Aunque Yugurta aún no era un fugitivo en su propio país, las partes de éste más pacificadas y orientales habían llegado a un acuerdo con los dominadores romanos, aceptando la inevitabilidad de su poder. Sin embargo, la capital, Cirta, estaba situada en el centro y Mario pensó que era más prudente invernar en ella en lugar de hacerlo en Utica. La población de Cirta nunca había demostrado gran cariño al rey, pero Mario conocía de sobra a Yugurta para saber que se volvía un individuo de lo más peligroso —y de lo más encantador— cuando se le presionaba. Y no sería buena política dejar Cirta a merced de la seducción del númida. Sila quedó en Utica de gobernador de la provincia romana, mientras Aulo Manlio recibía licencia para volver a Italia. Manlio regresó a Roma con los dos hijos de Cayo Julio César, ninguno de los cuales quería dejar África. Pero Mario, preocupado por la carta de Rutilio, pensó que era mejor que César tuviera a sus hijos a su lado.
En enero del nuevo año, el rey Boco de Mauritania se decidió por fin; pese a sus vínculos de parentesco con Yugurta dijo que se aliaría formalmente con Roma si ésta se dignaba tenerle por aliado. Se trasladó de Iol a Icosium, lugar en que se había entrevistado con Sila y el mareado Manlio dos meses atrás, y desde allí envió una pequeña embajada a Mario. Lamentablemente no se le ocurrió que Mario fuese a invernar en cualquier otro lugar que no fuera Utica, y, como consecuencia, el reducido grupo se dirigió a esta ciudad, alejándose muy al norte de Cirta y de Cayo Mario.
Eran cinco embajadores moros, incluido también esta vez el joven príncipe Bogud, hermano del rey, pero la comitiva viajaba con poco aparato y sin escolta, pues Boco no quería dificultades con Mario ni mostrarse intimidatorio y bélico. Además, tampoco deseaba llamar la atención de Yugurta.
Por tanto, la caravana parecía una simple expedición de mercaderes ricos regresando a casa con el producto de una buena temporada, por lo que resultaba una buena tentación para las partidas de bandoleros que habían surgido con la fragmentación de Numidia y la impotencia de su rey para evitar que se apoderasen de la propiedad ajena. Cuando el grupo vadeaba el río Ubus, algo más abajo de Hippo Regius, lo atacaron unos ladrones y les robaron todo menos las ropas; incluso los esclavos y criados les quitaron para venderlos en algún mercado lejano.
Quinto Sertorio y su excepcional cerebro se hallaban a las órdenes de Mario, lo que significaba que Sila contaba con oficiales menos perspicaces. No obstante, consciente de ello, había adoptado la costumbre de echar personalmente un vistazo a las puertas del palacio del gobernador en Utica, y por suerte vio a aquel grupo de desaseados que inútilmente trataban de que les franqueasen la entrada.
—¡Tenemos que ver a Cayo Mario! —decía una y otra vez el príncipe Bogud—. ¡Somos embajadores del rey Boco de Mauritania, os lo aseguro!
Sila reconoció a tres de ellos y se apresuró a acercarse.
—Déjalos pasar, idiota —espetó al tribuno de guardia, que dio el brazo a Bogud para ayudarle a caminar, pues se notaba que llevaba los pies llagados—. Ya os explicaréis después, príncipe —añadió tajante—. Ahora necesitáis un baño, ropa limpia y descanso.
Horas después escuchaba el relato de Bogud.
—Hemos tardado más de lo previsto en llegar —concluyó Bogud—, y temo que mi hermano el rey se haya desesperado. ¿Podemos ver a Cayo Mario?
—Cayo Mario está en Cirta —respondió Sila—. Os insto a que me digáis qué desea el rey y yo lo comunicaré a Cirta. Si no, Se producirá aún más retraso.
—Somos parientes del rey, quien solicita a Cayo Mario que nos envíe a Roma para suplicar directamente al Senado que vuelva a aceptar como cliente a nuestro soberano —dijo Bogud.
—Entiendo —dijo Sila poniéndose en pie—. Príncipe Bogud, aposentaos cómodamente aquí y esperad. Voy a avisar en seguida a Cayo Mario, pero tardaremos unos días en saber su respuesta.
Vaya, vaya, vaya —decía la carta de Mario que llegó a Utica unos días después—, esto puede ser muy interesante, Lucio Cornelio. No obstante, debo tener sumo cuidado. El nuevo cónsul, Publio Rutilio Rufo, me dice que nuestro querido amigo Metelo Numídico, el Meneítos, va por ahí diciendo a todos los que le escuchan que va a procesarme por extorsión y corrupción en la administración provincial. Así que no puedo facilitarle municiones. Por suerte tendrá que buscarse pruebas porque yo nunca he extorsionado ni fomentado la corrupción; bueno, imagino que tú lo sabes mejor que nadie. Así que lo que quiero que hagas es lo siguiente.
Concederé audiencia al príncipe Bogud en Cirta, lo cual quiere decir que tendrás que traer la embajada aquí. Sin embargo, antes de hacer nada, reúne a todos los senadores romanos, tribunos del Tesoro y representantes del Senado del pueblo de Roma que puedas, así como a los ciudadanos romanos importantes de la provincia africana, y los traes a Cirta. Quiero entrevistarme con Bogud delante de todos los notables romanos para que escuchen lo que diga y aprueben por escrito lo que decida hacer.
Sila dejó la carta entre carcajadas.
—¡Ah, muy bien hecho, Cayo Mario! —exclamó hablando a solas entre las cuatro paredes de su despacho.
E inmediatamente fue a fastidiar a sus tribunos y oficiales de administración, ordenándoles recorrer de arriba abajo la provincia en busca de notables romanos.
Porque, dada la importancia como abastecedora de trigo a Roma, la provincia africana era el lugar que más les gustaba visitar a los senadores trotamundos. Además, era un país exótico y precioso; en primavera, los vientos predominantes soplaban del cuadrante norte y era una ruta marítima hacia oriente más segura que la del mar Adriático para los que no tuvieran prisa. Y aunque fuese la época de las lluvias, eso no quería decir que lloviese todos los días; los días que no llovía, el tiempo era delicioso comparado con el invierno europeo, y curaba rápidamente los sabañones del viajero.
Sila pudo encontrar dos senadores trotamundos y dos terratenientes que estaban de viaje (uno de ellos el poderoso Marco Cecilio Rufo), más un funcionario mayor del Tesoro que estaba de vacaciones, un plutócrata romano propietario de un importante negocio de importación de trigo, y que solía viajar a Utica para ocuparse de las cosechas.
—Pero lo bueno —dijo a Cayo Mario nada más llegar a Cirta dos semanas después— ha sido dar nada menos que con Cayo Bilieno, que en su viaje hacia la provincia de Asia decidió pasar unos días en África. Así que te he conseguido un pretor con imperium proconsular. Tenemos también un cuestor del Tesoro, Cneo Octavio Ruso; el pobre acababa de desembarcar en Utica con la paga del ejército antes de que yo partiera, y me lo traje.
—Lucio Cornelio, ¡no sabes cuánto te aprecio! —dijo Mario con una gran sonrisa—. ¡Sí que aprendes de prisa!
Antes de recibir a la embajada mora, Mario convocó una reunión de los notables romanos.
—Voy a exponeros la situación, nobles señores, tal como es, y después de entrevistarme en presencia vuestra con el príncipe Bogud y los embajadores, quiero que lleguemos a una decisión conjunta respecto al rey Boco. Es preciso que todos demos por escrito nuestra opinión para que Roma esté informada y se sepa que no me extralimité en mi autoridad —dijo Mario a los senadores, Terratenientes, mercaderes, al tribuno del Tesoro, al cuestor y al gobernador provincial.
El resultado de la entrevista fue el que Mario había previsto; había expuesto la situación a los notables romanos con minuciosidad y elocuencia y con el vehemente apoyo de su cuestor Sila. Un tratado de paz con Boco era muy deseable, concluyeron los notables, y la mejor manera de llevarlo a cabo era enviando a tres de los embajadores moros a Roma, acompañados por el cuestor del Tesoro Cneo Octavio Ruso, mientras los otros dos regresaban a la corte de Boco como muestra de la buena fe de Roma.
Así pues, Cneo Octavio Ruso acompañó a Bogud y a dos primos suyos a Roma, a donde llegaron a primeros de marzo y a los que inmediatamente escuchó el Senado en una reunión extraordinaria. Se celebró en el templo de Belona porque el asunto implicaba una guerra en el extranjero con un rey extranjero y Belona era la diosa romana de la guerra, por consiguiente mucho más antigua que Marte, siendo su templo el lugar de reunión cuando se trataban asuntos de guerra.
El cónsul Publio Rutilio Rufo dio al Senado el veredicto con las puertas del templo abiertas de par en par para que la multitud apiñada en el exterior pudiera oírlo.
—Decid al rey Boco —dijo Rutilio Rufo con su voz potente y clara— que el Senado y el pueblo de Roma recuerdan una ofensa y un favor. Vemos claramente que el rey Boco se arrepiente sinceramente de su ofensa, por lo que sería una grosería por parte del Senado y el pueblo de Roma negarle el perdón. Por consiguiente, queda perdonado. Sin embargo, el Senado y el pueblo de Roma exigen que el rey Boco nos brinde un favor de igual magnitud, pues actualmente no tenemos un favor que recordar con la ofensa. No estipulamos cuál ha de ser ese favor y lo dejaremos totalmente al criterio del rey Boco. Cuando se nos haya mostrado tan inequívocamente como la ofensa, el Senado y el pueblo de Roma tendrán mucho gusto en conceder al rey Boco de Mauritania un tratado de amistad y alianza.
Boco recibió la respuesta a finales de marzo, entregada en persona por Bogud y los otros dos embajadores. El terror a las represalias romanas superó al temor del rey por su persona y, en lugar de retirarse al lejano Tingis junto a las columnas de Hércules, Boco optó por quedarse en Icosium, razonando que Cayo Mario le trataría con frialdad, pero nada más. Y para defenderse de Yugurta, trajo a Icosium otro ejército moro y fortificó lo mejor posible la pequeña ciudad portuaria.
Bogud fue a ver a Mario a Cirta.
—Mi hermano el rey ruega y suplica a Cayo Mario que le diga qué favor puede hacer por Roma de similar magnitud a la ofensa —solicitó Bogud de rodillas.
—¡Levantaos, levantaos! —exclamó Mario, malhumorado—. ¡No soy un rey, sino procónsul del Senado y el pueblo de Roma! ¡Nadie se humilla ante mí, pues me denigra tanto como al humillado!
—¡Cayo Mario, ayudadnos! —exclamó Bogud perplejo, incorporándose—. ¿Qué favor puede desear el Senado?
—Os ayudaría si pudiera, príncipe Bogud —respondió Mario mirándose las uñas.
—¡Pues enviad a un oficial vuestro a hablar con el rey! Quizá entre los dos puedan encontrarlo.
—De acuerdo —contestó de repente Mario—. Irá Lucio Cornelio Sila a hablar con el rey. A condición de que la reunión se celebre a media distancia entre Cirta e Icosium.
—Naturalmente, es Yugurta el favor que queremos —dijo Mario a Sila, mientras su cuestor se disponía a embarcar—. ¡Ah, daría mis colmillos por ir en tu lugar, Lucio Cornelio! Pero como no puedo, me alegra mucho enviar a un hombre que tiene un buen par de ellos.
—Una vez que los clave —dijo Sila con una sonrisa—, difícil es que suelten la presa.
—¡Pues clávalos el doble de fuerte de parte mía! ¡Y si puedes, tráeme a Yugurta!
Así, con gran ánimo y una férrea determinación, Sila zarpó para Rusicade. Llevaba consigo una cohorte de legionarios romanos, una cohorte de tropas itálicas, de la tribu de los pelignos de Samnio, con armamento ligero, una escolta personal de honderos de las islas Baleares y un escuadrón de caballería, la unidad ligur de Publio Vagienio. Era mediados de mayo.
Durante toda la travesía se fue irritando, a pesar de que era buen marino y había descubierto que le gustaba mucho el mar y los barcos. Era una expedición venturosa. Y muy importante para él. Lo sabía como si se lo hubieran vaticinado. Y era curioso que nunca había propiciado una entrevista con Marta la siria, pese a que Cayo Mario le había instado a ello; su negativa nada tenía que ver con que fuese incrédulo o rechazara las supersticiones. Como buen romano, Lucio Cornelio era muy supersticioso, incluso hasta el pavor. Pero por mucho que anhelase que otro ser humano le confirmase sus propias previsiones sobre su gran destino, conocía muy bien su debilidad y su lado oscuro para acudir sereno a una sesión de adivinación como había hecho Mario.
No obstante, mientras navegaba por la bahía de Icosium, se arrepentía de no haber consultado a Marta. Su futuro parecía oprimirle como una pesada manta y no sabía ni podía apreciar lo que le aguardaba. Grandes cosas; pero también malas. Casi solo entre sus iguales, Sila notaba la presencia obsesiva y tangible del mal. Los griegos habían filosofado interminablemente sobre su naturaleza, y muchos argüían negando su existencia, pero Sila sabía que si existía; y mucho se temía que existiera dentro de su propio ser.
La bahía de Icosium merecía una ciudad majestuosa, pero en realidad no contaba más que con una modesta población agazapada en el interior, junto a una abrupta cadena de montañas costeras que llegaba hasta el mar, protegiéndola y aislándola al mismo tiempo. Durante las lluvias de invierno desembocaban allí varios torrentes y había en ella una docena de islas a guisa de hermosas naves llenas de cipreses como si fueran mástiles. Era un bonito lugar, pensó Sila.
En la playa aguardaba una tropa de aproximadamente mil bereberes a caballo, sin silla, brida ni coraza, al estilo númida; sólo con un juego de jabalinas en la mano, espada larga y escudo.
—¡Ah —exclamó Bogud en el momento en que él y Sila desembarcaban del primer esquife—, el rey ha enviado a su hijo preferido a recibiros, Lucio Cornelio!
—¿Cómo se llama? —inquirió Sila.
—Volux.
El joven se aproximó, armado igual que sus hombres, pero en un corcel enjaezado con silla y brida. Sila advirtió complacido su modo de estrechar la mano y sus modales. Pero ¿dónde estaba el rey? Su vista de águila no localizaba por ninguna parte el habitual tumulto y movimiento que acompaña la presencia de un monarca.
—El rey se ha retirado a las montañas del sur, a unas cien millas, Lucio Cornelio —dijo el príncipe conforme se dirigían a un puesto desde el que Sila pudiera ver el desembarco de tropas y pertrechos.
—Eso no figuraba en el trato con Cayo Mario —replicó Sila con un escozor.
—Lo sé —contestó Volux, turbado—. Es que el rey Yugurta no anda lejos.
—¿Es una trampa, príncipe Volux? —inquirió Sila, helándosele la sangre en las venas.
—¡No, no! —exclamó el joven alzando las manos—. ¡Os juro por todos los dioses, Lucio Cornelio, que no es una trampa! Pero Yugurta se huele algo porque le dieron a entender que el rey mi padre volvía a Tingis, pero se ha quedado aquí en Icosium. Yugurta se ha aproximado a las montañas con un pequeño ejército de gétulos, insuficiente para atacarnos, pero lo bastante fuerte para que no podamos atacarlo. El rey mi padre decidió alejarse del mar para hacerle creer a Yugurta que si espera a alguien de Roma, aguarda su llegada por tierra. Y Yugurta le ha seguido. El númida no sabe que habéis llegado, estamos seguros. Habéis hecho muy bien en venir por mar.
—Yugurta se enterará en seguida de mi presencia —replicó Sila con gesto grave, pensando en los escasos mil quinientos hombres de su tropa.
—Esperemos que no; al menos de momento —dijo Volux—. Hace tres días salí con mil hombres del campamento de mi padre, como si fuera de maniobras, y nos aproximamos al mar. Oficialmente no estamos en guerra con Numidia, así que Yugurta no tiene ningún motivo para atacarnos, pero tampoco sabe lo que pretende hacer el rey mi padre y no se atreve a enfrentarse a nosotros hasta saber algo más. Os aseguro que optó por permanecer vigilando nuestro campamento al sur y que sus exploradores no se acercarán a Icosium mientras mis tropas patrullen por la zona.
