No teniendo ningún compromiso personal con los dos nuevos cónsules, Cayo Julio César y sus hijos se limitaron a unirse al cortejo que se iniciaba muy cerca de su casa; era el séquito del primer cónsul Marco Minucio Rufo. Los dos cónsules vivían en el Palatino, pero la casa del segundo cónsul, Espurio Postumio Albino, se hallaba en una zona más elegante. Corría el rumor de que las deudas de Albino alcanzaban magnitudes astronómicas. Nada extraño, pues era el precio del consulado.

No es que a Cayo Julio César le preocupasen las portentosas deudas contraídas en aquel ascenso político, ni parecía probable que sus hijos tuviesen que preocuparse por ello. Hacía cuatrocientos años que un Julio había ocupado la marfileña silla curul, cuatro siglos desde que un Julio había sido capaz de reunir una suma equivalente. Y la familia de los Julios era tan fulgurante, tan augusta, que las oportunidades de llenar sus arcas se habían sucedido de generación en generación, y, sin embargo, cada siglo que transcurría, los Julios se veían cada vez más pobres. ¿Cónsul? ¡Imposible! ¿Pretor, magistratura inmediatamente inferior en la jerarquía? ¡Imposible! No, un modesto y tranquilo puesto en los bancos traseros del Senado era el legado de un Julio de los tiempos que corrían, incluidos los de la rama de la familia llamada César por su profusa cabellera.

Así pues, la toga que el criado personal de Cayo Julio César le plegaba sobre el hombro izquierdo, el tronco y le disponía sobre el brazo izquierdo, era la toga blanca común de quien nunca había aspirado al alto cargo de la silla curul. Sólo sus zapatos rojo carmesí, su anillo senatorial de hierro y la banda roja de doce centímetros sobre el hombro derecho de su túnica diferenciaban su atuendo del de sus hijos Sexto y Cayo, que llevaban zapatos corrientes, un simple sello a guisa de anillo y la estrecha franja roja de caballero en la túnica.

A pesar de que aún no había amanecido, la jornada comenzaba con ciertas ceremonias: una breve plegaria con ofrenda de tortas saladas ante el altar de los dioses en el atríum de la casa, y luego, cuando el criado de servicio en la puerta anunciase que se veían antorchas bajando por la colina, una reverencia a Jano Patulcio, el dios que propiciaba la buena apertura de una puerta.

Padre e hijos salieron al callejón adoquinado para separarse; mientras los dos jóvenes se unían a las filas de los caballeros que precedían al primer cónsul, Cayo Julio César aguardaría a que pasase el propio Marco Minucio Rufo con sus lictores para incorporarse al grupo de senadores que le seguían.

 

Marcia musitó una plegaria al dios Jano Clusivio, guardián de las puertas que se cierran, para despedir a los criados y asignarles otras tareas. Tras la marcha de los hombres, ella tenía que ocuparse de su propia excursión. ¿Dónde estaban las niñas? Unas risas le dieron la respuesta; procedían de la reducida sala de estar, feudo de las muchachas. Allí estaban sus risueñas hijas, las dos Julias, desayunando rebanadas de pan untadas con miel. ¡Qué encantadoras eran!

Siempre se había dicho que todas las Julias que nacían eran un tesoro por tener el peculiar y afortunado don de hacer felices a sus maridos. Y aquellas dos Julias esperaban impacientes cumplir la tradición familiar.

Julia Maior —a quien llamaban Julia— iba a cumplir dieciocho años. Alta y dotada de grave dignidad, tenía el pelo castaño leonado recogido en moño en la nuca, y sus grandes ojos grises escrutaban el mundo con plácida seriedad. Era una Julia apacible e intelectual.

Julia Minor —llamada Julilla— tenía dieciséis años y medio. Era el último fruto del matrimonio y no había sido muy bien recibida hasta que, ya crecida, su encanto había conquistado el blando corazón de sus padres y de los tres hijos anteriores. Tenía un rostro color miel, y cutis, pelo y ojos eran de una suave gradación ambarina. Por supuesto, las risas eran de Julilla. Ella reía por todo. Era una Julia nerviosa y casquivana.

—¿Estáis listas, niñas? —inquirió la madre.

Se apresuraron a dar los últimos bocados al pegajoso pan, lavaron delicadamente sus dedos en un cuenco de agua, los secaron con un paño y salieron del cuarto con Marcia.

—Hace frío —dijo su madre, cogiendo unas capas de lana que le ofrecía un criado. Unas capas pesadas y corrientes.

Las dos muchachas hicieron un gesto de desilusión pero no protestaron; se avinieron a abrigarse como gusanos de seda, asomando el rostro entre pliegues de lana. Abrigada de la misma guisa, Marcia formó al reducido séquito de hijas con escolta de criados y abandonó la casa.

Vivían en aquella modesta casa del Germalus inferior del Palatino desde los tiempos en que Sexto, el padre, se la había dejado a su hijo menor Cayo con 500 yugadas de buena tierra entre Bovillae y Aricia, legado suficiente para que Cayo y su familia tuvieran medios para mantener el escaño del Senado, aunque no, desgraciadamente, para ascender los peldaños del cursus honorum, la escala honorífica que llevaba al pretorado y al consulado.

Sexto había tenido dos hijos y no había dejado la herencia a uno solo; decisión un tanto egoísta, ya que implicaba que sus bienes —ya menguados, porque él también tenía un padre sentimental y un hermano menor a quien había que tener en cuenta— fuesen necesariamente divididos entre su hijo mayor Sexto y Cayo el menor. El resultado fue que ninguno de los dos pudieron aspirar al cursus honorum para llegar a ser pretor y cónsul.

Sexto, el hermano, no había sido un padre tan sentimental, y felizmente, porque, con Popilia, había tenido tres hijos, carga intolerable para una familia senatorial. Por consiguiente, se armó del valor necesario para separarse de su hijo mayor, entregándolo en adopción a Quinto Lutacio Catulo, que no tenía descendencia, con el consiguiente ingreso monetario y la seguridad de que el muchacho adquirida una fortuna. El viejo Catulo era riquísimo y no tuvo reparos en pagar una gran suma por adoptar a un hijo de origen patricio, guapo y bastante inteligente. El dinero que el muchacho había procurado a Sexto, su verdadero padre, fue cuidadosamente invertido en tierras e inmuebles urbanos con la esperanza de que produjese rentas suficientes para que los dos hijos menores de Sexto pudieran optar a magistraturas mayores.

Aparte del decidido hermano Sexto, la gran contrariedad de los Julios César era su tendencia a alimentar más de un hijo y luego mostrarse sentimentales ante la apurada situación en que se veían al tener más de un vástago; eran incapaces de dominar sus sentimientos, cediendo en adopción algunos de sus profusos retoños y procurando que los hijos que conservaban matrimoniaran con buenos partidos. Por tal motivo, sus otrora grandes propiedades iban disminuyendo en el transcurso de los siglos, y cada vez sufrían mayores divisiones al heredarlas dos y tres hijos y tener que vender parte de ellas para dotar a las hijas.

El esposo de Marcia era un Julio César de éstos y un padre demasiado sentimental, muy orgulloso de sus hijos y demasiado apegado a sus hijas para ser un buen romano razonable. El hijo mayor habría debido ser cedido en adopción, y las dos hijas, prometidas hacía años en matrimonio a hombres ricos; del mismo modo que el hijo menor habría debido prometerse con una novia rica. Sólo con dinero es posible una buena carrera política. La sangre patricia hacia tiempo que resultaba un lastre.

 

No fue un día de Año Nuevo muy propicio. Hacia un viento frío que arrastraba una fina lluvia que mojaba peligrosamente los adoquines e incrementaba el rancio hedor de un antiguo incendio que flotaba en el aire. Había amanecido más tarde por las nubes que cubrían el cielo, y era un día festivo que el pueblo humilde romano había optado por celebrar en sus reducidas viviendas, tumbado en los jergones de paja, jugando a lo que llamaban esconder la salchicha; porque si hubiese hecho buen tiempo, las calles habrían estado atiborradas de gente de toda condición, camino de un buen punto de observación para contemplar el esplendor del Foro Romano y del Capitolio. Pero, como hacía mal día, Marcia y sus hijas pudieron avanzar cómodamente sin que la escolta de criados tuviera que recurrir a la fuerza bruta para abrirles paso.

El callejón en el que estaba situada la casa de Cayo Julio César desembocaba en el Clivus Victoriae, cercano a la Porta Romulana, la antigua puerta de las murallas viejas de la ciudad del Palatino, con sus enormes bloques pétreos dispuestos por el propio Rómulo, ya desbordadas y con edificaciones sobre ellas y llenas de grafiti e iniciales de los visitantes en aquellos seiscientos años. Doblando a la derecha para ascender por el Clivus Victoriae, hacia la esquina en que el Germalus del Palatino dominaba el Foro Romano, la comitiva alcanzaba su punto de destino cinco minutos después; era una zona sin edificios desde la cual la vista era magnífica.

Doce años atrás ocupaba aquel solar una de las mejores casas de Roma, pero ahora apenas quedaban restos de aquella morada, de no ser por unas pocas piedras medio cubiertas por la hierba. La panorámica era espléndida. Desde el sitio en que los criados situaron las sillas plegables, Marcia y sus hijas dominaban perfectamente el Foro Romano y el Capitolio y el apiñamiento en declive del Subura, que acentuaba las colinas situadas al norte sobre la línea del horizonte.

—¿Habéis oído? —dijo Cecilia, la esposa del mercader-banquero Tito Pomponio. En avanzado estado de gestación, se hallaba sentada junto a su tía Pilia, y ambas vivían dos calles más allá de la casa de los César.

—No. ¿El qué? —respondió Marcia, inclinándose hacia adelante.

—Los cónsules, los sacerdotes y los augures han iniciado el cortejo después de medianoche para estar seguros de concluir a tiempo los ritos y plegarias...

—¡Siempre hacen eso! —la interrumpió Marcia—. Si se equivocan, tienen que empezar de nuevo.

—Lo sé, lo sé, ¡no soy tan ignorante! —replicó asperamente Cecilia, molesta al saberse corregida por la hija de un pretor—. ¡Pero es que no han cometido ningún error! Los auspicios han sido malos. Cuatro relámpagos por la derecha y una lechuza en el lugar del augurio chillando como si la mataran. Y ahora el tiempo... no vamos a tener un buen año, ni un buen par de cónsules.

—Eso te lo habría dicho yo sin necesidad de lechuza ni de relámpagos —replicó Marcia, cuyo padre no había llegado a ser cónsul pero sí el praetor urbanus constructor del gran acueducto que abastecía de agua potable a Roma, y que figuraba en los anales como uno de los grandes gobernantes de todos los tiempos—. Para empezar, ha sido una deleznable selección de candidatos y, luego, los electores no han sabido elegir lo mejorcito dentro de lo malo. Yo diría que Marco Minucio Rufo, pase; ¡pero Espurio Postumio Albino! Siempre han sido unos inútiles.

—¿Quién? —inquirió Cecilia, que era algo obtusa.

—El clan de los Postumios Albinos —respondió Marcia, dirigiendo la mirada hacia sus hijas para comprobar si todo iba bien.

Se habían encontrado con cuatro muchachas, hijas de los dos Claudio Pulcro, una tribu que no sabía comportarse; pero desde pequeñas se citaban junto a la casa de Flaco para ir a la escuela, y no se podía interponer ninguna barrera social contra aquella casta casi tan aristocrática como los Julios César. Y tanto más, cuanto que los Claudio Pulcro también pugnaban perennemente con los adversarios de la antigua nobleza y tenían muchos hijos que mermaban su hacienda y su dinero. Ahora sus Julias habían trasladado sus escabeles hasta el sitio que ocupaban las otras muchachas solas. ¿Dónde se hallarían sus madres? Y, además, charlaban con Sila. Eso sí que no.

—¡Niñas! —chilló Marcia.

Dos cabezas envueltas en ropaje se volvieron hacia ella.

—Venid aquí inmediatamente.

Las muchachas regresaron.

—Por favor, mamá, ¿no podemos estar con nuestras amigas? —dijo Julilla con mirada suplicante.

—No —replicó Marcia con tono inapelable.

Abajo, en el Foro Romano, se iba formando el cortejo en doble fila que había discurrido desde la casa de Marco Minucio Rufo que confluía con otra larga doble fila llegada desde la de Espurio Postumio Albino. Lo encabezaban los caballeros, no tantos como habría habido de ser un buen día de Año Nuevo, pero en número suficiente para reunir a unos setecientos. Conforme se hacía más de día y la lluvia arreciaba, se dirigieron hacia la cuesta del Clivus Capitolinus en donde, en la primera curva de la breve pendiente, aguardaban los sacerdotes y matarifes con dos bueyes blancos sin defecto alguno, ataviados con dogales de brillantes lentejuelas, cuernos dorados y guirnaldas en la cerviz. Detrás de los caballeros iban los veinticuatro lictores de los nuevos cónsules, y tras los lictores venían los cónsules seguidos del Senado; los senadores con magistraturas mayores luciendo toga bordada en púrpura y los demás con togas blancas. En la cola formaban los que no tenían derecho a ir en el cortejo: curiosos y una muchedumbre de clientes de los cónsules.

  Bonito, pensó Marcia. Serían unos mil hombres ascendiendo despacio hacia el templo de Júpiter Optimus Maximus, el gran dios de Roma, cuya impresionante estatua se erguía en el lugar más elevado de la ciudad, hacia el sur de las dos colinas que formaban el Capitolio. Los griegos construían sus templos a ras del suelo, pero los romanos los alzaban sobre elevadas plataformas con grandes escalinatas, y los peldaños que conducían al templo de Júpiter Optimus Maximus no eran pocos. Bonito, pensó Marcia de nuevo al ver que los animales para el sacrificio y la comitiva sacerdotal se unían al cortejo y éste continuaba hasta que todos quedaban apiñados lo mejor posible en la restringida plaza al pie del templo. En aquella multitud estaban su esposo y sus hijos, miembros de la clase dirigente de la ciudad más poderosa del mundo.

* * *

En ella se encontraba también Cayo Mario, un ex pretor que lucía la toga praetexta bordada en púrpura, y en sus zapatos senatoriales carmesíes, la hebilla en forma de creciente propia de su cargo. Pero no le bastaba. Había sido pretor cinco años atrás y habría debido ser cónsul hacía ya tres años. Pero sabía que no le consentirían ser candidato al consulado. Nunca. ¿Por qué? Porque no reunía los requisitos. Esa era la única razón. ¿Quién había oído hablar de la familia de los Marios? Nadie.

Cayo Mario procedía del ámbito rural y era un soldado, una persona de la que se decía que no sabía griego y que cuando se excitaba incurría en un latín con dejos provincianos. No importaba que pudiese comprar y vender a medio Senado; no importaba que en el campo de batalla fuese mejor general que la mitad de los senadores. Lo que contaba era la sangre. Y su linaje era deficiente.

Cayo Mario era natural de Arpinum, un lugar a pocos kilómetros de Roma, cierto, pero peligrosamente próximo a la frontera entre el Lacio y el Samnio, y por consiguiente un tanto sospechoso en cuanto a lealtades y tendencias. Los samnitas seguían siendo los más recalcitrantes adversarios de Roma de todos los pueblos itálicos. Arpinum había recibido plena ciudadanía romana tan sólo setenta y ocho años atrás, y el distrito no gozaba aún de auténtica categoría de municipio.

¡Ah, pero era muy bonito! Agazapado al pie de las cumbres apeninas, era un feraz valle entre los ríos Melfa y Liris en el que se criaba una buena uva para vino de mesa y de solera, de la que se obtenían cosechas con rendimientos del ciento cincuenta por ciento; también había ovejas gordas que daban una lana extraordinariamente fina. Un lugar apacible, verde, aletargado; más fresco de lo previsto en verano y más cálido de lo normal en invierno. Las aguas de los dos ríos eran abundantes en pesca; los espesos bosques de las montañas que circundaban Arpinum continuaban proveyendo de excelente madera para naves y casas. Y había pinos de tea y pinos de antorchas, encinas que en otoño sembraban el suelo de bellotas para los cerdos; gruesos jamones y tocino dignos de las mejores mesas de Roma, donde generalmente iban a parar.

La familia de Cayo Mario vivía en Arpinum hacía siglos y se sentía orgullosa de su latinidad. ¿Era Mario un apellido volsco o samnita? ¿Conservaba un acento osco, dado que había samnitas y volscos llamados Mario? ¡No! Mario era latino. Él, Cayo Mario, era como el que más de aquellos altivos y engreídos nobles que tanto se complacían en desdeñarle. De hecho —¡y eso era lo que más le hería!—, era superior a todos ellos. Algo en su interior se lo decía.

¿Cómo puede un hombre explicar lo que siente? Era un sentimiento que anidaba dentro de él y que no podía expulsar por mucho que lo intentara. Hacía muchísimo tiempo que aquel sentimiento se había apoderado de su ser, tiempo más que suficiente para que los acontecimientos de años sucesivos le mostrasen su futilidad, impulsándole a la desesperación. Pero no se había rendido; aquel sentimiento seguía alojado en su cerebro, tan vívido e indomable como antaño.

