que estaban más cerca para oír lo que se decía iban difundiendo las noticias y la multitud seguía aumentando y ahora se extendía por el Argiletum, el Clivus Argentarius, el bajo Foro Romano y por detrás de la fuente de los Comicios. Era una muchedumbre gigantesca pero silenciosa: lo único que se oía eran sollozos. Roma había perdido la batalla crucial y los germanos tenían vía libre hacia la península itálica.
Antes de que Cota pudiera sentarse, se oyó hablar a Escauro.
—¿Y dónde se hallan en este momento los germanos, Marco Aurelio? ¿Estaban muy al sur de Arausio cuando salisteis para traer la noticia?
—Sinceramente, no lo sé, príncipe del Senado. Cuando concluyó la batalla, que sólo duró cuestión de una hora, los germanos volvieron grupas hacia el norte, por lo visto para recoger sus carros, mujeres y niños, que habían dejado al norte del campamento de caballería. Pero cuando yo salí no habían vuelto. Hablé con un germano que Marco Aurelio Escauro había tenido de intérprete cuando vinieron los jefes germanos a parlamentar, a quien al capturar y reconocer como germano no hicieron daño, y, según él, los bárbaros discutieron y se dividieron en tres grupos. Por lo visto ninguno de estos tres grupos se siente con suficiente valor para continuar solo hacia el sur por nuestro territorio y se dirigen a Hispania por diversas rutas a través de las tierras de los galos cabelludos. Pero esa rencilla la indujo el vino romano cobrado en el botín y no puede preverse si será duradera. Tampoco es muy seguro que el intérprete dijera la verdad o parte de la verdad. Dice que se escapó y regresó porque ya no quiere ser germano, pero pudiera ser que los propios germanos le enviasen para disipar nuestros temores y hacer más fácil presa en nosotros. Lo único que puedo deciros con certeza es que cuando yo partí no había indicios de movimiento germano hacia el sur —respondió Cota, tomando asiento.
Rutilio Rufo se puso en pie.
—No es ocasión para entrar en debate, padres conscriptos —dijo—. Ni para recriminaciones y más enfrentamientos. Hoy es día de acción.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó alguien en las filas de atrás.
—Mañana son los idus de octubre —prosiguió Rutilio Rufo— y eso quiere decir que ha concluido la temporada de campañas. Pero nos queda muy poco tiempo si queremos evitar que los germanos invadan Italia en cualquier momento, como parece probable. He formulado un plan de actuación que voy a presentaros, pero antes voy a hacer una solemne advertencia. Al menor signo de discusión, disensión o cualquier otra forma de partidismo en la cámara, presentaré el plan al pueblo y haré que lo apruebe la Asamblea de la plebe. Así, os privaré, conscriptos padres, de vuestra prerrogativa a dirigir los asuntos relativos a la defensa de Roma. La conducta de Quinto Servilio Cepio es exponente de la gran debilidad de la institución senatorial, es decir, su negativa a admitir que la casualidad, la fortuna y la suerte a veces se concatenan y hacen surgir hombres de las capas sociales más bajas con grandes dotes que todos nosotros consideramos inherentes al linaje y a la tradición para gobernar al pueblo de Roma y tener el mando de sus ejércitos.
Se había dado la vuelta, dirigiendo la voz hacia las puertas abiertas, y su palabra se difundía por encima de la multitud hacia la zona de los comicios.
—Vamos a necesitar todos los hombres útiles de toda Italia, eso desde luego. Desde los del censo por cabezas hasta las órdenes y clases del Senado, ¡todos los hombres útiles! Por lo tanto os pido un decreto pidiendo a la Asamblea de la plebe que redacte inmediatamente una ley prohibiendo a todo el que tenga entre diecisiete y treinta y cinco años abandonar las costas de Italia o cruzar el Arnus y el Rubico hacia la Galia itálica. Mañana quiero que haya correos dispuestos para dirigirse al galope a todos los puertos de la península con órdenes para que ninguna nave acepte hombres libres útiles como marineros ni pasajeros. Eludir el servicio militar se penará con la muerte, tanto por parte del que lo eluda como del que lo consienta.
Nadie decía una palabra; ni Escauro, príncipe del Senado, ni Metelo el Numídico, ni Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni Ahenobarbo padre, ni Catulo César, ni Escipión Nasica. Bien, pensó Rutilio Rufo. Así no habrá oposición a la ley.
—Todo el personal disponible será enviado a reclutar soldados de todas las clases desde el censo por cabezas hasta la senatorial. Y eso significa, padres conscriptos, que los que entre vosotros tengan treinta y cinco años o menos irán inmediatamente destinados a las legiones, independientemente del número de campañas en que hayáis servido anteriormente. Si aplicamos la ley con energía, conseguiremos soldados. Si no, mucho me temo que no obtengamos los precisos. Quinto Servilio limpió las últimas bolsas de pequeños propietarios en toda Italia y Cneo Malio alistó a casi setenta mil proletarios del censo por cabezas como soldados o tropas auxiliares.
»Así que tendremos que tener en cuenta los ejércitos que tengamos en otros países. En Macedonia sólo disponemos de dos legiones, las dos auxiliares y a las que posiblemente sea imposible desplazar. En Hispania, dos legiones en la provincia Ulterior y una en la Citerior; dos de ellas son romanas y la otra de tropas auxiliares, y no sólo tienen que permanecer allí, sino que deben reforzarse notablemente ya que los germanos se proponen invadir Hispania.
Hizo una pausa, y Escauro, príncipe del Senado, se hizo oír por fin.
—¡Adelante, Publio Rutilio! —exclamó enojado—. ¡Pasad a África y a Cayo Mario!
Rutilio Rufo parpadeó, fingiendo sorpresa.
—¡Ah, gracias, príncipe del Senado, gracias! ¡Si no lo hubierais mencionado, podría haberlo olvidado! ¡Por algo os llaman el perro guardián del Senado! ¿Que haríamos sin vos?
—¡Ahorraos vuestros sarcasmos, Publio Rutilio! —masculló Escauro—. ¡Continuad!
—¡Desde luego! Hay tres aspectos de la guerra en África que deseo mencionar. El primero es su acertada conclusión, con un enemigo totalmente batido, un rey enemigo con su familia que en estos momentos se encuentra en Roma como rehén en casa de nuestro noble Quinto Cecilio Metelo el Meneítos… oh, os ruego que me perdonéis, Quinto Cecilio, el Numídico, quería decir. Bien, que se encuentra aquí en Roma.
—El segundo aspecto —prosiguió— es la existencia de un ejército de seis legiones formadas por proletarios, sí, pero estupendamente entrenados, valientes y con excelentes oficiales, desde los centuriones más jóvenes y cadetes tribunos hasta los legados. Y cuenta con una fuerza de caballería de dos mil jinetes igualmente avezados y valientes.
Rutilio Rufo se detuvo, dio media vuelta y dirigió a los senadores una sonrisa de lobo.
—El tercer aspecto, padres conscriptos, es un hombre. Un solo hombre. Me refiero, naturalmente, al procónsul Cayo Mario, comandante en jefe del ejército de África y único artífice de una victoria tan absoluta que merece parangón con las victorias de Escipión Emiliano. El peligro en África para los ciudadanos de Roma, sus propiedades, su provincia y el abastecimiento de trigo ha desaparecido. De hecho, Cayo Mario nos ha legado una África tan pacificada que ni siquiera es necesario dejar allí una legión para guarnecerla.
Bajó del estrado en el que estaban las sillas curules y por las losas blancas y negras del antiguo suelo se dirigió a las puertas, desde donde llegara su voz al Foro.
—Roma necesita un general más que soldados y centuriones. Como dijo en cierta ocasión el propio Cayo Mario en esta misma cámara, millares y millares de soldados romanos han perecido en los pocos años que van desde la muerte de Cayo Graco… ¡única mente por la incompetencia de los hombres que los mandaban a ellos y a los centuriones! Y cuando Cayo Mario dijo estas palabras, Italia tenía cien mil hombres más de los que tiene en este momento. ¿Y cuántos soldados, centuriones y fuerzas auxiliares ha perdido Cayo Mario? ¡Prácticamente ninguno, padres conscriptos! Hace tres años llevó seis legiones a Africa y aún cuenta con esas seis legiones en perfecto estado. ¡Seis legiones veteranas, seis legiones con centuriones!
Hizo una pausa y alzó la voz cuanto podía.
—¡Cayo Mario es la solución a la necesidad que tiene Roma de un general competente!
Su silueta pequeña y delgada se destacó unos instantes contra la masa de los que escuchaban en el porche, mientras regresaba a lo largo de la cámara hasta el estrado, donde se detuvo.
—Habéis escuchado a Marco Aurelio Cota decir que había habido una rencilla entre los germanos, y que de momento parece que han desistido de migrar a través de la provincia de la Galia Transalpina. Creo que no deberíamos quedarnos tan tranquilos por ese informe. Debemos tomarlo con escepticismo y que no nos haga incurrir en mayores necedades. No obstante, un hecho parece cierto: disponemos de este invierno para prepararnos. Y la primera fase de preparación debe ser nombrar a Cayo Mario procónsul en la Galia, con un imperium que no se le derogue hasta que venzamos a los germanos.
Se oyó un murmullo generalizado, precursor de protestas. Y luego se alzó la voz de Metelo el Numídico.
—¿Dar a Cayo Mario el gobierno de la Galia Transalpina con imperium proconsular de varios años? —inquirió con tono de incredulidad—. ¡Por encima de mi cadáver!
Rutilio Rufo dio una patada y esgrimió el puño.
—¡Ah, por los dioses, ya empezamos! —exclamó—. Quinto Cecilio, ¿aún no entendéis la magnitud de nuestros apuros? ¡Necesitamos un general de la categoría de Cayo Mario!
—Necesitamos sus tropas —replicó Escauro, príncipe del Senado, alzando la voz—. ¡No necesitamos a Cayo Mario! Hay otros tan buenos como él.