Sila miró escéptico al joven pero no dijo nada de sus aprensiones. No eran muy prácticos aquellos soberanos moros. Inquieto, además, por el lentísimo desembarco —porque en Icosium sólo había veinte barcazas, y veía que aquello iba a durar hasta el día siguiente—, bostezó y se encogió de hombros. No había por qué preocuparse: Yugurta lo sabría o no lo sabría.
—¿Dónde está situado Yugurta? —inquirió.
—A unas treinta millas del mar, en una pequeña llanura en el centro de las montañas, al sur de aquí. En el único camino directo entre Icosium y el lugar donde se encuentra mi padre —contestó Volux.
—¡Ah, estupendo! ¿Y cómo voy a ver a vuestro padre sin enfrentarme primero a Yugurta?
—Puedo conduciros dando un rodeo de modo que él no se entere —replicó animoso Volux—. ¡De verdad que si, Lucio Cornelio! ¡El rey mi padre confía en mí, os ruego que confiéis también! Sin embargo —añadió tras pensar un instante—, creo que será mejor que dejéis aquí vuestra tropa. Correremos un riesgo menor yendo pocos.
—¿Y por qué habría de confiar en vos, príncipe Volux? —inquirió Sila—. No os conozco. Incluso apenas conozco al príncipe Bogud… ni al rey vuestro padre. Podríais haber decidido no cumplir vuestra palabra y entregarme a Yugurta. ¡Yo sería una buena presa!, y mi captura constituiría un grave inconveniente para Cayo —Mario, como bien sabéis.
Bogud no dijo nada, sino que cada vez parecía más apesadumbrado; pero el joven Volux no cedía.
—¡Pues pedidme algo para demostraros que somos dignos de confianza! —gritó.
Sila, con una sonrisa lobuna, se lo pensó.
—Muy bien —dijo con súbita decisión—. Me tenéis cogido, así que ¿qué otra cosa puedo hacer? —añadió, mirando fijamente al moro con sus extraños ojos, bailando cual dos joyas bajo el ala de su amplio sombrero de paja, curioso tocado para un soldado romano, ya famoso en aquellos días desde Tingis a Cirenaica y por doquiera que se hablase de las hazañas en fuegos de campamento y hogares: el héroe romano albino con sombrero.
Debo confiar en mi suerte, se decía para sus adentros, pues nada me dice que no vaya a conservarla. Es una prueba, un tanteo a la confianza propia, el modo de demostrar a todos, desde el rey Boco hasta su hijo y al que está en Cirta, que soy su igual —¡sino, superior!— a lo que la Fortuna me depare en el camino. Un hombre no descubre de qué está hecho si huye. Seguiré adelante. Tengo la suerte de mi parte. Porque me la he buscado yo mismo, y bien.
—En cuanto oscurezca —dijo a Volux— iremos los dos con una pequeña escolta de caballería al campamento de vuestro padre. Mis hombres se quedarán aquí para que si Yugurta advierte presencia romana crea que estamos únicamente en Icosium y que vuestro padre va a acudir aquí para la entrevista.
—¡Pero hoy no hay luna! —replicó Volux, consternado.
—Lo sé —dijo Sila con su fiera sonrisa—. Es lo mejor, príncipe Volux. Tendremos sólo la luz de las estrellas. Y vais a conducirme a través del campamento de Yugurta.
—¡Es una locura! —exclamó Bogud con los ojos desorbitados.
—Eso sí que es un reto —dijo Volux con ojos brillantes y sonriendo complacido.
—¿Estáis de acuerdo? —añadió Sila—. Cruzamos el campamento de Yugurta, entrando por un lado sin que la guardia nos vea ni nos oiga, por la misma via praetoria, sin despertar a ningún hombre ni caballo, y salimos por el otro sin que nadie nos vea ni nos oiga. ¡Hacedlo, príncipe Volux, y sabré que puedo confiar en vos! Y en vuestro padre el rey, por añadidura.
—De acuerdo —dijo Volux.
—Estáis locos —añadió Bogud.
Sila decidió dejar a Bogud en Icosium, por no tener absoluta confianza en aquel miembro de la familia real. Su retención revistió gran cortesía, pero quedó encomendado a la vigilancia de dos tribunos militares con órdenes de no perderle de vista.
Volux buscó en Icosium los cuatro caballos mejores que había para andar de noche y Sila optó por su mula, convencido como estaba de que era mucho mejor que cualquier caballo; y no olvidó su sombrero. El grupo se componía de Sila, Volux y tres nobles moros, y todos excepto Sila montaban sin silla ni brida.
—No llevamos nada de metal que suene y pueda descubrirnos —dijo Volux.
Sila, sin embargo, optó por ensillar la mula y ponerle un simple ronzal de cuerda.
—Crujirán, pero si caigo haría más ruido —dijo.
Nada más oscurecer, los cinco desaparecieron en la negra noche sin luna. Pero un fulgor iluminaba el cielo, pues no había habido viento que lo empañase con polvo, y lo que a primera vista parecían nubecillas dispersas, eran aglomeraciones de estrellas y se distinguía bien el camino. Las monturas no iban herradas y sus cascos hacían un ruido sordo en el camino de piedra que cruzaba una serie de barrancos y rodeaban la bahía de Icosium.
—Confiemos en la suerte para que no se quede coja ninguna caballería —dijo Volux en una ocasión en que su caballo tropezó sin llegar a ningún percance.
—Debéis confiar en mi suerte, al menos —respondió Sila.
—No habléis —terció uno de la escolta—. En noches sin viento como ésta, las voces se oyen a millas de distancia.
Continuaron en silencio, escrutando esforzadamente la menor partícula de luz conforme discurrían las millas, y cuando comenzaron a atisbar, tras una cresta, el fulgor anaranjado de los fuegos mortecinos de la hondonada donde se hallaba el campamento de Yugurta, supieron dónde estaban. Poco después miraban hacia abajo y fue como ver una pequeña ciudad perfectamente ordenada.
Descabalgaron, Volux dejó a Sila a un lado y se puso manos a la obra. Pacientemente, Sila vio cómo los moros forraban los cascos de los caballos con una especie de zapato, un zapato que, generalmente, tenía suela de madera y que se usaba para que en los terrenos pedregosos no les entrasen piedrecillas en la parte tierna del casco; estos protectores tenían suela de grueso fieltro y se sujetaban con dos correas de cuero que pasaban por delante y se cerraban por detrás con una hebilla.
Cabalgaron un rato para adaptarse a la marcha amortiguada y, luego, Volux se puso a la cabeza en la última media milla que les separaba del campamento de Yugurta. Era de suponer que hubiera centinelas y patrullas a caballo, pero los cinco jinetes no vieron nada en movimiento. Acostumbrado al arte militar de Roma, Yugurta había montado un campamento al estilo romano, pero Sila advirtió un detalle indígena que sabía que a Mario le fascinaba, y era que no habían sido capaces de hacerlo con la paciencia y meticulosidad debida. Así, Yugurta, sabiendo que Mario y su ejército estaban en Cirta y que Boco no tenía capacidad ofensiva, no se había preocupado por excavar trincheras y simplemente había levantado un pequeño talud de tierra, tan fácil de superar a caballo, que Sila pensó que estaba destinado más a mantener los caballos dentro que a impedir la intrusión. Pero si Yugurta hubiese sido un auténtico romano, el campamento habría tenido sus defensas a base de trincheras, estacas, empalizadas y muros, pese a lo seguro que hubiera podido sentirse.
Los cinco jinetes llegaron a la barrera de tierra, a unos doscientos pies a la derecha de la puerta principal, que en realidad no era más que una gran brecha, y superaron sin dificultad el talud. Dentro del recinto, los cinco maniobraron las monturas para avanzar pegados al muro por la tierra recién excavada que amortiguaba aún más sus pasos en dirección a la puerta principal. Allí vieron una guardia, pero los hombres dirigían su atención hacia el exterior y estaban a suficiente distancia de la brecha para poder oír a los cinco jinetes, que tomaron por la amplia avenida que atravesaba el centro del campamento hasta la puerta trasera. Sila, Volux y los tres nobles moros cubrieron la media milla de la via praetoria paseando tranquilamente y al final salieron de ella para volver a acercarse al muro por dentro y cruzarlo sin ningún riesgo cuando consideraron que se hallaban suficientemente lejos de los que vigilaban la puerta de atrás.
Una milla más adelante, quitaron las suelas a los caballos.
—¡Lo hemos conseguido! —musitó orgulloso Volux, descubriendo con su sonrisa los blancos dientes—. ¿Confiáis ahora en mí, Lucio Cornelio?
—Confío, príncipe Volux —respondió Sila, devolviéndole la sonrisa.
Avanzaron casi al trote, con cuidado de que los animales no se fatigasen ni tropezaran, y poco después llegaban a un campamento beréber. Los cuatro caballos cansados que Volux ofreció a cambio de animales de refresco eran muy superiores a los de los bereberes, y la mula resultó una novedad, por lo que obtuvieron cinco caballos y la cabalgata prosiguió sin pausa durante el día. Sila sudaba bajo el ala protectora de su sombrero.
Poco después de caer la tarde alcanzaron el campamento del rey Boco, distinto al de Yugurta pero mayor. Sila se detuvo bruscamente cuando aún se hallaban lejos de la vista de los centinelas.
—No es que desconfíe, príncipe Volux —dijo—, pero es que noto una especie de comezón en los dedos. Vos sois el hijo del rey y podéis entrar y salir en cualquier momento sin ningún inconveniente, mientras que yo soy extranjero, un ser desconocido. Así que voy a tumbarme aquí lo más cómodamente que pueda y aguardaré a que veáis a vuestro padre, os aseguréis de que todo está bien y volváis a buscarme.
—Yo no me tumbaría —dijo Volux.
—¿Por qué?
—Por los escorpiones.
A Sila se le erizó el vello de la nuca y tuvo que contenerse para no dar un respingo; como en Italia no había insectos venenosos, todo romano o itálico abominaba de arañas y escorpiones. Respiró hondo, sin preocuparse de las gotas de sudor frío que le corrían por la frente, y miró con su blanca faz a Volux.
—Bueno, no voy a estar de pie las horas que tardéis en venir a buscarme, y no pienso volver a montar en ese animal —replicó—. Así que correré el riesgo de los escorpiones.
—Como queráis —dijo Volux, que ya admiraba a Sila como a un héroe y ahora le miraba con auténtico temor.
Sila se tumbó en un trozo de tierra blanda, hizo un hoyo para la cadera, formó un montoncillo a guisa de almohada y, con una plegaria mental y la promesa de un sacrificio a la diosa Fortuna para que mantuviese alejados a los escorpiones, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Cuando Volux regresó al cabo de cuatro horas le encontró igual, y pudo haberle matado. Pero la Fortuna estaba de parte de Sila en aquel entonces y Volux era un amigo de verdad.
La noche era fría y a Sila le dolía todo el cuerpo.
—¡Ah, esto de andar subrepticiamente como un espía es para jóvenes! —exclamó, estirando la mano para que Volux le ayudase a ponerse en pie. Luego atisbó una sombra detrás del príncipe y se puso tenso.
—No os preocupéis, Lucio Cornelio, es un amigo de mi padre. Se llama Dabar —se apresuró a decir Volux.
—Otro primo del rey vuestro padre, imagino.
—En realidad, no. Dabar es primo de Yugurta y, como él, hijo bastardo de una mujer beréber. Ha unido su suerte a nosotros porque Yugurta no quiere tener rivales en su corte.
Le dieron una vasija de sabroso vino sin agua y Sila la vació sin respirar; notó que aminoraba su dolor y el frío se desvanecía. Después comió pastelillos de miel, un trozo de cabrito con muchas especias y otra frasca de vino, que en aquel momento a él le pareció el mejor que había bebido en su vida.
—¡Ah, ya me siento mejor! —dijo estirando los músculos—. ¿Qué noticias hay?
—Esa picazón vuestra era un aviso, Lucio Cornelio —dijo Volux—. Yugurta le ha tomado la delantera a mi padre.
—¿He sido traicionado?
—¡No, no! Pero la situación ha cambiado. Dabar, que estaba allí, os lo explicará.
Dabar se sentó en cuclillas para estar igual que Sila.
—Por lo visto, Yugurta se enteró de que una delegación de Cayo Mario iba a ver a mi rey —dijo en voz queda—. Naturalmente, eso le hizo suponer que era la razón por la que mi rey no había regresado a Tingis, y decidió estar cerca a la expectativa, situándose entre mi rey y cualquier embajada que llegase de Cayo Mario por mar o por tierra, y envió a Aspar, uno de sus principales, para que se sentase a la derecha de mi rey y escuchase todo lo que se trataba entre él y los romanos.
—Comprendo —dijo Sila—. ¿Qué hacemos, entonces?
—Mañana, el príncipe Volux os escoltará y os conducirá ante mi rey como si hubieseis venido juntos desde Icosium. Afortunadamente, Aspar no ha advertido la llegada del príncipe esta noche. Hablaréis con mi rey como si hubieseis llegado de parte de Cayo Mario y por iniciativa de él y no a petición de mi rey. Pediréis al rey que abandone a Yugurta, y mi rey se negará con evasivas. Os pedirá que acampéis en las cercanías durante diez días mientras reflexiona sobre lo que le habéis pedido. Iréis al campamento y esperaréis Pero mi rey vendrá a veros en persona mañana por la noche en un sitio distinto y entonces podréis hablar sin temor —dijo Dabar mirando de hito en hito a Sila—. ¿Es satisfactorio, Lucio Cornelio?
—Completamente —respondió Sila con un gran bostezo—. El único inconveniente es dónde puedo descansar esta noche y tomar un baño. Apesto a caballo y noto bichos correrme por la entrepierna.
—Volux os ha dispuesto un cómodo campamento cerca de aquí —respondió Dabar.
—Pues llevadme a él —dijo Sila poniéndose en pie.
Al día siguiente, Sila tuvo la fingida entrevista con Boco. No le fue difícil saber quién de los nobles presentes era el espía de Yugurta; Aspar estaba a la izquierda del trono de Boco, con mayor majestad que el propio monarca, y nadie se atrevía a acercársele ni a mirarle con la naturalidad propia de los iguales.
—¿Qué voy a hacer, Lucio Cornelio? —gimió Boco aquella misma noche, al entrevistarse con Sila a escondidas.
—Un favor a Roma —dijo Sila.
—Decidme el favor que desea Roma y lo haré. Oro, joyas, tierras, soldados, caballería, trigo… lo que digáis, Lucio Cornelio. Vos sois romano y debéis saber lo que ese misterioso mensaje del Senado quiere decir. ¡Porque yo no lo sé! —añadió Boco, temblando de miedo.
—Todo eso que habéis enumerado, rey Boco, Roma puede encontrarlo sin misterios —replicó Sila con desdén.
—¿Qué, entonces?, ¡decídmelo! —suplicó Boco.
—Creo que vos mismo os lo habréis imaginado, rey Boco, aunque comprendo que no lo confeséis —contestó Sila—. ¡Yugurta! Roma quiere que le entreguéis a Yugurta pacíficamente, sin derramamiento de sangre. Ya se ha derramado bastante sangre en África, se han perdido muchas tierras, se han quemado muchas aldeas y se ha perdido mucha riqueza. Pero mientras Yugurta siga libre, ese terrible desgaste continuará, para mal de Numidia, inconveniente de Roma y desgracia también de Mauritania. ¡Entregadme, pues, a Yugurta, rey Boco!
—¿Me pedís que traicione a mi yerno, el padre de mis nietos, mi pariente del linaje de Masinisa?
—Eso os pido —replicó Sila.
—¡No puedo! —dijo Boco, rompiendo a llorar—. ¡No puedo, Lucio Cornelio, no puedo! Somos bereberes y púnicos, y la ley de los pueblos nómadas nos une. ¡Lo que queráis, Lucio Cornelio! ¡Haré lo que queráis para conseguir el tratado! ¡Cualquier cosa, menos traicionar al esposo de mi hija!