¡Qué extraño era el mundo!, pensaba Cayo Mario, mirando los rostros inexpresivos de aquellos hombres con togas bordadas de púrpura que le rodeaban en aquella hora triste y lluviosa del amanecer. No, no había entre ellos un Tiberio ni un Cayo Sempronio Graco. Con excepción de Marco Emilio Escauro y Publio Rutilio Rufo, el resto eran unos hombrecillos. Y, pese a todo, le miraban por encima del hombro, a él, Cayo Mario, como a un presuntuoso desconocido con más agallas que gracia. Simplemente porque por sus venas corría mejor sangre. Pero todos sabían que, si se daban las circunstancias, él llegaría a ser el primer hombre de Roma. Igual que Escipión el Africano, Emilio Paulo, Escipión Emiliano y tal vez una docena más, que de ese modo los habían llamado a lo largo de los siglos de existencia de la república.

El primer hombre de Roma no era el mejor hombre, sino el primero entre otros iguales a él en grado y oportunidades. Y el primer hombre de Roma era algo muchísimo mejor que la realeza, la autocracia, el despotismo o lo que fuera. El primer hombre de Roma se aferra a ese título por simple preeminencia, siempre consciente de que el mundo está lleno de Otros que pueden suplantarle, legal y pacíficamente, al presentar una mejor clase de preeminencia. Ser el primer hombre de Roma era más que ser cónsul. Los cónsules llegan y van al ritmo de dos por año, mientras que en el transcurso de los siglos de existencia de la república romana, sólo un puñado de hombres han recibido el saludo de primer hombre de Roma.

En aquel momento no había ningún primer hombre en Roma; en realidad, no lo había habido desde la muerte de Escipión Emiliano, diecinueve años atrás. Marco Emilio Escauro estaba muy cerca de ello, sí, pero no contaba con poder suficiente —auctoritas, como se decía, una mezcla de poder, autoridad y fama peculiar en Roma— para merecer el título, y nadie se lo aplicaba, ¡salvo él mismo!

 

De pronto, entre murmullos, se produjo un revuelo en la multitud de senadores. El primer cónsul Marco Minucio Rufo estaba a punto de ofrecer su buey blanco al gran dios, pero el animal se resistía, porque no había debido de tener la prudencia de echarle en el pesebre forraje drogado. Ya estaban todos comentando que no iba a ser un buen año. Los presagios adversos durante la vigilia nocturna de los cónsules, el mal tiempo... y ahora la primera de las dos víctimas bufaba y cabeceaba y la media docena de ayudantes sacerdotales se las veían y deseaban para sujetarle por los cuernos y las orejas. Estúpidos; habrían debido adoptar la precaución de anillarle el hocico. Desnudo hasta la cintura, como el resto de los oficiantes, el acólito portador del martillo para aturdirle no aguardaba a que alzase la testuz hacia el cielo y la bajase hacia el suelo —posteriormente podría alegarse, sin duda, que el animal la había alzado y humillado varias veces durante aquellos debates por la supervivencia—. El oficiante avanzó un paso y abatió varias veces su arma de hierro al no acertar a la primera. El ruido sordo del golpe fue seguido inmediatamente de otro: el de las rodillas del buey al desplomar sus ochocientos kilos sobre las losas. Luego, el matarife medio desnudo hizo caer sobre el cuello el hacha de doble filo y todo se llenó de sangre; una pequeña parte de ella la recogieron en las copas sacrificiales, pero el resto formó un río pegajoso y vaporoso que se dispersó, fundiéndose y desapareciendo en el suelo mojado por la lluvia.

Se conoce bastante bien a un hombre por la manera en que reacciona ante el derramamiento de sangre, pensó Cayo Mario, abstrayéndose de aquella ceremonia y esbozando una sonrisa con su carnosa boca, cuando observó a uno de los presentes apartarse apresuradamente, la indiferencia de otro cuyo zapato izquierdo se manchaba de sangre y los esfuerzos que hacía un tercero para disimular que estaba a punto de vomitar.

¡Ajá! ¡Allí estaba el hombre! Aquel individuo joven, pero de edad más que madura, situado junto a los caballeros, togado, aunque inferior pese a la franja de caballero en el hombro izquierdo de la túnica. No llevaba allí mucho tiempo, y ahora se alejaba cuesta abajo por el Clivus Capitolinus camino del Foro. Pero a Cayo Mario le había dado tiempo a ver aquel fulgor en sus extraordinarios ojos gris claro, absorbiendo la visión de la sangre con fruición, con ansia. Desde luego no le conocía y se preguntó quién podría ser. No era un cualquiera, evidentemente. Epiceno por su aspecto: una belleza femenina y masculina a la vez, ¡y qué colores! Piel tan blanca como la leche y cabello como el sol naciente. Una encarnación de Apolo. ¿Habría sido así el dios? No. No había existido ningún dios con los ojos de aquel mortal que acababa de marcharse; aquellos ojos eran los de una persona que sufre, y es absurdo que un dios sufra, ¿no?

Aunque el segundo buey estaba mejor drogado, también se resistió, ¡vaya si se resistió! Esta vez el del martillo falló el primer golpe y el pobre animal embistió a ciegas, enloquecido. Luego, Otro con más sentido común le asió por el bamboleante escroto y, en aquel espontáneo desconcierto de la bestia, aturdidor y matarife actuaron de consuno. El buey cayó al suelo, salpicando de sangre a todos los que estaban a menos de doce pasos, incluidos los dos cónsules. Espurio Postumio Albino había quedado hecho una pena, igual que su hijo menor Aulo, que estaba cerca, detrás de él. Cayo Mario los miró con recelo, preguntándose si aquel augurio sería lo que él pensaba. En cualquier caso, malas nuevas para Roma.

No obstante, su indeseable huésped —aquel sentimiento—, se negaba a dejarle. A decir verdad, últimamente había aumentado como si se aproximara el momento. El momento en que él, Cayo Mario, se convirtiera en el primer hombre de Roma. Todas las partículas de su sentido común —y tenía de sobra— le decían que aquel sentimiento era engañoso; una trampa que le perdería, conduciéndole a la ignominia y a la muerte. Pero seguía sintiéndolo; tenía la sensación indefectible de que llegaría a ser el primer hombre de Roma. ¡Absurdo!, argüía el hombre de eminente sentido común que era; con cuarenta y siete años, había quedado en sexto y último puesto entre los seis elegidos pretores cinco años atrás, y era ya muy viejo para aspirar al consulado sin la ventaja de un nombre y una buena lista de clientes. Había pasado su momento; para siempre.

Por fin comenzaban a investir a los cónsules. Aquel tan petulante era Lucio Cecilio Metelo Dalmático, el que gozaba del título de pontífice máximo, y que musitaba las plegarias finales. Poco faltaba para que el primer cónsul Minucio Rufo ordenase al heraldo convocar al Senado a reunión en el templo de Júpiter Optimus Maxímus. Allí fijarían la fecha de los festejos latinos en el monte Albano, discutirían en qué provincias había que nombrar nuevo gobernador y en cuáles mantenerlo; echarían a suertes las provincias para los pretores y cónsules, y algún tribuno de la plebe tomaría la iniciativa de hablar entusiásticamente del pueblo. Escauro aplastaría al presuntuoso estúpido como a un escarabajo y uno de los innumerables Cecilios Metelos disertaría monótona e incansablemente a propósito de la decadencia de los principios éticos y morales de la nueva generación romana, hasta que docenas de voces en torno a él se alzasen conminándole a callar. El Senado de siempre, el pueblo de siempre, la Roma de siempre y el Mario de siempre. Ya con cuarenta y siete años; pronto le colocarían sobre una pira de troncos y astillas y desaparecería en una nube de humo. Adiós, Cayo Mario. Saliste de las porquerizas de Arpinum. Nunca fuiste un romano.

El heraldo ya hacía sonar estrepitosamente la trompeta convocando al Senado. Con un bostezo, Cayo Mario echó a andar, estirando el cuello para ver si había alguien cerca a quien pisar por simple placer. Nadie; por supuesto. Pero en aquel preciso momento reparó en Cayo Julio César, que le sonreía como leyéndole el pensamiento.

Se detuvo y volvió la cabeza. Un simple senador sin voz y sin gran influencia; era el más viejo de los Julios César que quedaban en el Senado ahora que había muerto su hermano mayor Sexto. Era alto, más tieso que un militar, todavía ancho de espaldas y con una armoniosa cabeza de fino cabello plateado coronando su bello rostro surcado de arrugas. No era joven, debía tener más de cincuenta y cinco años, pero parecía que fuese a convertirse en uno de esos ancianos disecados que la nobleza patricia daba con monótona regularidad y que acudían, con más de noventa años, pasito a paso, a todas las reuniones del Senado del Pueblo y seguían disertando con admirable sentido común. Esa clase de personas a las que no se puede matar con un hacha sacrificial. Esa clase de personas que, cuando todo estaba bien atado, hacían de Roma lo que era, a pesar de aquella plétora de Cecilios Metelos. Valían por todos ellos juntos.

—¿Cuál de los Metelos pronunciará hoy la arenga? —inquirió César, alcanzándole al descender por la escalinata del templo.

—El que aún tiene que ganarse el sobrenombre —respondió Cayo Mario, moviendo sus profusas cejas cual miriápodos ensartados—. Quinto Cecilio, el viejo Metelo sin más, hermano menor de nuestro reverendo pontífice máximo.

—¿Y por qué él?

—Porque creo que el año que viene se presenta a cónsul y ya tiene que ir metiendo el ruido necesario —respondió Cayo Mario, apartándose para que su mayor en edad le precediera en la explanada de tierra ante el templo del gran dios Júpiter Optimus Maximus.

—Sí, creo que tenéis razón —dijo César.

La vasta nave central del templo estaba en penumbra por ser un día muy nublado, pero el rostro de arcilla roja del gran dios brillaba como iluminado por dentro. Era una estatua muy antigua, hecha en terracota hacía siglos por el famoso escultor etrusco Vulca, aunque paulatinamente se le habían añadido túnica de marfil, cabellos de oro, sandalias de oro, rayo de oro, piel de plata en brazos y piernas y uñas de oro en los dedos de manos y pies. Sólo el rostro seguía siendo de aquella arcilla tan rojiza, y estaba afeitado al estilo etrusco heredado por los romanos; la bobalicona sonrisa de su boca cerrada curvaba sus labios casi hasta las orejas y le confería aspecto de padre necio, dispuesto a no enterarse de que el hijo está prendiendo fuego a la casa.

A ambos lados de la capilla del gran dios se abrían dos espacios; el de la izquierda albergando a su hija Minerva y el de la derecha a su esposa Juno. Las dos divinidades estaban representadas por magníficas estatuas de oro y marfil dentro de una cella, y ambas soportaban con resignación la presencia de un huésped indeseado, porque cuando se construyó el templo, dos de los antiguos dioses se negaron a abandonarlo, y los romanos, haciendo honor a su tradición, dejaron los viejos dioses junto con los nuevos.

—Cayo Mario —dijo César—, ¿aceptaríais cenar conmigo mañana?

¡Qué sorpresa! Cayo Mario parpadeó y aprovechó aquella fracción de segundo para llegar a una conclusión. Indudablemente, algo se proponía César. Pero no sería cosa de pacotilla. Y, desde luego, de los Julios César no podía decirse que fuesen engreídos. Un Julio César no necesitaba serlo. Si se lograba verificar el linaje hasta la línea masculina de Julio, Eneas, Anquises y la diosa Venus, con certeza que no se encontraba ningún baldón por unión con un cargador de muelles como entre los Cecilios Metelos.

—Gracias, Cayo Julio —respondió Mario—. Cenaré con vos encantado.

* * *

Lucio Cornelio Sila despertó aquel amanecer de Año Nuevo casi sobrio. Vio que se hallaba tumbado exactamente donde debía estar; su madrastra a la derecha y su querida a la izquierda, pero las dos damas —si eufemísticamente así podía llamárselas— le daban la espalda y estaban vestidas. Por ello supo que no le habían exigido sus deberes, deducción corroborada por el hecho de que lo que había turbado su sueño era una enorme y dolorosa erección, no menos venturosa. Por un instante permaneció tumbado, haciendo cara a aquel tercer ojo suyo que le miraba desvergonzadamente desde el bajo vientre, pero, como de costumbre, fue incapaz de vencer el desigual pugilato. Sólo cabía una solución: satisfacer al ingrato. Pensando en ello, alargó la mano derecha y alzó el dobladilío de la túnica de su madrastra y con la izquierda hizo lo propio con su querida. Tras lo cual, las dos mujeres cejaron en su fingido sueño, se incorporaron y comenzaron a maltratarle con puños y lengua, zarandeándole y golpeándole inmisericordes.

—Pero ¿qué he hecho yo? —gimió él, haciéndose un ovillo para defenderse y proteger su ingle, en la que la erección se había encogido como un odre vacío.

No se hicieron esperar en decírselo las dos a la vez. De todos modos, ahora ya recordaba el motivo; pero daba igual, porque las dos chillando al unísono hacían ininteligible la explicación. ¡Malditos sean los ojos de Metrobio! ¡Ah, pero qué ojos! De un negro brillante y líquido como jade pulido y bordeados de pestañas negras tan largas que podían enrollarse en un dedo; tez como la nata, pelo rizado cayéndole sobre los esbeltos hombros, y el trasero más precioso del mundo. Con catorce años de edad y mil de vicio, el meritorio del viejo actor Escilax era un guasón, un tormento, un puto, un tigrecillo.

En general, por entonces Sila prefería a las mujeres, pero Metrobio era un caso aparte. En compañía de Escilax, el muchacho había acudido a la fiesta vestido de Cupido en apoyo de la rubicunda Venus —encarnada por Escilax— con un ridículo par de alitas atadas a la espalda y una escueta faldilla de seda floja de Cos, teñida con algún sucedáneo de azafrán, que destiñó un poco —porque la sala se hallaba muy cerrada y hacía mucho calor—, dejándole unas marcas anaranjadas en la cara interna de los muslos, que sirvieron para llamar aún más la atención sobre lo que apenas llevaba tapado.

Desde la primera mirada había fascinado a Sila, y Sila le había fascinado a él. Porque, ¿cuántos hombres había en el mundo que tuvieran un cutis tan blanco como la nieve y un pelo color del sol naciente, con ojos tan claros que casi eran blancos? Y eso por no hablar de un rostro que había desencadenado un tumulto en Atenas unos años antes, cuando Emilio, el que carece de sobrenombre, había llevado oculto en su barco hasta Patrás al joven Sila de dieciséis años, gozando de sus favores toda la travesía entre Patrás y Atenas, siguiendo el rumbo más largo posible a lo largo de la costa del Peloponeso.

Pero, en Atenas, Sila había sido drásticamente abandonado. Emilio era demasiado importante para que nada empañase su virilidad. Si los romanos detestaban la homosexualidad, los griegos la consideraban la forma más sublime de amor. Por consiguiente, lo que uno ocultaba con temor y aversión, el otro lo alardeaba ante los ojos de sus sorprendidos iguales. Sin embargo, en lo que a Sila atañía, pronto una cosa resultó no ser mejor que la otra, porque no cabía la menor duda de que el temor y la aversión añadían un factor picante y mucha más liberalidad. Los griegos, como pronto comprobó, estaban poco dispuestos a pagar por algo que fácilmente se obtenía gratis, aunque el precio fuese tan asequiblemente bajo como el de Sila. En consecuencia, el jovenzuelo chantajeó a Emilio para que le pagase un pasaje de primera de vuelta a Roma y dejó Atenas para siempre.

Naturalmente, al hacerse mayor todo eso había cambiado. Una vez que le creció la barba lo bastante para afeitársela todos los días y un vello rojizo-dorado cubrió su pecho, se esfumó su atractivo para los hombres, y con ello la liberalidad. Descubrió que las mujeres eran mucho más tontas y mostraban una tendencia a emparejarse que las hacía explotables. De niño no había conocido muchas mujeres, pues su madre había muerto cuando era demasiado pequeño para acordarse de ella y quererla, y su padre, un borracho arruinado, poco se ocupaba de su progenie. Sila tenía una hermana, Cornelia Sila, dos años mayor que él, igualmente de gran atractivo físico, que había aprovechado la ocasión para casarse con un rústico muy rico de Picenum llamado Lucio Nonio, y se había trasladado al norte para disfrutar de los lujos que pudiera procurarle la vida en Picenum. Con ello, el jovencillo Sila de dieciséis años quedó enteramente al cuidado de su padre, lo cual afectó a la calidad de sus vidas, principalmente en orden a la limpieza.

Luego, cuando Sila cumplió veinticuatro años, su padre volvió a casarse. No fue el acontecimiento social del año, pero supuso un alivio para el joven, que durante tantos años había tenido que arreglárselas para aportar el dinero suficiente para saciar la sed del padre; porque la nueva mujer de su padre (por nombre Clitumna, y nacida en el campo de Umbría) era viuda de un mercader muy rico y se las había arreglado para heredar todos los bienes del difunto destruyendo a la fuerza el testamento y despachando a su única hija a Calabria casándola con un vendedor de aceite.

Lo que en principio vio Clitumna por encima del ajado Sila padre, fue al hijo. Luego invitó a éste a compartir su cómoda casa en el Germalus del Palatino y no tardó mucho en apear de la cama a su nuevo marido para ceder el sitio al joven Sila. Sin saber cómo, en ese momento alumbró en él una leve chispa de lealtad y afecto por su molesto padre y rechazó a Clitumna lo más delicadamente posible e inmediatamente abandonó la casa.