—¿Os referís a vuestro amigo Quinto Cecilio el Meneítos, Marco Aurelio? —replicó Rutilio Rufo con ironía—. ¡No digáis bobadas! Quinto Cecilio estuvo dos años en África perdiendo el tiempo; lo sé porque yo estaba allí. Yo he servido con Quinto Cecilio, y lo de Meneítos es un buen epíteto para él, porque es tan indeciso calculando como una mujer veleidosa. Y también he colaborado con Cayo Mario, y quizá no sea pedir demasiado que algunos miembros de esta cámara recuerden que yo mismo no soy de despreciar en el terreno militar. ¡A mi se me habría debido dar el mando en la Galia Transalpina y no a Cneo Malio Maximo! Pero eso es agua pasada y no tengo tiempo que perder en reproches.
»¡Os repito, padres conscriptos, que la apurada situación de Roma exige urgentemente que cese ese alcahueteo de unos cuantos en la cima de este noble árbol! ¡Os lo repito, padres conscriptos, a los que os sentáis en el tercio medio de los dos lados de esta cámara, a los que os sentáis en el tercio posterior de ambos lados de esta cámara, que sólo hay un hombre con capacidad para conjurar este peligro! ¡Y que ese hombre es Cayo Mario! ¡Qué importa que no figure en el registro genealógico! ¿Qué más da que no sea un romano descendiente de romanos? ¡Quinto Servilio Cepio es un romano auténtico y mirad dónde nos ha dejado! ¿Sabéis dónde nos ha dejado? ¡En la pura mierda!
Rutilio Rufo clamaba indignado y con miedo, miedo de que no comprendieran el motivo de su propuesta.
—¡Honorables miembros de esta cámara, hombres de bien, compañeros senadores! ¡Os suplico que en esta ocasión dejéis a un lado vuestros prejuicios! ¡Tenemos que dar a Cayo Mario poder proconsular en la Galia Transalpina todo el tiempo que sea preciso hasta que los germanos retrocedan a Germania!
Esta última súplica apasionada dio resultado. Se había hecho con ellos. Escauro lo sabía y Metelo el Numídico también se daba cuenta.
El pretor Manio Aquilio se puso en pie; era un hombre de probada alcurnia, pero de una familia cuya historia estaba sembrada de más actos de codicia que de gloria. Había sido su padre quien, en las guerras ulteriores a cuando el rey Atala de Pérgamo legó su reino a Roma, había vendido todo el territorio de Frigia al rey Mitrídates del Ponto por una gran suma de oro, dejando por ello el misterioso oriente de la Asia Menor occidental.
—Publio Rutilio, pido la palabra —dijo.
—Hablad —contestó Rutilio Rufo, sentándose, agotado.
—¡Pido la palabra! —exclamó irritado Escauro, príncipe del Senado.
—Después de Manio Aquilio —dijo Rutilio Rufo conciliador.
—Publio Rutilio, Marco Emilio, padres conscriptos —comenzó correctamente Aquilio—, coincido con el cónsul en que sólo hay un hombre con capacidad para sacarnos de apuros, y estoy de acuerdo en que ese hombre es Cayo Mario. Pero la solución que nuestro estimado cónsul propone no es la adecuada. No podemos restar posibilidades a Cayo Mario con un imperium proconsular limitado a la Galia Transalpina. En primer lugar, ¿qué sucederá si la guerra trasciende de la Galia Transalpina? ¿Qué sucederá si se extiende a la Galia itálica, a Hispania o a la propia Italia? ¡Pues que el mando pasaría automáticamente al gobernador correspondiente o al cónsul del año! Cayo Mario cuenta con muchos enemigos en esta cámara. Y yo, para empezar, no estoy muy seguro de que esos enemigos antepongan el interés de Roma a sus rencores. La negativa de Quinto Servilio Cepio a colaborar con Cneo Malio Máximo constituye inequívoco ejemplo de lo que sucede cuando un miembro de la antigua nobleza antepone su dignitas a la dignitas de Roma.
—¡Estáis en un error, Manio Aquilio! —interpeló Escauro—. ¡Quinto Servilio mantuvo su dignitas idéntica a la de Roma!
—Os agradezco la rectificación, príncipe del Senado —replicó Aquilio, tranquilo y con una inclinación de cabeza que no podía tacharse de irónica—. Hacéis muy bien en corregirme. ¡La dignitas de Roma y la de Quinto Servilio Cepio son idénticas! Pero ¿por qué sostener que la dignitas de Cayo Mario sea inferior a la de Quinto Servilio Cepio? ¡Qué duda cabe de que la contribución personal de Cayo Mario es bastante alta, si no más alta, a pesar de que sus antepasados no tuvieran nada! ¡La carrera personal de Cayo Mario es ilustre! ¿Piensa, por ello, algún miembro de esta cámara que Cayo Mario anteponga Arpinum a Roma? ¿Cree seriamente algún miembro de esta cámara que Cayo Mario piensa en Arpinum como si no fuese una parte integrante de Roma? ¡Todos nosotros tenemos antepasados que fueron hombres nuevos! ¡Hasta Eneas, que llegó al Lacio desde la lejana Ilión! ¡Él era un hombre nuevo! Cayo Mario ha sido pretor y cónsul, ennobleciéndose con ello, y sus descendientes serán nobles hasta el final de los tiempos.
La mirada de Aquilio recorrió las filas de togas blancas.
—Veo hoy aquí a varios padres conscriptos que llevan el nombre de Porcio Catón. Pues su abuelo era un hombre nuevo. Sin embargo, ¿no consideramos hoy a estos Porcios Catones pilares de esta cámara, nobles descendientes de un hombre que en su día causaba el mismo efecto en romanos con el nombre de Cornelio Escipión, del mismo modo que Cayo Mario lo causa hoy en otros con el nombre de Cecilio Metelo?
Se encogió de hombros, bajó del estrado e imitó a Rutilio Rufo, cruzando la cámara para situarse junto a las puertas abiertas.
—Es Cayo Mario y no otro quien debe ostentar el mando supremo contra los germanos. ¡Independientemente de donde se plantee la guerra! Por consiguiente, no basta con investir a Cayo Mario con imperium proconsular limitado a la Galia Transalpina.
Se volvió de cara a los senadores y elevó la voz tonante.
—Como es evidente, Cayo Mario no se halla aquí para dar su opinión, y el tiempo corre como un corcel desbocado. Cayo Mario debe ser cónsul. Es el único modo de concederle el poder que va a necesitar. ¡Hay que hacerle candidato a las próximas elecciones consulares… candidato in absentia!
Se alzó un creciente murmullo de protesta, pero Manio Aquilio prosiguió y logró atraer la atención de los senadores.
—¿Puede alguien aquí negar que los hombres de las centurias son lo mejor del pueblo? Pues yo os digo, ¡dejad que decidan los hombres de las centurias! ¡Que elijan cónsul a Cayo Mario in absentia o que no lo elijan! Porque la decisión de conceder el mando supremo es de suma responsabilidad para que la adopte esta cámara. Y también lo es para la Asamblea de la plebe o para todo el pueblo. ¡Yo os digo, padres conscriptos, que la decisión de otorgar el mando supremo en la guerra contra los germanos debe trasladarse a esa capa del pueblo romano que más cuenta, los ciudadanos de primera y segunda clase que voten en su propia asamblea comitia centuriata!
¡Ah, aquí tenemos a Ulises!, pensó Rutilio Rufo. ¡Nunca se me habría ocurrido! Ni lo apruebo. Pero, qué duda cabe que ha neutralizado a la facción de Escauro. No, desde luego, no habría dado resultado plantear la cuestión del imperium de Cayo Mario a las tribus del pueblo y que el asunto lo hubiesen dirigido los tribunos de la plebe en un ambiente de gritos, chillidos y hasta de disturbios. Para hombres como Escauro, la Asamblea de la plebe es una excusa para alegar que es el populacho quien gobierna Roma. Pero los ciudadanos de primera y segunda clase ¡sí son una clase distinta de romanos! Pero que muy hábil, Manio Aquilio.
Primero propones algo inaudito, como es que se elija a alguien cónsul cuando ni siquiera está presente para asumir el cargo, y luego haces saber a la facción de Escauro que debe someterse la decisión a los mejores ciudadanos de Roma. Y si esta ciudadanía ejemplar de Roma no quiere a Cayo Mario, lo único que tiene que hacer es organizar la primera y segunda clase de las centurias para que vote por otros dos hombres. Si quieren a Cayo Mario, lo que deben hacer es votarle a él y a otro. Y apostaría que la tercera clase no va a tener la posibilidad de votar. El elitismo queda satisfecho.
La única objeción legal de poca monta es esa condición in absentia. Manio Aquilio tendrá que recurrir en eso a la Asamblea de la plebe, porque el Senado no se lo concederá. ¡Hay que ver cómo se retuercen de contento en sus bancos los tribunos de la plebe! Ellos no plantearán el veto; presentarán la dispensa in absentia a la Asamblea y ésta, deslumbrada por el espectáculo de diez tribunos de la plebe totalmente de acuerdo, dictará una ley especial que permita elegir cónsul a Cayo Mario in absentia. Si, claro, Escauro, Metelo el Numídico y los demás harán mención del poder vinculante de la lex Villia annalis que estipula que nadie puede volver a ser cónsul hasta transcurridos diez años. Pero Escauro, Metelo el Numídico y los suyos van a perder.
Hay que tener ojo con este Manio Aquilio, se dijo Rutilio Rufo, volviéndose en su silla para mirar. ¡Sorprendente!, pensó. Se pasan años sentados, tan recatados y amables como una virgen vestal, y luego, de repente, se presenta la oportunidad, se quitan la piel de cordero y aparece el lobo. Manio Aquilio, eres un lobo.
* * *
Poner orden en África era un placer, no sólo para Cayo Mario, sino también para Lucio Cornelio Sila. Cierto que habían cambiado los deberes militares por tareas administrativas, pero a ninguno de los dos le desagradaba el desafío de reorganizar totalmente la provincia africana y los dos reinos circundantes.