—Cualquier cosa es inaceptable —replicó Sila con frialdad.
—¡Mi pueblo nunca me lo perdonaría!
—Roma nunca os perdonará. Y eso es peor.
—¡No puedo! —exclamó Boco, echándose a llorar con gruesos lagrimones que le resbalaban por su rizada barba—. ¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! ¡No puedo!
—Entonces, no habrá tratado —dijo Sila, volviéndole despectivo la espalda.
Durante los ocho días siguientes siguió repitiéndose aquella farsa, mientras Aspar y Dabar iban y venían entre el agradable campamento de Sila y el pabellón real con mensajes que no guardaban relación con la resolución de Boco, que era algo secreto entre Sila y el propio Boco y sólo se hablaba por las noches. Sin embargo, para Sila estaba claro que Volux conocía lo que pensaba el rey, pues éste ahora le evitaba lo más que podía y cuando se veían parecía enfadado, dolido y desconcertado.
A Sila, aquello le divertía; descubría que le gustaba aquella sensación de poder y majestad en su condición de parlamentario de Roma. Y lo que es más, le agradaba ser la implacable gota de agua que desgastaba la supuesta piedra real. Él, que no era rey, tenía poder sobre los reyes. Él, un romano, era el que ostentaba el auténtico poder. Y eso era embriagador y muy apetecible.
La noche del octavo día, Boco convocó a Sila al lugar secreto de reunión.
—De acuerdo, Lucio Cornelio; lo haré —dijo el rey, con ojos enrojecidos por el llanto.
—¡Magnífico! —se apresuró a decir Sila.
—¿Pero cómo podría hacerlo?
—Muy sencillo —respondió Sila—. Enviáis a Aspar a decirle a Yugurta que queréis entregarme a él.
—No me creerá —respondió Boco, desconsolado.
—¡Claro que sí! Yo os digo que sí. Si las circunstancias fuesen distintas, es precisamente lo que haríais, rey Boco.
—¡Pero vos sólo sois un cuestor!
—¿Tratáis de decir que un cuestor romano no vale tanto como un rey númida? —replicó Sila riendo.
—¡No! ¡Claro que no!
—Os lo voy a explicar, rey Boco —dijo Sila, amable—. Soy un cuestor romano, y es cierto que ese título en Roma corresponde a lo más bajo de la jerarquía senatorial. Sin embargo, soy también un Cornelio patricio, mi familia está emparentada con Escipión el Africano y mi linaje es mucho más antiguo y más noble que el vuestro y el de Yugurta. Si a Roma la gobernasen reyes, esos reyes serían seguramente miembros de la familia de los Cornelios. Y, además, soy el cuñado de Cayo Mario. Nuestros hijos son primos. ¿Lo entendéis ahora mejor?
—¿Y Yugurta… Yugurta sabe todo eso? —musitó el rey de Mauritania.
—Hay pocas cosas que ignore Yugurta —respondió Sila, arrellanándose y a la espera.
—Muy bien, Lucio Cornelio, se hará como decís. Enviaré a Aspar a Yugurta, diciéndole que me presto a traicionaros —dijo el rey irguiéndose, con la dignidad un poco maltrecha—. Pero debéis decirme cómo debo proceder exactamente.
Sila se inclinó y habló enérgicamente.
—Le diréis a Yugurta que venga aquí dentro de dos noches, prometiéndole que le entregaréis al cuestor romano Lucio Cornelio Sila. Le informaréis que el cuestor se halla solo en el campamento, tratando de arrancaros una alianza con Cayo Mario. El sabe que es cierto, porque Aspar se lo ha estado contando. Y sabe también que no hay soldados romanos a menos de cien millas, por lo que no vendrá con su ejército. Y cree que os conoce, rey Boco, y no se imaginará que va a ser él quien será entregado y no yo. —Sila hizo como si no advirtiese la mueca de repulsa de Boco—. No es vuestro ejército lo que Yugurta teme, sino el de Cayo Mario. Estad seguro de que vendrá, y vendrá confiado en lo que le cuenta Aspar.
—¿Y qué haré cuando se sepa que Yugurta no ha regresado a su campamento?
—Os aconsejo fervientemente, rey Boco —respondió Sila con su feroz sonrisa—, que en cuanto me hayáis entregado a Yugurta, levantéis el campamento y os dirijáis lo más aprisa posible a Tingis.
—¿Y no necesitáis mi ejército para mantener preso a Yugurta? —dijo el rey, mirando tembloroso a Sila—. ¡No tenéis nadie que os ayude a llevarle a Icosium!
—Lo único que me hace falta son unos buenos grilletes con cadenas y seis de vuestros caballos más veloces —contestó Sila.
Sila estaba deseando que llegase el momento sin experimentar la más mínima duda ni inquietud. ¡Sí, su nombre quedaría para siempre vinculado a la captura de Yugurta! Poco importaba que actuase por orden de Cayo Mario; era su valor, su inteligencia y su iniciativa los que habían logrado la hazaña, y eso nadie se lo podía quitar. No es que pensara que Cayo Mario fuese a atribuirse el mérito; Cayo Mario no codiciaba la gloria, pues sabía que ya la había alcanzado. Y no se opondría a que corriera la voz de que era él quien había capturado a Yugurta. Para un patricio, la clase de fama necesaria para garantizarle la elección a cónsul la obstaculizaba el impedimento de no poder ser tribuno de la plebe. Por consiguiente, un patricio tenía que recurrir a otros medios para obtener la aprobación y asegurarse que el electorado sabía que era un miembro de valía de su familia. Yugurta le había costado muy caro a Roma. Y toda Roma sabría que Lucio Cornelio Sila, infatigable cuestor, había logrado él solo capturar al númida.
Así, cuando se reunió con Boco en el lugar previsto, iba confiado, eufórico y deseoso de acabar.
—Yugurta no espera veros con cadenas —dijo Boco—. Cree que habéis solicitado verle con intención de convencerle de que se rinda, y me ha encargado que lleve bastantes hombres para haceros cautivo, Lucio Cornelio.
—Bien —respondió Sila, lacónico.
Cuando llegó Boco con Sila, seguido de una nutrida fuerza de caballería mora, Yugurta los esperaba, escoltado únicamente por un grupo de sus barones, entre los que se hallaba Aspar.
Sila espoleó a su cabalgadura y se adelantó a Boco para ir al encuentro de Yugurta, desmontó y extendió la mano en gesto universal de paz y amistad.
—Rey Yugurta —dijo, y aguardó.
Yugurta miró la mano extendida y desmontó para estrecharla.
—Lucio Cornelio.
Mientras se desarrollaba la escena, la caballería mora había rodeado en silencio a los protagonistas, y, mientras Sila y Yugurta se daban la mano, la captura se efectuó tan limpia y suavemente como habría deseado el propio Cayo Mario. Los barones númidas fueron sorprendidos sin tener tiempo de desenvainar la espada y Yugurta fue reducido y tumbado en tierra. Cuando le dejaron ponerse en pie, estaba sujeto por grilletes en las muñecas y los tobillos, con unas cadenas que le permitían una postura encogida.
Sila advirtió, a la luz de las antorchas, que sus ojos eran muy claros para una tez tan oscura; además, su corpulencia era notable y se conservaba bien, pero los años habían marcado bastante su rostro aguileño y parecía mucho mayor que Cayo Mario. Sila comprendió que podía llevarlo donde quisiera sin necesidad de escolta.
—Ponedle en el bayo grande —dijo a los soldados de Boco, mientras observaba cómo fijaban las cadenas a unos ganchos de la silla especial. Luego comprobó la cincha y las hebillas y dejó que le ayudasen a subir a otro bayo, cogió la brida del caballo del cautivo y la ató a su propia silla. Si a Yugurta le daba por encabritar la montura, no tendría espacio ni podría arrebatarle la brida. Las cuatro monturas de reserva fueron atadas juntas y unidas a la silla de Yugurta por una cuerda corta. Así no tendría posibilidad de maniobra. Finalmente, para mayor seguridad, otra cadena unía el grillete de la mano izquierda a un grillete en la muñeca izquierda de Sila.
Sin decir una palabra a los moros desde el momento en que Yugurta había sido capturado, Sila azuzó al caballo y se alejó, seguido dócilmente de la montura del cautivo, obligada por las riendas y la cadena que la unían al captor. Los cuatro caballos de reserva siguieron detrás, y al poco rato habían desaparecido entre las sombras de los árboles.
Boco lloraba, mientras Volux y Dabar le contemplaban desalentados.
—¡Padre, dejadme que le alcance! —suplicó de pronto Volux—. ¡No puede cabalgar de prisa con tanto estorbo… puedo alcanzarle!
—Ya es tarde —dijo Boco, cogiendo el fino pañuelo que le entregaba su criado para enjugarse los ojos y sonarse—. Ése no se dejará coger. Somos niños indefensos comparados con Lucio Cornelio Sila, que es un romano. No, hijo, el destino del pobre Yugurta ya no está en nuestras manos. Tenemos que pensar en Mauritania. Ya es hora de que regresemos a nuestro querido Tingis. Quizá nuestro lugar no esté en el Mediterráneo.
Durante una milla aproximadamente, Sila cabalgó sin decir palabra ni aminorar el paso. Retenía su júbilo, su inenarrable placer, su deslumbramiento, con la misma fuerza que la brida de su prisionero Yugurta. Sí, si efectuaba la divulgación como era debido sin merma de las hazañas de Cayo Mario, la historia de la captura de Yugurta se uniría a las maravillosas leyendas que las madres contaban a los niños: el joven Marco Curcio arrojándose a la sima del Foro Romano, el heroísmo de Horacio Cocles resistiendo en el puente de Madera frente a Lars Pórsena de Clusio, el círculo trazado en torno a los pies del rey de Siria por Cayo Popilio Lenas, Lucio Junio Bruto dando muerte a sus traidores hijos, Cayo Servilio Ahala dando muerte a Espurio Melio, heredero del trono de Roma. La captura de Yugurta por Lucio Cornelio Sila se uniría a aquellas historias, pues contaba con los ingredientes adecuados, incluido el paso por el centro del campamento númida.
Pero él no tenía naturaleza de novelista, soñador y fantasioso, y pronto desechó aquellas ideas al llegar el momento de hacer un alto y desmontar. Con cuidado de no aproximarse a Yugurta, se dirigió a la cuerda que sujetaba los cuatro caballos de reserva, la cortó y dispersó a los animales a pedradas en todas direcciones.
—Ya veo —dijo Yugurta, mirando cómo Sila volvía a montar agarrándose a las crines del caballo—. Vamos a cabalgar cien millas en las mismas monturas, ¿eh? Ya me decía yo cómo ibais a trasladarme de un caballo a otro… —añadió riendo, sarcástico—. ¡Mis fuerzas de caballería os darán alcance, Lucio Cornelio!
—Espero que no —replicó Sila, tirando del caballo del cautivo.
En lugar de dirigirse directamente hacia el mar, tomó por una pequeña llanura que cruzó sin detenerse aquella noche de principios de verano, bajo la sola luz de una raja de luna al oeste. A lo lejos se perfilaba una cadena montañosa, totalmente negra, delante de la cual, mucho más cerca, destacaba un montón de enormes piedras desordenadas, por encima de unos árboles desperdigados y pequeños.
—¡El sitio exacto! —exclamó Sila eufórico, lanzando un agudo silbido.
De detrás de las piedras surgió su escuadrón de caballería ligur, cada hombre con dos caballos de repuesto; sin decir palabra, se aproximaron a Sila y al prisionero con los caballos de refresco. Y dos mulas.
—Hace seis días que los mandé venir aquí a esperarme, rey Yugurta —dijo Sila—. El rey Boco creía que había venido solo, pero ya veis que no. Hice que Publio Vagienio me siguiera los pasos, para que regresara luego a por la tropa y me esperaran aquí.
Libre de estorbos, Sila contempló cómo trasladaban al númida de caballo, que ahora quedaba encadenado a Publio Vagienio. Rápidamente se alejaron del lugar, dando un rodeo de varias millas por el nordeste para evitar el campamento de Yugurta.
—Supongo que vuestra majestad —dijo Publio Vagienio con gran deferencia— no sabrá decirme en qué paraje de Cirta puedo encontrar caracoles… O en cualquier otra parte de Numidia; igual me da.
A fines de junio había terminado la guerra de África. Yugurta fue alojado cierto tiempo en un lugar adecuado en Utica, mientras Mario y Sila se reponían. Allí trajeron a sus dos hijos Iampsas y Oxyntas para hacerle compañía, mientras su corte se desintegraba y comenzaba la competencia por los cargos influyentes bajo el nuevo régimen.
El rey Boco consiguió del Senado el tratado de amistad y alianza con Roma y el príncipe Gauda, el inválido, se convirtió en el rey Gauda de una Numidia mucho más reducida. Boco obtuvo el resto del territorio de manos de una Roma demasiado atareada en otros lugares para anexionar tan extensos terrenos a su provincia africana.
En cuanto hubo disponible una pequeña flota de naves mercantes capaces de una travesía segura, Mario embarcó al rey Yugurta y a sus hijos en una de ellas y le envió a Roma cautivo. El peligro númida desaparecía del horizonte con la neutralización de Yugurta.
Con ellos zarpó Quinto Sertorio, dispuesto a combatir contra los germanos en la Galia Transalpina, después de solicitar licencia a su primo Mario.
—Yo soy un soldado, Cayo Mario —dijo muy serio el joven contubernalios—, y aquí la guerra ha terminado. Recomendadme a vuestro amigo Publio Rutilio Rufo para que me dé un puesto en la Galia Ulterior.
—Id con mi agradecimiento y bendición, Quinto Sertorio —respondió Mario con raro afecto—. Y dad recuerdos a vuestra madre.
—¡Así lo haré, Cayo Mario! —respondió Sertorio lleno de júbilo.
—Recordad, joven Sertorio —dijo Mario el día en que éste y Yugurta zarpaban hacia Italia—, que os necesitaré en el futuro. Así que cuidaos en la batalla si tenéis la suerte de encontrarla. Roma ha premiado vuestro coraje y capacidad con la corona de oro, con phalerae, torcas y pulseras también de oro; notables distinciones para alguien tan joven. Pero no tengáis prisa, Roma va a necesitaros vivo, no muerto.
—Conservaré la vida, Cayo Mario —dijo el joven Sertorio.
—Y no vayáis a la guerra nada más desembarcar en Italia —añadió Mario—. Quedaos algún tiempo con vuestra querida madre.
—Así lo haré, Cayo Mario —dijo Quinto Sertorio.
Nada más salir el joven, Sila miró a su superior con ojos irónicos.
—Te pones como una gallina clueca que sólo tiene un huevo —dijo.
—¡Bah, tonterías! —masculló Mario—. Es primo mío por parte de madre y a ella la quiero mucho.
—Qué duda cabe —replicó Sila sonriendo.
—¡Vamos, Lucio Cornelio, confiesa que aprecias a Sertorio tanto como yo! —añadió Mario riendo.
—No tengo inconveniente en confesarlo, Cayo Mario, ¡pero yo no me pongo como una clueca!
—Mentulam caco! —espetó Mario.
Y eso puso fin a la conversación.
* * *
Rutilia, que era la única hermana de Publio Rutilio Rufo, gozaba de la rara distinción de tener por esposos a dos hermanos. Su primer marido había sido Lucio Aurelio Cota, colega consular de Metelo Dalmático, pontífice máximo unos catorce años atrás, el mismo año en que Cayo Mario había sido tribuno de la plebe y le había desafiado.
Rutilia se había desposado con Aurelio Cota siendo una jovencita, mientras que él ya había estado casado y tenía un hijo de nueve años, también llamado Lucio. Se casaron el año después de que Fregelles fuese arrasada por rebelarse contra Roma, y el año en que Cayo Graco asumió por primera vez el cargo de tribuno de la plebe tuvieron una hija llamada Aurelia. El hijo de Lucio Cota había cumplido diez años y se alegró mucho de tener una hermanita, porque quería mucho a su madrastra Rutilia.