Había reunido algunos ahorros y encontró dos habitaciones en el grupo de viviendas del Esquilino, cerca del Agger, con un alquiler de tres mil sestercios anuales que podía permitirse. Eso le procuraba una habitación para él y otra para que el criado durmiera y cocinara; la ropa se la lavaba una muchacha que vivía dos pisos más arriba, en la atiborrada casa de viviendas, y que "servía" a varios inquilinos de diversas maneras. La muchacha recogía una vez por semana la ropa sucia y se llegaba por una calleja hasta una plazoleta irregular en una encrucijada de aquella maraña de calles, en donde había un santuario, una taberna en la que se reunía la cofradía del cruce y una fuente con un viejo Sileno por cuya boca manaba un chorrito de agua, que caía en un estanque de piedra donado a la ciudad —entre otros muchos— por un gran hombre de la antigüedad: Catón el censor, un hombre tan práctico como baja era su cuna. Haciéndose sitio con los codos, la muchacha batía las túnicas de Sila contra las piedras y solicitaba la ayuda de otras lavanderas para retorcer las prendas (ya que ella hacia lo propio con las demás) y luego regresaba con la colada bien doblada. Su precio era sencillo: un fornicio rápido, y que nadie se enterara; y menos el vejestorio amargado con quien vivía.

Y fue por entonces cuando él conoció a Nicopolis. Ciudad de la victoria, significaba el nombre en su griego natal. Para él, desde luego, lo era: viuda, bien acomodada y enamorada hasta la locura. El único inconveniente era que, aunque le encantaba mantenerle con gran lujo, era demasiado astuta para darle dinero. Igual que su madrastra Clitumna, se dijo entristecido. Las mujeres eran tontas, pero tontas demasiado listas. O quizá fuese él demasiado transparente.

Dos años después de abandonar la espléndida casa de Clitumna, moría su padre tras hundirse con toda alegría en una cirrosis terminal; y si él era el precio que Clitumna estaba dispuesta a pagar para atrapar al hijo, surtió efecto como treta, y más cuando Sila descubrió que Clitumna no mostraba oposición alguna a compartir sus favores —y su cama— con Nicopolis, la furcia griega. Los tres entablaron una cómoda relación en la casa del Palatino, una relación que únicamente halló un molesto tropiezo: la debilidad de Sila por los jovencitos. No era —perjuró a sus dos mujeres— una grave debilidad; a él no le agradaban los inocentes ni le gustaba seducir a los hijos de los senadores que correteaban por las zonas de entrenamiento del Campo de Marte, jugando a esgrima con espadas de madera y saltando sobre piedras almohadilladas como si fuesen caballos de verdad. No, a él le gustaban los putos, los guapitos profesionales que se las sabían todas. La verdad era que le recordaban a él mismo cuando tenía sus años.

Pero como sus mujeres detestaban a los putos, y él, pese a sus apetitos sexuales, era muy hombre, procuraba contener esa tendencia de sus deseos en pro de la armonía del hogar o bien se permitía echar una cana al aire sin que se enterasen Clitumna y Nicopolis. Hasta aquella noche de fin de año, últimas horas del consulado de Publio Cornelio Escipión Nasica y Lucio Calpurnio Bestia, las últimas horas previas al consulado de Marco Minucio Rufo y Espurio Postumio Albino. La velada de Metrobio, se habría denominado, de haber tenido autoridad para ello Clitumna y Nicopolis.

A los tres les encantaba el teatro, pero no las obras intelectuales griegas de Sófocles, Esquilo y Eurípides, con máscaras y profundas voces gruñonas declamando poesía altisonante. No, a ellos les gustaba la comedia, las obras latinas de Plauto, Nevio y Terencio, jocosas y desternillantes; y por encima de todo, las simplezas mímicas y estúpidas representadas sin máscaras con rameras desnudas, tontos torpes, prostitutas que aparecían a toque de trompeta, bromas pesadas traídas por los pelos y tramas inverosímiles improvisadas sobre la marcha e inspiradas en repertorios clásicos. Mariquitas altas con culos postizos cimbreantes, el movimiento de un dedo más elocuente que mil palabras, suegros con los ojos vendados que confundían tetas con melones maduros, adúlteros locos y dioses borrachos. Nada era sagrado en el reino de Mimo.

Tenían amistad con todos los comediantes y directores de Roma y consideraban que una fiesta no era fiesta si no acudía un elenco de "nombres". Para ellos el teatro trágico no existía, y en eso eran auténticos romanos, porque los romanos eran partidarios de la carcajada.

Por lo tanto, a la fiesta de Año Nuevo en casa de Clitumna fueron invitados Escilax, Astera, Milo, Pedocles, Dafne y Marsias. Era, naturalmente, una fiesta de disfraces. A Clitumna le encantaba disfrazarse, igual que a Nicopolis, y a Sila le divertían las transformaciones femeninas de cierto tipo, aquellas en que se ve que el disfrazado es un hombre y hace reír a los demás con sus payasadas al imitar a las mujeres.

Así que Sila se disfrazó de la Gorgona Medusa, con una peluca de auténticas culebras vivas que hacían chillar espantados a todos los invitados cada vez que inclinaba la cabeza y amenazaba con embestirlos, complementado con una sutil túnica en seda de Cos que dejaba traslucir a la concurrencia su gran serpiente propia. Su madrastra se disfrazó de mono, dedicándose a hacer cabriolas y a rascarse un ropaje peludo, enseñando las nalgas pintadas de azul. Nicopolis, bastante más ortodoxa, por ser bastante más bonita que Clitumna, optó por transformarse en Diana cazadora, mostrando sus esbeltas piernas y un seno perfecto, dedicándose a retozar por la sala, haciendo que las flechitas de su carcaj sonaran al mismo tiempo que la música de flautas, gaitas, campanas, liras y tambores.

La fiesta comenzó de lo más divertido con la aparición de Sila y su disfraz de serpientes, un auténtico éxito; pero Clitumna vestida de mono era lo más desternillante. Corrió el vino, y carcajadas y chillidos llenaron el jardín del peristilo detrás de la casa y volvieron locos a todos los vecinos conservadores durante las horas que el año viejo tardó en transformarse en año nuevo. Luego, Escilax, el último invitado que llegó a la casa, cruzó el umbral balanceándose sobre unos coturnos con suela de corcho, peluca rubio-dorado y enormes tetas bajo un soberbio peplo y maquillado al estilo de una puta vieja. ¡Pobre Venus! Vestido de Cupido, le seguía Metrobio.

La serpiente grande de Sila, nada más verlo, se puso en guardia, cosa que no gustó nada al mono ni a Diana cazadora. Aunque tampoco le gustó nada a Venus-Escilax. Luego se sucedieron escenas tan alocadas como las de la farsa y el mimo: un trasero azul cimbreándose, un seno desnudo balanceándose, una peluca rubia desmelenándose, una serpiente humana cimbreándose y un jovencito emplumado contoneándose. Y como colofón, el mejor zarandeo de todos a cargo de Metrobio y Sila en un rincón, no tan discreto como habían previsto, disfrutando de un cuerpo a cuerpo sodomítico.

Claro que sabía que cometía un grave error, pero no lo había podido evitar. Desde el momento en que reparó en el tinte chorreando por aquellos muslos sedosos, las largas pestañas encuadrando aquellos ojos brillantes, negros como la noche, Sila se supo arrobado, encandilado, conquistado sin remisión. Y cuando su mano rozó la sutil faldilla que llevaba el muchacho y la alzó un poco para contemplar el encanto que cubría, tan lampiño y morenito, nada en el mundo habría podido impedirle llegar a mayores y arrastrar al chico hasta un rincón, detrás de un enorme puf, para poseerle.

Poco faltó para que la farsa se convirtiese en tragedia. Clitumna asió una copa antigua de vidrio de Alejandría, la rompió e intentó con todas sus ganas marcar el rostro de Sila. A la vista de lo cual, Nicopolis se abalanzó sobre ella con un jarro de vino y Escilax se puso a perseguir a Metrobio enarbolando uno de sus coturnos. Los demás interrumpieron la fiesta para divertirse contemplándolos. Afortunadamente, Sila no estaba tan borracho para haber perdido sus extraordinarias dotes físicas y supo contenerlos sin contemplaciones. A Escilax le propinó tal mojicón en uno de los pintarrajeados ojos, que se lo dejó contusionado durante un mes, a Diana le clavó en las piernas las flechitas de su carcaj, y a Clitumna la tumbó sobre sus rodillas y le propinó una azotaina que le dejó las nalgas más negras que azules. Tras lo cual dio un beso de tornillo al muchacho en agradecimiento y se fue a la cama indignadísimo.

Sólo aquel amanecer de Año Nuevo comprendió Sila lo que sucedía. Ya no era farsa ni comedia, sino una extraña tragedia urdida más insidiosamente que ninguna de las tramas ideadas por Sófocles en sus horas más bajas sobre las payasadas entre hombres y dioses. Aquel día de Año Nuevo era el cumpleaños de Sila. Treinta años exactamente.

En aquel momento volvió la vista a las dos mujeres que vociferaban hasta desgañitarse en la cama. Ya no quedaba nada de la Medusa de la noche anterior, pero las miró con tal furia, pena y odio, que ambas se quedaron inmediatamente como si fuesen de piedra y permanecieron sentadas sin osar moverse mientras él se ponía una túnica blanca limpia y un esclavo le endosaba la toga, una prenda que no llevaba hacia años, salvo cuando iba al teatro. Sólo después de que hubo salido se atrevieron las mujeres a moverse, se miraron mutuamente y rompieron a llorar; no por su propio pesar, sino por el del hombre, que no acertaban a entender.

 

Lo cierto es que Lucio Cornelio Sila, que aquel día cumplía treinta años, vivía una mentira. Siempre había vivido una mentira. El mundo en el que había vivido aquellos treinta años —un mundo lleno de borrachos, mendigos, actores, putas, charlatanes y libertos— no era su mundo.

Abundaban en Roma los hombres con el apellido Cornelio, pero lo habían adquirido porque un padre, un abuelo o alguien muchas generaciones antes, esclavo o campesino, había pertenecido a un patricio de la alta aristocracia llamado Cornelio. Cuando aquel patricio los emancipaba para celebrar una boda, un cumpleaños o un entierro, o porque habían ahorrado de su salario el precio de compra, tomaban su nombre y así se convertían en Cornelios. Todos aquellos Cornelios eran clientes de algún Cornelio patricio en agradecimiento a la ciudadanía que habían adquirido con el nombre.

Salvo Clitumna y Nicopolis, la gente que conocía a Lucio Cornelio Sila suponían sin más que era un Cornelio de aquéllos, hijo, nieto o descendiente tras varias generaciones de un Cornelio esclavo o campesino, y, por su físico de bárbaro, era mucho más probable que fuese de ascendencia esclava que campesina. Desde luego que había nobles patricios llamados Cornelio Escipión, Cornelio Léntulo y Cornelio Merula, pero ¿quién había oído hablar de un patricio llamado Cornelio Sila? ¡Nadie sabía siquiera lo que significaba la palabra Sila!

Pero lo cierto era que Lucio Cornelio Sila, inscrito por los censores con arreglo a sus medios entre los capiti censi, el censo por cabezas de las masas romanas sin bienes de ningún tipo, era un noble patricio, hijo de un noble patricio y nieto de un noble patricio, y así sucesivamente generación tras generación hasta los tiempos de la fundación de Roma. Su linaje le confería eminente elegibilidad para la gloria de la jerarquía política, el cursus honorum. Por nacimiento tenía derecho al consulado.

Su tragedia la constituía su penuria, la incapacidad paterna para aportar las rentas o las propiedades necesarias para inscribir a su hijo aunque fuese en la más inferior de las cinco clases económicas, pues todo lo que el padre le había legado era la ciudadanía monda y lironda. No era para Lucio Cornelio Sila la franja roja en el hombro derecho de la túnica, la estrecha de caballero o la ancha de senador. Los que le conocían le habían oído decir que su tribu era la Cornelia, y se reían al oírlo, y, Suponiendo que era de origen esclavo, imaginaban que sería una tribu urbana, la Esquilina o la Suburana, porque la Cornelia rural era una de las cuatro más antiguas entre las treinta y cinco tribus romanas y en ella no había miembros del censo por cabezas.

En su trigésimo aniversario, Síla habría debido ingresar en el Senado, como cuestor elegido aprobado por los censores o por simple derecho de nacimiento, nombrado por los censores sin necesidad de ser cuestor electo.

Sin embargo, no era más que un simple juguete de dos mujeres, y no abrigaba esperanza alguna de llegar a poseer una fortuna que le permitiese ejercer su derecho de nacimiento. El año que se avecinaba era año de elección de censores. ¡Quién pudiera presentarse ante el tribunal de inscripción del Foro presentando pruebas de una fortuna productora de un millón de sestercios de renta anual! Era el mínimo para los senadores. Pero, tal como estaban las cosas, carecía totalmente de fortuna y sus ingresos nunca habían superado los diez mil sestercios al año, incluso ahora que le mantenían las mujeres. La definición de pobreza abyecta en Roma la daba la incapacidad de poseer un solo esclavo, y eso significaba que había habido épocas en la vida de Sila en las que había sido abyectamente pobre. El, un Cornelio patricio.

Durante aquellos dos años de osado desafío en los que había habitado la vivienda de la ínsula en el Esquilino, cerca del Agger, se había visto obligado a buscar trabajo en los muelles del puerto de Roma, bajo el Puente de Madera, había cargado ánforas de vino y vaciado cargas de trigo para conservar ese esclavo que para los demás era signo de no ser abyectamente pobre. Pero conforme se había hecho mayor, fue creciendo su orgullo, o, mejor dicho, el convencimiento de su grave humillación. Jamás había sucumbido a la acuciante necesidad de conseguir un trabajo fijo, aprender un oficio en una fundición o en una carpintería, o hacerse escriba, secretario de mercader o copiar manuscritos para una editorial o una biblioteca de préstamos. Para trabajar en los muelles, en los jardines del mercado o en cualquier obra, nadie hacia preguntas, pero cuando uno va al mismo lugar de trabajo día tras día, todos preguntan cosas. Además, Sila no podía tampoco alistarse en el ejército, porque para eso también era necesario tener propiedades. Con derecho por nacimiento a mandar un ejército, en su vida había manejado la espada, montado a caballo ni arrojado una lanza; ni siquiera en los terrenos de ejercicio y las plazas de entrenamiento de la Villa Pública y el Campo de Marte. El, un Cornelio patricio.

Quizá si hubiese acudido a suplicar a algún amigo remoto de un patricio de la familia se hubiese remediado su situación con la obtención de un buen préstamo, pero el orgullo —que permitía que unas mujeres vulgares llenaran su estómago— le impedía suplicar. La verdad es que no quedaban Cornelios patricios de la rama de los Sila, sino Cornelios lejanos, indiferentes a sus apuros económicos. Más valía ser un don nadie que alguien mascullando por las obligaciones contraídas por un préstamo importante. El, un Cornelio patricio.

No tenía la menor idea de a dónde dirigirse al cruzar la puerta de la casa de su madrastra, pero con sólo olfatear el aire húmedo se disipó su angustia. Dados sus orígenes, extraño lugar para vivir había elegido Clitumna en aquella calle ocupada por abogados famosos, senadores y caballeros de la clase media, una zona demasiado baja en el Germalus del Palatino para contar con vista, pero lo bastante próxima al centro político y comercial de la urbe: el Foro Romano y las basílicas circundantes, con sus mercados y galerías de soportales. Desde luego a Clitumna le complacía la seguridad de aquella vecindad, lejos de los lupanares del Subura y los crímenes consiguientes, pero sus ruidosas fiestas y equívocas amistades habían provocado numerosas y airadas delegaciones de aquellos vecinos partidarios de la paz y la tranquilidad. Flanqueaban su casa la del próspero mercader-banquero y director de empresa Tito Pomponio y la del senador Cayo Julio César.

No es que la viesen mucho, pues era la ventaja (o el inconveniente, según se mire) de las casas con vista interior de fachada sin ventanas y patio central con jardín de peristilo, aislada de los vecinos por las habitaciones que la rodeaban; pero no cabía duda de que cuando las fiestas de Clitumna desbordaban el comedor y se extendían por el patio abierto y el jardín peristilado, los ruidos estridentes cruzaban los límites de su propiedad y constituían la principal molestia para el vecindario.

Ya había amanecido. Unos pasos más allá, Sila veía a las mujeres de Cayo Julio César caminando recatadamente con sus zapatos de invierno de gruesa suela de corcho y tacón más alto, y advirtió los delicados pies alzándose sobre la basura. Irían a ver la ceremonia inaugural, pensó, mientras aminoraba el paso y contemplaba aquellas figuras bien abrigadas con el aprecio natural de un hombre de fuertes impulsos sexuales irrefrenables. La esposa era Marcia, hija del que había construido el acueducto Aqua Marcia, mujer de poco más de cuarenta... cuarenta y cinco, pero aún esbelta y de buen ver; una hembra alta, morena, con muy buen aspecto. Aunque no se podía comparar con las hijas, unas auténticas Julias, dos bellezas rubias; para Sila, era la menor la que se llevaba la palma. Ya hacía tiempo que las veía ir de vez en cuando al mercado a comprar con la mirada, porque sus bolsas, bien lo sabía él, eran tan delgadas como sus cuerpos. Era una familia que conservaba el honor senatorial por los pelos. El caballero Tito Pomponio, el vecino de Clitumna del otro lado, era mucho más acomodado.