Ahora era Gauda el rey de Numidia; no es que fuese un personaje de mucho fuste, pero tenía a su hijo, el príncipe Hiempsal, que sería rey a no tardar, pensaba Mario. Recuperada su categoría oficial de amigo y aliado del pueblo de Roma, Boco de Mauritania se vio con un reino notablemente ampliado por la cesión de la Numidia occidental. Donde antes el río Muluya marcaba la frontera oriental, había ahora una región de cincuenta millas en dirección de Cirta y Rusicade. La mayor parte de Numidia oriental había quedado incorporada a una provincia africana mucho más grande gobernada por Roma, de modo que Mario pudo otorgar a los caballeros y terratenientes clientes suyos las ricas tierras costeras de la Sirte menor, incluida la antigua y aún poderosa ciudad púnica de Leptis Magna, así como el lago Tritonis y el puerto de Tacape. Para uso propio, él se reservó las grandes y fértiles islas de la Sirte menor, pues tenía proyectos para ellas, sobre todo para Meninx y Cercina.
—cuando hayamos licenciado al ejército —dijo Mario a Sila—, existe el problema de qué hacer con los hombres. Son todos del censo por cabezas, lo que significa que no tienen tierras ni negocios a los que volver. Podrán alistarse en otros ejércitos, y supongo que es lo que hará la mayoría, pero no todos. No obstante, el Estado es el dueño del equipo y no podrán quedárselo, lo cual quiere decir que sólo podrán alistarse en ejércitos de proletarios. Como Escauro y Metelo se oponen en el Senado a que el Estado financie esta clase de ejército, creo que son escasas las posibilidades futuras de este tipo de tropa, al menos hasta que se contenga a los germanos. ¿No sería estupendo participar en esa campaña, Lucio Cornelio? Ah, pero nunca lo consentirían.
—Yo daría mis colmillos —dijo Sila.
—Puedes ahorrártelos —replicó Mario.
—Sigue con lo que decías de los que quieran licenciarse —añadió Sila.
—Creo que el Estado debe a los soldados proletarios algo más que su parte del botín al final de la campaña. Yo creo que debía recompensarlos con una parcela para que tengan con qué vivir cuando se retiren. En otras palabras, hacerlos ciudadanos dignos con algunos medios.
—¿Una versión militar de los asentamientos que intentaron introducir los Gracos? —inquirió Sila, frunciendo algo el entrecejo.
—Exacto. ¿Por qué no te parece bien?
—Pensaba en la oposición del Senado.
—Bien, a mí se me ha ocurrido que esa oposición sería menor si la tierra en cuestión no fuese ager publicus en el término de Roma, porque bastaría con insinuar que se tocase el ager publicus para buscar jaleo. No, esas tierras las arriendan gente muy poderosa. Lo que tengo pensado es solicitar permiso al Senado, o al pueblo, si el Senado lo deniega, para asentar a los soldados proletarios en buenas parcelas en Cercina y Meninx, aquí en la Sirte africana. Dar a cada hombre cien iugera, pongamos por caso, y se conseguirían dos cosas positivas para Roma. Primero, ese hombre y sus compañeros constituirían el núcleo de un cuerpo entrenado que podría ser llamado a filas en caso de otra guerra en Africa. Y segundo, esos hombres traerían Roma a las provincias, sus ideas, sus costumbres, la lengua y el modo de vida.
—No sé, Cayo Mario —dijo Sila—, a mi lo segundo me parece un error. Las ideas, las costumbres y el idioma son cosas que pertenecen a Roma. Injertarlas en el Africa púnica, con sus bereberes y sus moros, me parece una traición a Roma.
Mario alzó los ojos al cielo.
—Lucio Cornelio, ¡cómo se ve que eres un aristócrata! Habrás vivido en ambientes bajos, pero piensas como un elitista —dijo Mario, volviendo a lo que estaba haciendo—. ¿Tienes las listas con todos los detalles del botín? Los dioses nos valgan si se nos olvida detallar hasta el último clavo ¡y por quintuplicado!
—Los empleados del erario, Cayo Mario, son las heces del pellejo de vino romano —replicó Sila, rebuscando entre los papeles.
—De cualquier pellejo de vino, Lucio Cornelio.
En los idus de noviembre llegó carta a Utica del cónsul Publio Rutilio Rufo. Mario había adoptado la costumbre de leerle las cartas a Sila, a quien agradaba aquel estilo picante de Rutilio Rufo aún más que al propio Mario, por ser más ilustrado. Sin embargo, Mario se hallaba solo en el despacho cuando le trajeron la carta y esto le complació, porque así tenía ocasión de leerla primero para familiarizarse con el texto, ya que le sacaba de quicio que Sila le oyera susurrar silabeando las interminables frases tratando de dividirlas por palabras.
Pero apenas acababa de empezar a leerla en voz alta, cuando se puso en pie de un salto, estremecido.
—¡Por Júpiter! —exclamó, y salió apresuradamente a buscar a Sila.
Entró en su despacho, pálido y enarbolando el rollo.
—¡Lucio Cornelio, carta de Publio Rutilio!
—¿Y bien? ¿Qué sucede?
—Cien mil romanos muertos —comenzó a decir Mario, repitiendo en voz alta trozos que ya había leído—. Ochenta mil son soldados… Los germanos nos aniquilaron… Ese necio de Cepio se negó a unir su campamento con el de Malio Máximo… se empeñó en quedarse veinte millas más al norte… el joven Sexto César está gravemente herido, y el joven Sertorio… Sólo tres de los veinticuatro tribunos militares han salvado la vida… No quedan centuriones… Los soldados supervivientes eran la tropa más bisoña y han desertado… Aniquilada una legión entera formada por los marsos; el pueblo marso ya ha presentado una protesta al Senado… Reclama grandes daños, a través de los tribunales si es preciso… También los samnitas están furiosos…
—¡Por Júpiter! —masculló Sila, arrellanándose desmayadamente en la silla.
Mario siguió leyendo para sus adentros, murmurando de vez en cuando frases para Sila, y luego hizo un ruido de lo más extraño; Pensando que le había dado algún ataque, Sila se puso en pie de un respingo, pero, sin que le diera tiempo a separarse del escritorio, supo el porqué.
—¡Soy… soy… cónsul! —musitó Mario, abrumado.
—¡Por Júpiter! —exclamó Sila, paralizado y boquiabierto.
Mario comenzó a leer en voz alta la carta de Rutilio Rufo, sin preocuparse en si separaba mal las palabras.
No había acabado el día cuando el pueblo ya sabía la noticia. Mario Aquilio ni siquiera tuvo tiempo de volver a su asiento antes de que los diez tribunos de la plebe abandonaran su banco, cruzando como flechas la puerta camino de la tribuna de los Espolones para dirigirse a la multitud reunida en la fuente de los Comicios, que debía ser media Roma, pues la otra media llenaba el bajo Foro. Naturalmente, el Senado en pleno siguió a los tribunos de la plebe, dejando a Escauro y a nuestro querido amigo el Meneítos gritando ante doscientas sillas tumbadas por el suelo.
Los tribunos de la plebe convocaron la Asamblea del pueblo y, sin pérdida de tiempo, se plantearon dos plebiscitos. Siempre me sorprende que seamos capaces en un abrir y cerrar de ojos de redactar mucho mejor algo que en otras circunstancias otros tardan meses enteros. Lo que demuestra que esos otros lo que hacen es desmenuzar buenas leyes y convertirlas en malas. Cota me había dicho que Cepio venía camino de Roma a toda velocidad para imponer su versión, pero que pretendía conservar su imperium quedándose fuera del pomerium mientras su hijo y los suyos la difundían por la ciudad. De ese modo pensaba quedar a salvo, protegido por su imperium, hasta que su versión de los acontecimientos fuese la oficial. Me imagino que pensaría, sin duda con toda la razón, conseguir una prórroga del cargo de gobernador conservando así el imperium y la Galia Transalpina el tiempo suficiente hasta que se hubiese disipado el escándalo.
Pero la plebe frustró sus deseos. Votaron de forma aplastante la anulación inmediata de su imperium. Así que cuando Cepio llegue a las afueras de Roma se encontrará más desnudo que Ulises en la playa. En el segundo plebiscito, Cayo Mario, el funcionario electoral (yo) propuso incluir tu nombre como candidato al consulado, pese a que no pudieras estar presente en Roma para la fecha de las elecciones.
—¡Eso es obra de Marte y Belona, Cayo Mario! —exclamó Sila—. Un regalo de los dioses de la guerra.
—¿Marte y Belona? ¡No! Esto es obra de la Fortuna, Lucio Cornelio. ¡Nuestra amiga la Fortuna!
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Por cierto, una vez propuestos los plebiscitos, nada menos que Cneo Domicio Ahenobarbo —me imagino que considerándolo interés privado, ya que se las da de fundador de la provincia de la Galia Transalpina— intentó hablar desde la tribuna de los Espolones en contra del plebiscito y de tu nombramiento de cónsul in absentia. Bien, ya sabes lo coléricos que son en esa familia y lo arrogantes y llenos de genio que se muestran todos. Pues Cneo Domicio babeaba de rabia y cuando la multitud se cansó de oírle y le abucheó, ¡él quiso hacerla callar! Y yo creo que por tratarse de Cneo Domicio habría tenido bastantes posibilidades, pero algo falló en su cabeza o en su corazón porque se desplomó allí mismo muerto más tieso que un pollo. Eso apaciguó un tanto los ánimos, la Asamblea se levantó y la gente se fue a sus casas. Pero lo importante ya estaba hecho.
Los plebiscitos se aprobaron al día siguiente por la mañana sin que hubiese una sola tribu disconforme. Y así yo pude ponerme a organizar las elecciones. Y no perdí el tiempo, créeme. Con una cortés solicitud al colegio de tribunos de la plebe lo puse todo en marcha. A los pocos días habían elegido al nuevo colegio, con unos miembros muy aguerridos y mejores; me imagino que por tratarse de asuntos de guerra y de generales. Tenemos al hijo mayor del dolorosamente finado Cneo Domicio Ahenobarbo y al hijo mayor del dolorosamente finado Lucio Casio Longino. Tengo entendido que Casio se ha presentado para demostrar que no todos los de su familia son irresponsables asesinos de soldados romanos, así que te será de buena utilidad a ti, Cayo Mario. También está Lucio Marcio Filipo y, figúrate, un Clodio del numeroso clan de los Claudios Clodio. ¡Por los dioses, cómo se reproducen!