Al cumplir Aurelia los cinco años, su padre, Lucio Aurelio Cota, murió repentinamente a los pocos días de concluir su consulado. La viuda Rutilia, con veinticuatro años, buscó amparo en Marco, el hermano más joven de Lucio Cota, que aún estaba sin casar. Se enamoraron y, con el consentimiento de su padre y su hermano, Rutilia casó con su cuñado Marco Aurelio Cota, once meses después de la muerte de Lucio Cota. Bajo la protección de Marco, Rutilia trajo a su hijastro y sobrino de Marco, Lucio hijo, y a su hija y sobrina de Marco, Aurelia. La familia creció en seguida, pues Rutilia dio a Marco un hijo llamado Cayo menos de un año después; otro hijo, Marco, al año siguiente y, finalmente, otro hijo, Lucio, siete años después.
Aurelia era la única hembra que había dado a luz Rutilia y se encontraba en una situación increíble: por parte de padre tenía un hermanastro mayor que ella y por parte de madre, tres hermanastros más jóvenes que ella, que además eran primos carnales porque su padre era tío de ellos. Para los que no estaban al corriente, podía resultar de lo más sorprendente, sobre todo si lo explicaban los niños.
—Es mi prima —decía Cayo Cota, señalando a Aurelia.
—Es mi hermano —replicaba ella, señalándole a él.
—Es mi hermana —decía a su vez Marco Cota, señalando a Aurelia.
—Es mi primo —concluía Aurelia, señalando a Marco Cota.
Y así podían pasarse horas; no era de extrañar que la gente no acabara de entenderlo. Mas los complejos vínculos de sangre no preocupaban a aquel grupo de niños resueltos y tercos, que tanto se querían y que mantenían una cariñosa relación con Rutilia y su segundo marido, un matrimonio perfecto.
Los Aurelios era una de las familias ilustres, y la rama de Aurelio Cota ostentaba el cargo senatorial con bastante antigüedad, aunque era nueva en la nobleza conferida por el consulado. Ricos gracias a sus acertadas inversiones, grandes herencias de tierras y Sagaces matrimonios, los Aurelios Cota podían tener muchos hijos sin necesidad de buscar adopción para algunos, y podían dar una buenísima dote a las hijas.
Por lo tanto, la camada que vivía bajo el techo de Marco Aurelio Cota y su esposa Rutilia constituía un buen partido, pero además tenía muy buen físico. Y Aurelia, la única hembra, era la más guapa.
—¡Impecable! —era la opinión de Lucio Licinio Craso Orator, uno de sus más apasionados, e importantes, pretendientes.
—¡Una gloria! —era como lo expresaba Quinto Mucio Escévola, el mejor amigo y primer primo de Craso Orator, quien también figuraba entre los pretendientes.
—¡Apabullante! —decía Marco Livio Druso, que era primo de Aurelia y ansiaba casarse con ella.
—¡Helena de Troya! —era como la describía Cneo Domicio Ahenobarbo hijo, ansioso de obtener su mano.
La situación era, efectivamente, como la había explicado Publio Rutilio Rufo en su carta a Cayo Mario: todos en Roma querían casarse con Aurelia. Que algunos de los pretendientes estuvieran casados no los descalificaba ni deshonraba, porque el divorcio era fácil y la dote de Aurelia tan grande, que nadie tenía por qué preocuparse de perder la dote de otra esposa.
—Verdaderamente, me siento como el rey Tíndaro cuando todos los príncipes y reyes venían a pedirle la mano de Helena —comentó Marco Aurelio Cota a Rutilia.
—Pero él tenía a Odiseo para solucionar el dilema —replicó Rutilia.
—¡Ojalá pudiese yo tenerlo! A cualquiera de ellos que se la dé, los demás se sentirán ofendidos.
—Igual que Tíndaro —dijo Rutilia asintiendo con la cabeza.
Y en éstas el Odiseo de Marco Cota vino a cenar, aunque Publio Rutilio Rufo era más bien Ulises, por ser romano descendiente de romanos. Una vez que los niños, Aurelia incluida, se hubieron ido a la cama, la conversación giró, como siempre, en torno al matrimonio de la joven. Rutilio Rufo escuchó atentamente y, llegado el momento preciso, dio su opinión; lo que no dijo a su hermana y a su cuñado fue que quien realmente había dado la solución era Cayo Mario, cuya carta acababa de recibir.
—Es muy sencillo, Marco Aurelio —dijo.
—Pues si lo es, los árboles no me dejan ver el bosque —respondió Marco Cota—. ¡Ilumíname, Ulises!
Rutilio Rufo sonrió.
—No, no veo que haya que cantar y bailar como hizo Ulises —dijo—. Estamos en la Roma moderna y no en la antigua Grecia. No podemos degollar un caballo en cuartos y hacer que todos los pretendientes de Aurelia de pie sobre ellos te juren fidelidad, Marco Aurelio.
—¡Y menos antes de que sepan quién es el afortunado! —comentó Cota, riendo—. ¡Qué románticos eran los antiguos griegos! No, Publio Rufo, mucho me temo que tendré que habérmelas con una colección de romanos acostumbrados al litigio y a traer las cosas por los pelos.
—Por eso mismo —contestó Rutilio Rufo.
—Bien, hermano, no nos tengas en ascuas y explícanoslo —terció Rutilia.
—Como he dicho, querida Rutilia, es muy sencillo. Que sea ella quien elija marido.
Cota y su esposa se le quedaron mirando.
—¿Crees que eso es prudente? —inquirió Cota.
—En esta situación no hay prudencia que valga. ¿Qué tenéis que perder? —replicó Rutilio Rufo—. No necesitáis que se case con un hombre rico, y entre los pretendientes no hay ningún cazafortunas, así que, dejadla que lo elija ella. Además, ni los Aurelios, ni los Julianos, ni los Cornelios pueden atraer a los arribistas; aparte de que Aurelia tiene muy buen sentido común, no es nada sentimental y menos aún romántica. ¡Ya veréis como no os defrauda!
—Tienes razón —dijo Cota, asintiendo con la cabeza—. No creo que exista un mortal capaz de hacer perder la cabeza a Aurelia.
Al día siguiente, Cota y Rutilia llamaron a Aurelia a la sala de estar de la madre con la intención de decirle lo que habían decidido sobre su futuro.
La muchacha entró; no irrumpió a grandes zancadas, contoneándose ni a pasitos. Aurelia caminaba sin florituras, con movimientos rápidos y eficaces con los que accionaba caderas y nalgas en una escueta discreción, manteniendo los hombros rectos, la barbilla erguida y la cabeza alta. Quizá pecara por exceso de parquedad, porque era alta y más bien exigua de senos, pero vestía con gran esmero, no usaba tacones altos de corcho y prescindía de joyas. Llevaba el abundante pelo liso y marrón claro severamente recogido en un moño de forma que no se viera por delante y no turbase ni ablandase su rostro. Nunca había ensuciado con cosméticos su fresca y ebúrnea piel sin mácula, ligeramente rosada en torno a los increíbles pómulos y algo más oscura en los hoyuelos. Tan recta y moldeada como si la hubiese cincelado Praxíteles, su nariz era lo bastante larga para recusar cualquier insinuación de sangre celta, por lo que se le podían perdonar sus carencias en otro aspecto, es decir, su falta de protuberancias y curvas romanas. Su boca, de exuberante carmesí y con deliciosas comisuras, poseía ese fruncido particular que impulsaba irrefrenablemente a los hombres el ansia de besar aquellos labios florecientes. Y, además, en aquel rostro tan maravilloso en forma de corazón, con su barbilla con hoyuelo, su despejada frente y su actitud de matrona, brillaba un par de ojos enormes, que todos insistían en que no eran azul oscuro, sino púrpura, enmarcados por unas largas y espesas pestañas y coronados por unas cejas negras finas, curvilíneas y sedosas.
Interminables eran las discusiones de los hombres en aquellas cenas (pues podía preverse con toda certeza que entre los invitados habría tres o cuatro de sus pretendientes oficiales) a propósito de qué era lo que constituía el principal atractivo de Aurelia. Algunos decían que residía en aquellos ojos púrpura sin par; otros porfiaban en que era su notable piel inmaculada; había quien se mostraba partidario del impresionante cincelado de sus rasgos faciales y algunos musitaban apasionados elogios a propósito de sus labios, su barbilla con hoyuelo o sus delicados pies y manos.
—No es ninguna de esas cosas y al mismo tiempo son todas —rezongó Lucio Licinio Craso Orator—. ¡Necios! ¡Es una virgen vestal libre… una Diana, no una Venus! Una mujer inalcanzable. Ahí radica su atractivo.
—No, son los ojos los púrpura —terció el hijo menor de Escauro, príncipe del Senado, otro Marco como su padre—. ¡Es ese color púrpura, noble! Es un presagio viviente.
Pero cuando el presagio viviente entró en la sala de estar de su madre con aquel aspecto habitual tan tranquilo e impoluto, ningún aura de dramatismo la envolvía. Efectivamente, el carácter de Aurelia no era nada inclinado al drama.
—Siéntate, hija —dijo Rutilia, sonriente.
Aurelia tomó asiento y cruzó las manos sobre el regazo.
—Queremos hablarte de tu matrimonio —dijo Cota con un carraspeo, esperando que ella dijera algo que le ayudase a dilucidar la situación. Pero Aurelia no decía nada; se limitó a mirarle con un distanciado interés y nada más.
—¿Tú qué piensas? —añadió Rutilia.
—Pues espero que elijáis a alguien que me guste —contestó la muchacha, frunciendo los labios y encogiéndose de hombros.
—Sí, eso esperamos —añadió Cota.
—A ti, ¿quién no te gusta? —inquirió Rutilia.
—El hijo de Cneo Domicio Ahenobarbo —respondió Aurelia sin vacilación.
—¿Algún otro? —dijo Cota, admitiendo para sus adentros la lógica de aquella repulsa.
—El hijo de Marco Emilio Escauro.
—¡Oh, qué pena! —exclamó Rutilia—. Yo le encuentro muy simpático, de verdad.
—Sí, es muy simpático, pero es tímido —replicó Aurelia.
—¿Y no te gustaría un marido tímido, Aurelia? —inquirió Cota sin ocultar su sonrisa—. Serías tú quien mandara…
—Una buena esposa romana no manda.
—Nada de Escauro; ya oyes a Aurelia —añadió Cota, balanceando el torso de delante a atrás—. ¿Alguien más que no te guste?
—Lucio Licinio.
—¿Qué inconveniente le encuentras?
—Está gordo —respondió Aurelia con un mohín.
—No te atrae, ¿eh?
—Es prueba de falta de voluntad, padre.
Había veces en que Aurelia llamaba padre a Cota, otras veces era tío, pero nunca lo decía por las buenas sin pensarlo; cuando hablaba como padre, era padre, y cuando actuaba como tío, era tío.
—Tienes razón —dijo Cota.
—¿Hay alguno con el que prefieras casarte por encima de los demás? —inquirió Rutilia, optando por la táctica directa.
—No, madre, en realidad no —respondió la muchacha sin hacer ningún mohín—. Prefiero que seáis vosotros quienes adoptéis la decisión.
—¿Qué es lo que esperas del matrimonio? —inquirió Cota.
—Un esposo adecuado a mi rango que haga honor al suyo… Varios hijos.
—¡Una respuesta de libro de texto! —exclamó Cota.
—Díselo, Marco Aurelio, ¡vamos! —dijo Rutilia, mirando a su esposo con un asomo risueño en los ojos.
Cota volvió a carraspear.
—Bien, Aurelia, nos estás planteando un buen problema —dijo—. En el último recuento registré treinta y siete peticiones formales de matrimonio, y a ninguno de los pretendientes se le puede descartar por inadecuado. Algunos son de mayor rango que nosotros, otros de fortuna mucho más importante y otros incluso de alcurnia y fortuna superior a la nuestra. Lo cual es un dilema. Si elegimos nosotros a tu esposo, nos crearemos muchos enemigos, y no es que nos preocupe, pero entorpecería más tarde el camino social de tus hermanos. Supongo que lo comprendes.
—Sí, padre —respondió Aurelia, muy seria.
—En fin, tu tío Publio ha sido el que ha dado la única solución posible. Que seas tú quien elija marido, hija mía.
—¿Yo? —replicó Aurelia conteniendo un grito, presa de turbación por primera vez.
—Tú.
Se llevó las manos a las enrojecidas mejillas y miró horrorizada a Cota.
—¡No puedo hacer eso! —exclamó—. ¡No es… no es romano!
—Es cierto —añadió Cota—. No es romano; es rutiliano.
—Necesitábamos un Ulises que nos solucionara el enigma, y por fortuna tenemos uno en la familia —dijo Rutilia.
—¡Oh! —exclamaba Aurelia rebulléndose inquieta—. ¡Oh, oh!
—¿Qué sucede, Aurelia? ¿No puedes adoptar una decisión por ti misma? —inquirió Rutilia.
—No, no es eso —respondió la muchacha, recuperando sus colores normales, para luego empalidecer—. Es que… Bueno, bien —añadió, encogiéndose de hombros—. ¿Puedo retirarme?
—Claro, hija.
Ya en la puerta, se volvió, mirando muy seria a Cota y a Rutilia.
—¿De cuánto tiempo dispongo para decidirme? —inquirió.
—Oh, no corre prisa —respondió Cota, complaciente—. A finales de enero cumples dieciocho años, pero nada obliga a que tengas que casarte al ser mayor de edad. Piénsatelo bien.
—Gracias —dijo Aurelia, saliendo del cuarto.
Su reducida habitación era uno de los cubículos que daban al atrium, un cuartito oscuro sin ventana; en un hogar tan lleno de afecto y cuidado, a la hija única no se le habría permitido dormir en un sitio menos protegido. Sin embargo, al ser la única hembra entre tantos hombres, estaba muy consentida y habría podido fácilmente resultar una muchacha mimada de haber tenido esa tendencia. Afortunadamente, no era así. La familia afirmaba con unanimidad que era imposible que Aurelia saliera mimada porque no había en ella un sólo átomo de codicia ni de envidia. Lo que no quería decir que fuese dulce y adorable; de hecho, resultaba mucho más fácil admirarla y respetarla que quererla, porque no era extrovertida.
De niña escuchaba impasible las vanaglorias de su hermano mayor o de los otros hermanos; cuando se hartaba, le daba un mamporro que le dejaba el oído zumbando y se marchaba sin decir palabra.
Como era la única chica, los padres pensaron que necesitaba un espacio propio al que no tuviesen acceso los muchachos, y le habían designado una habitación muy soleada que daba al jardín peristilo y también criada propia, la incomparable Cardixa. Cuando Aurelia se casase, Cardixa la acompañaría al nuevo hogar.
Nada más ver a Aurelia entrar en el cuarto con aquella expresión, Cardixa se dio cuenta de que acababa de suceder algo importante; pero no dijo nada, ni esperó que ella le dijese qué era, pues la amable y agradable relación entre ama y criada no incluía confidencias de muchacha. Era evidente que Aurelia necesitaba estar a solas, y Cardixa salió del cuarto.
Los gustos de la propietaria se advertían en aquella habitación, cuyas paredes estaban en su mayor parte llenas de casilleros con numerosos rollos de libros. En un escritorio había hojas de papel en blanco, plumas de junco, tablillas de cera, un curioso estilete de hueso para inscribir la cera, pastillas comprimidas de tinta de sepia para disolverlas en agua, un tintero con tapadera, un recipiente perforado lleno de arena fina secante y un ábaco.
En un rincón destacaba un telar grande de Patavium, y en la pared de detrás, docenas de largos hilados de lana colgando de clavijas de los más variados colores y grosores, rojos y morados, azules y verdes, rosas y crema, amarillos y naranja, porque a Aurelia le encantaba hacerse la ropa y le gustaban mucho los colores vivos. En el telar había un buen trozo de labor en hilado finísimo color flamígero: nada menos que el velo de matrimonio de Aurelia; la tela color azafrán del vestido de boda estaba ya acabada y se hallaba doblada en un estante para cuando llegase el momento de confeccionarlo, pues traía mala suerte cortarlo y coserlo antes de que el novio se hubiese comprometido contractualmente.