El dinero es lo que manda en el mundo. Sin dinero, un hombre no era nada. No era de extrañar que cuando alguien alcanza un puesto en el que tiene ocasión de robar para enriquecerse, no dude en hacerlo. Pero un hombre que quiera enriquecerse en política, primero debe asegurarse de que le elijan pretor; a partir de ese momento hace su fortuna y quedan compensados los años de inversión. El destino del pretor es el gobierno de una provincia y en ella es un dios que actúa a sus anchas. Si puede, organiza una guerra contra cualquier tribu bárbara fronteriza, se apodera del oro y los tesoros sagrados, vende los cautivos como esclavos y se embolsa el producto. Y si no hay Posibilidades de guerra, quedan otros recursos: comerciar en grano a cambio de materias primas, prestar dinero a interés exorbitante (y usar el ejército para cobrarlo, en caso necesario), manipular los libros de recaudación de impuestos, vender la ciudadanía romana a determinado precio o recibir comisiones ilícitas por cédulas gubernamentales eximiendo a una ciudad de su tributo a Roma.

Dinero. ¿Cómo obtenerlo? ¿De qué manera conseguir suficiente dinero para ingresar en el Senado? ¡Sueños, Lucio Cornelio Sila! ¡Sueños!

Cuando las mujeres de César doblaron a la derecha para tomar por el Clivus Victoriae, Sila se dio cuenta de a dónde se dirigían. Iban al área Flacciana, el lugar en que estaba emplazada la casa de Flaco. Cuando alcanzó el principio de la cuesta de marchita hierba invernal, las damas se disponían a sentarse en sus jamugas plegables y un fuerte individuo con aspecto de tracio estaba montando una tienda, abierta en su parte delantera, para guarecer a su ama de la lluvia que, por cierto, arreciaba. Sila vio que las dos Julias permanecían un rato sentadas recatadamente junto a su madre y que, en cuanto ella se puso a hablar con la esposa de Tito Pomponio, en avanzado estado de gravidez, cogieron sus sillas y echaron a correr hacia donde estaban las cuatro muchachas de Claudio Pulcro, sentadas bastante lejos de sus madres. ¿Las madres? ¡Ah, sí! Licinia y Domitia. A las dos las conocía bien; se había acostado con las dos. Sin mirar ,ni a derecha ni a izquierda, descendió la cuesta y se encaminó hacia el grupo de muchachas.

—Señoras —saludó, inclinando la cabeza—. Hace mal día.

Todas las mujeres de la colina sabían quién era, penosa e interesante consecuencia de su apurada situación. Aunque sus amigos del hampa siempre le tomaban por uno de ellos, no se daba tal error entre la nobleza romana, porque ellos sabían quién era y conocían su linaje e historia. Algunos le compadecían, unas cuantas, como Licinia y Domitia, se divertían con él en la cama, pero nadie le ayudaba.

Soplaba viento del nordeste y arrastraba un fuerte hedor a cremación, una mezcla de carbón húmedo, cal y cadáveres en gran cantidad. En el verano anterior se había incendiado todo el Vinimal y la parte alta del Esquilino; el peor incendio de la historia de Roma, en el que había quedado carbonizada casi una quinta parte de la ciudad hasta que el populacho consiguió demoler suficientes edificios para hacer un cortafuegos ante aquel infierno de las atiborradas viviendas de alquiler de las insulae del Subura y la parte baja del Esquilino. Gracias al viento y a la anchura del Vicus Longus no se había extendido el fuego al Quirinal, la colina más al norte dentro de las murallas Servianas.

Aunque habían transcurrido seis meses desde el incendio, desde el lugar en que se hallaba Sila en aquel momento, el solar de la casa de Flaco, se veía la terrible cicatriz cubriendo las alturas hasta mil pasos detrás del mercado Macellum, una milla cuadrada de tierra ennegrecida, edificios medio derruidos y desolación. No se conocía el número de víctimas, pero habían sido las suficientes para que ulteriormente no hubiese escasez de viviendas. La reconstrucción era lenta, y sólo aquí y allá se veían andamios de madera de treinta y más metros de altura, indicio de que una nueva insula de varios pisos iba a engrosar la bolsa de algún propietario urbano.

Regocijándose interiormente, Sila advirtió el nerviosismo de Licinia y Domitia al darse cuenta de que las saludaba a ellas, pero no pensaba ser considerado y dejarlas en paz. ¡Que sufran, estas puercas tontas! Se preguntaba si cada una sabría que él se había acostado con la otra, pero pensó que debían ignorarlo, lo cual añadía un especial componente picante a aquel encuentro. Con ojos alborozados, observó sus mutuas miradas furtivas y las que dirigían a las otras mujeres que allí se hallaban, además de Marcia. ¡Oh, Marcia, no! ¡Pilar de rectitud! ¡Monumento de virtud!

—Fue una semana horrible —dijo Licinia con voz excesivamente chillona, sin apartar la vista de las colinas calcinadas.

—Sí —añadió Domitia con un carraspeo.

—¡Yo estaba aterrada! —balbució Licinia—. Entonces vivíamos en el Carinae, Lucio Cornelio, y veíamos el fuego cada vez más cerca. Desde luego, en cuanto se hubo extinguido, convencí a Apio Claudio para que nos mudásemos a este lado de la ciudad. En ningún sitio se está a salvo del fuego, pero aquí por lo menos tenemos el Foro y la marisma que nos separa del Subura.

—Fue precioso —dijo Sila, recordando las noches de aquella semana en que había acudido a lo alto de la escalinata de las Vestales a contemplarlo, imaginándose que el monstruoso espectáculo que veía era una ciudad enemiga tras el saqueo ordenado por él, general de Roma—. ¡Precioso! —repitió.

La satisfacción con que pronunció aquella palabra hizo que Licinia levantase la vista muy a su pesar, y lo que vio le hizo volver los ojos de nuevo rápidamente, lamentando amargamente haberse entregado a aquel hombre. Sila era demasiado peligroso, y no estaba muy bien de la cabeza.

—De todos modos, este viento no es nada benéfico —arguyó iiigeniosamente. Mis primos Publio y Lucio Licinio compraron un gran terreno en la parte destruida y dicen que dentro de unos años el precio se habrá elevado mucho.

Era de la familia de Licinio Craso, uno de los multimillonarios de Roma. ¿Y por qué no podría él encontrar una novia rica, igual que había hecho aquel Apio Claudio Pulcro? Muy sencillo, Sila: porque ningún padre, hermano o tutor de una muchacha noble y rica consentiría semejante trato.

Se esfumaron sus deseos de entretenerse con las mujeres, y, sin decir palabra, dio media vuelta y comenzó a descender la cuesta hacia el Clivus Victoriae. Al pasar, advirtió que a las dos Julias las habían llamado al orden y estaban de nuevo sentadas junto a la madre bajo el toldo. Las miró con sus extraños ojos, sin fijarse mucho en la mayor pero recreándose en la pequeña. ¡Por los dióses que era preciosa! Un pastelillo de miel y néctar, un bocado para los dioses del Olimpo. Sentía dolor en el pecho y se masajeó por debajo de la túnica para calmarlo. No obstante, pudo percatarse de que la Julia menor se volvía desde su asiento para mirarle mientras se alejaba.

Bajó la escalinata de las Vestales hasta el Foro Romano y tomó por el Clivus Capitolinus hasta alcanzar las últimas filas de la multitud, ante el templo de Júpiter Optimus Maximus. Uno de sus talentos particulares era su capacidad para suscitar temblores de inquietud en la gente que le rodeaba, que en seguida procuraban alejarse de él; solía emplearlo principalmente para conseguir un buen asiento en el teatro, y ahora se servía de ello para ganar acceso a las primeras filas de los caballeros, desde las que se veía perfectamente el lugar del sacrificio. Aunque no tenía derecho a situarse allí, sabía que nadie iba a echarle. Muy pocos caballeros sabían quién era, e incluso entre los senadores había rostros que le eran desconocidos, pero había muchas personas que le conocían y eso garantizaba que tolerasen su presencia allí.

Había cosas que ningún tipo de aislamiento del cauce de la vida pública nobiliaria podía erradicar; quizá, después de tantas generaciones —diez siglos ininterrumpidos—, se llevaran en la sangre a guisa de campanas de alerta que suenan cuando se avecina un desastre o una desgracia. Por su gusto, él nunca había optado por seguir los acontecimientos Políticos en el Foro Romano, y había llegado a la conclusión de que era preferible ignorarlos y no participar en aquella vida que le estaba vedada. Y, sin embargo, allí, entre las primeras filas de los caballeros, supo que iba a ser un año aciago. Su sangre se lo decía: iba a ser otro de los años malos de su larga vida de años adversos desde que Tiberio Sempronio Graco había sido asesinado y, luego, diez años después, su hermano Cayo Graco obligado al suicidio. Los puñales habían brillado en el Foro y se había empañado la suerte de Roma.

Era casi como si Roma fuese menguando, perdiendo el resuello político. Una asamblea de mediocres e ineptos, pensó mientras recorría con la vista aquellas filas. Allí estaban, de pie y medio dormidos, a pesar de la fría llovizna, los responsables de que hubiesen muerto más de treinta mil valiosos soldados romanos e itálicos en menos de diez años, la mayoría por culpa de la ambición personal. De nuevo el dinero. Dinero, dinero. Aunque también intervenía el poder. El poder, no había que subestimarlo jamás. ¿Cuál de los dos era primero? ¿Cuáles los medios y cuál el fin? Probablemente era una cuestión que dependía del individuo. ¿Quiénes de aquella reunión deleznable eran los grandes, los capaces de engrandecer Roma en vez de mermarla?

El buey blanco se debatía. No era de extrañar, viendo al cónsul del año. A mí no me gustaría prestar mi cuello blanco al matarife por pura complacencia de Espurio Postumio Albino, por muy patricio que sea, pensó. Pero ¿de dónde sacarían el dinero? Y en ese momento recordó que los Postumios Albino siempre se casaban con ricas herederas. Malditos sean.

Ya brotaba la sangre. Un buey adulto tenía mucha sangre. Qué despilfarro de potencia, de poder y de fuerza. Claro que... el color era bonito; carmesí intenso, la sangre era escurridiza y espesa y chorreaba cuesta abajo por entre los pies. Le fascinaba y no podía apartar los ojos de ella. ¿Todo lo que encerraba energía tenía tono rojizo? El fuego, la sangre, su propio pelo, los penes, los zapatos senatoriales, los músculos, el metal en fusión, la lava...

Había que marcharse. ¿Adónde? Alzó los ojos, aún con la imagen de aquella escena sangrienta, y se cruzó con la mirada furiosa de un senador alto con la toga praetexta de magistrado mayor. ¡Asombroso! ¡Aquél sí que era un hombre! ¿Quién sería? No tenía el físico de ninguna de las familias famosas. A pesar de vivir aislado de sus iguales, Sila conocía perfectamente sus rasgos físicos distintivos.

Fuera quien fuese, aquél no era miembro de ninguna familia notable. Para empezar, su nariz delataba en él algo de celta, y era demasiado bajo y estirado para ser un romano de pura sangre. ¿Sería de Picenum? ¡Y vaya cejas tan enormes! Sí, sería celta. Dos cicatrices de guerra en el rostro; pero no se lo desfiguraban. Sí, un tipo formidable, fiero, orgulloso e inteligente. Una verdadera águila. ¿Quién sería? Un antiguo cónsul no era, porque él los conocía a todos; hasta los supervivientes más ancianos. Sería un pretor. Pero, desde luego, no era pretor de aquel año, porque ésos estaban todos como una piña detrás de los cónsules, en actitud de gran dignidad y tan pintiparados como reinas viejas con almorranas.

¡Baaah! Sila dio bruscamente media vuelta y se alejó de aquella gente, incluido el ex pretor con porte de águila. Había que marcharse. ¿Adónde? ¿Dónde iba a ir, de no ser al único refugio de que disponía, entre los cuerpos húmedos y avejentados de su madrastra y su querida? Se encogió de hombros con desdén. Peores destinos y lugares había. Pero una voz interior le decía que no, no para un hombre que aquel día habría merecido estar en el Senado.

* * *

El inconveniente de ser soberano ungido de visita en Roma era que no se podía cruzar el pomerium o límite sagrado. Por eso Yugurta, rey de Numidia, se vio obligado a pasar el día de Año Nuevo paseando de arriba abajo en la carísima villa que había alquilado en la falda de la colina Pinciana con vista a la gran curva del Tíber que circundaba el Campo de Marte. El agente que le había proporcionado la residencia le habló maravillas de la panorámica, con la vista a lo lejos del Janículo y de la colina Vaticana y los verdes céspedes de las llanuras Marte y Vaticana bordeadas por el Tíber. ¡Pero no había ríos comparables al gran padre Tíber de Numidia! Aquel presuntuoso agente hablaba por hablar, ocultando el hecho de que representaba a un senador que profesaba inquebrantable lealtad a la causa de Yugurta, pero que ansiaba cerrar un trato con su villa que le procurase la suma necesaria para abastecerse durante los meses venideros de las costosísimas angulas. ¿Por qué se imaginaban que un hombre —¡y no digamos un rey!— por el hecho de no ser romano tenía necesariamente que ser imbécil y dejarse engañar? Yugurta sabía perfectamente quién era el dueño de la villa, y no ignoraba que le engañaban en lo del alquiler, pero la franqueza tiene su momento y su lugar, y Roma en el momento en que habían cerrado el trato de la villa no era un lugar oportuno para la franqueza.

Allí estaba, sentado en el porche, ante el vasto jardín con peristilo, sin nada que entorpeciera la vista. Pero para Yugurta era una vista exigua; y cuando el viento soplaba en determinada dirección, el hedor del excremento humano empleado como fertilizante para los jardines del mercado externo del Campo de Marte, que bordean la Via Recta, era tan intenso que le hacía desear haber elegido una residencia más alejada, por Bovillae o Tusculum. Acostumbrado a las grandes distancias de Numidia, le parecía que el camino de quince millas desde Bovillae o Tusculum era una fruslería Y como resultaba además que no podía entrar en la ciudad, ¿de qué le servía que le hubiesen alojado casi encima de su maldito límite sagrado?

Desde luego, si giraba noventa grados podía ver los farallones traseros del Capitolio y la parte posterior del imponente templo de Júpiter Optimus Maximus, en el que —como le aseguraban sus agentes— en aquel preciso momento celebraban los nuevos cónsules la primera reunión senatorial del año en que iban a desempeñar el cargo.

¿Cómo había que hacer los tratos con romanos? Si lo hubiera sabido no habría estado tan preocupado como necesariamente tenía que admitir que estaba.

 

Al principio había parecido bastante sencillo. Su abuelo era el gran Masinisa, artífice del reino de Numidia a partir de los despojos que Roma había dejado de la Cartago púnica a lo largo de dos mil millas de la costa del norte de Africa. Al principio, Masinisa había acaparado el poder con la explícita connivencia de Roma, pero después, cuando hubo alcanzado un gran poderío y el aire púnico de su administración comenzó a inquietar a los romanos, temerosos del resurgir de una nueva Cartago, Roma había cambiado un tanto de actitud. Afortunadamente para Numidia, Masinisa había muerto en el momento oportuno y, sabiendo perfectamente que a un rey poderoso siempre le sucede uno débil, había testado que Numidia fuese dividida por Escipión Emiliano entre sus tres hijos. ¡Era listo Escipión Emiliano! No dividió en tres partes el territorio de Numidia, sino que dividió las funciones reales de los tres herederos. Al mayor le encomendó la custodia del tesoro y los palacios, al mediano le nombró jefe guerrero de Numidia y al más joven le otorgó las funciones de la ley y la justicia. Lo cual significaba que el hijo que mandaba en el ejército no disponía de dinero para fomentar la rebelión, el hijo que disponía del dinero carecía de fuerzas para fomentarla, y el hijo que tenía la ley en su mano quedaba sin dinero ni ejército para pensar en ella.

De todos modos, antes de que el tiempo y el resentimiento acumulado hubieran fomentado la rebelión, los dos hijos menores murieron y quedó reinando sólo el mayor, Micipsa. Pero los dos hermanos difuntos habían dejado hijos que complicaban el futuro del reino: dos hijos legítimos y uno bastardo llamado Yugurta. Uno de ellos ascendería al trono a la muerte de Micipsa, pero ¿cuál de ellos? Después, ya con bastante edad, el propio Micipsa tuvo dos hijos, Adérbal y Hiémpsal, y con ello la corte se convirtió en un hervidero de rivalidades, dado que las edades de todos los posibles herederos seguían un orden totalmente inadecuado. Yugurta, el bastardo, era el mayor, y los hijos del rey en funciones eran unos niños.

Su abuelo Masinisa había repudiado a Yugurta, no tanto por ser bastardo, sino porque su madre era de la clase más baja del reino, una muchacha nómada beréber. Micipsa había heredado esa aversión de Masinisa hacia Yugurta, y al ver que éste se había convertido en un varón atractivo e inteligente, halló el medio de eliminar al pretendiente al trono de más edad. Escipión Emiliano había pedido a Numidia tropas auxiliares para cooperar en el sitio de Numancia, y lo que hizo Micipsa fue enviar la leva militar al mando de Yugurta, pensando que perecería en Hispania.

Pero no había sucedido nada de eso, sino que Yugurta cumplió en la guerra como un buen guerrero y además hizo buenos amigos entre los romanos, sobre todo dos, que serían sus más íntimos y preciados, que por entonces eran tribunos militares subalternos agregados al estado mayor de Escipión Emiliano, por nombres Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo. Los tres tenían la misma edad, veintitrés años, y al final de la campaña, cuando Escipión Emiliano convocó a Yugurta a su tienda del puesto de mando para declamar una homilía a propósito de tratar honorablemente con Roma en lugar de con ningún romano en particular, Yugurta se las compuso para mantener un rostro imperturbable Pues si algo había aprendido por su contacto con los romanos durante el sitio de Numancia era lo siguiente: que casi todos los que aspiraban a altos cargos públicos padecían una carencia crónica de dinero. Es decir, que se les podía comprar.