La Asamblea de las centurias votó ayer con el resultado de que, como decía líneas más arriba, Cayo Mario fue elegido primer cónsul por todas las centurias de la primera clase más todas las de la segunda clase necesarias para alcanzar el cómputo. A algunos viejos senadores les habría gustado bloquear tus posibilidades, pero es de dominio público tu condición de promotor honorable y sincero partidario de los negocios (sobre todo después de tu escrupuloso cumplimiento de todas las promesas que hiciste en África), y los caballeros votantes no han tenido remordimientos de conciencia ante minucias tales como las de presentarte al segundo consulado al cabo de tres años o de ser candidato a cónsul in absentia.
Mario levantó la vista del rollo con expresión eufórica.
—¿Qué te parece, Lucio Cornelio, ese mandato del pueblo? ¡Cónsul por segunda vez y ni siquiera sabía que me presentaba! —añadió levantando los brazos como si quisiera tocar las estrellas—. Llevaré a Roma a Marta la adivina. ¡Verá con sus propios ojos mi triunfo y la toma de posesión el mismo día, Lucio Cornelio! Porque acabo de tomar una decisión: celebraré mi triunfo el día de Año Nuevo.
—Y saldremos para la Galia —añadió Sila, mucho más interesado en esa perspectiva—. Es decir, si me llevas, Cayo Mario.
—¡Querido amigo, no podría pasarme sin ti! ¡Ni sin Quinto Sertorio!
—Acaba la carta —dijo Sila, pensando que necesitaba más tiempo para asimilar aquellas noticias tan asombrosas antes de tratarlas más detenidamente con Mario.
Así que, cuando nos veamos, Cayo Mario, será para traspasarte los poderes del cargo. Ojalá pudiera decir que estoy totalmente satisfecho conmigo mismo. Por el bien de Roma era vital que te diesen el mando en la guerra contra los germanos, pero ¡ojalá se hubiera podido hacer de un modo más ortodoxo! Pienso en los enemigos que se sumarán a los que ya tienes, y tiemblo. Has provocado muchos cambios en la maquinaria de producción legislativa. Sí, ya sé que todos han sido necesarios para mantenerte, pero, como decían los griegos de Odiseo, la hebra de su vida era tan fuerte que rozaba todas las otras hasta romperlas. Creo que Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, tiene cierta razón de su parte en la actual situación, porque a él no se le puede imputar la intolerancia tan estrecha de miras del Numídico. Escauro ve, igual que yo, cómo van desapareciendo los antiguos métodos romanos. Yo entiendo que Roma se está cavando su propia fosa, y que si se pudiera confiar en el Senado para que te dejase enfrentarte con los germanos a tu manera, serían innecesarias esas sorprendentes medidas nuevas, extraordinarias y poco ortodoxas. Pero me duele, no obstante.
La voz de Mario no temblaba ni vacilaba, decidido como estaba a leerle toda la carta a Sila, pese a que la conclusión no fuese tan halagadora y disminuyese su gran contento.
—Ya queda poco —dijo—. Voy a acabarla.
Tengo que añadir, para terminar, que tu candidatura disuadió a todos los partidarios del honor y la alcurnia; algunas personas decentes que habían inscrito su nombre como candidatos, lo retiraron. Igual hizo Quinto Lutacio Catulo César, diciendo que contigo colaboraría con menos ganas que con su perro. En consecuencia, tu colega consular será elegido a suertes. Lo que no debe desanimarte más de lo debido, porque estoy seguro de que no te dará guerra. Sé que estás deseando saber quién es, pero sólo te diré de él que es venal, aunque creo que eso ya lo sabes. ¿Su nombre? Cayo Flavio Fimbria.
—¡Ah, le conozco! —dijo Sila con desdén—. Un habitual de los lupanares de una Roma que era la mía, no la suya. Y más torcido que la pata de atrás de un perro —añadió mostrando los blancos dientes—. Lo que quiere decir, Cayo Mario, que no le dejes alzar esa pata y mearte.
—Daré un buen salto rápido de lado —contestó Mario muy serio, extendiendo la mano hacia Sila, que la estrechó—. Lucio Cornelio, hagamos la promesa de vencer a los germanos. Tú y yo.
El ejército de África, con su comandante al frente, zarpó de Utica rumbo a Puteoli a finales de noviembre, en medio de una gran animación. La mar estaba en calma para aquella época del año y ni el Septentrio ni el Corus, o viento noroeste, entorpecieron la travesía. Y eso era exactamente lo que Mario esperaba; su carrera iba viento en popa, la Fortuna estaba a sus órdenes igual que sus soldados. Además, Marta, la adivina siria, le había vaticinado un viaje tranquilo. Iba con él en la nave insignia, rebosando reverencias y cacareos desdentados, parecida a un saco de huesos, que los marineros, siempre supersticiosos, miraban con recelo y esquivaban temerosos. El rey Gauda no había querido dejarla marchar, pero ella se había sentado en el suelo de mármol frente al trono para echar mal de ojo al monarca y a toda la casa real. Tras lo cual todo fueron prisas porque se marchase.
En Puteoli, Mario y Sila fueron recibidos por uno de los recién nombrados cuestores del erario, un hombre muy enérgico, ansioso por ver el estadillo del botín, pero no por eso menos deferente. A Mario y a Sila les complació colaborar amablemente y, como tenían unos registros contables irreprochables, todo fueron sonrisas. El ejército acampó en las afueras de Capua, rodeado de nuevos reclutas entrenados por los gladiadores alistados por Rutilio Rufo, a quienes secundaban los veteranos centuriones de Mario. Lo lamentable, sin embargo, era la escasez de nuevos reclutas. Italia era un pozo seco y la situación no mejoraría hasta que hubiese una nueva generación de hombres de diecisiete años lo bastante numerosa para nutrir las filas. Hasta el censo por cabezas estaba exhausto, al menos entre los ciudadanos romanos.
—Dudo mucho que el Senado apruebe el reclutamiento de proletarios itálicos —dijo Mario.
—No les queda otro remedio —añadió Sila.
—Cierto. Si les presiono; pero en este momento no me interesa, ni le interesa a Roma, presionarlos.
Mario y Sila se separaban hasta el día de Año Nuevo. Sila, por supuesto, podía entrar en la ciudad, pero Mario, investido aún con el imperium proconsular, no podía cruzar el límite sagrado de la ciudad sin perderlo. Así pues, Sila se marchaba a Roma y Mario a su villa de Cumas.
El cabo Misenum constituía la impresionante lengua de tierra al norte de la llamada bahía de Crater, un enorme y seguro fondeadero dotado de buenos puertos como Puteoli, Neapolis, Herculaneum, Stabiae y Surrentum. Una tradición inmemorial decía que la bahía había sido un volcán gigantesco que había explotado dejando entrar al mar. Aún era evidente la actividad volcánica, pues los Campos de Fuego iluminaban amenazantes por las noches los cielos más allá de Puteoli por efecto de las llamas que surgían de las grietas del suelo y había por doquier charcos de barro con burbujas hirvientes y llamativos restos amarillos de incrustaciones azufrosas con encrespados chorros gaseosos que crecían y disminuían. Y, además, estaba el Vesuvius, una abrupta montaña rocosa de muchos miles de pies, de la que se decía que había sido un volcán activo, aunque nadie sabía en qué época, pues el Vesuvius dormía apaciblemente desde los tiempos de la historia.
A ambos lados del estrecho cuello del cabo Misenum había dos pequeñas ciudades y una serie de misteriosos lagos. En la parte externa estaba Cumas y en el lado de la bahía, Baiae; los lagos eran de dos clases: uno con agua sumamente pura y cálida, ideal para el cultivo de ostras, y otro de agua muy caliente con leves ondas de vapores sulfurosos. De todas las localidades marítimas a las que los romanos acudían a descansar, Cumas era la más lujosa, mientras que Baiae estaba prácticamente sin explotar. De hecho, más parecía irse convirtiendo en una piscifactoría comercial por mano de media docena de entusiastas que se dedicaban al cultivo de ostras, dirigidos por el patricio arruinado Lucio Sergio, quien esperaba recuperar la fortuna familiar produciendo y enviando ostras a los epicúreos y gastrónomos romanos más pudientes.
La villa de Mario en Cumas se hallaba situada sobre un gran acantilado que dominaba una panorámica con las islas de Aenaria, Pandataria y Pontia, tres picos con pendientes y llanuras perdidos en la lejanía, a guisa de cumbres que surgieran de un plano de neblina azul tenue. En aquella villa aguardaba Julia a su esposo.
Hacía más de dos años y medio que no se habían visto; Julia ya casi tenía veinticuatro años y Mario cincuenta y dos. Este sabía que ella anhelaba volver a verle, porque había viajado de Roma a Cumas en una época del año en que son frecuentes las tempestades por mar, mientras que en Roma se está estupendamente. La costumbre le impedía viajar constantemente acompañando a su esposo, en particular si éste cumplía cualquier clase de encargo público. No podía acompañarle a las provincias, ni en ninguno de sus viajes por Italia, a menos que él la invitase formalmente, y estaban mal vistas esas invitaciones. En verano, cuando las esposas de los nobles romanos se retiraban a una localidad marítima, ellos iban a acompañarlas siempre que podían pero hacían el viaje separados; y si pasaban unos días en la granja o en una de las villas de las afueras de Roma, raras veces las llevaban a ellas.
Julia no era precisamente recelosa; había estado escribiendo a Mario una vez a la semana durante su ausencia y éste había correspondido con la misma regularidad. Ninguno de los dos era dado al chismorreo, por lo que su correspondencia tendía a ser breve y ceñida a los asuntos familiares, pero sí que estaba llena de afecto y cariño. Naturalmente que a ella no le importaba que hubiera habido otras mujeres en su larga ausencia, y Julia era demasiado bien educada y formada para ocurrírsele preguntar, ni esperaba que él se lo dijese por iniciativa propia. Eran cosas que formaban parte del mundo de los hombres y en las que no se inmiscuía una esposa. En ese aspecto, como su madre Marcia había tenido la prevención de advertirle, tenía la suerte de estar casada con un hombre treinta años mayor que ella, con un apetito sexual —decía Marcia— más contenido que el de un hombre joven, del mismo modo que sería mucho mayor su placer al volver a ver a su esposa.