Cardixa, que era muy hábil, tenía medio acabado un biombo plegable de celosía hecho con madera africana; los trozos pulidos de calcedonia, jaspe, cornalina y ónix con que pensaba hacer las incrustaciones en los dibujos de hojas y flores, estaban cuidadosamente envueltos en una caja de madera labrada, muestra también de su maestría.
Aurelia fue cerrando las contraventanas, dejándolas abiertas lo suficiente para que entrase aire y algo de luz; el hecho de que cerrase las contraventanas era señal de que no quería que la molestara nadie, ni hermanos ni criados. Luego se sentó en el escritorio, muy turbada y desconcertada, cruzó las manos y se puso a pensar.
¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos?
Este era el criterio por el que Aurelia se regía en todo. ¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? ¿Qué pensaría Cornelia, madre de los Gracos? ¿Qué sentiría Cornelia, madre de los Gracos? Porque Cornelia, madre de los Gracos, era el ídolo de Aurelia, la mujer ejemplar, la guía a la que seguir para hablar y para actuar.
Entre los libros que cubrían las paredes de su estudio estaban las cartas y ensayos de Cornelia, madre de los Gracos, así como cualquier trabajo publicado en el que se mencionase su nombre.
¿Y quién era aquella Cornelia, madre de los Gracos? Todo lo que una noble romana debía ser, desde el nacimiento hasta la tumba. Esa era.
La hija menor de Escipión el Africano, implacable perseguidor de Aníbal y conquistador de Cartago, se había desposado con el noble Tíberio Sempronio Graco a los diecinueve años, cuando él contaba cuarenta y cinco; su madre, Emilia Paula, era hermana del gran Emilio Paulo, con lo que Cornelia, madre de los Gracos, era doblemente patricia.
Su conducta como esposa de Tíberio Sempronio Graco había sido irreprochable, y en los casi veinte años de matrimonio le dio —incansable— doce hijos. Cayo Julio César probablemente habría sostenido que por la constante endogamia de dos familias muy antiguas —los Cornelios y los Emilios— los hijos fueron enfermizos, porque de eso no había duda. Pero ella, infatigable, persistió y crio a sus hijos con meticulosos cuidados y gran cariño y consiguió que tres de ellos crecieran saludables. El primero que llegó a hacerse mayor fue una hija, Sempronia; el segundo, un varón que heredó el nombre del padre, Tíberio, y el tercero fue otro varón llamado Cayo Sempronio Graco.
De exquisita formación y digna hija de su padre, que adoraba todo lo griego como el máximo exponente de la cultura, ella misma fue la maestra de sus tres hijos (y de los que de los otros nueve vivieron lo suficiente para recibir enseñanza), vigilando todas las facetas de su formación. Al morir su esposo, quedó con Sempronia, de quince años, Tíberio Graco, de doce, el pequeño Cayo Graco, de dos años, y algunos de los nueve que no sobrepasaron la niñez.
Los pretendientes a la viuda eran legión, pues había dado pruebas de fertilidad con asombrosa regularidad y aún estaba en edad de concebir; era, además, hija del Africano, sobrina de Paulo y viuda de Tíberio Sempronio Graco. Y estaba muy sana.
Entre los pretendientes estaba nada menos que el rey Tolomeo Evergetes, Gran Vientre, en aquel entonces rey de Cirenaica y posteriormente de Egipto, que viajaba a menudo a Roma en los años entre su destronamiento en Egipto y su reinstauración nueve años después de la muerte de Tíberio Sempronio Graco. Por entonces no hacía más que castigar con sus quejas los cansados oídos del Senado, conspirar y sobornar para lograr recuperar el trono perdido.
Al morir Tíberio Sempronio Graco, el rey Tolomeo Evergetes tenía ocho años menos que Cornelia, madre de los Gracos, que contaba treinta y seis años, y era mucho más esbelto por la zona ventral que en años posteriores, cuando el primo carnal y yerno de Cornelia, Escipión Emiliano, alardeó de haber expulsado al horrible y obeso rey de Egipto, indecentemente vestido. El monarca insistía y suspiraba por su mano con la misma insistencia que por el trono de Egipto, pero con poco éxito. Cornelia, la madre de los Gracos, no era para un simple rey extranjero, por muy rico y poderoso que fuese.
De hecho, Cornelia, madre de los Gracos, había decidido que una auténtica noble romana, casada con un noble romano durante casi veinte años, no tenía por qué volver a casarse. Y así, todos los pretendientes se vieron rechazados con suma cortesía y la viuda se esforzó en su soledad por educar a sus hijos.
Cuando Tíberio Graco fue asesinado, siendo tribuno de la plebe, ella siguió con la frente muy alta, manteniéndose muy por encima de las insinuaciones de la implicación de su primo carnal Escipión Emiliano en el asesinato, y también totalmente al margen de la incompatibilidad conyugal existente entre su hija Sempronia y su esposo Escipión Emiliano. Luego, cuando hallaron muerto misteriosamente a Escipión Emiliano y se rumoreó que a él también le habían asesinado —nada menos que su esposa, o su hija—, Cornelia supo mantenerse perfectamente distanciada. Al fin y al cabo tenía un hijo que cuidar y preparar para su floreciente carrera pública: su querido Cayo Graco.
Cayo Graco murió violentamente cuando su madre iba a cumplir setenta años, y todos pensaron que, finalmente, aquel duro golpe sería el fin de Cornelia, madre de los Gracos. Pero no; ella siguió viviendo con la frente muy alta, viuda, sin sus espléndidos hijos y con el único retoño que le quedaba: la amargada y estéril Sempronia.
—Tengo que criar a mi pequeña Sempronia —decía, refiriéndose a la hija de Cayo Graco, un bebé.
Lo que hizo fue marcharse de Roma, aunque no dejara la vida social. Se retiró a su enorme villa de Miseno, a semejanza de ella, una muestra sin igual del buen gusto, refinamiento y esplendor que Roma podía ofrecer al mundo. Allí recopiló sus cartas y ensayos y amablemente consintió en que el anciano Sosio de Argileto hiciera una edición, después de que sus amistades le suplicaran que no las dejara desconocidas para la posteridad. Igual que su autora, aquellos escritos rebosaban gracia, encanto e inteligencia, pese a ser solemnes y profundos. Y en Miseno se incrementaron, pues en Cornelia, madre de los Gracos, la edad no mermó la inteligencia, erudición e interés por las cosas.
Cuando Aurelia tenía dieciséis años y Cornelia, madre de los Gracos, ochenta y tres, Marco Aurelio Cota y su esposa Rutilia hicieron una visita de cortesía —más que una simple cortesía fue un acontecimiento esperado por todos— a Cornelia, madre de los Gracos, en un viaje de paso por Miseno. Llevaban a toda la tribu infantil, incluido el altanero Lucio Aurelio Cota, que, naturalmente, con sus veintiséis años no se consideraba un verdadero miembro de la tribu. A todos les recomendaron estar muy calladitos, graves como vestales pero muy alerta; nada de juguetear, de risitas ni de dar patadas a las sillas, so pena de muerte tras insufribles tormentos.
Pero Cota y Rutilia no tenían necesidad de preocuparse esgrimiendo aquellas amenazas tan contrarias a su carácter. Cornelia, madre de los Gracos, sabía todo lo que había que saber sobre niños pequeños y niños grandes, y su nieta Sempronia era un año más pequeña que Aurelia. Encantada de verse en compañía de niños tan interesantes y vivaces, la anciana lo pasó muy bien y estuvo con ellos mucho más rato de lo que sus devotos esclavos consideraban prudente, porque ya estaba muy débil y no se le iba aquel color violáceo de los labios y los lóbulos de las orejas.
La pequeña Aurelia salió fascinada, con una sola idea: cuando fuese mayor, juró, ella abrazaría los mismos criterios de fortaleza, resistencia, integridad y paciencia romanas de Cornelia, madre de los Gracos. A raíz de aquella visita su biblioteca aumentó en obras de la anciana señora y ella adoptó la decisión de seguir la pauta de tan notable vida.
No se repitió la visita, pues al invierno siguiente moría Cornelia, madre de los Gracos, sentada en su silla, con la cabeza erguida, agarrada a la mano de su nieta. Acababa de comunicar a la niña su compromiso formal con Marco Fulvio Flaco Bambalio, único miembro viviente de la familia de los Fulvios Flacos, que había perecido apoyando a Cayo Graco. Era adecuado, explicó a la pequeña Sempronia, que, como única heredera de la gran fortuna de los Sempronios, la aportara como dote a una familia desprovista de ella por la causa de Cayo Graco. Cornelia, madre de los Gracos, se complació igualmente en decir a su nieta que aún contaba con suficiente influencia en el Senado para suspender las cláusulas de la lex Voconia de mulierum hereditatibus, en la eventualidad de que algún primo remoto apelase y reclamara sus derechos sobre la gran fortuna alegando aquella ley antifeminista. La suspensión, añadió, se prolongaba hasta la siguiente generación, en previsión de que otra mujer demostrase ser la única heredera directa.
La muerte de Cornelia, madre de los Gracos, sobrevino de forma tan repentina que toda Roma se congratuló, pues era bien cierto que los dioses habían amado, y puesto duramente a prueba, a Cornelia, madre de los Gracos. Por ser una Cornelia, fue inhumada en lugar de incinerada. Sólo la gens de los Cornelios, entre las grandes familias romanas, conservaban el cadáver intacto. Su mausoleo fue una espléndida tumba en la Via Latina, que siempre tuvo flores recién cortadas, y que con el paso de los años fue santuario y altar, aunque nunca se reconociera oficialmente el culto. Toda mujer romana que aspiraba a las virtudes atribuidas a Cornelia, madre de los Gracos, rezaba y dejaba flores en la tumba. Se había convertido en una diosa, pero de una modalidad nueva; un ejemplo de indomable espíritu ante la adversidad.
¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? Aurelia, por primera vez, no hallaba respuesta. Ni la lógica ni el instinto podían ayudar a que a Aurelia le entrara en la cabeza que sus padres le hubiesen dado libertad para elegir esposo por sí misma. Desde luego entendía los motivos por los que su tío Publio lo había sugerido; su formación clásica era lo suficientemente amplia como para apreciar el paralelismo entre su persona y Helena de Troya, bien que Aurelia no se considerase tan fatalmente hermosa, y menos aún tan pretendida.
Finalmente llegó a la única conclusión que habría aprobado Cornelia, madre de los Gracos. Tenía que revisar todos los pretendientes con sumo cuidado y elegir el mejor. Eso no significaba el que más le gustara, sino el que más se ajustara al ideal romano. Por consiguiente, tenía que ser de buena cuna, al menos de una familia senatorial, y de una cuya dignitas, cuyo aprecio público y categoría en Roma se remontasen a varias generaciones desde los tiempos de la fundación de la república sin mella ni tacha alguna; debía ser valiente, inmune a toda clase de excesos, exento de codicia por el dinero, por encima de toda sospecha de soborno o prostitución ética, y dispuesto, en caso necesario, a dar la vida por Roma y su honor.
¡Nada menos! La dificultad estribaba en cómo iba a ser capaz, una joven que siempre había vivido en el hogar, de juzgar con la necesaria certeza. Por ello decidió hablar con las tres personas adultas de su familia: Marco Cota y Rutilia y su hermanastro Lucio Aurelio Cota. Les preguntaría su sincera opinión sobre cada uno de los pretendientes. Los tres consultados se quedaron atónitos, pero trataron de ayudarla lo mejor posible; lamentablemente, los tres confesaron que tenían prejuicios personales que probablemente deformaban sus opiniones, por lo que Aurelia no pudo aclarar sus dudas.
—No hay ninguno que realmente le guste —dijo Cota, entristecido, a su esposa.
—¡Es que ni uno siquiera! —añadió Rutilia, suspirando.
—¡Es increíble, Rutilia! Una muchacha de dieciocho años que no suspire por nadie… ¿Qué le pasa?
—¿Y cómo voy a saberlo? —replicó Rutilia, sintiéndose a la defensiva—. ¡De mi familia no le viene!
—¡Pues de la mía tampoco! —replicó Cota, que a continuación superó su exasperación besando a su esposa, para volver a hundirse en la depresión—. Mira, me atrevería a apostar que acabará diciendo que ninguno le conviene.
—No me extrañaría —dijo Rutilia.
—¿Y qué vamos a hacer, entonces? Si no andamos con cuidado, acabaremos siendo los padres de la primera solterona en la historia de Roma.
—Yo creo que lo mejor es que la enviemos a mi hermano —dijo Rutilia—. Y que hable con él del asunto.
—¡Excelente idea! —añadió Cota con súbita alegría.
Al día siguiente, Aurelia fue de la mansión de Cota, en el Palatino, a casa de Publio Rutilio Rufo en el Carinae, acompañada de su criada Cardixa y de dos enormes esclavos galos, cuyas tareas eran múltiples y variadas, pero todas basadas en gran fuerza física. Ni Cota ni Rutilia quisieron entorpecer la entrevista de Aurelia con su tío. Habían concertado la hora, pues como cónsul que era dedicado a gobernar a Roma, para que Cneo Malio Máximo reclutase el gran ejército que pensaba llevar a la Galia Transalpina a finales de primavera, Rutilio Rufo era un hombre muy ocupado, aunque siempre dispuesto a solventar los problemas familiares que se presentaran.
Marco Cota había pasado a ver a su cuñado antes del amanecer para explicarle la situación, con el consiguiente regocijo de Rutilio Rufo.
—¡Ah, esa pequeña! —exclamó, sobrecogido por la risa—. Una auténtica virgen. Bien, bien, habrá que asegurarse de que hace una buena elección y no se queda virgen para el resto de sus días, por muchos maridos e hijos que tenga.
—Espero que halles solución, Publio Rutilio —dijo Cota—, porque yo no veo el menor rayo de luz.
—Yo sé lo que hacer —respondió Rutilio Rufo con suficiencia—. Envíamela antes de la hora décima para que cene conmigo. Yo la mandaré a casa en una litera bien custodiada, no te preocupes.
Al llegar Aurelia, Rutilio Rufo envió a Cardixa y a los dos guardias galos a las dependencias de los criados para que cenasen y esperasen, y a Aurelia la condujo al comedor y la acomodó en una silla de manera que pudiese conversar cómodamente con él y con cualquiera que se sentase a su izquierda.
—No espero más que a un solo invitado —dijo mientras se acomodaba en el triclinio—. ¡Brrr! Hace frío, ¿verdad? ¿Qué te parecen unos calcetines calentitos, sobrina?
Cualquier otra muchacha de dieciocho años habría preferido morir antes que ponerse algo tan poco atractivo como un par de calcetines de lana, pero Aurelia no; ella consideró juiciosamente la temperatura del cuarto en relación con su estado de ánimo y aceptó.
—Gracias, tío Publio —dijo.
Llamaron a Cardixa para que pidiera unos calcetines al mayordomo, cosa que hizo al instante.
—¡Qué muchacha tan razonable eres! —dijo Rutilio Rufo, que sentía verdadera devoción por el sentido común de Aurelia, del mismo modo que otro se habría extasiado ante una perla oceánica hallada en una concha de los bajíos de Ostia. Al no ser un gran admirador de las mujeres, no se le ocurría pensar que esa virtud del sentido común era rara tanto en hombres como en mujeres, y siempre procuraba buscar su ausencia en las féminas y, naturalmente, la encontraba. Así, Aurelia era su perla exótica, hallada en los bajíos de la feminidad. Y la atesoraba.
—Gracias, tío Publio —respondió Aurelia, fijando su atención en Cardixa, que estaba arrodillada quitándole los zapatos.
Las dos muchachas estaban distraídas con los calcetines, cuando hicieron pasar al invitado. Ninguna de las dos se molestó en levantar la cabeza al oír los saludos y el ruido que hacía al sentarse a la izquierda del anfitrión.