Yugurta regresó a Numidia con una carta de Escipión Emiliano al rey Micipsa en la que elogiaba tanto la valentía, el buen sentido y la superior inteligencia del guerrero, que en el viejo Micipsa desapareció la aversión heredada de su padre. Y aproximadamente cuando Cayo Sempronio Graco moría en el bosque de Furrina, a los pies de la colina Janícula, el rey Micipsa adoptó oficialmente a Yugurta y le elevó a la categoría de primer candidato al trono de Numidia. Sin embargo tuvo la prudencia de señalar que Yugurta no podía llegar a ser rey y que su papel se limitaba a la tutela de los dos herederos, que ya alcanzaban la adolescencia.

Al poco de haber ordenado así las cosas, moría el rey Micipsa dejando dos herederos de corta edad y a Yugurta de regente. Al cabo de un año, Hiémpsal, el hijo menor de Micipsa, era asesinado por instigación de Yugurta, mientras que el mayor, Adérbal, escapaba y huía a Roma, en donde compareció ante el Senado y pidió a Roma la intervención en los asuntos de Numidia para que privara a Yugurta de toda autoridad.

 

—¿Por qué los tememos tanto? —inquiría Yugurta, volviendo de sus reflexiones a la realidad presente, aquella mañana en que el sutil velo de la lluvia caía sobre los campos de maniobra y los jardines de los mercados, Oscureciendo totalmente la orilla opuesta del Tíber.

Había unos veinte hombres en el porche, pero todos menos uno eran guardaespaldas; no gladiadores mercenarios, sino los propios hombres de Yugurta, indígenas de Numidia, los mismos que, de hecho, le habían traído la cabeza del príncipe Hiémpsal siete años antes y que cinco años después le habían obsequiado también con la cabeza del príncipe Adérbal.

La Única excepción —y la persona a quien Yugurta había dirigido la pregunta— era un hombre alto, de rasgos semitas y casi de igual corpulencia que el rey, sentado en una confortable silla a su lado. Un desconocido los habría considerado parientes, lo que eran en realidad, pese a que se trataba de un detalle que el rey prefería olvidar. La madre repudiada de Yugurta, simple nómada de una tribu poco importante de los bereberes gétulos, era una muchacha de humilde extracción a quien el destino había agraciado con un rostro y un cuerpo dignos de Helena de Troya. Y el acompañante del rey, aquel horrible día de Año Nuevo, era su hermanastro, hijo de la humilde madre y de un señor de la corte con el que el padre de Yugurta la había casado por conveniencia. El hermanastro se llamaba Bomílcar y le era muy fiel.

—¿Por qué los tememos tanto? —repitió Yugurta con mayor énfasis.

Bomílcar bostezó.

—Yo creo que la respuesta es fácil —respondió—. Lleva un casco de hierro parecido a un orinal al revés, una túnica anaranjada, y encima una camisa larga de malla. Va armado con una ridícula espada corta, un puñal casi igual, y una o dos lanzas de punta corta. No es un mercenario y ni siquiera es pobre. Se llama soldado de infantería romano.

Yugurta lanzó un gruñido y acabó asintiendo con la cabeza.

—Eso sólo responde en parte a mi pregunta, barón. Los soldados romanos también son perecederos y mueren.

—Mueren pero resisten mucho —replicó Bomílcar.

—No, hay algo más. ¡No lo entiendo! Se les puede comprar como quien compra pan en un horno, y eso debe querer decir que por dentro son tan blandos como el propio pan. Pero no lo son.

—¿Te refieres a sus dirigentes?

—Sus dirigentes. ¡Los eminentes padres conscriptos del Senado son pura corrupción! Y en consecuencia deberían ser pura decadencia, blandos, insustanciales. Pero no lo son. Son tan duros como el pedernal, fríos como el hielo y tan sutiles como un sátrapa parto. Nunca ceden. Te aseguras a uno, le amansas hasta el servilismo y de repente desaparece y te encuentras tratando con una cara distinta en circunstancias distintas.

—Y eso sí de pronto no te topas con uno a quien necesitas y no puedes sobornar, y no porque no tenga un precio, sino porque, sea cual sea éste, tú no puedes ofrecérselo, y no hablo de dinero —añadió Bomilcar.

—Los aborrezco a todos —farfulló Yugurta.

—Y yo. Pero eso no nos libra de ellos, ¿no es cierto?

—¡Numidia es mía! —exclamó el rey—. ¡Ellos ni siquiera la quieren! Lo único que desean es entrometerse, ¡estorbar!

—No me preguntes, Yugurta, porque no lo sé —añadió Bomílcar extendiendo las manos—. Lo único cierto es que estás aquí en Roma, sentado, y la solución se halla en manos de los dioses.

Así es, pensó el rey de Numidia volviendo a sus pensamientos.

 

Cuando el joven Adérbal emprendió la fuga a Roma seis años antes, Yugurta supo reaccionar inmediatamente. Envió a Roma una embajada con oro, plata, joyas, obras de arte y todo lo necesario para halagar el gusto nobiliario de un romano. Era curioso que no pudiera sobornárseles con mujeres o muchachos; sólo con mercancías negociables. El resultado de la embajada había sido bastante satisfactorio dadas las circunstancias.

A los romanos los obsesionaba aquello de los comités y las comisiones, y nada los complacía más que enviar un grupito de funcionarios a un rincón remoto del planeta para Investigar, pontificar, adjudicar y mejorar. Otro optaría por ponerse a la cabeza de un ejército, pero los romanos se presentaban vestidos con togas, escoltados por simples lictores y ni un solo soldado a mano; comenzaban a dar órdenes y esperaban que se cumplieran como si hubiesen llegado al frente de un ejército, Y, en su mayor parte, eran obedecidos.

Lo que los volvía a situar ante la curiosa pregunta: ¿por qué los tememos tanto? Pues porque los tememos. Pero ¿por qué? ¿Quizá porque siempre hay entre ellos un Marco Emilio Escauro?

Había sido Escauro quien había impedido que el Senado se pronunciase a favor de Yugurta cuando Adérbal llegó a Roma a quejarse. ¡Una sola voz en una institución de trescientos individuos! Pero se había impuesto, había insistido impertérrito en Solitario hasta ganárselos a todos. Y de ese modo había sido por culpa de Escauro que había prevalecido un compromiso inaceptable para Yugurta y para Adérbal, y se había nombrado una comisión de senadores romanos encabezada por Lucio Opimio que viajó a Numidia y que, tras una investigación in situ, decidió lo que debía hacerse. ¿Y qué es lo que hizo el comité? Dividir el reino. A Adérbal le correspondió la parte oriental, con Cirta por capital, una región más poblada y con más comercio, aunque no tan rica como la zona occidental, que había correspondido a Yugurta, quien se encontró encajonado entre Adérbal y el reino de Mauritania. Complacidos con la resolución, los romanos habían regresado a su patria, y Yugurta se dispuso en seguida a vigilar al ratón Adérbal en espera del momento propicio para saltar sobre él. A la par que se guardaba las espaldas en el oeste casándose con la hija del rey de Mauritania.

Cuatro años aguardó pacientemente para atacar a Adérbal y a su ejército entre Cirta y su puerto de mar. Adérbal, vencido, se retíró a Cirta a organizar la defensa, ayudado por un amplio e influyente contingente de mercaderes romanos e itálicos que constituían la columna vertebral del comercio en Numidia. Nada había de raro en cuanto a su presencia en el país, pues por todo el planeta existían colonias de hombres de negocios romanos e itálicos al frente del comercio local, aun en lugares poco conectados con Roma y sin protección.

Naturalmente, la noticia de las hostilidades entre Yugurta y Adérbal había llegado rápidamente al Senado, y éste reaccionó enviando un comité de tres encantadores hijos de senadores (sería una valiosa experiencia para los jóvenes; a Roma no le importaba mucho aquella rencilla) para que echasen un rapapolvo a los númidas. Yugurta fue el primero en recibirlos; se las arregló para que no entraran en contacto con Adérbal ni con la población de Cirta y los hizo regresar a su país con ricos presentes.

Más tarde, Adérbal consiguió hacer llegar una carta a Roma en la que pedía ayuda. Siempre partidario de Adérbal, Marco Emilio Escauro se dispuso a partir inmediatamente hacia Numidia, a la cabeza de otro comité de investigación. Pero era tan peligrosa la situación con que se encontró en Africa, que los romanos se vieron obligados a permanecer dentro de los límites de su provincia africana y, finalmente, a regresar a Roma sin haber intervenido ante ninguno de los contendientes al trono ni haber podido influir en el curso de la guerra. Después, Yugurta fue a más y tomó Cirta para, lógicamente, ejecutar inmediatamente a Adérbal. Menos lógico resultó que Yugurta descargase su rencor contra Roma y ejecutase a todos los mercaderes romanos e itálicos de Cirta sin excepción, dado que con ello ofendía a Roma sin esperanzas de conciliación.

La noticia de la matanza de romanos residentes en Cirta había llegado a Roma quince meses atrás, en otoño. Y uno de los tribunos electos de la plebe, Cayo Memio, había puesto el grito en el cielo en el Senado, a tal extremo que no había manera de que Yugurta pudiese evitar la catástrofe por mucho que sobornase. Al segundo cónsul, Lucio Calpurnio Bestia, se le ordenó acudir a Numidia nada más asumir el cargo para demostrar a Yugurta que no podía asesinar impunemente a los ciudadanos romanos.

Pero Bestia era sobornable y sucumbió a las ofertas de Yugurta, con el resultado de que seis meses atrás éste había negociado una paz con Roma, entregando al cónsul más de treinta elefantes de guerra, una modesta cantidad de dinero para el erario de Roma y una cantidad mucho más importante, no determinada, para sus propias arcas. Roma pareció quedar satisfecha y Yugurta era, por fin, el indiscutible rey de Numidia.

Pero Cayo Memio, olvidando el hecho de que había concluido el plazo de su cargo de tribuno de la plebe, no cerró la boca y prosiguió con tesón su campaña de esclarecer del todo el asunto de Numidia, sin cejar en la acusación de cohecho a Bestia, por haber aceptado dinero de Yugurta a cambio de los derechos al trono. Y finalmente logró sus propósitos de intimidar al Senado para que actuase. El Senado envió a Numidia al pretor Lucio Casio Longino, con órdenes de traer a Roma al rey Yugurta para que facilitase a Cayo Memio los nombres de los que había sobornado todos aquellos años. Si se le hubiese requerido comparecer ante el Senado, la situación no habría sido tan peligrosa; pero es que se le pedía que compareciera ante la plebe.

Cuando Casio el pretor llegó a Cirta y presentó al rey las conminaciones, Yugurta no pudo negarse a acompañarle a Roma. Pero ¿por qué? ¿Por qué los temían tanto? ¿Qué podía realmente hacer Roma? ¿Invadir Numidia? iSiempre habría más cónsules como Bestia que como Cayo Memiio! ¿Por qué, entonces, los temían tanto? ¿Es que los romanos tenían tantas agallas como para enviar tranquilamente a un solo hombre que con un único gesto pudiera imponerse al rey de un país grande y rico?

Yugurta se había sometido. Preparó dócilmente su equipaje, eligió a dedo unos cuantos notables para que le acompañasen, escogió los cincuenta mejores miembros de la guardia real númida y se embarcó con Casio el pretor. De eso ya hacía dos meses. Dos meses durante los cuales no había sucedido casi nada.

¡Oh, sí, Cayo Memio había cumplido su palabra! Había convocado una asamblea de la plebe en el Circo Flaminio, fuera del perímetro del pomerium, límite sagrado de la ciudad, con lo que se impedía la asistencia del soberano ungido Yugurta. El propósito de aquella reunión era que todos los romanos interesados, de alta o de baja condición, oyesen al rey de Numidia contestar a las preguntas de Cayo Memio. A quiénes había sobornado y cuánto dinero había pagado. Todo el mundo en Roma sabía las preguntas que Cayo Memio iba a formular y por eso la convocatoria en el Circo Flaminio contó con una asistencia masiva, sus gradas se llenaron y los que llegaron tarde se acomodaron en bancos de madera con la esperanza de poderlas oír aun desde tan lejos.

Sin embargo, Yugurta sabía cómo enfocar su defensa, porque desde la experiencia de Hispania y los años sucesivos había aprendido muy bien: sobornó a un tribuno de la plebe.

A primera vista, el tribuno de la plebe era un cargo menor en la jerarquía senatorial. Los tribunos de la plebe no tenían imperium, palabra sin equivalente en el mundo númida. ¡Imperium! Pues bien, eso de ímperíum equivalía al grado de autoridad que posee un dios en la tierra. Con aquello, un solo pretor podía obligar a un gran rey a que le acompañase. Los gobernadores provinciales tenían imPerium, los cónsules tenían ímperíum, los pretores tenían imperium, curules y ediles tenían imperium, pero todos ellos poseían una clase distinta de imperium. La única evidencia tangible de imperium era el lictor. Los lictores eran ayudantes profesionales que iban delante del que ostentaba el imperium abriéndole paso y llevando sobre el hombro izquierdo el fasces o haz de varas sujetas con cintas rojas.

Los censores no tenían imperium. Ni los ediles de la plebe, ni los cuestores. Tampoco lo tenían los que más interesaban a Yugurta en sus propósitos: los tribunos de la plebe. Estos últimos eran los representantes elegidos del pueblo, ese vasto conjunto de ciudadanos romanos sin derecho a la alta distinción de ser patricios. Los patricios eran la aristocracia antigua, aquellos cuya familia había formado parte de los padres de Roma. Cuatrocientos años antes, cuando la república acababa de constituirse, sólo contaban los patricios, pero conforme algunos plebeyos adquirieron dinero y poder e ingresaron en el Senado ocupando una silla curul, también quisieron ser aristócratas, y el resultado fueron los nobilis. Así, la doble aristocracia la constituían los patricios y los nobles. Para ser noble bastaba con tener un cónsul en la familia, y nada impedía que un plebeyo llegara a cónsul. De este modo quedaban satisfechos el honor y la ambición de los plebeyos.

Los plebeyos tenían su propia asamblea de gobierno, a la que les estaba vedada la asistencia y el voto a los patricios. Pero tan poderosos se habían hecho los plebeyos, en detrimento de los patricios, que este nuevo organismo de la Asamblea de la Plebe era quien asumía la mayor parte de la legislación. Para que velaran por sus intereses, la plebe elegía diez tribunos renovables cada año, y ésa era la peor característica del gobierno romano: que sus magistrados sólo ocupaban el cargo durante un año, con la consecuencia de que no se podía sobornar a una persona, al no saber si iba a durar lo bastante para servir los intereses de uno. Así, cada año había que sobornar a un hombre distinto, y generalmente había que sobornar a varios.

No, un tribuno de la plebe no tenía imperium ni era un magistrado mayor; en apariencia, no contaba gran cosa. No obstante, habían logrado convertirse en los magistrados más importantes del común y disponían de auténtico poder, ya que eran los únicos con derecho a veto. Y era un veto que obligaba a todos; sólo el dictador quedaba exento de él. Pero hacía casi cien años que no había un dictador en funciones. Un tribuno de la plebe podía vetar a un censor, a un cónsul, a un pretor, al Senado, a sus nueve colegas tribunos de la plebe, vetar las reuniones, las asambleas, las elecciones, prácticamente cualquier cosa. Además, su persona era sacrosanta; es decir, no se le podía impedir fisicamente que ejecutara sus funciones. Y, además, hacía las leyes. El Senado no podía legislar, sino únicamente recomendar la adopción de una ley.

Es indudable que todo esto tendía a establecer un sistema equilibrado de controles para impedir la posible hegemonía política de un organismo o un individuo. Si los romanos hubieran sido una raza superior de animales políticos, el sistema habría dado resultado; pero como no lo eran, casi no funcionaba. De entre todos los pueblos en la historia universal, los romanos eran los más ingeniosos para encontrar subterfugios legales a la ley.

Por ello, el rey Yugurta sobornó a un tribuno de la plebe, un don nadie, que no era miembro de las familias ilustres ni acaudalado. No obstante, Cayo Bebio era tribuno electo de la plebe y, al esparcir ante sus ojos, sobre la mesa, aquel montón de denarios de plata, se limitó a guardar el tesoro en doce grandes sacos y se convirtió en sumiso servidor del rey de Numidia.

En las postrimerías del año viejo, Cayo Memio logró convocar la gran asamblea en el circo Flaminio para que Yugurta compareciera ante ella. Allí, con el rey en pie, sumiso en el estrado ante los miles de silenciosos asistentes, Cayo Memio le hizo la primera pregunta.

—¿Sobornasteis a Lucio Opimio?

Pero antes de que el rey pudiese contestar, Cayo Bebio interrumpió inesperadamente:

—¡Rey Yugurta, os prohíbo que respondáis a Cayo Memio!

No necesitaba decir nada más. Era el veto.

Conminado por el tribuno de la plebe a guardar silencio, Yugurta no podía contestar legalmente, y la Asamblea de la Plebe se disolvió en medio de los murmullos de protesta de los asistentes. Cayo Memio montó en tal estado de cólera, que sus amigos tuvieron que contenerle y llevárselo a casa, mientras Cayo Bebio abandonaba el circo con una actitud de sublime virtud que no engañaba a nadie.