Pero ella le había echado de menos dolorosamente, no por el simple hecho de que le amaba, sino porque, además, Mario la complacía. De hecho, le gustaba, y por eso la separación había sido más dura, porque le había faltado a la vez un amigo que era esposo y amante.
Cuando él entró en su sala de estar sin previo aviso, Julia se puso en pie con turbación y notó que sus piernas no le respondían; tuvo que volver a sentarse. ¡Qué alto era! ¡Qué bronceado y lleno de vida! No parecía más viejo, en absoluto, si acaso, más joven de lo que ella recordaba. Él le dirigía su mejor sonrisa —sus dientes seguían impecables—, aquellas fabulosas y pobladas cejas brillaban reflejando el fulgor de aquellos ojos negros y extendía hacia ella sus grandes y hermosas manos. ¡Y ella sin poder moverse! ¿Qué pensaría?
Nada malo, por lo visto, porque cruzó el cuarto y la puso suavemente en pie, sin mostrar intención de abrazarla y limitándose a mirarla con una sonrisa de admiración. Luego le cogió la cabeza entre las manos y le besó tiernamente párpados, mejillas y labios. Julia le echó los brazos al cuello, se apretó contra él y hundió el rostro en su pecho.
—¡Oh, Cayo Mario, qué alegría verte! —exclamó.
—A mí también me alegra verte, esposa —respondió él, acariciándole la espalda; ella notó que le temblaban las manos.
—¡Bésame, Cayo Mario! —dijo ella alzando la cabeza—. ¡Bésame como es debido!
El reencuentro fue tal como ambos habían imaginado: lleno de cariño y cargado de pasión. Y no sólo eso, sino que concurría, además, el deleite del pequeño Mario y la pena compartida por la muerte del segundo hijo.
Para mayor complacencia del agradecido padre, el pequeño Mario era un niño precioso, alto, fuerte, con un buen color de tez y grandes ojos grises que miraban con calma a su progenitor. Mario sospechaba que estaba poco disciplinado, pero todo eso cambiaría. El diablillo pronto descubriría que a un padre no se le domina ni manipula; un padre es para reverenciar y respetar, igual que él, Cayo Mario, había reverenciado y respetado a su querido padre.
Había otras penas aparte de la muerte del segundo hijo; Julia había perdido a su padre, cosa que él sabía, pero ahora se enteró delicadamente, por medio de Julia, de la muerte de su propio padre. Había muerto después de saber que le habían elegido cónsul por segunda vez en circunstancias tan extraordinarias; había tenido una muerte rápida y afortunada, un ataque cardíaco que le había sobrevenido mientras el anciano hablaba con unos amigos del recibimiento que Arpinum iba a tributar a su más ilustre hijo.
Mario hundió el rostro entre los senos de Julia y lloró; eso le sirvió de consuelo y le permitió comprender que todo había sucedido a su debido tiempo. Su madre, Fulcinia, había muerto siete años antes, dejando solo a su padre, y si la Fortuna no había permitido que el anciano volviera a ver a su hijo, la diosa al menos había consentido en que conociera su excelsa distinción.
—Entonces no tiene objeto que vaya a Arpinum —dijo ulteriormente Mario a Julia—. Nos quedaremos aquí, amor mío.
—Publio Rutilio no tardará en venir. Lo hará en cuanto se hallen algo más organizados los tribunos de la plebe. Creo que teme que resulten difíciles, porque algunos son muy inteligentes.
—Pues, hasta que llegue Publio Rutilio, mi dulce, queridísima y hermosa esposa, ni siquiera hablaremos de esa cosa tan irritante como es la política.
El regreso de Sila fue muy distinto. Para empezar, lo emprendió sin el placer sencillo y abierto de Mario. Y no quería saber por qué era así, pues, igual que Mario, él también había guardado continencia sexual durante los dos años en África, naturalmente por motivos distintos al del amor conyugal, pero la había guardado. La página nueva y prístina con que había dado por concluida su antigua vida no debía ser ensuciada; nada de corrupción ni deslealtad a su superior, nada de intrigas ni maniobras para lograr el poder, nada de intimidaciones, de debilidades camales, nada que pudiera enturbiar el honor o dignitas de Cornelio.
Actor hasta la médula, había asumido completamente el nuevo papel que el cargo de cuestor de Mario le imponía y lo vivía en su mente y en todos sus actos, gestos y palabras. Hasta entonces no había dejado de gustarle, porque le había ofrecido constante diversión, grandes retos y enorme satisfacción. Como no podía encargar su propia imago en cera hasta ser cónsul o lo bastante famoso y célebre en algún aspecto, optó por encargar a Magio del Velabrum un pedestal para sus trofeos de guerra, la corona de oro, las phalerae y las torcas, y dedicarse con gran entusiasmo a supervisar la instalación de aquel testimonio de sus proezas en el atrium de la casa. Los años en África habían sido una revancha, y aunque nunca llegaría a ser ningún gran jinete, se había convertido en uno de los soldados mejor dotados del mundo. El trofeo de Magio daría testimonio de ello a los romanos.
Sin embargo… Toda su antigua vida seguía igual allí en Roma; y lo sabía. Las ganas de ver a Metrobio, su gusto por lo exótico, los enanos, los travestidos, las viejas putas y los infames personajes, su execrable desprecio por las mujeres que utilizaban sus poderes para dominarle, la capacidad de prescindir de un tipo de vida cuando se hacía intolerable, la nula disposición a aguantar a los tontos y aquella ambición que le corroía y le consumía… Había terminado la gira teatral africana, pero no buscaba un descanso prolongado; el futuro presentaba otras perspectivas. Y sin embargo… Roma era el escenario en que se había formado su antiguo yo; en Roma quedaba todo por descubrir, desde la ruina a la frustración. Y así, emprendió viaje a Roma de mala gana, consciente de los profundos cambios que en él se habían operado, pero también consciente de que, en realidad, poco había cambiado. Actor entre dos actos, no era un ser que se hallase a gusto.
Julilla le esperaba con una actitud muy distinta a la de Julia respecto a Mario, convencida de que le amaba mucho más que Julia a Mario. Para Julilla, cualquier evidencia de disciplina o autocontrol era prueba irrefutable de una clase de amor inferior; el amor de rango supremo debía rebasar y derribar las barreras espirituales, aniquilar todo indicio de pensamiento racional, rugir tempestuoso, aplastar todo a su paso como un elefante. Y esperaba enfebrecida, incapaz de dedicarse a nada que no fuese la frasca de vino, cambiar de vestido varias veces al día o peinarse de una manera u otra; volvía locos a los criados.
Y todo eso lo lanzó sobre Sila como un palio tejido a base de las más tupidas telarañas. Nada más entrar en el atrium, allí la encontró, cruzando como una loca el vestíbulo para echarse en sus brazos extasiada; antes de haberla podido contemplar para motivar sus sentimientos, ella ya le había pegado los labios a los suyos como una sanguijuela, chupándole, devorándole, retorciéndose, húmeda, negra y sanguinolenta. Se aferraba con las manos a sus partes pudendas, hacia ruidos de lo más lascivo y ni siquiera se retuvo en enroscársele con las piernas en aquel recinto tan poco íntimo y en presencia de una docena de irónicos esclavos, totalmente desconocidos para Sila.
No pudo evitarlo: alzó las manos y le desprendió los brazos, al tiempo que echaba atrás la cabeza y se zafaba de aquella boca glotona.
—¡Conteneos, señora! —exclamó—. ¡No estamos solos!
Ella contuvo un grito, como si le hubiera escupido en la cara, pero había servido para reducir su ardor. Con inigualable torpeza, se cogió de su brazo y siguió con Sila por el peristilo hasta su sala de estar, en los antiguos aposentos de Nicopolis.
—¿Es esto lo bastante íntimo? —inquirió, algo desdeñosa.
Pero Sila ya había perdido el ánimo y no quería que aquella boca y aquellas manos se abrieran camino hacia los rincones más íntimos de su ser, sin consideración a la sensibilidad de las capas que vulneraban.
—¡Después, después! —replicó, dirigiéndose a una silla.
Julilla permaneció de pie, asustada y perpleja, como si fuese el fin del mundo. Estaba más hermosa que nunca, pero se la notaba más frágil y delicada, con sus delgados brazos asomando por un vestido que él en seguida reconoció como la última moda —un hombre con el pasado de Sila nunca perdía ese instinto para reconocer los estilos— y aquellos ojos enormes, con algo de loca, hundidos en las órbitas entre un denso sombreado negro y azul.
—¡No lo entiendo! —chilló sin moverse de donde estaba y devorándole con la mirada, no con la avidez del reencuentro, sino con esa especie de fascinación que se siente ante alguien que no se sabe si es amigo o enemigo.
—Julilla —respondió él con la paciencia que tan bien dominaba—, estoy cansado. Aún no me ha dado tiempo a acostumbrarme a andar en tierra. Apenas conozco a la servidumbre, y como no estoy en absoluto ebrio, tengo las inhibiciones naturales respecto a la licencia que puede permitirse un matrimonio en público.
—¡Pero yo te amo! —protestó ella.
—Eso espero. Igual que yo a ti. No obstante, hay ciertos límites —replicó él hierático, deseoso de que todo en el ámbito romano fuese lo correcto, desde la esposa y la casa hasta la carrera en el Foro.
Cuando, durante aquellos dos años, había pensado en Julilla, no había realmente recordado la clase de persona que era, sino solamente su aspecto y su frenético y apasionado comportamiento en la cama. De hecho, había pensado en ella como un hombre piensa en su querida, no en la esposa. Ahora contemplaba a la joven esposa, y pensó que resultaría una querida mucho más preciada siendo alguien a quien viese a su comodidad, con quien no tuviese que compartir la casa ni presentarla a sus amigos y socios.
Nunca debí casarme con ella, pensó. Me dejé llevar por una visión del futuro a través de los ojos de ella, pues eso es lo único que hizo: servir de medio para transmitir una visión entre la Fortuna y su elegido. No me detuve a pensar que habría docenas de jóvenes mujeres nobles más convenientes para mí que esta pobre tonta que quiso matarse de hambre por mi amor. Eso ya es un exceso. Y no es que me importe el exceso, sino el exceso dirigido a mi persona. ¡No, lo que me gusta es el exceso cuando lo hago yo! ¿Por qué he pasado mi vida unido a mujeres que me atosigan tanto?