Aurelia volvió a incorporarse y miró a Cardixa a los ojos con una de sus escasas sonrisas.
—Gracias —dijo.
Cuando ya estaba bien incorporada y dirigió los ojos a su tío y al invitado, conservaba aquella sonrisa más el rubor producido por haber estado inclinada. Arrebatadora.
Y el invitado se quedó arrobado. Igual que Aurelia.
—Cayo Julio, te presento a Aurelia, hija de mi hermana —dijo Publio Rutilio Rufo con voz pausada—. Aurelia, tengo el gusto de presentarte al hijo de mi buen amigo Cayo Julio César, Cayo como el padre, pero no es el hijo mayor.
Con los ojos color malva más abiertos de lo habitual, Aurelia miraba lo que el destino le deparaba y no volvió a pensar en el ideal romano ni en Cornelia, madre de los Gracos. O quizá sí lo hiciese en lo más profundo de su ser, porque supo estar a la altura, aunque sólo el tiempo se lo confirmaría. En aquel momento sólo veía aquel rostro largo romano, con nariz larga romana, unos ojos intensamente azules, un pelo ondulado rubio y una preciosa boca. Y, tras aquel debate interno y aquella deliberación no menos profunda por inútil, resolvió el dilema de la forma más natural y satisfactoria posible: enamorándose.
Sí, claro que hablaron. En realidad fue una cena de lo más agradable. Rutilio Rufo se limitó a acodarse sobre el brazo izquierdo y los dejó que se explayaran, regocijado por su habilidad en haber elegido, entre los cientos de jóvenes que conocía, el que más pudiera agradar a su preciosa perla oceánica. Ni que decir tiene que a él le agradaba mucho el joven Cayo Julio César, del que esperaba mucho en el futuro. Era un romano de lo más fino; cosa lógica, porque pertenecía a una de las familias de más alcurnia. Y como Rutilio Rufo era un romano descendiente de romanos, le complacía aún más que cristalizara aquella atracción entre el joven Cayo Julio César y su sobrina —cosa en la que él tenía plena confianza— y así se forjaría un vínculo casi familiar entre él y su viejo amigo Cayo Mario. Los hijos del joven Cayo Julio César con su sobrina Aurelia serían primos hermanos de los hijos de Cayo Mario.
Normalmente demasiado tímida para interrogar a nadie, Aurelia se olvidó de sus modales y abrumó a preguntas al joven Cayo Julio César. Se enteró así de que había estado en África con su cuñado Cayo Mario en el cargo de tribuno militar, y que le habían condecorado en varias ocasiones: con una corona muralis por la batalla en la ciudadela del Muluya, con un estandarte tras la primera batalla en las afueras de Cirta y con nueve phalerae de plata por la segunda batalla de Cirta. En esta última le habían herido gravemente en el muslo y había vuelto a Italia honorablemente licenciado. Aunque todo esto no le había resultado fácil sacárselo, porque él estaba más interesado en contarle las hazañas de su hermano mayor Sexto en las mismas campañas.
Supo también que aquel mismo año le habían nombrado acuñador, y era uno de los tres jóvenes a quienes en edad presenatorial se les concedía la oportunidad de aprender el funcionamiento de la economía de Roma, encargándolos de la acuñación de moneda.
—El dinero desaparece de la circulación —dijo el joven, que nunca había tenido una interlocutora tan fascinante y fascinada—. Nuestro trabajo consiste en hacer más dinero, pero no a nuestro antojo, sino según determina el Tesoro. Sólo acuñamos lo que ellos estipulan para un solo año.
—¿Y cómo puede desaparecer una cosa tan sólida como una moneda? —inquirió Aurelia frunciendo el entrecejo.
—Oh, puede caerse por una alcantarilla o quemarse en un incendio —respondió el joven César—. Algunas monedas llegan a desgastarse, pero la mayoría desaparecen porque las atesoran. Y cuando el dinero se atesora, no cumple su cometido.
—¿Cuál es su cometido? —inquirió Aurelia, que nunca se había interesado gran cosa por el dinero, dado que sus necesidades eran sencillas y sus padres se las cubrían.
—Cambiar constantemente de mano —respondió el joven César—. Eso se llama circulación. Cuando el dinero circula, bendice a las manos por las que pasa. Con él se compran mercancías, trabajo, propiedades. Pero debe circular constantemente.
—Y tenéis que hacer dinero nuevo para sustituir a las monedas que se atesoran —concluyó Aurelia, pensativa—. Sin embargo, las monedas atesoradas siguen ahí, ¿no? ¿Qué sucede si, por ejemplo, de pronto una gran cantidad de monedas atesoradas vuelve a la circulación?
—Entonces baja el valor del dinero.
Tras su primera lección de economía básica, Aurelia optó por conocer el aspecto físico de la acuñación.
—Nosotros somos los que decidimos qué es lo que se inscribe en las monedas —dijo el joven César, animado y cautivado por su extasiada interlocutora.
—¿Os referís a la Victoria en la biga?
—Bueno, es que resulta más fácil poner en una moneda un carro de dos caballos que uno de cuatro, por eso la Victoria monta una biga en vez de una quadriga —respondió él—. Pero a los que tenemos algo de imaginación nos gustaría hacer algo más original que la simple Victoria o Roma. Si al año se hacen cuatro emisiones de monedas, cada uno de nosotros elige el motivo que deben llevar.
—¿Y ya tenéis algo elegido? —inquirió Aurelia.
—Sí, lo hemos echado a suertes y a mí me tocó el denario de plata. Así que los denarios de este año tendrán la cabeza de Iulo, hijo de Eneas por un lado, y el Aqua Marcia por el otro para conmemorar a mi abuelo Marcius Rex —respondió el joven César.
Después, Aurelia se enteró de que en otoño iba a presentarse a las elecciones a tribuno militar; su hermano Sexto había sido elegido tribuno militar aquel mismo año y marchaba a las Galias con Cneo Malio Máximo.
Una vez acabado el último plato, el tío Publio envió a su sobrina a casa en una litera, como había prometido, mientras convencía a su invitado para que permaneciese algo más.
—Tomaremos un par de copas de vino sin agua —dijo—. He bebido tanta agua que voy a tener que ir afuera a mear un cubo entero.
—De acuerdo —dijo el invitado, riendo.
—¿Qué te parece mi sobrina? —inquirió Rutilio Rufo una vez que les sirvieron un excelente reserva de Toscana.
—¡Es como si me preguntaseis si me gusta vivir! ¡No hay otra alternativa!
—¿Tanto te ha gustado?
—¿Si me ha gustado? Ya lo creo. Me he enamorado —contestó el joven César.
—¿Quieres casarte con ella?
—¡Pues claro! Pero media Roma también lo quiere, según tengo entendido.
—Es cierto, Cayo Julio. ¿Y eso te disuade?
—No. Pediré su mano a su padre… a su tío Marco, quiero decir. Y trataré de volver a verla y mover su corazón. Merece la pena probar, porque sé que yo le gusto.
—Sí, eso me ha parecido —dijo Rutilio Rufo sonriendo y bajando de la camilla—. Bien, vete a casa, joven Cayo Julio, y di a tu padre lo que piensas hacer y mañana vas a ver a Marco Aurelio. Yo estoy cansado y voy a acostarme.
Aunque con Rutilio Rufo se había mostrado muy confiado, el joven Cayo César se fue a casa menos esperanzado. La fama de Aurelia era mucha y muchos amigos suyos habían pedido su mano; Marco Cota había puesto en la lista a unos sí y a otros no. Entre los que lo habían conseguido había nombres mucho más ilustres que el suyo, por el simple hecho de que estaban vinculados a enormes fortunas. Ser un Julio César poco significaba, aparte de una distinción social tan firme que ni la pobreza podía anular su aura. Pero ¿cómo iba a competir con Marco Livio Druso, Escauro hijo, Licinio Orator, Mucio Escévola o el mayor de los hermanos Ahenobarbos? Ignorando que a Aurelia le habían dado libertad para elegir marido, el joven César se imaginó que tenía muy pocas posibilidades.
Cuando cruzó el umbral y tomó por el pasillo que conducía al atrium, vio que aún había luz en el despacho de su padre y contuvo unas lágrimas inopinadas antes de llegar sin hacer ruido a la puerta entreabierta y llamar.
—Pasa —dijo una voz cansada.
Cayo Julio César se moría. En la casa todos lo sabían, incluido el propio Cayo Julio César, aunque nadie decía nada. La enfermedad se había presentado en forma de dificultades para deglutir, debido a un mal insidioso que al principio se desarrollaba tan despacio que era difícil discernir si realmente empeoraba. Luego había empezado a hablar como en un graznido y a eso habían seguido unos dolores, al principio soportables, pero ahora ya eran constantes y Cayo Julio César no podía tragar nada sólido. Hasta el momento se había negado a ver a un médico por más que Marcia se lo suplicase todos los días.
—Padre.
—Entra y hazme compañía, joven Cayo —dijo César, que tenía sesenta años pero que a la luz de la lámpara parecía un anciano de ochenta. Había perdido tanto peso que se le notaban los huesos, el cráneo era ya una calavera y el continuo sufrimiento había apagado sus ojos azul oscuro. Alargó la mano hacia su hijo y sonrió.
—¡Oh, padre! —dijo el joven, tratando virilmente de contener la emoción de su voz, sin conseguirlo; cruzó el cuarto, cogió la mano, se la besó, y después se acercó y rodeó con sus brazos aquellos hombros esqueléticos, arrimando su mejilla a los plateados cabellos.
—No llores, hijo —balbució César—. Pronto ya no estaré. Mañana viene Atenodoro Sículo.
Un romano no lloraba. O se suponía que no debía llorar. Al joven César le parecía un falso código de conducta, pero contuvo sus lágrimas, se apartó y tomó asiento cerca de su padre para conservar su esquelética mano entre las suyas.
—Tal vez Atenodoro sepa un remedio —dijo.
—Atenodoro sabrá lo que sabemos todos; que tengo una excrecencia incurable en la garganta —dijo César—. De todos modos, tu madre espera un milagro, pero ya estoy demasiado mal para contar con que Atenodoro pueda realizarlo. He seguido viviendo por una sola razón: para asegurarme de que todos los miembros de la familia tienen su futuro asegurado y verlos a todos felizmente situados. —Hizo una pausa y con la mano libre alcanzó la copa de vino puro que era ya su único consuelo físico. Dio un par de sorbitos y prosiguió—: Tú eres el que queda, joven Cayo —musitó—. ¿Qué puedo desear para ti? Hace muchos años te concedí un lujo que aún no has reclamado; la libertad de elegir esposa. Creo que ha llegado el momento de que lo hagas. Descansaría más feliz si supiera que quedas decentemente establecido.
El joven César alzó la mano de su padre y se la arrimó a la mejilla, inclinándose para sujetarle el escuálido brazo.
—La he encontrado, padre —dijo—. La he conocido esta noche… ¿No es extraño?
—¿En casa de Publio Rutilio? —inquirió César, perplejo.
—Creo que ha hecho de tercerón —dijo el joven sonriendo.
—Extraño papel para un cónsul.
—Sí —dijo el joven con un suspiro—. ¿Habéis oído hablar de su sobrina Aurelia, la hijastra de Marco Aurelio?
—¿Esa famosa beldad? Todo el mundo debe de haber oído hablar.
—Exacto. Pues de ella se trata.
César puso cara de preocupación.
—Tu madre me ha dicho que tiene una cola de pretendientes que da la vuelta a la casa, y entre ellos los solteros más ricos y nobles de Roma; me han contado que hasta los hay que no son solteros.
—Es la pura verdad —respondió el joven Cayo—. ¡Pero, perded cuidado, pienso casarme con ella!
—Si tu inclinación por ella es cierta, vas a buscarte un mal futuro —dijo César, muy serio—. Las beldades de ese tipo no son buenas esposas, Cayo. Resultan mimadas, caprichosas, veleidosas y respondonas. Déjala para otro y elige una muchacha más humilde —añadió con gesto más relajado—. Afortunadamente no eres nadie en comparación con Lucio Licinio Orator o Cneo Domicio hijo, aunque seas patricio. Marco Aurelio no te hará caso, estoy seguro. Así que no entregues a esa muchacha tu corazón sin pensar en otras.
—¡Se casará conmigo, tata, ya verás!
Ante semejante argumento, Cayo Julio César no tuvo fuerzas para hacer cambiar de opinión a su hijo y dejó que le ayudase a ir hasta el lecho que ocupaba él solo, dado lo agitado y escaso que era su sueño.
Aurelia iba tumbada boca abajo en la litera perfectamente cerrada por cortinas, que avanzaba bamboleándose por las colinas entre la casa de su tío Publio y la de su tío Marco. ¡Cayo Julio César hijo! ¡Qué estupendo, era ideal! Pero ¿querría casarse con ella? ¿Qué habría pensado Cornelia, madre de los Gracos?
Cardixa, que compartía la litera con su ama, la miraba con suma atención. Era una Aurelia desconocida. Erguida en un rincón, sosteniendo con cuidado un candil de alabastro para que la litera no fuese totalmente a oscuras, resultaban evidentes los síntomas de un profundo cambio. Veía aquel cuerpo nervioso y tenso de Aurelia ahora relajado y distendido, no apretaba tanto los labios y sus pestañas apenas celaban un destello en sus ojos. Como era muy inteligente, Cardixa sabía perfectamente el motivo del cambio: aquel joven tan bien parecido que Publio Rutilio había ofrecido casi como plato principal. ¡El viejo zorro! Pues si, Cayo Julio César hijo era un hombre estupendo; ideal para Aurelia; había algo que se lo decía.
Independientemente de lo que Cornelia, madre de los Gracos, hubiera hecho en similares circunstancias, cuando se levantó por la mañana, Aurelia ya sabía lo que tenía que hacer. Lo primero fue enviar a Cardixa a casa de los César con un billete para el joven.
«Pídeme en matrimonio», decía escuetamente.
Luego, ya no hizo nada. Se quedó en su estudio y apareció en las comidas, haciéndose notar lo menos posible, consciente de que había cambiado, y evitando que sus padres lo notaran antes de decidirse a actuar.
Al día siguiente aguardó a que Marco Cota terminara de despachar tranquilamente con sus clientes, porque el secretario le había comunicado que no tenía que asistir a ninguna sesión del Senado ni de la plebe y pensaba quedarse en casa un par de horas más.
—Padre.
Cota levantó la vista de los papeles del escritorio.
—Ah, hoy toca padre, ¿no? Pasa, hija, pasa —dijo sonriéndole con afecto—. ¿Quieres que venga tu madre?
—Sí, por favor.
—Pues ve a buscarla.
La muchacha salió para regresar al poco con Rutilia.
—Sentaos, señoras.
Ambas se sentaron una al lado de otra en un diván.
—Bien, Aurelia, dinos.
—¿Ha habido algún nuevo pretendiente? —preguntó ella sin más.
—Pues, sí. Ayer vino a verme el joven Cayo Julio César, y como nada tengo contra él, le apunté en la lista. Con lo que ahora son treinta y ocho.
Aurelia se ruborizó. Cota la miraba fascinado, porque nunca la había visto perder la continencia. Vio asomar la punta de su lengua rosada, que humedecía los labios, y advirtió que Rutilia, igualmente intrigada por aquel rubor, se había girado en el diván para mirar a su hija.
—Ya me he decidido —dijo la muchacha.
—¡Estupendo! ¿Quién es? —instó Cota.
—Cayo Julio César hijo.
—¿Qué? —exclamó Cota sin salir de su asombro.
—¿Quién? —inquirió Rutilia, igualmente pasmada.
—Cayo Julio César hijo —repitió Aurelia pacientemente.
—¡Vaya, vaya! —dijo Cota, sonriente—. El último caballo inscrito gana la carrera.
—¡La apuesta de mi hermano! —exclamó Rutilia—. ¡Por los dioses que es listo! ¿Cómo se le ocurriría?