Sin embargo, el Senado no había concedido permiso a Yugurta para regresar a su país, y por eso aquel día de Año Nuevo estaba allí sentado, en el porche de aquella villa alquilada a un precio exorbitante, maldiciendo a Roma y a los romanos. Ninguno de los dos nuevos cónsules le había dado indicio alguno de verse interesado en un obsequio personal, ninguno de los nuevos pretores merecía el esfuerzo de un soborno, y los nuevos tribunos de la plebe tampoco parecían muy predispuestos.

El inconveniente del soborno es que no puede dejarse por las buenas en el agua para que lo pesquen; primero el pescado tiene que salir a la superficie y hacer glu-glu para dar muestras de que le interesa tragarse la presa dorada. Si no hay nadie que muestre tal interés, hay que dejar flotar la carnada y aguardar pacientemente lo más posible.

Pero, ¿cómo iba a poder estarse allí sentado pacientemente mientras su reino era objeto de la codicia de otros pretendientes? Gauda, hijo legitimo de Mastanábal, y Masiva, hijo de Gulusa, ostentaban fundadas pretensiones, aunque no eran los únicos. Era vital regresar al país. Y él estaba allí, impotente. Y si se marchaba sin permiso del Senado, su partida seria considerada un acto de beligerancia. Por lo que le constaba, nadie en Roma quería la guerra, pero no estaba muy seguro de qué postura adoptaría el Senado si abandonaba Roma. Aunque no podía legislar, el Senado conservaba la última palabra en asuntos exteriores, desde declarar la guerra hasta dictaminar en la gobernación de las provincias romanas. Sus agentes le habían informado que Marco Emilio Escauro estaba furioso por el veto de Cayo Bebio; y Escauro tenía gran ascendiente sobre el Senado y ya le había hecho reaccionar a su voluntad. La opinión de Escauro era que Yugurta no prometía nada bueno para Roma.

Bomilcar, el hermanastro, permanecía sentado sin decir palabra, aguardando a que Yugurta saliera de su abatimiento. Tenía noticias, pero conocía de sobra al rey para no interrumpirle mientras se mostrase enfadado. Era un hombre estupendo, Yugurta. ¡De una gran habilidad innata! Y había padecido mucho por el accidente de su humilde origen. ¿Por qué sería tan importante lo hereditario? La sangre púnica cartaginesa de la nobleza númida era muy evidente en Yugurta, aunque también su sangre beréber por parte de madre. Los dos eran pueblos semitas, pero los bereberes habían vivido mucho más tiempo que los púnicos en el norte de Africa.

En Yugurta se equilibraban perfectamente los dos linajes semitas. De la belleza beréber de la madre, había heredado los luminosos ojos grises, la nariz recta y aquel rostro alargado y flaco de pómulos marcados, y la estatura. Mientras que la sangre púnica de su padre se evidenciaba en el negro cabello de finos rizos, el profuso vello, el cutis atezado y la fuerte estructura ósea. Quizá por eso resultaba tan imponente; aquellos ojos causaban impacto en la oscuridad. Y miedo. Helenizadas por siglos de contacto con los griegos, las clases altas númidas vestían a la moda griega, cosa que verdaderamente no favorecía a Yugurta, que presentaba mejor aspecto con cascos, coraza, grebas, la espada al cinto y el caballo de guerra mordisqueando a su lado. Era una lástima, pensó Bomílcar, que los romanos de la urbe no hubiesen visto nunca al rey con atavío bélico; pero luego se estremeció al pensarlo. ¡Pensar aquello era tentar al destino! Mejor sería ofrecer al día siguiente un sacrificio a la diosa Fortuna para que los romanos no viesen nunca a Yugurta en atavío de guerra.

El rey comenzaba a tranquilizarse; su rostro se había ablandado. Era horrible tener que poner fin a aquella paz tan arduamente lograda y agobiarle con otra preocupación. Pero mejor que la supiera por boca de su barón más fiel, su propio hermano, que dejar que le llegase la noticia a través de algún agente imbécil, ávido de causar la máxima consternación.

—Mi señor... —comenzó a decir Bomilcar.

—Di —replicó Yugurta, volviendo hacia él sus ojos grises.

—Ayer me llegó un rumor en casa de Quinto Cecilio Metelo.

Aquello hería a Yugurta en lo más vivo, por supuesto. Bomílcar podía ir donde quisiera en Roma porque no era un rey ungido; y era a él a quien invitaban a cenar.

—¿El qué? —inquirió tajante.

—Masiva se ha presentado en Roma, y, lo que es más, ha conseguido que se interese por su caso el cónsul Espurio Postumio Albino, y pretende que éste presente una petición al Senado.

El rey se incorporó bruscamente, girando el asiento para mirar directamente a Bomilcar.

—Me preguntaba yo a quién se dirigiría ese miserable gusano —dijo—. Ahora ya lo sé. Pero ¿por qué a él y no a mi? Albino debe saber que yo le pagaría mucho más de lo que Masiva puede darle.

—No, según mis informaciones —replicó Bomilcar, inquieto—. Sospecho que han llegado a un acuerdo sobre la posibilidad de que a Albino le concedan el gobierno de la provincia africana. Mientras estáis aquí detenido en Roma, Albino se apresura a pasar a Africa con un buen ejército, cruza la frontera hasta Cirta y todos vitorean a Masiva como rey de Numidia. Me imagino que el rey Masiva de Numidia estaría muy predispuesto a pagar a Albino el precio que ponga.

—¡Tengo que volver al país! —exclamó Yugurta.

—Lo sé. Pero ¿queréis decirme cómo?

—¿No crees que existe la posibilidad de influir sobre Albino? Aún tengo dinero, y puedo conseguir más.

—Al nuevo cónsul no le gustáis —respondió Bomílcar meneando la cabeza—. Olvidasteis enviarle un obsequio el día de su cumpleaños, el mes pasado; pero a Masiva no se le olvidó. De hecho, se apresuró a enviar un regalo a Albino cuando le eligieron cónsul y otro el día de su cumpleaños.

—¡Malditos sean mis agentes! —exclamó Yugurta enseñando los dientes—. Empiezan ya a pensar que voy a perder la partida y ni se preocupan —añadió, mordiéndose el labio y humedeciéndolo con la lengua—. ¿Voy a perderla?

—¿Vos? —replicó Bomilcar sonriendo—. ¡Jamás!

—No sé... ¡Masiva! ¿Te das cuenta de que le había olvidado totalmente? Pensaba que estaba en Cirenaica con Tolomeo Apion —dijo Yugurta encogiéndose de hombros, decidido a sobreponerse—. Puede que sea un falso rumor. ¿Quién te lo dijo concretamente?

—El propio Metelo. El tiene que saberlo, porque estos días tiene bien alerta los oídos, dado que proyecta presentarse al consulado el año que viene. El no aprueba el acuerdo de Albino, porque si no, no me habría dicho una palabra. Pero ya sabéis que Metelo es uno de los romanos más virtuosos, inmune al soborno. Y no le gusta ver a reyes acampados a las puertas de Roma.

—Metelo puede permitirse el lujo de la virtuosa rectitud —replicó Yugurta con aspereza—. ¿No es tan rico como Creso? Entre los dos se han repartido Hispania y Asia. ¡Pero no se repartirán Numidia! Ni tampoco Espurio Postumio Albino, mientras yo pueda impedirlo —dijo Yugurta irguiéndose en el asiento—. Así que, ¿seguro que Masiva está aquí?

—Según Metelo, sí.

—Hay que esperar hasta saber cuál de los dos cónsules va a ser gobernador de Africa y cuál de Macedonia.

—¡No me digáis que creéis en los sorteos! —replicó Bomílcar con desdén.

—Ya no sé qué pensar de los romanos —respondió el rey, pesimista—. Tal vez lo tengan ya decidido, o tal vez sea preferible creer que el sorteo no es una farsa y se deja en manos del azar. Así que, esperaré, Bomílcar. Cuando conozca el resultado del sorteo, decidiré lo que hay que hacer.

Sin más palabras, volvió a dar la vuelta a la silla y siguió contemplando la lluvia.

* * *

En la granja enjalbegada de blanco próxima a Arpinum había habido tres hijos; Cayo Mario era el mayor, luego estaba su hermana María y luego otro varón llamado Marco Mario. Las lógicas expectativas eran que creciesen y ocupasen un lugar prominente en la sociedad de aquel distrito y del pueblo en concreto, pero nadie habría soñado que ninguno de los tres llegase a destinos más altos. Los Mario eran nobleza rural, señores de campo francotes y de buen corazón, destinados, en apariencia, a ser para siempre gentes importantes únicamente en su propio ámbito de Arpinum. La idea de que uno de ellos llegara al Senado de Roma quedaba descartada. Catón el censor ya había suscitado un considerable revuelo por sus orígenes campesinos, y eso que procedía de un lugar tan próximo a Roma como Túsculo, a tan sólo quince millas de las murallas de Servio. Por todo ello, un señor de Arpinum no podía imaginar que su hijo llegase a ser senador de Roma.

No era por cuestión de dinerO, porque los Mario tenían dinero y vivían muy bien. Arpinum era un lugar rico, con un vasto término de muchas millas cuadradas, y la mayor parte de las tierras eran propiedad de tres familias: los Mario, los Gratidiuso y los Tulio Cicerón. Cuando una de estas tres familias necesitaba una esposa o un esposo de fuera, los sondeos no se efectuaban en Roma, sino en Puteoli, donde vivía la familia de los Granio, que era el clan de mercaderes marítimos más acaudalado procedente en sus orígenes de cerca de Arpinum.

La novia de Cayo Mario se había obtenido por compromiso cuando él era todavía un niño, y la muchacha aguardó pacientemente, creciendo en el hogar de los Granio en Puteoli, ya que era siete años más joven que el novio. Pero cuando Cayo Mario se enamoró no lo hizo de una mujer. Ni de un hombre. Se enamoró del ejército, reconociendo en él a un compañero natural, alegre y espontáneo de su vida. Se alistó de cadete al cumplir los diecisiete años y, lamentando que no hubiese ninguna guerra importante en aquel momento, se las compuso para servir constantemente en las filas de los oficiales más jóvenes de las legiones consulares hasta que, a la edad de veintitrés años, le asignaron un destino fijo a las órdenes de Escipión Emiliano en el sitio de Numancia.

No tardó mucho en hacerse amigo de Publio Rutilio Rufo y del príncipe Yugurta de Numidia, pues tenían la misma edad y a los tres los tenía en gran estima Escipión Emiliano, quien los llamaba el "trío terrible". Ninguno de los tres procedía de los círculos altos de Roma. Yugurta era extranjero, la familia de Publio Rutilio Rufo no había formado parte del Senado desde hacía más de cien años y hasta entonces no había conseguido acceder al consulado, y Cayo Mario procedía de una familia señorial del campo. Por aquel entonces, desde luego, a ninguno de los tres le interesaba la política, y lo único que les preocupaba era la carrera militar.

Pero Cayo Mario era un caso especial. Había nacido para militar, pero, sobre todo, había nacido para ostentar el mando.

"Sabe qué hacer y cómo hacerlo", decía Escipión Emiliano, con un suspiro quizá de envidia. Y no es que Escipión Emiliano no supiera lo que había que hacer y cómo, pero es que desde niño había oído hablar a generales en el comedor de su casa y sólo él sabía realmente el grado de espontaneidad que había en sus propias dotes militares. La verdad es que era muy poco. El gran talento de Escipión Emiliano radicaba en su organización, no en sus dotes militares. Estaba convencido de que si una campaña se proyectaba minuciosamente en el puesto de mando, incluso antes de alistar al primer legionario, las dotes militares no contaban mucho a la hora del resultado.

Mientras que en Cayo Mario era un don natural. A los diecisiete años era todavía bajo y delgado, comía con melindres y seguía siendo un niño delicado, mimado por la madre y secretamente despreciado por el padre. Luego, se ató el primer par de botas militares, se abrochó las planchas de una buena coraza de bronce sobre la fuerte camisa de cuero y creció en cuerpo y espíritu hasta ser físicamente mayor que nadie y fuerte mentalmente en valor e independencia. Momento en el que su madre comenzó a rehuirle y su padre a henchirse de orgullo.

En opinión de Cayo Mario, no había una vida mejor que aquélla, en la que se formaba parte integral de la más poderosa máquina militar jamás habida en el mundo: la legión romana. No existía marcha ardua ni lección de esgrima pesada o inútil ni tarea lo bastante humillante que apagase su creciente fervor y entusiasmo. No importaba el servicio que le asignasen, siempre que fuese militar.

En Numancia conoció a un cadete de diecisiete años que había llegado de Roma a unirse a su selecto grupo a petición del propio Escipión Emiliano. El muchacho era Quinto Cecilio Metelo, hermano menor del Cecilio Metelo que adoptaría, tras una campaña contra las tribus dálmatas de los montes ilíricos, el sobrenombre de Dalmático y sería nombrado pontífice máximo o sumo sacerdote de la religión estatal.

El joven Metelo era un auténtico Cecilio Metelo, más aplicado que brillante o con disposición para la tarea, aunque decidido a realizarla y totalmente convencido de que podía llevárla a cabo de maravilla. Aunque la lealtad a su clase impedía a Escipión Emiliano decirlo, es muy posible que aquel jovenzuelo, especialista en todo, le irritase, ya que, poco después de su llegada a Numancia, le consignó a las dulces mercedes del "trío terrible" formado por Yugurta, Rutilio Rufo y Mario. Estós, cuya juventud no dejaba lugar a la compasión, se mostraron tan resentidos como enojados porque les encomendasen aquel testarudo estorbo, y la tomaron con el joven Metelo, si no cruelmente, sí con dureza.

Mientras Numancia resistió y Escipión Emiliano estuvo ocupado, el muchacho apechó con su suerte. Luego, Numancia cayó, fue arrasada y desde el jefe de mayor categoría hasta el recluta de más baja condición recibieron permiso para emborracharse. El "trío terrible" no fue menos, y lo propio hizo Quinto Cecilio Metelo, pues resultó ser el día en que cumplía dieciocho años. Ocasión en que el "trío terrible" consideró una broma estupenda lanzar al homenajeado a una pocilga.

El muchacho salió sobrio del estiércol, maldiciendo y escupiendo.

—¡Arribistas desgraciados! ¿Quiénes os habéis creído que sois? ¡Yo os lo diré! ¡Tú, Yugurta, un simple extranjero grasiento, indigno de lamer las botas a los romanos! ¡Tú, Rutilio, un buscafavores venido a más! ¡Y tú, Cayo Mario, un simple palurdo itálico que ni siquiera sabe griego! ¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo osáis siquiera? ¿Es que no comprendéis quién soy? ¿Os dais cuenta de quién es mi familia? Soy un Cecilio Metelo. ¡Nosotros éramos reyes de Etruria antes de que Roma fuese una simple idea! He aguantado durante meses vuestros insultos, pero ¡ya basta! ¡Tratarme a mí como a un inferior! ¡Habráse visto osadía...!

Yugurta, Rutilio Rufo y Cayo Mario permanecían sentados, balanceando las piernas en la cerca de la cochiquera, parpadeando como lechuzas, impertérritos. Luego, Publio Rutilio Rufo, que era un individuo sin par, capaz de una erudición tan profunda como de una actuación militar sumamente práctica, pasó una pierna por la valla y se puso a balancearse a horcajadas, esgrimiendo una gran sonrisa.

—No me malinterpretes, Quinto Cecilio, de verdad que aprecio lo que estás diciendo —replicó—, pero el inconveniente es que lo que tienes en la cabeza es una cagarruta de cerdo en vez de una corona, ¡oh, rey de Etruria! —añadió con una risita—. Ve a darte un baño y nos lo vuelves a decir, que procuraremos no reírnos.

Metelo saltó la cerca y se frotó furioso la cabeza por verse obligado a tener que seguir tan razonable consejo, y más, dado que se le ofrecía con semejante sonrisa.

—¡Rutilio! —vociferó—. ¿Qué clase de nombre es ése, un adorno para los rollos de los senadores? ¡Palurdos de Osca, eso es lo que sois! ¡Campesinos!

—Bueno, bueno —replicó risueño Rutilio Rufo—. Sé suficiente etrusco para traducir perfectamente al latín el significado de Metelo —añadió volviéndose sobre la cerca hacia Yugurta y Mario—. Quiere decir "liberado del servicio de mercenario" —espetó muy serio.

Aquello era demasiado. El joven Metelo se abalanzó sobre Rutilio Rufo y le hizo caer en el hediondo fango, donde los dos rodaron forcejeando y golpeándose sin suficiente impulso para hacerse daño, hasta que Yugurta y Mario pensaron que aquello era muy divertido y se les unieron. Muertos de risa, estuvieron un rato en medio de los impúdicos cerdos, que en su condición de tales no pudieron resistir el hozarlos detenidamente. Cuando el "trío terrible" se cansó de sentarse encima de Metelo y restregarle bien con estiércol, el muchacho se puso en pie como pudo y huyó.

—Esta me la pagaréis —espetó entre dientes.

—¡Bah, mete la cabeza! —dijo Yugurta, estallando en carcajadas.