El rostro de Julilla se alteró. Su mirada sufrió un desvío en aquellas órbitas inflexibles del rostro, con un destello que no expresaba amor ni lujuria. ¡Ah, sí! ¿Qué haría ella sin el vino… el fiel y amigable vino? Sin pararse a pensar, se acercó a una mesita y se sirvió una copa de vino puro, que vació de un solo trago; sólo en ese momento se acordó de Sila y se volvió hacia él con una pregunta en la mirada.
—¿Vino, Sila? —inquirió.
—¡Deja eso inmediatamente! —replicó él con ceño—. ¿Es que sueles beber de esa manera?
—¡Necesitaba beber! —contestó ella inquieta—. Estás muy frío y deprimente.
—Ya lo creo —replicó él con un suspiro—. Pierde cuidado, Julilla. Ya mejoraré. O quizá tengas razón… sí, sí, dame vino —añadió, arrebatándole casi la copa que ella le había estado ofreciendo y bebiendo de ella a sorbos—. La última vez que tuve noticias tuyas… no escribes mucho, que digamos, ¿verdad?
Las lágrimas le corrían a ella por las mejillas, pero no sollozaba.
—¡Odio escribir cartas!
—Eso está claro —replicó él secamente.
—Bueno, ¿qué decías? —inquirió ella, sirviéndose otra copa, que despachó con igual rapidez que la primera.
—Iba a decir que la última vez que supe de ti, entendí que teníamos dos hijos. Un niño y una niña, ¿no? No es que te molestases en decirme lo del niño; tuve que enterarme por tu padre.
—Estaba enferma —respondió ella sin dejar de llorar.
—¿No voy a ver a los niños?
—¡Oh, están ahí! —respondió ella, señalando irritada hacia la parte posterior del peristilo.
Sila la dejó enjugándose las lágrimas con el pañuelo y sirviéndose otra copa.
Los vio a través de la ventana del cuarto de juegos, pero ellos no se percataron de su presencia; se oía una voz de mujer, pero él nada más veía los dos pequeños de su sangre. Una niña, sí, ya de dos años y medio, y un niño que debería tener año y medio.
La pequeña era una delicia; la muñequita más preciosa que había visto en su vida, con una cabecita llena de rizos pelirrojos y dorados, cutis de leche y rosas, mejillas con hoyuelos y unos ojos grandes muy azules bajo sus sedosas cejas doradas. Feliz, sonriente y llena de cariño por su hermanito.
El niño, aquel hijo que Sila no conocía, era todavía más encantador. Ya caminaba —¡bien!— y estaba desnudito; por eso andaba su hermana detrás de él, debía hacerlo a menudo; ¡y también hablaba! El bergante no paraba de parlotear con la hermanita. Y se reía. Se parecía a César; el mismo rostro largo y atractivo, el mismo pelo espeso dorado, los mismos ojos azules vivaces que los de su finado suegro.
Y el adormecido corazón de Lucio Cornelio Sila no se despertó con un simple bostezo, desperezándose, sino que saltó al mundo del sentimiento como habría saltado Atenea desarrollada y armada de la frente de Zeus, haciendo sonar el clarín. En el umbral, se arrodilló y extendió hacia ellos los brazos, trémulo.
—Ha llegado tata —dijo— Tata ha vuelto a casa.
Los pequeños no lo dudaron un instante y echaron a correr a sus brazos, cubriendo de besos su rostro extasiado.
Publio Rutilio Rufo no fue el primer magistrado que visitó a Mario en Cumas. Apenas acababa de reinstalarse en la rutina del hogar el héroe africano, cuando el mayordomo entró a preguntarle si recibiría a Lucio Marcio Filipo. Intrigado por lo que querría Filipo, pues Mario no le conocía y sólo sabía de su familia por detalles muy superficiales, dijo que le hiciera pasar al despacho.
Filipo no se anduvo con rodeos y fue directamente al grano. Era un hombre de aspecto tranquilo, pensó Mario —demasiada carne en la cintura y demasiada sotabarba—, pero conservaba la arrogancia y el aplomo del clan de los Marcios, que se decían descendientes de Anco Marcio, cuarto rey de Roma y constructor del puente de Madera.
—No me conocéis, Cayo Mario —dijo, mirándole con sus ojos marrón oscuro directamente a la cara—, así que pensé en aprovechar la primera oportunidad para corregir la situación… dado que sois el primer cónsul del año que viene y que yo soy tribuno de la plebe recién elegido.
—Muy amable por vuestra parte en corregir la situación —contestó Mario con una franca sonrisa.
—Si, supongo que sí —añadió con voz queda Filipo, reclinándose en la silla y cruzando las piernas, un gesto que Mario jamás se había atrevido a hacer por considerarlo poco masculino.
—¿Qué deseáis de mi, Lucio Marcio?
—Pues, bastante —respondió Filipo adelantando la cabeza, mostrando, de pronto, un rostro menos blando y claramente feroz—. Me encuentro en un apuro económico, Cayo Mario, y pensé que me incumbía, por así decirlo, ofreceros mis servicios como tribuno de la plebe. Se me ocurrió, por ejemplo, si no necesitaríais que se aprobase alguna ley o simplemente saber que podíais contar con un leal partidario entre los tribunos de la plebe en Roma mientras os encontráis fuera de ella conteniendo al lobo germano. ¡Esos estúpidos! Aún no se han dado cuenta de que Roma es un lobo, ¿no es cierto? Pero ya lo comprobarán, no me cabe la menor duda. Si hay alguien que pueda demostrarles la naturaleza vulpina de Roma, ése sois vos.
La mente de Mario había trabajado con singular rapidez durante aquel preámbulo. También él se recostó en la silla, pero sin cruzar las piernas.
—En realidad, mi querido Lucio Marcio, hay una pequeña ley que me gustaría aprobase la Asamblea de la plebe sin que se levantara revuelo. Y me encantaría ayudaros a solventar vuestros apuros económicos si me evitáis ese obstáculo legislativo.
—Cuanto más generoso sea el donativo a mí causa, Cayo Mario, menor revuelo levantará la ley —respondió Filipo con una gran sonrisa.
—¡Estupendo! Decid el precio —dijo Mario.
—¡Oh, así… tan bruscamente…!
—Decid el precio —repitió Mario.
—Medio millón —contestó Filipo.
—De sestercios… —añadió Mario.
—De denarios —replicó Filipo.
—Ah, bien, por medio millón de denarios quiero algo más que una simple ley —dijo Mario.
—Por medio millón de denarios, Cayo Mario, obtendréis mucho más. No sólo mis servicios mientras desempeñe el cargo, sino también después. Os lo prometo.
—Pues, trato hecho.
—¡Qué fácil! —exclamó Filipo, relajándose—. ¿Qué es lo que puedo hacer por vos?
—Necesito una ley agraria —contestó Mario.
—¡Eso ya no es fácil! —replicó inmediatamente Filipo, con cara de sorpresa—. ¿Para qué demonios queréis una ley agraria? Yo necesito dinero, Cayo Mario, pero sólo si voy a vivir para gastar lo que me quede después de pagar las deudas. No entra en mis proyectos morir apaleado en el Capitolio, pues os aseguro, Cayo Mario, que yo no soy un Tíberio Graco.
—La ley es de naturaleza agraria, pero no contenciosa —dijo Mario, apaciguándolo—. Os aseguro, Lucio Marcio, que no soy un reformador ni un revolucionario y que tengo previstas otras cosas para los pobres de Roma que darles el precioso ager publicus. Los alistaré en las legiones y les haré sudar las tierras que se les concedan. No se le dará a nadie nada sino a cambio de algo, pues el hombre no es una bestia.
—Pero ¿qué otra tierra hay para dar que no sea el ager publicus? ¿O es que intentáis que el Estado compre más o conquiste otras tierras? Eso requiere dinero —replicó Filipo, manteniendo su inquieta actitud.
—No hay por qué alarmarse —respondió Mario—. La tierra en cuestión ya está en manos de Roma. Mientras conserve el imperium proconsular en África se dictará en mi provincia el uso de la tierra confiscada al enemigo; la puedo arrendar a mis clientes o venderla al mejor postor, o concedérsela a un rey extranjero como parte de sus dominios. Unicamente debo tener la seguridad de que el Senado confirma mis disposiciones.
Mario cambió de postura, se inclinó hacia delante y prosiguió:
—Pero no tengo la menor intención de pillarme los dedos para solaz de Metelo el Numídico, así que me propongo actuar como siempre he hecho, estrictamente de acuerdo con la ley o la costumbre general precedente. Así pues, el día de Año Nuevo voy a ampliar mis potestades proconsulares en África sin dar a Metelo el Numidico el menor pretexto.
»Las principales disposiciones relativas al territorio adquirido en nombre del Senado y el pueblo de Roma ya han recibido sanción senatorial, pero hay un asunto que quiero abordar, y es tan delicado, que deseo llevarlo a cabo en dos etapas. Una el año que viene y la otra al siguiente.
»Vuestro cometido, Lucio Marcio, consistirá en poner en marcha la primera fase. En pocas palabras, creo que si Roma ha de seguir organizando ejércitos como es debido, las legiones deben constituir una carrera atractiva para los que pertenecen al censo por cabezas, y no una simple alternativa a la que se vean impulsados por celo patriótico en las situaciones de urgencia, o por aburrimiento en otras circunstancias. Si se le ofrecen los incentivos de siempre, un modesto salario y una modesta parte del botín que produzca la campaña, no se sentirán atraídos. Mientras que si se les ofrece una buena parcela de tierra para que se asienten o la vendan al retirarse, tendrán un buen incentivo para hacerse soldados. Ahora bien, no puede ser tierra en Italia, ni veo por qué tiene que ser en Italia.
—Creo que vislumbro lo que queréis, Cayo Mario —dijo Filipo, mordiéndose el grueso labio inferior—. Es interesante.