—Es un hombre extraordinario —dijo Cota a su esposa—. Conociste al joven Cayo anteayer —añadió dirigiéndose a Aurelia— en casa de tu tío… ¿Era la primera vez que le veías?
—Sí.
—Y quieres casarte con él.
—Si.
—Querida niña, es un hombre relativamente pobre —dijo la madre—. No tendrás ningún lujo siendo esposa de Cayo Julio, ¿lo sabes?
—Una no se casa para vivir en el lujo.
—Me alegro de que tengas sentido común para darte cuenta de eso, hija. Sin embargo, no es el hombre que yo te habría elegido —añadió Cota, no muy contento.
—Quisiera saber por qué, padre —replicó Aurelia.
—Son una familia rara. Demasiado… heterodoxa. Y están vinculados ideológicamente, y familiarmente, a Cayo Mario, un hombre que yo detesto profundamente —respondió Cota.
—Al tío Publio le agrada Cayo Mario —replicó Aurelia.
—Tu tío Publio a veces se deja llevar por mal camino —contestó Cota, ceñudo—. No obstante, no está tan embrutecido como para votar contra su propia clase en el Senado a favor de Cayo Mario, mientras que no puedo decir lo mismo de los Julios de la rama de los Cayos. Tu tío Publio ha combatido con Cayo Mario muchos años y es comprensible que eso cree un vínculo. Pero Cayo Julio César padre recibió a Cayo Mario con los brazos abiertos y ha influido para que toda la familia le estime.
—¿Y no se casó Sexto Julio con una de las Claudias más humildes, no hace mucho? —inquirió Rutilia.
—Eso creo.
—Bien, pues es una unión irreprochable. Tal vez los hijos no estimen tanto a Cayo Mario como tú crees.
—Son cuñados, Rutilia.
—Padre, madre —terció Aurelia—, vosotros me dejasteis que eligiera. Voy a casarme con Cayo Julio César, no se hable más —añadió con firmeza pero sin insolencia.
Cota y Rutilia la miraron consternados, pero comprendiendo que la fría y sensible Aurelia estaba enamorada.
—Es cierto —dijo Cota tajante, pensando en que la mejor alternativa era salir lo mejor posible del asunto—. ¡Bien, dejadme! —añadió, dirigiendo un gesto a las dos mujeres—. Tengo que mandar hacer treinta y siete cartas a los escribas. Y supongo que tendré que ir a ver a Cayo Julio César padre, y al hijo.
La carta circular que envió Marco Aurelio Cota decía así:
Tras profunda consideración decidí consentir en que mi sobrina y pupila Aurelia eligiese esposo por sí misma. Mi esposa, y madre suya, estuvo de acuerdo. Ésta es para anunciar que Aurelia ya ha elegido. Su esposo será Cayo Julio César, hijo menor del padre conscripto Cayo Julio César. Confío en que os unáis a mí ofreciendo toda suerte de parabienes a la pareja en su próximo matrimonio.
El secretario miró a Cota con ojos desorbitados.
—¡Vamos, no os quedéis ahí, manos a la obra! —dijo el cónsul con excesiva brusquedad para ser un hombre tan morigerado—. Quiero treinta y siete copias dentro de una hora, dirigidas a los de esta lista —añadió señalando el papel que tenía en la mesa—. Las firmaré para que se entreguen en mano inmediatamente.
El secretario se puso en acción al mismo tiempo que se difundía el rumor, que fácilmente alcanzó a los destinatarios antes que las cartas. Muchos fueron los corazones heridos y los nuevos rencores cuando se supo la noticia, pues era evidente que la elección de Aurelia era emocional y nada práctica, lo que la hacía más imperdonable, pues a ninguno de los pretendientes que ocupaban los primeros puestos de la lista le gustó verse desplazado por el hijo menor de un simple senador sin voto, por muy ilustre que fuese su linaje. Además, el afortunado era demasiado bien parecido, y eso solía considerarse una ventaja injusta.
Una vez repuesta de la primera impresión, Rutilia se sintió inclinada a aprobar la elección de su hija.
—¡Ah, piensa en los niños que tendrá! —le dijo a Cota, mientras éste se ataviaba con la toga bordada en púrpura para aventurarse a visitar la casa de Julio César, situada en una zona menos lujosa del Palatino—. Dejando el dinero aparte, es una buena unión para un Aurelio, y no digamos un Rutilio. Los Julianos son un linaje de gran solera.
—Los linajes de solera no dan para comer —gruñó Cota.
—¡Oh, vamos, Marco Aurelio, no está tan mal! La relación con Mario ha servido a los Julios para aumentar enormemente su fortuna, y seguirá haciéndolo. No veo nada que impida al joven Cayo Julio ser cónsul. Me han contado que es muy inteligente y capaz.
—Lo que sí es es guapo —replicó Cota, poco convencido.
No obstante, se colocó bien la magnífica toga, él que también era un hombre guapo, aunque con la tez rubicunda de los Cotas, una familia cuyos miembros no llegaban a una edad muy avanzada por ser proclives a la apoplejía.
El joven Cayo Julio César no estaba en casa, le dijeron, y optó por preguntar por el padre, sorprendiéndose cuando el mayordomo le miró con gesto grave.
—Excusadme, Marco Aurelio, que pregunte —dijo el hombre—, porque Cayo Julio no se encuentra bien.
Era la primera noticia que tenía Cota de que estuviera enfermo; pensándolo bien, se dio cuenta de que, efectivamente, hacía tiempo que no le veía por el Senado.
—Espero —dijo.
—Cayo Julio os recibirá —dijo el mayordomo al regresar al poco rato, y condujo a Cota al despacho—. Os prevengo para que no os sorprenda su aspecto.
Agradecido por el aviso, Cota contuvo su reacción cuando aquellos dedos descarnados hicieron el inmenso esfuerzo de tenderse para estrecharle la mano.
—Marco Aurelio, es un placer —dijo César—. ¡Sentaos, sentaos! Lamento no poder levantarme, pero el mayordomo os habrá dicho que no me encuentro bien —añadió con un esbozo de sonrisa—. Puro eufemismo: me estoy muriendo.
—Oh, vamos… —replicó Cota, incómodo, sentándose en el borde de la silla, olfateando; había un olor particular en aquel cuarto, algo desagradable.
—Sí, tengo una excrecencia en la garganta. Esta mañana me lo ha confirmado Atenodoro Sículo.
—Lamento oíroslo decir, Cayo Julio. Vuestra ausencia en la cámara se hará notar dolorosamente, en particular por parte de mi cuñado Publio Rutilio.
—Un buen amigo —dijo César, parpadeando fatigosamente con sus ojos enrojecidos—. Me imagino por qué habéis venido, Marco Aurelio, pero os ruego que me lo expongáis.
—Cuando la lista de pretendientes de mi sobrina y pupila Aurelia creció tanto y con nombres tan importantes que temí elegirle esposo por no dejar a mis hijos con más enemigos que amigos, opté por permitir que lo eligiera ella misma —dijo Cota—. Hace dos días conoció a vuestro hijo menor en casa de su tío Publio Rutilio, y hoy me ha comunicado que le ha elegido por esposo.
—Y a vos os desagrada tanto como a mí —dijo César.
—Así es —respondió Cota con un suspiro—. Pero como he dado mi palabra, debo cumplirla.
—Yo hice la misma concesión a mi hijo hace muchos años —añadió César, sonriendo—. Acordemos, pues, llevar el asunto lo mejor posible y esperemos que nuestros hijos tengan más sentido común que nosotros.
—Efectivamente, Cayo Julio.
—Querréis conocer los datos de mi hijo…
—Me los hizo saber él al pedirme la mano.
—Quizá no los haya expuesto debidamente. Cuenta con tierras suficientes para asegurarse un puesto en el Senado, pero de momento, nada más —dijo César—. Desgraciadamente no estoy en posición de poder adquirir una segunda casa en Roma, y eso es un inconveniente, porque esta casa es para mi hijo mayor Sexto, que acaba de casarse y vive en ella con su esposa, que ya se encuentra encinta. Mi muerte es inminente, Marco Aurelio. Después, Sexto será el paterfamilias y mi hijo menor tendrá que buscarse otro sitio al casarse.
—Sabréis, sin duda, que Aurelia tiene una cuantiosa dote —replicó Cota—. Quizá, lo más razonable sería invertirla en una casa —añadió con un carraspeo—. De su padre, mi hermano, heredó una buena cantidad que ha estado invertida todos estos años. Pese a las alzas y bajas del mercado, en estos momentos ascenderá a unos cien talentos. Con cuarenta talentos se puede comprar una casa más que aceptable en el Palatino o el Carinae. Naturalmente, se pondría a nombre de vuestro hijo, pero si se produjera el divorcio, vuestro hijo repondría la suma que costase la casa. Sin embargo, aparte del divorcio, a Aurelia aún le quedaría dinero suficiente para no pasar necesidades.
—No me agrada la idea de que mi hijo viva en una casa adquirida por su esposa —dijo César con el entrecejo fruncido—. Constituiría una arrogancia por su parte. No, Marco Aurelio, creo que es necesaria otra cosa para salvaguardar el dinero de Aurelia mejor que comprando una casa de la que no será propietaria. Con cien talentos puede comprarse una insula en excelentes condiciones en cualquier zona del Esquilino. Y debe comprarse a su nombre, a nombre de Aurelia. La joven pareja puede vivir en la planta baja sin necesidad de pagar alquiler y vuestra sobrina contará con las rentas de las otras viviendas, una suma mucho más interesante que la que pudiera obtener con otra clase de inversión. Mi hijo deberá esforzarse personalmente en ganar el dinero para comprar una casa, y de ese modo se verá estimulado en su valía y ambición.
—¡No puedo consentir que Aurelia viva en una insula! —replicó Cota horrorizado—. No, separaré cuarenta talentos para comprar una casa y dejaré los otros sesenta talentos bien invertidos.
—Una insula a su nombre —repitió César sin ceder; sofocado, hizo un gran esfuerzo por respirar, inclinándose hacia adelante.
Cota le sirvió una copa de vino y se la puso en la mano, que tenía agarrotada, ayudándole a llevársela a los labios.
—Ya estoy mejor —dijo César, al cabo de un rato.
—Quizá debiera marcharme —dijo Cota.
—No, zanjemos este asunto ahora, Marco Aurelio. Estamos de acuerdo en que este enlace no es el que ninguno de los dos habríamos deseado para la pareja. Pues bien, no se lo pongamos tan fácil. Que sepan cuál es el precio del amor. Si están hechos el uno para el otro, algo de dificultad no hará más que estrechar la unión, si no es así, esa misma dificultad acelerará la ruptura. Vamos a dejar que Aurelia conserve la dote entera, sin herir más de lo debido el orgullo de mi hijo. ¡Una insula, Marco Aurelio! Debe ser de impecable construcción; así que aseguraos de que confiáis la inspección a gente honrada. Y no seáis muy exigente en cuanto a la situación —prosiguió con un hilo de voz—. Roma está creciendo a pasos agigantados, aunque el mercado de casas de bajo precio es más estable que el de las viviendas para gente que prospera. Cuando los tiempos son malos, los que están ascendiendo socialmente, retroceden; así que siempre hay gente buscando viviendas más baratas.
—¡Por los dioses, mi sobrina convertida en una vulgar casera! —exclamó Cota, resistiéndose a la idea.
—¿Y por qué no? —inquirió César con sonrisa cansina—. Me han dicho que es una beldad sin par. ¿No le acomodaría el papel? Si no es así, quizá debiera pensárselo dos veces antes de casarse con mi hijo.
—Cierto que es una belleza sin par —respondió Cota, sonriendo desmedidamente por algún chiste privado—. Os la traeré para que la conozcáis, Cayo Julio, y que vos mismo la convenzáis. Ésta es mi última palabra —añadió, poniéndose en pie y dando una palmadita en el escuálido hombro de César—, y que sea Aurelia quien decida qué hacer con la dote. Planteadle vos mismo lo de la insula y yo le aconsejaré la compra de una casa. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió César—. Pero enviadla pronto, Marco Aurelio. Mañana a mediodía.
—¿Se lo diréis a vuestro hijo?
—Naturalmente. Él la recogerá mañana.
En circunstancias normales, Aurelia no se andaba con veleidades a la hora de vestirse para salir; le gustaban los colores fuertes, combinándolos, pero siempre lo decidía sin vacilaciones y con lógica, como hacía en todo lo demás. Sin embargo, cuando le dijeron que iba a recogerla su prometido para ir a ver a sus futuros suegros, se puso nerviosa. Finalmente se decidió por una camisa de lana fina color cereza con una túnica de lana rosada lo bastante fina para dejar transparentar el color más fuerte de debajo, y encima de ella otra de rosa más pálido, tan fina como su velo de matrimonio. Se bañó, se perfumó con esencia de rosas, pero se peinó el pelo hacia atrás, recogiéndolo en un discreto moño y rechazó el colorete y el stibium que le ofreció su madre.
—Hoy estás muy pálida —insistió Rutilia—. Son los nervios. ¡Vamos, haz el favor, estarás mejor con un poco de colorete en las mejillas y un perfilado en los ojos!
—No —respondió Aurelia.
La palidez no tuvo la menor importancia, en cualquier caso, porque cuando se presentó el joven Julio César a recogerla, las mejillas de Aurelia se arrebolaron mejor que con los cosméticos de su madre.
—Cayo Julio —dijo a guisa de saludo, ofreciéndole la mano.
—Aurelia —contestó él, estrechándosela.
Tras lo cual, ninguno supo qué hacer.
—Bueno, ¡adiós! —terció Rutilia, irritada; se le hacía raro entregar su primera hija a aquel apuesto joven, sintiéndose ella misma una jovencita.
La pareja dejó la casa, seguidos por Cardixa y los galos.
—Debo advertiros que mi padre no se encuentra bien —dijo el joven César sin dejarse llevar por la emoción—. Sufre una excrecencia maligna en la garganta, y tememos perderlo pronto.
—¡Oh! —exclamó Aurelia.
—Recibí vuestro billete —dijo él al doblar una esquina— y no perdí tiempo en ir a ver a Marco Aurelio. ¡No puedo creerme que me hayáis elegido!
—No puedo creerme el haberos encontrado —contestó ella.
—¿Creéis que Publio Rutilio lo hizo expresamente?
La pregunta provocó en ella una sonrisa.
—Desde luego —contestó.
Siguieron andando y doblaron la siguiente esquina.
—Ya veo que no sois habladora —dijo el joven César.
—No —respondió Aurelia.
Y ésa fue toda la conversación que atinaron a sostener antes de llegar a casa de César.
El ver a la novia de su hijo hizo que César cambiase algo de idea. ¡No era una beldad mimada y caprichosa! Era todo lo que había oído decir de ella y más —¡una beldad sin par!—, pero no según el estereotipo. Y volvió a decirse que todos los encomios estaban más que justificados. ¡Qué magníficos hijos engendrarían! Hijos que él no viviría para verlos.
—Siéntate, Aurelia —dijo con voz apenas audible, señalándole una silla cerca de él pero algo enfrentada para que le viera. Su hijo se sentó al otro lado.
—¿Qué te ha dicho Marco Aurelio de la conversación que sostuvimos? —inquirió el anciano una vez que estuvieron acomodados.
—Nada —contestó Aurelia.
César expuso la discusión que había mantenido con Cota respecto a la dote, sin andarse con rodeos a propósito de su opinión ni de la de Marco Aurelio.
—Tu tío, como tutor, dice que decidas tú. ¿Quieres una casa o una insula? —inquirió, mirándola a los ojos.
¿Qué haría Cornelia, madre de los Gracos? Esta vez sabía la respuesta: Cornelia, madre de los Gracos, haría lo más honorable, por duro que fuese. Sólo que ahora ella tenía dos honores a considerar; el de su amado y el suyo propio. Elegir la casa sería, con mucho, más cómodo y bien visto, pero que el dinero de la esposa les procurase la casa, heriría el orgullo de su amado.
Aurelia apartó la mirada de César y la dirigió gravemente a su hijo.
—¿Vos qué preferís? —le dijo.
—Decidid vos, Aurelia —respondió él.