 

La rueda —pensó Cayo Mario mientras salía de la tina de baño y cogía una toalla— sigue dando vueltas pese a lo que hagamos. Las rencorosas palabras del joven retoño de una familia nobilísima no dejaban de ser verdad. ¿Quiénes eran, en realidad, ellos, el "trío terrible" de Numancia? Pues un extranjero grasiento, un buscafavores venido a más y un palurdo itálico que no sabía griego. Eso es lo que eran. Y era Roma quien se lo había enseñado.

Yugurta tenía que haber sido proclamado rey de Numidia hacía años, para entrar por las buenas pero con firmeza en la órbita de los reyes clientes y haber permanecido en ella con buenos consejos y tratamiento decoroso. Y, por el contrario, sufría la implacable enemistad de la facción de Cecilio Metelo, y se veía en Roma acorralado, luchando a la desesperada contra un grupo de aspirantes al trono, forzado a comprar lo que su valía y su habilidad le habrían podido procurar gratis y sin tapujos.

Y a aquel encantador Publio Rutilio Rufo, de pelo pajizo, pupilo preferido del filósofo Panetio, admirado por todo el círculo de Escipión —escritor, soldado, inteligente, político excelso—, le habían escamoteado el consulado el mismo año en que Mano apenas había logrado un cargo de pretor. Pero los antecedentes de Rutilio no sólo eran insuficientes, sino que había incurrido en la enemistad de los Cecilio Metelo, lo cual significaba —igual que en el caso de Yugurta— que automáticamente se convertía en enemigo de Marco Emilio Escauro, fiel aliado de los Metelo y estrella de su facción.

En cuanto a Cayo Mario —como diría Quinto Cecilio Metelo, el Meneitos—, había más que cumplido, mejor que ningún palurdo itálico de los que no saben griego. ¿Por qué había decidido ir a Roma a buscar fortuna en la jerarquía política? Muy sencillo: porque Escipión Emiliano pensaba que debía hacerlo. (Escipión Emiliano no era ningún esnob, como la mayoría de los excelsos patricios.) El valía demasiado para seguir siendo un caballero rural, había dicho Escipión Emiliano. Y lo que era más importante, si no llegaba a ser pretor, nunca mandaría un ejército de Roma.

Por eso Mario se había presentado a la elección de tribuno militar y la había obtenido fácilmente; después había sido candidato a cuestor y, tras recibir la aprobación de los censores, se vio convertido —él, un palurdo itálico que no hablaba griego— en miembro del Senado de Roma. ¡Había sido sorprendente! ¡Su familia en Arpinum estaba aturdida! Había servido en el ejército, logrando ascender, pero, curiosamente, había sido el apoyo de Cecilio Metelo lo que le había asegurado su elección de tribuno de la plebe en aquella época tan reaccionaria que había seguido a la muerte de Cayo Graco.

La primera vez que Mario aspiró a la elección del Colegio de Tribunos de la Plebe no lo consiguió; el año que la obtuvo, la facción de Cecilio Metelo estaba convencida de que se lo merecía. Hasta que demostró lo contrario, maniobrando enérgicamente para conservar la libertad de la Asamblea de la Plebe, que, desde la muerte de Cayo Graco, nunca se había visto tan amenazada con ser avasallada por el Senado. Lucio Cecilio Metelo el Dalmático trató de impulsar una ley que permitiera recortar el derecho legislativo de la asamblea, pero Cayo Mario la vetó. Y a Cayo Mario era imposible halagarle, engatusarle o coaccionarle para que retirara el veto.

Pero aquel veto le costaría caro. Tras el año en el cargo como tribuno de la plebe, intentó presentarse a una de las dos magistraturas edilicias plebeyas, frustrándoselo el grupo de presión de Cecilio Metelo, por lo que se vio obligado a realizar una ardua campaña por el pretorado, tropezando una vez más con la oposición de Cecilio Metelo. Dirigido por Metelo el Dalmático, el grupo recurrió a la habitual difamación, acusándole de ser impotente, abusar de niños, ser coprófago, pertenecer a sociedades secretas del vicio báquico y órfico, aceptar toda clase de sobornos y acostarse con su hermana y con su madre. Pero también recurrieron a una modalidad más insidiosa de difamación que resultó más eficaz, diciendo que Cayo Mario no era romano, sino un rústico itálico insignificante, y que Roma tenía de sobra hijos auténticos para que sus ciudadanos tuvieran que elegir pretor a Cayo Mario. Era un argumento eficaz.

Entre las críticas secundarias, aunque parecidas a las otras, la más mortificante para el propio Mario era la constante insinuación de que resultaba inaceptable para el cargo por no saber griego. Estigma que no era cierto, porque hablaba muy bien el griego. No obstante, sus tutores eran del Asia helenizada —su pedagogo procedía de Lampsacus, en el Helesponto, y su gramático de Amisus, en la costa de Pontus— y hablaban un griego con fuerte acento; por lo que Cayo Mario había aprendido este idioma con un gangueo que delataba su incorrecta enseñanza y le relegaba a la categoría de alumno vulgar poco cultivado. Por ello, se había visto abocado a considerarse derrotado: que no supiera nada de griego o que supiera muchísimo griego de origen asiático, el resultado era el mismo. En consecuencia, no hacía caso de la calumnia y se negaba a hablar aquel idioma, exponente de la educación y la cultura de sus conciudadanos.

De todos modos había logrado ser elegido el último de los pretores; por los pelos, pero lo había conseguido. Y además había superado la acusación amañada de soborno para obtener el cargo después de la elección. ¡Soborno! ¡Como si él pudiese aspirar a eso! No, en aquella época él no disponía de la cantidad necesaria para comprar una magistratura. Lo que sí era cierto es que, por fortuna, había entre los electores suficientes individuos que sabían de primera mano su valor militar o que habían oído hablar de él a testigos oculares; y el electorado romano siempre sentía debilidad por los buenos mílites, y esa debilidad fue lo que le valió la elección.

El Senado le había destinado de gobernador a la lejana Hispania Ulterior, pensando en aquello de "ojos que no ven, corazón que no siente", y que quizá así seria más manejable. Pero como él era un militar por antonomasia, su fama creció.

 

Los hispanos —sobre todo las tribus a medio someter de la Lusitania y Cantabria— eran maestros en un tipo de guerra a la que la mayoría de los mandos romanos no sabían adaptarse, del mismo modo que resultaba ajena al estilo bélico de las legiones. Los hispanos nunca desplegaban sus fuerzas para la batalla según el método tradicional, ni les preocupaba el criterio universalmente admitido de que era mejor jugarse el todo por el todo con el objetivo de ganar una batalla decisiva que incurrir en los agobiantes gastos de una guerra larga. Ellos ya se habían percatado de que sostenían una larga guerra, una guerra que tenían que prolongar lo más posible para conservar su identidad celtibérica, pues se consideraban comprometidos en una rebelión constante por su independencia social y cultural.

Pero al no disponer del dinero para hacer una guerra larga, practicaban la guerrilla: tendían emboscadas, efectuaban incursiones, cometían asesinatos y devastaban las propiedades en territorio enemigo. Entiéndase las propiedades de los romanos. Nunca aparecían por donde se esperaba, nunca marchaban en columna ni en agrupaciones numerosas; no se dejaban identificar por llevar uniforme o portar armas y siempre atacaban de improviso, saliendo de no se sabía dónde, para desaparecer sin dejar rastro entre los fantásticos riscos de las montañas como si no hubieran existido. Los romanos acudían a inspeccionar una aldea, que el servicio de espionaje había afirmado con certeza que estaba implicada en alguna matanza, y el lugar resultaba hallarse tan tranquilo, inocente y cándido como el asno más dócil y pacífico.

Hispania era una tierra fabulosamente rica, y por eso todos querían poseerla. La primitiva población indígena ibera se había mezclado con elementos celtas que habían invadido la península cruzando los Pirineos a lo largo de un milenio, y las incursiones de los bereberes ,de la zona norte de Africa cercana al estrecho que la separaba de Africa habían enriquecido aún más el crisol de civilizaciones.

Mil años antes habían llegado los fenicios de Tiro, Sidón y Berito, en la costa de Siria, y a continuación los griegos. Doscientos años atrás, quienes arribaron fueron los cartagineses púnicos, descendientes de los fenicios sirios que habían fundado un imperio con capital en Cartago, concluyendo con ello el relativo aislamiento de la península Ibérica, pues los cartagineses habían llegado a ella para explotar su riqueza minera en oro, plata, plomo, cinc, cobre y hierro. En las montañas hispanas abundaban estos metales y la demanda universal de productos manufacturados con unos u otros iba en rápido aumento. El poder púnico se basaba en el mineral hispano. Incluso el estaño procedía de Hispania, aunque no fuese el país de origen, pues se extraía en las fabulosas y remotas islas Casitérides, o del estaño, en los confines del mundo civilizado, llegando a Hispania a través de los pequeños puertos del Cantábrico, desde donde seguía por las rutas comerciales de la península hasta las costas mediterráneas.

Los navegantes cartagineses habían conquistado Sicilia, Cerdeña y Córcega, lo cual los llevaría indefectiblemente a un enfrentamiento con Roma, que había tenido lugar ciento Cincuenta años antes. Al cabo de tres guerras, que se prolongaron a lo largo de cien años, Cartago sucumbía y Roma obtenía sus primeras posesiones de ultramar, incluidas las minas de Hispania.

El sentido práctico de los romanos les hizo ver inmediatamente que lo idóneo era gobernar la península a partir de dos sedes y la dividieron en dos provincias: la Hispania Citerior o próxima y la Hispania Ulterior o lejana. El gobernador de la Hispania Ulterior controlaba el sudoeste de la península, desde la sede de las tierras extraordinariamente fértiles al sur del río Betis, en cuya desembocadura se situaba la otrora poderosa ciudad fenicia de Gades. El gobernador de la Hispania Citerior ejercía su jurisdicción sobre el nordeste de la península, desde la sede en la llanura costera mediterránea frente a las islas Baleares, cambiando de capital conforme a su antojo o las necesidades. Las tierras más al oeste y al noroeste —Lusitania y Cantabria— permanecían inexploradas en su mayor parte.

Pese al ejemplo que Escipión Emiliano había hecho con Numancia, las tribus ibéricas seguían resistiéndose a la ocupación romana mediante emboscadas, incursiones, matanzas y destrucciones de la propiedad. Así, Cayo Mario, al llegar a aquel escenario singular, se dijo que él también podía guerrear mediante la emboscada, la incursión, la matanza y la devastación. Y se aplicó a ello con gran éxito, ampliando las fronteras de la Hispania romana a Lusitania y las imponentes cadenas montañosas de grandes reservas minerales en que nacían el Betis, el Anas y el Tagus.

No sería exagerado afirmar que conforme avanzaban las fronteras romanas, los conquistadores iban apropiándose de recursos minerales cada vez más ricos, sobre todo de plata, cobre y hierro. Y, naturalmente, el gobernador de la provincia —que ampliaba las fronteras en nombre de Roma— era el avanzado de quienes obtenían concesiones mineras. El erario se llevaba su parte, pero prefería dejar la explotación y las propiedades mineras en manos privadas, para que la extracción fuese mucho más eficaz y la explotación más implacable.

Cayo Mario se hizo rico. Cada vez más rico. Todas las nuevas minas eran suyas, totalmente o en parte, y esto, a su vez, le procuraba participación encubierta en las grandes compañías que prestaban sus servicios en todo tipo de operaciones comerciales, desde la compraventa de grano y fletes hasta las operaciones bancarias y la realización de obras públicas, dentro del orbe romano y la propia Roma.

Mario regresó de Hispania después de que sus tropas le nombraran imperator, lo que significaba que podía solicitar un triunfo al Senado. En consideración a los botines, diezmos y tributos con que había contribuido a las rentas del Estado, el Senado no podía sino doblegarse a los deseos de las tropas, y así Mario montó en el antiguo carro glorioso sobre el itinerario tradicional del desfile triunfal, precedido de las pruebas palpables de sus victorias y depredaciones, con carrozas que mostraban escenas étnicas de remotos lugares y extrañas costumbres tribales, y soñó con llegar a ser cónsul en el plazo de dos años. El, Cayo Mario, de Arpinum, el despreciado palurdo itálico que no hablaba griego, sería cónsul de la ciudad más poderosa del mundo. Y volvería a Hispania a completar su conquista y convertirla en dos provincias romanas pacificadas y prósperas. Pero hacía cinco años que había vuelto a Roma. ¡Cinco años! La facción de Cecilio Metelo había ganado: ya nunca sería cónsul.

 

—Creo que me pondré el atuendo de brocado —dijo a su criado, que aguardaba sus órdenes.

Muchos otros en la posición de Mario habrían optado por permanecer tumbados en el baño, mientras los esclavos los enjabonaban, rascaban y masajeaban, pero Cayo Mario prefería seguir haciéndolo él mismo, incluso en las actuales circunstancias. Hay que decir que a sus cuarenta y siete años seguía siendo un hombre muy atractivo, con un físico nada desdeñable. Por tranquilas que fuesen las jornadas que vivía, si tenía tiempo, hacía bastante ejercicio con pesas y barras, cruzaba a nado varias veces el Tíber por el tramo llamado Trigarium, y volvía corriendo por el perímetro externo del Campo de Marte hasta su casa en la ladera del Arx capitolino. Comenzaba a escasearle algo el cabello en la parte superior de la cabeza, pero aún conservaba suficientes rizos para peinárselos hacia adelante con muy buen efecto. Qué remedio. Nunca había sido, ni nunca sería, una belleza. Un buen rostro no le faltaba —incluso impresionante—, pero no podía compararse con el de Cayo Julio César.

Interesante. ¿Por qué se preocupaba tanto del cabello y del atuendo para lo que prometía no ser más que una comida familiar en el salón de un modesto senador sin cargo de importancia? Un hombre que ni siquiera había sido edil, y menos aún pretor... ¡Y él elegía nada menos que la túnica de brocado! La había comprado hacia años, pensando en las fiestas que celebraría durante su consulado y años subsiguientes, cuando fuese uno de los ex cónsules famosos, los consulares, como los llamaban.

Era permisible ataviarse para una cena privada con ropas menos austeras que la toga blanca y la túnica, en las que el único adorno era la franja roja; aquella túnica bordada, con largos pliegues superpuestos, era una ostentación de oro y púrpura. Afortunadamente no había leyes suntuarias en aquel momento que prohibiesen a un hombre ataviarse lo más lujosamente que quisiera. Sólo estaba la lex Licinia, que limitaba la cantidad de exquisiteces culinarias costosas a ofrecer en la mesa, pero nadie la cumplía. Además, mucho dudaba él de que la mesa de César estuviera atiborrada de sabrosos pescados y ostras.

 

Ni por un instante se le ocurrió a Cayo Mario buscar a su esposa antes de salir. Hacía años que la tenía olvidada, por no decir que jamás había pensado en ella. La boda había sido concertada durante la época asexuada de la niñez y había desembocado en un período asexuado del adulto que no siente amor ni afinidad tras veinticinco años sin hijos. Un hombre tan inclinado a lo militar y tan fisicamente activo como Cayo Mario, buscaba solaz sexual sólo cuando, en su necesidad, el azar le deparaba un encuentro con alguna mujer atractiva; y no había tenido muchos en su vida. Disfrutaba así, de vez en cuando, de una cana al aire con alguna mujer bonita que se hubiera sentido atraída por su persona (si estaba libre y dispuesta), con una doméstica o con alguna cautiva en las campañas.

Pero a su mujer, Grania, la tenía olvidada, aunque la tuviera a dos pasos, recordándole que desearía dormir con él lo bastante a menudo para concebir un hijo. Cohabitar con Grania era como hacer una marcha en medio de una espesa niebla; lo que se sentía era tan amorfo, que se transformaba subrepticiamente en algo igualmente indefinible, y lo más que uno sentía, a veces, era un cambio en la temperatura ambiente o zonas de mayor humedad en un sustrato generalmente viscoso. Cuando alcanzaba el orgasmo, si abría la boca era para bostezar.

No sentía la menor compasión por Grania ni trataba de comprenderla. Ella era sencillamente su esposa, su vieja gallina que nunca había lucido el plumaje de pollita, ni siquiera en su juventud. No tenía ni idea de lo que hacía con sus días y sus noches, ni le preocupaba. ¿Grania llevando una doble vida de licenciosa depravación? Si alguien se lo hubiera insinuado se habría echado a reír hasta llorar. Y con toda la razón, porque Grania era tan casta como aburrida. ¡Grania de Puteoli no era ninguna lasciva Cecilia Metela (la hermana de Dalmático y de Metelo y esposa de Lucio Licinio Lúculo)!

Sus minas de plata le habían servido para comprar aquella casa del Arx capitolino que daba a la zona del Campo de Marte que limitaba con las murallas servianas, el sector más caro de Roma; las minas de cobre le habían procurado los mármoles de colores que recubrían las columnas y los suelos; las minas de hierro le habían permitido pagar al mejor pintor mural de Roma para que rellenara los espacios entre las pilastras y los tabiques con escenas de cacerías de venados, jardines de flores y paisajes en trampantojo; sus participaciones encubiertas en diversas compañías importantes le habían servido para adquirir las estatuas y los bustos, las exóticas mesas de madera de cedro con pedestal de marfil e incrustaciones de oro, los divanes y sillas asimismo con incrustaciones doradas, las ricamente bordadas colgaduras y las puertas de bronce. El propio Himeto había proyectado el extenso jardín peristilo, prestando tan particular atención a la sutil combinación de aromas como de cromatismo floral, y el gran Dólico había trazado el gran estanque central con sus surtidores, peces, lirios, lotos y las soberbias esculturas a gran escala de tritones, nereidas, ninfas, delfines y serpientes marinas con bigotes.