—Eso creo. He reservado las islas de la Sirte menor africana como terrenos para asentamiento de mis soldados del censo por cabezas que estén licenciados, lo que, gracias a los germanos, no se producirá de momento. Así, quiero que el pueblo dé su aprobación para asentar a mis soldados en Meninx y Cercina. Pero tengo enemigos que tratarán de obstaculizarlo, por el simple hecho de que siempre se han dedicado a ponerme obstáculos —dijo Mario.
—Desde luego, enemigos sí que tenéis, Cayo Mario —dijo Filipo, asintiendo con la cabeza repetidas veces.
Sin saber con certeza si la afirmación encerraba sarcasmo, Mario lanzó una desdeñosa mirada a Filipo y continuó:
—Vuestro cometido, Lucio Marcio, consistirá en proponer una ley a la Asamblea de la plebe para reservar las islas de la Sirte menor africana dentro del ager publicus de Roma sin que puedan arrendarse, dividirse ni venderse si no es mediante futuros plebiscitos. No mencionaréis nada respecto a los soldados ni al censo por cabezas. Lo único que tenéis que hacer, muy suavemente y como de pasada, es aseguraros de que esas islas quedan a buen recaudo de manos codiciosas. Es fundamental que mis enemigos no sospechen que soy yo quien está detrás de la ley.
—Bien, eso creo que puede hacerse —dijo Filipo, animado.
—Muy bien. El día en que la ley entre en vigor, haré que mis banqueros depositen medio millón de denarios a vuestro nombre de tal modo que a mí no se me vincule para nada a vuestro cambio de fortuna —dijo Mario.
—Cayo Mario, tenéis a vuestra disposición un tribuno de la plebe —dijo Filipo, poniéndose en pie y extendiendo la mano—. Y lo que es más, seguiré siendo vuestro servidor durante toda mi carrera política.
—Me alegra oírlo —dijo Mario, estrechándole la mano. Pero nada más cruzar Filipo la puerta, pidió agua tibia y se lavó las manos.
—Que emplee el soborno no quiere decir que me gusten los que soborno —dijo Mario a Publio Rutilio Rufo cuando éste llegó a Cumas cinco días más tarde.
—Bueno, desde luego, cumplió su palabra —replicó Rutilio Rufo, poniendo cara de resignación—. Promulgó tu modesta ley agraria como si fuese cosa enteramente suya y la defendió con tal lógica que nadie pensó en hacer objeción alguna. Es muy listo ese Filipo, aunque algo rastrero. Se apuntó laureles de patriota diciendo a la Asamblea que pensaba que una parte nimia e insignificante de las vastas tierras africanas debían reservarse, depositarlas en una especie de banco es la expresión que empleó, para el uso futuro del pueblo romano. Entre tus enemigos, hubo incluso quienes pensaron que sólo lo hacía por irritarte, y la ley se aprobó sin la menor réplica.
—¡Estupendo! —dijo Mario, con un suspiro de alivio—. De momento, tengo la seguridad de que esas islas quedan a mi entera disposición. Necesito más tiempo para demostrar la valía de la legión de proletarios antes de proceder a premiarlos con una parcela como retiro. Ya te imaginas el comentario: al soldado romano de antes no hacía falta sobornarle con el regalo de tierras, ¿por qué ha de dársele al nuevo soldado un trato preferencial? —añadió encogiéndose de hombros—. Bueno, basta de ese asunto. ¿Qué novedades hay?
—He aprobado una ley que permite al cónsul nombrar tribunos de la plebe suplementarios sin celebrar elección en casos de verdadera urgencia para el Estado —dijo Rutilio.
—Siempre pensando en el futuro. ¿Y has elegido alguno conforme a dicha ley?
—Veintiuno. El mismo número de los que perecieron en Arausio.
—¿Incluido?
—El joven Cayo Julio César.
—¡Esa si que es una buena noticia! Casi todas las de parientes no lo son. ¿Recuerdas a Cayo Lusio? ¿El que se casó con Gratidia, la hermana de mi cuñado?
—Vagamente. ¿De Numancia?
—Ese. ¡Menudo tipo! Pero muy rico. Bien, pues tuvieron un hijo que ahora tiene veinticinco años, y me han suplicado que lo lleve conmigo a la guerra contra los germanos. Yo no conozco al barbián, pero he tenido que aceptar, porque si no mi hermano Marco no me habría dejado en paz.
—Hablando de tus numerosos parientes, te complacerá saber que el joven Quinto Sertorio está en Nersia con su madre y estará recuperado para acompañarte a la Galia.
—¡Estupendo! También Cota vuelve a la Galia este año, ¿eh?
—¡Por favor, Cayo Mario! —replicó Rutilio Rufo—. ¿Tú crees que un ex pretor con cinco senadores sin relevancia para razonar con los de la alcurnia de Cepio…? Pero yo conocía a Cota, mientras que Escauro, Dalmático y el Meneítos no le conocían. A mi no me cabe la menor duda de que entre lo salvable estaba Cota.
—¿Y Cepio, ya ha vuelto?
—Con el agua al cuello, pero se debate como puede para mantenerse a flote, no creas. Yo pienso que, con el tiempo, se las arreglarán para que le llegue a la nariz. Hay una corriente popular de animadversión contra él, y sus amigos de las primeras filas casi no pueden evitarlo.
—¡Estupendo! Deberían meterle en el Tullianum y dejarle morir de hambre dijo Mario, tajante.
—Después de hacerle cortar leña para ochenta mil piras funerarias —añadió Rutilio Rufo con aviesa sonrisa.
—¿Y qué hay de los marsos? ¿Se apaciguan?
—¿Te refieres al proceso por daños y perjuicios? La cámara pasó el contencioso a los tribunales, claro, pero no se ganó con ello amistades para Roma. El comandante de la legión marsa, que se llama Quinto Popedio Silo, vino a Roma decidido a comparecer como testigo, y me imagino que no adivinas quién estaba dispuesto a testificar también —dijo Rutilio Rufo.
—Pues no, no lo adivino. ¿Quién? —respondió Mario, sonriente.
—Nada menos que mi sobrino el joven Marco Livio Druso. Por lo visto se conocieron después de la batalla, porque la legión de Druso estaba en primera línea junto a la de Silo. Para Cepio fue un golpe cuando mi sobrino, que es yerno suyo, inscribió su nombre para testificar en un caso directamente relacionado con su conducta en el campo de batalla.
—Es un cachorro con dientes afilados —dijo Mario, recordando al joven Druso en el Foro.
—Ha cambiado mucho desde Arausio —añadió Rutilio Rufo—. Es como si se hubiera hecho mayor.
—Así Roma tendrá alguien de valía para el futuro —dijo Mario.
—Yo creo que sí, pero es que he advertido un profundo cambio en todos los supervivientes de Arausio —añadió Rutilio Rufo, entristecido—. ¿Sabes que aún no han podido recuperar a todos los soldados que escaparon cruzando el Rhodanus a nado? Ni creo que los recuperen.
—Yo los encontraré —aseguró Mario—. Son del censo por cabezas, lo que significa que yo soy responsable.
—Eso le incumbe a Cepio, naturalmente —dijo Rutilio Rufo—. Pero él trata de achacar la responsabilidad a Cneo Malio y a la escoria del censo por cabezas, como llama a ese ejército. A los marsos no les gusta nada que les llamen censo por cabezas, y a los samnitas tampoco; además, mi sobrino Marco Livio ha manifestado en público bajo juramento que los proletarios nada tuvieron que ver en la derrota. Es un buen orador y sabe moverse en la tribuna.
—¿Y cómo es que siendo yerno de Cepio le critica? —inquirió Mario, curioso—. Yo me imaginaba que hasta a los más contrarios a Cepio les horripilaría tal falta de lealtad familiar.
—Él no critica a Cepio… al menos directamente. En realidad es muy limpio. ¡No dice nada en contra de Cepio! Lo único que hace es rechazar la acusación de Cepio de que la derrota fue por culpa del ejército de proletarios de Cneo Malio. Pero he observado que el joven Marco Livio y el hijo de Cepio ya no están tan unidos como antes, y es un gran inconveniente porque Cepio hijo está casado con mi sobrina, la hermana de Druso —dijo Rutilio Rufo.
—¿Y qué puedes esperarte si todos tus malditos nobles se empeñan en casarse con sus respectivas primas en vez de incorporar sangre nueva? —inquirió Mario, encogiéndose de hombros—. Bueno, basta de eso. ¿Alguna otra noticia?
—Unicamente sobre los marsos; mejor dicho, los aliados itálicos. Se nos ponen las cosas mal, Cayo Mario. Como sabes, hace meses que intento reclutar soldados, pero los aliados itálicos se niegan a colaborar. Cuando les pedí el censo por cabezas itálico, ya que insisten en que no quedan propietarios con edad de ir a filas, me dijeron que tampoco les quedan proletarios.
—Pero hay población agrícola; supongo que es posible —adujo Mario.
—¡Bobadas! Son braceros, pastores, mano de obra migrante, menestrales… lo que abunda en toda comunidad agrícola. Pero los aliados itálicos repiten que no hay proletarios. ¿Por qué?, les he preguntado yo en una carta, y me responden que todos los itálicos que habrían podido figurar en el censo por cabezas son ahora esclavos romanos, casi todos ellos llevados por deudas de cautiverio. ¡Oh, es muy grave! —dijo Rutilio Rufo—. Todos los pueblos itálicos han dirigido acerbas cartas al Senado protestando por el tratamiento que les da Roma; no sólo la Roma oficial, sino los ciudadanos romanos con posiciones de poder. Los marsos, los pelignos, los picentinos, los úmbricos, los samnitas, los apúleos, los lucanos, los etrurios, los marrucinos, los vestinos… ¡todos, Cayo Mario!
—Bueno, ya sabemos que hacía tiempo que se veía venir el problema —dijo Mario—. Espero que la amenaza general de los germanos sirva de aglutinante para toda la península.
—Yo no lo creo —replicó Rutilio Rufo—. Todos esos pueblos alegan que Roma ha mantenido tanto tiempo fuera de sus hogares a esos propietarios, que sus granjas y negocios han caído en la ruina por falta de atención, y que los que han tenido la suerte de sobrevivir sirviendo militarmente a Roma se encuentran endeudados con terratenientes romanos o negociantes de ciudadanía romana. Y alegan que por eso Roma tiene ahora su censo por cabezas a guisa de esclavos diseminados por todo el Mediterráneo. Y añaden que más que nada se hallan en África, Cerdeña y Sicilia, que es donde Roma necesita esclavos con experiencia agrícola.