—No, Cayo Julio, decidid vos. Voy a ser vuestra esposa, y quiero ser una esposa como es debido y estar donde debo estar. Vos seréis el cabeza de familia; todo lo que os pido a cambio es que siempre me expliquéis las cosas sincera y noblemente. Elegid vos dónde hemos de vivir. Yo me avengo a lo que decidáis, de palabra y obra.
—Entonces le diremos a Marco Aurelio que busque una insula y registre los derechos de propiedad a vuestro nombre —dijo el joven César sin dudarlo—. Deberá ser la propiedad más rentable y bien construida que encuentre, y estoy de acuerdo con mi padre en que la situación no tiene importancia. Viviremos en una planta baja espaciosa hasta que pueda adquirir una casa unifamiliar. Os mantendré a vos y a los hijos con las rentas de mis tierras, naturalmente. Lo que significa que vos seréis plena responsable de vuestra insula y yo no intervendré para nada.
Aurelia dio muestras de estar satisfecha, pero no dijo nada.
—¡No eres muy habladora! —dijo César, asombrado.
—No —contestó Aurelia.
Cota tuvo que trabajar con denuedo, aunque su intención era encontrar para su sobrina un buen inmueble en una de las mejores zonas de Roma. Pero no había manera; lo mirara como lo mirara, la inversión mejor y más rentable era una insula bastante grande en pleno corazón del Subura. No era un inmueble nuevo (lo había hecho construir el dueño unos treinta años antes, y desde entonces él había ocupado una de las dos grandes viviendas de la planta baja, que estaban hechas a conciencia), tenía base y cimientos de piedra y hormigón de quince pies de profundidad y cinco pies de ancho; los muros exteriores de carga tenían dos pies de grueso y por ambas caras contaban con un revestimiento irregular de ladrillo y mortero denominado opus incertum, enlucido con una resistente mezcla de cemento y gravilla; las ventanas tenían todas un marco moldurado de ladrillo y toda la estructura estaba reforzada con vigas de madera de un pie cuadrado de sección y por lo menos cincuenta pies de largo; los pisos, de mezcla de conglomerado, se aguantaban también sobre vigas de un pie cuadrado de sección los más bajos, y sobre tablones los más altos; el amplio patio de luces recibía bastante carga, pero estaba reforzado con una serie de pilares de dos pies de grueso situados cada cinco pies a lo largo del perímetro, en los que se insertaban gruesas vigas de madera a la altura de cada piso.
Los nueve pisos de nueve pies de alto del inmueble representaba una altura bastante modesta —la mayoría de las insulae de la zona tenían de dos a cuatro pisos más—, pero ocupaban todo un pequeño triángulo en la intersección del Subura Minor con el Vicus Patricii. El vértice daba a ese cruce y los lados discurrían a lo largo del Subura Minor y del Vicus Patricii, mientras que la base la constituía la bocacalle que unía esas dos arterias.
La habían visto después de descartar muchas otras; Cota, Aurelia y el joven César se habían acostumbrado al paso diligente de un pequeño y elocuente vendedor de impecables orígenes romanos. ¡Nada de empleados libertos griegos en la agencia inmobiliaria de Torio Postumio!
—Observad el enlucido de las paredes, por dentro y por fuera —decía el agente—. No se ve una sola grieta, los cimientos son tan firmes como la presa de un avariento en su última barra de oro… Ocho tiendas, todas alquiladas a largo plazo, y ningún problema con los inquilinos ni con la renta… Dos viviendas en la planta baja con salones de recepción de doble altura… Dos viviendas en el primer piso y ocho viviendas por piso hasta el sexto… Doce viviendas en el séptimo y doce en el octavo; las tiendas tienen todas vivienda encima… En las de la planta baja hay espacio extra en falsos techos en los cubículos de dormir…
Y no paraba de encomiar las ventajas del inmueble, pero Aurelia, al cabo de un rato, dejó de escucharle y se puso a pensar. Que le aguantasen tío Marco y Cayo Julio. Era un mundo desconocido para ella, pero estaba decidida a dominarlo, y si eso implicaba un estilo de vida muy distinta, mejor.
Sí, claro, tenía sus temores, y no le apetecía tanto embarcarse en dos nuevos estilos de vida de la noche a la mañana, es decir, el nuevo estilo de vida del matrimonio y el de vivir en una insula, pero también estaba descubriendo en sí misma una audacia, nacida de una sensación de libertad demasiado incipiente para asimilarla plenamente. Su ignorancia de cualquier otro estilo de vida le había servido para evitar cualquier sentimiento de hastío o de frustración durante su infancia, que había sido una época muy atareada, dedicada a las distintas materias de formación. Pero ahora surgía el matrimonio, y se veía pensando qué sería de ella si no podía llenar su vida con tantos hijos como había tenido Cornelia, madre de los Gracos, y raro era el varón noble que quisiera más de dos hijos. Por naturaleza, Aurelia era activa, trabajadora; por nacimiento, se había visto coartada en su voluntad de hacer cosas, y ahora estaba a punto de convertirse en propietaria y en esposa, y era muy consciente de que con lo primero, al menos, se le presentaba una insólita oportunidad de trabajar. Y no un simple trabajo, sino una ocupación interesante y estimulante.
Miró en derredor con sus fulgurantes ojos y fue construyendo mentalmente un esquema, imaginándose cómo podría ser.
Las dos amplias viviendas de la planta baja diferían en tamaño, pues el propietario constructor del inmueble había puesto gran esmero en su propia vivienda. En comparación con la mansión Cota del Palatino, era muy pequeña; de hecho, la mansión de su tío era mayor que la planta baja entera de aquella insula, con sus tiendas y la taberna de la intersección.
Aunque en el comedor cabrían sólo las tres camillas habituales y el despacho era más pequeño que el de cualquier casa particular, los techos eran altos; el tabique entre ambos era más bien una divisoria que no llegaba al techo para que la luz y el aire del patio llegaran al comedor y al estudio que estaba detrás. El pequeño recibidor (no se le podía realmente llamar atrium) tenía un buen piso de cerámica y bonitas paredes con frescos, y las dos columnas del centro eran de madera maciza pintada imitando el mármol; el aire y la luz entraban a través de una gran reja de la fachada, entre una tienda y la escalera de los pisos superiores. Después del recibidor había tres cubículos de dormir, carentes de ventanas como era habitual, y otros dos después del despacho, uno de ellos más grande. Había un cuartito que ella podía dedicar a su sala de estar, y entre éste y el hueco de la escalera, un cuarto más pequeño que podría usar Cardixa. Pero lo mejor era que había un cuarto de baño y una letrina, pues, como el agente señaló con júbilo, la insula se hallaba sobre uno de los principales colectores de Roma y tenía suministro oficial de agua.
—Hay una letrina pública enfrente, en el Subura Minor, y los baños del Subura están al lado —dijo el agente inmobiliario—. Por el agua no hay problema. Estáis a una altura ideal: lo bastante bajo para recibir un buen caudal de los depósitos de las murallas y lo bastante alto para no temer las crecidas del Tíber; la toma de agua es mayor que las que hacen ahora, ¡y eso suponiendo que una casa nueva pueda conectarse a la red! Naturalmente, el propietario anterior se reservó el suministro de agua y el desagüe al colector, porque los inquilinos lo tienen resuelto a la puerta misma en el cruce y enfrente con las letrinas y los baños.
Aurelia le escuchaba sin perder palabra, porque le habían dicho que en su nuevo estilo de vida no dispondría de agua corriente y letrina; si algo la deprimía por el hecho de vivir en una insula era la circunstancia de no tener su propio cuarto de aseo y su retrete. Ninguno de los otros inmuebles que habían visto tenía agua ni letrina, pese a que algunos estaban en barrios mejores. Si antes no había sabido decidir si aquella insula era la mejor, ahora estaba segura.
—¿Cuál es la renta que se percibe? —inquirió el joven César.
—Diez talentos al año; un cuarto de millón de sestercios.
—¡Bien, bien! —dijo Cota, asintiendo con la cabeza.
—Los gastos de mantenimiento del edificio son mínimos porque su construcción es de primera calidad —dijo el agente—. Lo que, por otra parte, significa que siempre está alquilado al completo. Muchas de estas edificaciones se caen o se abarquillan como el corcho. ¡Esta no! Tiene dos fachadas y la tercera da a una bocacalle más ancha de lo habitual, lo que quiere decir que hay menos probabilidades de que se propague un incendio cercano. Sí, es un inmueble tan sólido como un barco de Granius. Puedo asegurarlo.
Como era absurdo circular por el Subura en una litera o una silla portátil, Cota y el joven César habían traído al par de galos como escolta suplementaria y ellos acompañaron a Aurelia a pie. No es que existiera gran peligro, porque era mediodía y todos los que llenaban las calles estaban más interesados en sus cosas que en molestar a la hermosa Aurelia.
—¿Qué te ha parecido? —inquirió Cota conforme descendían la leve cuesta de Fauces Subura hasta el Argiletum y se disponían a cruzar el extremo inferior del Foro Romano.
—¡Oh, sí, creo que es ideal! —contestó ella, volviéndose a mirar al joven César—. ¿Estáis de acuerdo, Cayo Julio?
—Sí, creo que nos convendrá —dijo él.
—Pues entonces, de acuerdo. Esta tarde cerraré el trato. Por noventa y cinco talentos es una buena compra, aunque no sea una ganga. Y os quedan cinco talentos para los muebles.
—No —dijo con firmeza el joven César—, de los muebles me encargo yo. No creáis que me falta dinero; mis tierras de Bovillae me dan una buena renta.
—Lo sé, Julio César —replicó Cota pacientemente—. ¿No recordáis que me lo dijisteis?
No lo recordaba. Aquellos días, en lo único que pensaba el joven César era en Aurelia.
Se casaron en abril, un día espléndido de primavera, con todos los auspicios favorables; incluso Cayo Julio César mejoró un poco.
Rutilia y Marcia lloraron; la una porque Aurelia era el primero de sus hijos que se casaba, y la otra porque era el último hijo el que se le casaba. Asistieron también Julia y Julilla, y Claudia, esposa de Sexto, pero no fue ningún marido. Mario y Sila seguían en África y Sexto César estaba reclutando tropas en Italia y no consiguió permiso del cónsul Cneo Malio Máximo.
Cota quiso alquilar una casa en el Palatino para que la pareja pasara el primer mes de casados.
—Primero habituaros a estar casados y luego acostumbraos a vivir en el Subura —dijo, preocupado por su única hija.
Pero la pareja se negó con firmeza, así que el recorrido del cortejo nupcial fue muy largo y la novia fue aclamada, por así decirlo, por todo el Subura. El joven César se alegró enormemente de que el velo cubriese el rostro de su amada y supo aguantar animoso las bromas obscenas, sonriente y saludando con inclinaciones de cabeza durante la marcha.
—Es nuestro nuevo vecindario y más vale que sepamos llevarnos bien con él —dijo—. No escuches.
—Yo más bien los disolvería —dijo Cota, que quería haber alquilado gladiadores de escolta; la abigarrada masa y el índice de criminalidad le asqueaban profundamente. Y no menos aquel lenguaje.
Cuando llegaron a la insula de Aurelia llevaban a la zaga una buena multitud, animada por la idea de que habría vino para todos y dispuesta a participar en la fiesta. Sin embargo, cuando el joven César abrió la puerta principal y cogió a su esposa en brazos para cruzar el umbral, Cota, Lucio Cota y los dos galos contuvieron a la multitud para que los recién casados pudieran entrar y cerrar la puerta a sus espaldas. Entre gritos de protesta, Cota se alejó del Vicus Patricii con la cabeza muy alta.
Dentro sólo estaba Cardixa; Aurelia había decidido emplear el dinero que le quedaba para comprar servidores, pero lo había dejado para después de la boda, porque quería hacerlo ella misma, sin tener que aguantar la presencia de su madre o de su suegra. El joven César también tenía que comprar criados —mayordomo, escanciador, secretario, empleado y un ayuda de cámara—, pero más necesitaba Aurelia: dos criadas para la limpieza, una lavandera, un cocinero y un pinche, dos doncellas y un forzudo. No era una vivienda enorme, pero bastaría.
Estaba oscureciendo, pero en el interior la penumbra era mayor aún, circunstancia que no habían imaginado en su anterior visita a plena luz del día. La luz que entraba por el patio central de los nueve pisos llegaba muy disminuida, igual que la procedente de la calle, bordeada por altos inmuebles. Cardixa había encendido las lámparas, pero eran insuficientes para iluminar los rincones; la criada se había retirado a su cuarto para dejar a solas a los recién casados.
El ruido fue lo que más sorprendió a Aurelia. Entraba por todas partes: de la calle, de la escalera a los pisos de arriba, del patio de luces… hasta el suelo parecía retumbar. Chillidos, maldiciones, golpes, conversaciones a voz en grito, altercados con vituperios, niños de pecho que lloraban, críos berreando, hombres y mujeres que tosían y escupían, una banda atronando con tambores y timbales, canciones, mugidos de bueyes, balidos de ovejas, mulas y asnos que rebuznaban, carros con infernal traqueteo y risotadas.
—¡Oh, no podremos ni siquiera pensar! —dijo Aurelia conteniendo las lágrimas—. ¡Cayo Julio, cuánto lo siento! ¡No había pensado en el ruido!
El joven César era lo bastante inteligente y sensible para darse cuenta de que, en parte al menos, aquel arrebato de nervios se debía, más que al ruido, a la tensión provocada por la precipitación de los últimos días en los preparativos de la boda. El mismo la había sufrido, ¿cómo no iba a ser mayor en su mujercita?
—No te preocupes, ya nos acostumbraremos —replicó riendo—. Ya verás como dentro de un mes ni nos damos cuenta. Además, en el dormitorio no se oirá tanto —añadió, cogiéndola de la mano y notando que temblaba.
Desde luego, el cubículo dormitorio del paterfamilias, al que se accedía a través del despacho, era más tranquilo. Aunque era un cuarto totalmente oscuro y sin ventilación, de no dejar abierta la puerta del despacho, y, además, tenía un falso techo para guardar cosas.
El joven César dejó a Aurelia en el despacho y fue a por una lámpara al recibidor. Cogidos de la mano, entraron en el cubículo y se quedaron extasiados. Cardixa lo había llenado de flores, cubriendo el lecho con fragantes pétalos; junto a las paredes había dispuesto toda clase de floreros con rosas, hojas de vid y violetas, y en una mesa había un jarro de vino, otro de agua, dos copas de oro y una gran bandeja de pastelillos de miel.
Ninguno de los dos era tímido. Por ser romanos, estaban debidamente informados de las cuestiones sexuales, por discretos que fuesen. Todo romano que podía permitírselo prefería la intimidad para los asuntos del cuerpo, sobre todo si había que desnudarse, pero no eran personas inhibidas. Naturalmente, el joven César había tenido sus aventurillas, pero su rostro ocultaba su verdadero carácter, y, a juzgar por aquella cara, no se hubiese creído que, pese a sus dotes innegables, era fundamentalmente un hombre retraído, sin la fuerza y la resolución de los agresivos personajes políticos; un hombre en quien los demás podían confiar, pero más capaz de hacerlos progresar a ellos que de abrirse paso él.
La corazonada de Publio Rutilio Rufo había sido acertada: el joven César y Aurelia se compenetraban. Él era tierno, considerado, respetuoso y amante cálido más que impetuoso; quizá si la pasión le hubiera consumido, se la habría contagiado a ella; pero ninguno de los dos lo sabría. Hicieron el amor con delicadas caricias, suaves besos y sin precipitarse. Les satisfacía y se sentían inspirados. Y Aurelia pudo decirse para sus adentros que seguramente se habría ganado la incondicional aprobación de Cornelia, madre de los Gracos, porque había cumplido su obligación exactamente como Cornelia, madre de los Gracos, debía haberla cumplido, con un placer y un gozo que garantizaban que el acto en sí jamás rigiese su vida ni dictara su comportamiento fuera del lecho conyugal, y también garantizaba el que nunca detestara aquel lecho matrimonial.
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