Mario comenzó también a inquietarse.
—No tenía ni idea que las cosas hubiesen llegado a tal extremo —dijo—. Yo tengo también muchas tierras en Etruria y en ellas se incluyen numerosas granjas confiscadas por deudas. Pero ¿qué otra cosa puede hacerse? Si no hubiese comprado las granjas, habrían ido a parar a manos de Metelo o de su hermano Dalmático. Yo heredé propiedades en Etruria de la familia de mi madre Fulcinia y por eso he concentrado mis bienes en Etruria. Pero, sí, el caso es que allí soy un gran terrateniente.
—Y apostaría algo a que no sabes lo que hicieron tus administradores con los hombres de las granjas confiscadas —dijo Rutilio.
—Cierto, no lo sé —respondió Mario con aire molesto—. No tenía idea de que tuviésemos tal número de esclavos itálicos. ¡Eso es como esclavizar romanos!
—Eso también lo hacemos con los romanos que incurren en deudas.
—Cada vez menos, Publio Rutilio.
—No digo que no.
—Ya me ocuparé de las quejas de los itálicos cuando asuma el cargo —dijo Mario con decisión.
La insatisfacción de los itálicos se mantuvo amenazadora como fondo durante aquel diciembre, centrada en las tribus guerreras de las tierras de la meseta central detrás de los valles del Tíber y el Liris, encabezada por los marsos y los samnitas. Pero había otros movimientos latentes, en contra de los privilegios de la nobleza romana y generados por otros nobles romanos.
Efectivamente, los nuevos tribunos de la plebe eran muy activos. Resentido porque su padre fuese uno de los generales incompetentes más odiados del momento, Lucio Casio Longino sometió a discusión una sorprendente ley en una reunión contio de la Asamblea de la plebe; todos aquellos a quienes la Asamblea hubiese despojado de su imperium, debían perder también su puesto en el Senado. Aquello era declarar la guerra a Cepio en venganza. Ya que, naturalmente, se asumía que Cepio, si se le juzgaba por traición según el sistema en vigor, resultaría absuelto, pues gracias a su poder y su riqueza, contaba con el apoyo de numerosos caballeros de la primera y segunda clase, mientras que la ley de la Asamblea de la plebe que le despoja de su puesto en el Senado era algo muy distinto, y a pesar de la tenaz oposición de Metelo el Numídico y sus colegas, el proyecto tenía buenos visos de convertirse en ley. Lucio Casio no quería que le afectara el odio a que se había hecho acreedor su padre.
Y en aquel momento estalló la tormenta religiosa, sobreponiéndose por su furia a todas las demás consideraciones. Era algo inevitable por su aspecto cómico, dada la complacencia romana por el ridículo. Cuando Cneo Domicio Ahenobarbo cayó muerto en la tribuna de los Espolones durante la polémica por la candidatura in absentia de Cayo Mario al consulado, dejó inevitablemente un cabo sin atar. Él era un pontífice, un sacerdote de Roma, y con su muerte se producía una vacante en el colegio de pontífices. En aquel momento, el pontífice máximo era el anciano Lucio Cecilio Metelo Dalmático, y entre los sacerdotes se contaban Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, Publio Licinio Craso y Escipión Nasica.
Los nuevos sacerdotes los nombraba el colegio, llenando la vacante de un plebeyo con un plebeyo y de un patricio con un patricio; los colegios de sacerdotes y de augures generalmente se componían de plebeyos y patricios por igual, y, según la tradición, el nuevo miembro designado debía pertenecer a la familia del fallecido para que así el cargo de sacerdote y de augur pasase de padres a hijos, de tío a sobrino o de primo a primo. Había que conservar el honor y la dignitas de la familia. Y, naturalmente, Cneo Domicio Ahenobarbo hijo, ya cabeza de su rama familiar, esperaba ser nombrado en sustitución de su padre.
Pero existía un problema, y se llamaba Escauro. Cuando el colegio de pontífices se reunió para proceder a la elección del nuevo miembro, Escauro anunció que él no era partidario de que al finado Ahenobarbo le sustituyera su hijo. Una de las razones que no manifestó, aunque subyacía a todo lo que alegó y estaba bien patente en el ánimo de los trece sacerdotes que le escuchaban, era que Cneo Domicio Ahenobarbo había sido un individuo terco, irascible e intratable que había engendrado un hijo aún peor. A ningún noble romano le importaba la idiosincrasia de los de su clase y todos estaban dispuestos a admitir una amplia gama de rasgos de carácter poco admirables, a condición, claro, de que no prevaleciese la opinión del indeseado. Pero los colegios sacerdotales eran entidades de relaciones muy cerradas y se reunían en el reducido recinto de la Regia, el pequeño despacho del pontífice máximo; y el joven Ahenobarbo sólo tenía treinta y tres años. Para los que, como Escauro, habían aguantado a su padre tantos años, la perspectiva de tener que soportar al hijo era insufrible. Por suerte, Escauro contaba con dos buenas razones que exponer a sus colegas para que no cedieran el cargo a Ahenobarbo hijo.
La primera era que al morir Marco Livio Druso el censor, el cargo sacerdotal no había sido para su hijo, que por entonces contaba diecinueve años, por considerársele excesivamente joven. La segunda, que el joven Marco Livio Druso de pronto había dado muestras alarmantes de querer abandonar su legado natural de profundo conservadurismo, y a Escauro le parecía que si se le daba el cargo paterno, eso le haría volver al redil del vínculo tradicional de sus antepasados. Su padre había sido un tenaz enemigo de Cayo Graco, pero, sin embargo, por el modo en que se conducía en el Foro, el joven Druso parecía un Cayo Graco. Existían circunstancias límite, arguyó Escauro, y, sobre todo, el trauma de Arausio. Por consiguiente, ¿qué mejor alternativa que elegir al joven Druso para sustituir a su padre?
Los otros trece sacerdotes, incluido Dalmático, pontífice máximo, consideraron que era una magnífica solución al dilema de Ahenobarbo, y más teniendo en cuenta que el finado había reservado un cargo de augur para su hijo Lucio poco antes de morir. La familia no podría argüir que quedaba indignamente despojada de influencia sacerdotal.
Pero cuando Cneo Domicio Ahenobarbo se enteró de que el ansiado cargo sacerdotal iba a concederse a Marco Livio Druso, no le hizo ninguna gracia. A decir verdad le indignó, y en la primera reunión del Senado anunció que iba a querellarse contra Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, por sacrilegio. La excusa fue la adopción de un patricio por un plebeyo, un complicado asunto que requería la aprobación del colegio de pontífices y de los lictores de las treinta curias; el joven Ahenobarbo alegaba que Escauro no había cumplido debidamente los requisitos. Perfectamente consciente de la motivación real de aquella súbita manifestación de meticulosidad sacerdotal, la cámara no se inmutó. Ni tampoco Escauro, que simplemente se puso en pie y miró de arriba abajo al rubicundo Ahenobarbo.
—¿Es que vos, Cneo Domicio, que ni siquiera sois pontífice, vais a acusar a Marco Emilio, pontífice y portavoz de la cámara, de sacrilegio? —le interpeló con voz tonante—. ¡Id a entreteneros con el nuevo juguete de la Asamblea plebeya hasta que crezcáis!
Y su intervención parecía haber puesto punto final al asunto, pues Ahenobarbo salió como una flecha del Senado, entre carcajadas, rechiflas y gritos.
Pero Ahenobarbo no se dio por vencido. Escauro le había dicho que fuera a entretenerse con su juguetito de la Asamblea de la plebe, y eso fue precisamente lo que hizo. Dos días después había presentado una nueva ley y antes de que concluyese el año lograba aprobarla tras previa discusión y votación: la lex Domitia de Sacerdotiis estipulaba que, en el futuro, los nuevos miembros del cuerpo sacerdotal o augural no los elegirían los miembros vivos del colegio, sino una asamblea especial de las tribus, y que cualquiera podía ser candidato al cargo.
—Muy sutil —comentó Metelo Dalmático, pontífice máximo, a Escauro—. ¡Pero que muy sutil!
Escauro reía como un poseso.
—¡oh, Lucio Cecilio, admitid que nos la ha jugado magistralmente! —respondió finalmente, enjugándose los ojos llorosos de tanto reír—. Precisamente empieza a gustarme.
—En cuanto la diñe otro, seguro que se presenta a la elección —añadió Dalmático en tono lóbrego.
—¿Y por qué no? —terció Escauro—. Se lo ha ganado.
—Pero ¿y si soy yo? ¡Sería pontífice máximo!
—¡Ah, para nosotros sería un estupendo progreso! —añadió Escauro, impenitente.
—Me han dicho que ahora va a por Marco Junio Silano —dijo Metelo el Numidico.
—Exacto, por haber iniciado una guerra ilegal contra los germanos en la Galia Transalpina —añadió Dalmático.
—Bien, pues que la Asamblea de la plebe juzgue a Silano por ello, ya que el cargo de traición supondrá que pase a las centurias —dijo Escauro, con un silbido—. ¡Es fantástico! Empiezo a lamentar que no le hayamos elegido para sustituir a su padre.
—¡Vamos, no digáis tonterías! —replicó Metelo el Numídico—. Parece que os divierte la jugarreta…
—¿Y por qué no? —inquirió Escauro, fingiendo sorpresa—. ¡Estamos en Roma, padres conscriptos! ¡Y Roma ha de hacer honor a su nombre dejando que la nobleza compita saludablemente!
—¡Tonterías, tonterías! —exclamó Metelo el Numídico, furioso porque Cayo Mario estuviera a punto de ser cónsul otra vez—. ¡La Roma que conocimos ya no existe! Se elige cónsul por segunda vez al cabo de tres años a quien ni siquiera estaba en Roma revestido de la toga candida, se forman las legiones con el censo por cabezas, se eligen sacerdotes y augures, el pueblo deroga las decisiones de gobierno del Senado, el Estado desembolsa fortunas para organizar los ejércitos y los hombres nuevos y los arribistas son los que mandan. ¿Esto qué es?