A todo lo cual, hay que decirlo, Cayo Mario no daba la menor importancia. Era la ostentación obligada y nada más. El dormía en un catre de campaña en el cuarto más pequeño y sobrio de la casa, en el que las únicas colgaduras eran su espada envainada en una pared, su maloliente capa militar en la otra, y la única nota de color, la bandera vexillum, bastante mugrienta y ajada que su legión preferida le había regalado al finalizar la campaña de Hispania. ¡Eso era vida para un hombre! El único auténtico valor que el pretorado y el consulado tenían para Cayo Mario era el hecho de que ambos procuraban el mando militar de mayor rango. ¡Pero el consulado más que el pretorado! Y ahora sabía que ya nunca sería cónsul. No votarían a un hombre sin antepasados nobles, por muy rico que fuese.

 

Caminaba bajo la misma llovizna desapacible que habían sufrido el día anterior. La humedad lo invadía todo. No había reparado —cosa típica en él— en que llevaba una fortuna a cuestas; aunque había echado sobre su lujosa vestimenta su viejo sagum de campaña, una gruesa capa grasienta y hedionda que le resguardaba de los crueles vientos de los pasos alpinos y de aquellos chaparrones del Epiro que duraban un día entero. La clase de prenda propia de un militar. Su hedor le penetraba en la nariz como el aroma cálido de una panadería, que abre el apetito y suscita en el vientre un calor voluptuoso y amigable.

—¡Adelante, adelante! —dijo Cayo Julio César, recibiendo a su invitado en la puerta y alargando sus cuidadas manos para recoger el sagum. Aunque, al cogerlo, no lo soltó de inmediato en las manos del esclavo que estaba a la expectativa, como si temiera que el olor fuera a impregnarle la piel, sino que lo manoseó con respeto antes de entregárselo cuidadosamente—. Debe haber visto muchas campañas —añadió sin pestañear ante el espectáculo de un Cayo Mario con la vulgar ostentación de aquel atavío oro y púrpura.

—Es el único sagum que he tenido en mi vida —dijo Cayo Mario, sin darse cuenta de que se le habían vuelto del revés los pliegues del lujoso atuendo.

—¿Es de Liguria?

—Naturalmente. Me lo regaló mi padre cuando cumplí diecisiete años y fui a servir como cadete. Pero os diré una cosa —prosiguió, sin reparar en la sencillez y pequeñez de la casa de Cayo Julio César mientras se dirigía al comedor—, cuando tuve que equipar y vestir a las legiones, me aseguré de que todas mis tropas recibían una prenda exactamente como ésa, porque no se puede esperar que los soldados se conserven sanos si se calan hasta los huesos o se hielan. Desde luego —añadió apresuradamente al recordar algo importante— no les cobré más del precio militar habitual. Cualquier jefe que merezca el pan que se come debe ser capaz de asumir los gastos extra a cargo de los botines extra.

—Y vos os lo merecéis, me consta —añadió César, sentándose en el borde del lado izquierdo de la camilla central e instando a su invitado con un gesto a que se acomodara a su derecha, en el sitio de honor.

Los criados los descalzaron y, al rehusar Cayo Mario que trajesen un brasero, por la molestia del humo, les ofrecieron calcetines, que ambos aceptaron, para, a continuación, acomodar el ángulo de reclinación situando a su gusto los almohadones bajo el antebrazo. El escanciador se aproximó, acompañado de un copero.

—Mis hijos vendrán pronto, y las mujeres antes de que comencemos a cenar —dijo César, alzando la mano para que el escanciador se detuviera—. Cayo Mario, espero que no me juzguéis tacaño con el vino si os requiero respetuosamente a que lo toméis como yo voy a hacerlo, bien aguado. Me mueve una razón bien fundada, pero no creo que pueda exponérosla tan pronto. En pocas palabras, el motivo que puedo aducir en este momento es que a ambos nos conviene conservar la cabeza despejada. Además, a las mujeres les molesta ver a los hombres beber vino sin agua.

—Babear por efecto del vino no es una de mis debilidades —replicó Cayo Mario, reclinándose e interrumpiendo rápidamente el servicio del escanciador para, acto seguido, asegurarse de que le llenaba el resto de la copa casi hasta el borde con agua—. Si un hombre estima como es debido la compañía para aceptar una invitación a cenar, debe usar su lengua para hablar y no para desbarrar.

—¡Bien dicho! —añadió César con una gran sonrisa.

—No obstante, me tenéis muy intrigado.

—Lo sabréis todo a su debido tiempo.

Se hizo el silencio y los dos dieron un sorbo al agua teñida de vino, algo tensos. Dado que únicamente se conocían de saludarse con una inclinación de cabeza cuando se cruzaban, de senador a senador, aquel intento inicial de hacer amistad resultaba inevitablemente difícil. Sobre todo cuando el anfitrión había vetado algo que podía haberlo propiciado bastante: el vino.

César carraspeó y dejó la copa en la estrecha mesa que rozaba el borde interno de la camilla.

—Me parece, Cayo Mario, que no os entusiasma la cosecha de magistrados de este año.

—¡Por los dioses que no! Y creo que lo mismo os sucede.

—Sí, son mediocres. A veces me pregunto si no será un error obstinarse en que las magistraturas no duren más que un año. Tal vez, cuando tenemos la suerte de elegir a un hombre idóneo para un cargo, deberíamos dejarle que lo ocupase para que hiciera una mejor labor.

—Es algo tentador; si los hombres no fueran como son, podría dar buenos resultados —replicó Mario—. Pero existe un inconveniente.

—¿Un inconveniente?

—¿Quién puede garantizarnos que un hombre sea de suficiente valía? ¿Él mismo? ¿El Senado? ¿Las Asambleas de la Plebe? ¿Los caballeros? ¿Los votantes, esos individuos incorruptibles inmunes al soborno?

César se echó a reir.

—Bueno, yo creo que Cayo Graco era un hombre de valía. Cuando se presentó por segunda vez al cargo de tribuno de la plebe, yo le apoyé de todo corazón... y le apoyé igualmente en el tercer intento. No es que mi apoyo valiese de mucho, siendo patricio.

—Pues ahí está, Cayo Julio —asintió Mario con gesto pesimista—. Siempre que surge un buen hombre en Roma le cierran el paso. ¿Y por qué? Porque se preocupa más por Roma que por su familia, por una facción o por el dinero.

—Yo no creo que eso sea algo exclusivo de los romanos —replicó César, enarcando sus delicadas cejas hasta su arrugada frente—. La gente es como es, y yo no hallo mucha diferencia entre romanos, griegos, cartagineses, sirios o quienquiera que sea, al menos en lo que atañe a envidia o codicia. La única manera posible de que un hombre idóneo para el cargo pueda conservarlo para realizar todo lo que es capaz, es nombrarle rey. Pero de hecho, no a título honorífico.

—Pero Roma nunca admitiría un rey —añadió Mario.

—Hace quinientos años que no. Y nos engrandecimos con los reyes. Curioso, ¿no? Casi todos los pueblos prefieren el mando absolutista, menos nosotros, los romanos. Y tampoco los griegos.

—Eso es porque Roma y Grecia están atestadas de hombres que se creen reyes —replicó Mario sonriendo—. Y, desde luego, Roma no se transformó en una auténtica democracia suprimiendo la monarquía.

—¡Claro que no! La verdadera democracia es una entelequia filosófica griega. Mirad el desastre que ha sido para los griegos. ¿Y qué suerte nos espera a nosotros, los razonables romanos? Roma es el gobierno de la mayoría por una minoría: las familias ilustres —dijo César como quien no quiere la cosa.

—Y de algún hombre nuevo predestinado —añadió Cayo Mario.

—Un hombre nuevo predestinado —asintió César con voz queda.

En aquel momento entraron en el comedor los dos hijos de la casa, tal como deben hacerlo los jóvenes, viriles pero corteses, contenidos y sin timidez, sin avasallar pero sin reprimirse.

Sexto Julio César era el mayor; aquel año cumplía los veinticinco y era alto, de cabello castaño leonado y ojos grises. Acostumbrado a evaluar a hombres jóvenes, Cayo Mario percibió algo extraño en él: un leve atisbo de agotamiento en la piel bajo los ojos y un hermetismo fuera de lo normal.

Cayo Julio César, de veintidós años, era más fuerte que su hermano y algo más alto; un muchacho de ojos azul intenso y cabello dorado. Muy inteligente, aunque no un joven enérgico y porfiado, pensó Mario.

Juntos formaban una pareja de buenos mozos, con rasgos romanos y elegantes, de los que cualquier senador se habría enorgullecido de ser el progenitor. Los senadores del mañana.

—Sois afortunado con vuestros hijos, Cayo Julio —dijo Mario mientras los jóvenes se acomodaban en la camilla dispuesta perpendicularmente a la derecha del padre; si no había más invitados (a no ser que estuviese en una de esas casas tan escandalosamente progresistas en las que las mujeres se quedaban a cenar), la tercera camilla, perpendicular a la izquierda de Mario, quedaría vacía.

—Sí, así lo creo —replicó César, sonriendo a sus hijos y mirándolos con tanto respeto como cariño. Luego se volvió sobre el codo para mirar a Cayo Mario y su expresión cambió a una cortés curiosidad—. Si no me equivoco, no tenéis hijos, ¿cierto?

—No —respondió Mario sin mostrarse apenado.

—Pero estáis casado...

—áYa lo creo! —replicó Mario riendo—. Los militares tenemos eso, que nuestra verdadera vida es el ejército.

—Claro —añadió César, y cambió de tema.

Mario advirtió que la charla introductoria era culta, animada y muy considerada. En aquel hogar, nadie desmerecía a los demás y todos se llevaban estupendamente, sin que existiesen discordias latentes ni cuchicheos. Sentía curiosidad por ver cómo eran las mujeres, pues el padre, al fin y al cabo, no representaba más que la mitad de aquel feliz resultado. Aunque estuviera casado con una fondona de Puteoli, Mario no era nada tonto y sabía por experiencia que no había ninguna esposa de la nobleza romana que no dispusiera de una buena renta para la educación de los hijos. Fuese disoluta o remilgada, tonta o inteligente, la esposa era una persona con la que había que contar.

Y en ese momento entraron las mujeres: Marcia y las dos Julias. ¡Un encanto! Un auténtico encanto, la madre incluida. Los criados colocaron sillas en el centro de la U que formaban las tres camillas y las estrechas mesas, de modo que Marcia quedó sentada frente a su esposo, Julia frente a Cayo Mario y Julilla frente a sus dos hermanos. Mario advirtió divertido que la menor, cuando vio que sus padres no la miraban pero sí él, sacó la lengua a sus hermanos.

Pese a la ausencia de sabrosos pescados y ostras y el consumo de vino muy aguado, fue una cena deliciosa, servida por esclavos discretos y de aspecto satisfecho, que en ningún momento discurrieron con rudeza entre las mujeres y las mesas ni descuidaron detalle alguno. Los platos estaban muy bien guisados, y el sabor natural de carnes, frutas y verduras sin ningún disfraz de salsas de garum ni mezclas extrañas o exóticas especias de Oriente; de hecho, era la clase de comida que más agradaba a un militar como Mario.

Aves asadas rellenas de pan y cebolla y hierbas frescas del huerto, panecillos muy finos recién hechos, dos clases de aceitunas, albóndigas de masa de finísima harina con huevo y queso, deliciosas salchichas pueblerinas a la brasa untadas con una leve capa de ajo y miel diluida, dos excelentes ensaladas de lechuga, pepino, chalote y apio (las dos con aderezo de vinagre y aceite de distinto sabor) y una maravillosa mezcla hervida de brécol, calabacitas y coliflor, guarnecida con aceite y almendra rallada. El aceite de oliva era suave y de primera prensa, la sal, seca, y la pimienta, de primera calidad y en grano, para que los comensales indicaran con un gesto al pimentero moler una pizca en el almirez. La comida concluyó con tartitas de fruta, cubitos de semilla de sésamo envueltas en miel silvestre de tomillo, empanadillas de pasas picadas en jarabe de higo y dos espléndidos quesos.

—¡Arpinum! —exclamó Mario alzando un trozo del segundo queso y con el rostro iluminado por un gesto que le hacía inopinadamente joven—. ¡Bien que conozco este queso! Lo hace mi padre con leche de oveja de dos años, ordeñada cuando tan sólo han pastado una semana en el prado del río en que crecen unas hierbas especiales.

—¡Qué agradable! —comentó Marcia, sonriéndole sin el menor atisbo de afectación o de turbación—. Siempre me ha gustado esa clase de queso, pero a partir de ahora lo buscaré con mayor interés por ser el que hace Cayo Mario de Arpinum. ¿Vuestro padre se llama también Cayo Mario?

Una vez retirado el último plato, las mujeres se levantaron y abandonaron el comedor sin haber probado el vino, aunque habían cenado con buen apetito, bebiendo agua profusamente.

Al levantarse, Julia dirigió una sonrisa a Mario, que a éste le pareció de auténtica complacencia. La muchacha había sostenido una cortés conversación con él siempre que la había iniciado, pero no había intentado terciar en el diálogo que mantenían él y su padre; y no había parecido aburrirse, sino que siguió con evidente interés y conocimiento toda la conversación de César y Mario. Una muchacha encantadora y apacible, que no parecía fuera a convertirse en una fondona.

Su hermana Julilla era un diablillo, encantadora, sí, pero con el demonio en el cuerpo, se imaginaba Mario. Seguro que era mimada y caprichosa y sabía arreglárselas para que sus padres la dejaran salirse con la suya; pero había en ella algo más inquietante, porque Mario, buen conocedor de los muchachos, también sabía evaluar con precisión a las jóvenes. Y aquella Julilla le irritaba por sutilmente que fuese; algo en ella fallaba, estaba seguro. No era exactamente faltada de inteligencia, aunque no era tan culta como su hermana mayor y sus hermanos y no podía calificársela en absoluto de ignorante; tampoco era vanidad, aunque era evidente que sabía que era guapa y ello le complacía. Optó por dejar de pensar en Julilla, ya que eran cosas por las que no pensaba preocuparse.

 

Los jóvenes permanecieron unos diez minutos más y luego se excusaron y los dejaron solos. Ya había anochecido y las clepsidras comenzaban a gotear las horas nocturnas, el doble de largas que las diurnas. Estaba mediado el invierno y por primera vez el calendario coincidía con la estación, gracias al puntilloso pontífice máximo Lucio Cecilio Metelo el Dalmático, quien opinaba que la fecha debía coincidir con la estación; realmente, muy griego. ¿Qué más daba mientras los ojos y los órganos sensores de la temperatura le señalaran a uno la estación que era y el calendario oficial del Foro Romano indicara el mes y el día?

Cuando los criados trajeron las lámparas, Mario advirtió que eran de aceite de primera calidad y las mechas no de estopa basta, sino de hebra de lino.

—Me gusta leer —dijo César, siguiendo la mirada del militar e interpretando sus pensamientos con la misma sagacidad que había mostrado en su encuentro fortuito el día anterior en el Capitolio—. Y, además, tampoco duermo muy bien. Hace ya años, cuando los hijos eran pequeños para participar en los cónclaves familiares, celebrábamos una reunión especial para decidir qué lujo especial se permitía cada miembro. Recuerdo que Marcia eligió un buen cocinero, pero como eso nos beneficiaba a todos, votamos para que, obtuviera un telar nuevo, el último modelo de Patavium, y la clase de hilado que deseara por caro que fuese. Sexto eligió poder ir de excursión a los Campos de Fuego, más allá de Puteoli, varias veces al año. —Una expresión de ansiedad cruzó momentáneamente su rostro, al tiempo que suspiraba—. Hay ciertos rasgos característicos en los Julios César —prosiguió—, y el más conocido, aparte de ser rubios, es el mito de que todas las Julias nacen con el don de hacer dichosos a sus maridos. Un don de la fundadora de la casa, la diosa Venus; pero no me consta que la diosa Venus hiciera dichosos a muchos mortales. Aunque tampoco Vulcano. ¡Ni Marte! En cualquier caso, ése es el mito a propósito de las mujeres de los Julios. hay otros dones menos salutíferos que nos fueron concedidos, como el que ha heredado el pobre Sexto. Estoy seguro que habréis oído hablar del mal que le aqueja, el asma... Cuando sufre un ataque, se le oye sibilar desde cualquier lugar de la casa, y en los peores ataques se pone cianótico. Hemos estado a punto de perderle en varias ocasiones.

¡Así que eso era lo que había detectado en el rictus del joven! Pobre muchacho; asmático. Eso, indudablemente, afectaría a su carrera.

—Sí —dijo Mario—, conozco la enfermedad. Mi padre dice que es peor cuando el aire está lleno del polvillo de la cosecha o del del estío, y que los que la padecen deben evitar el contacto con animales, sobre todo caballos y perros. Cuando haga el servicio militar, ponedle en la infantería.

—Ya lo descubrirá por sí mismo —replicó César con otro suspiro.

—Terminad vuestro relato sobre el cónclave familiar, Cayo Julio —añadió Mario, fascinado.

¡Aquella democracia no tenía la más mínima isonomía en Grecia! ¡Qué extraños eran aquellos Julios César! Para un foráneo curioso, eran unos pilares patricios, sumamente correctos, de la comunidad; pero para quienes los conocían resultaban enormemente heterodoxos.

—Bien, el joven Sexto eligió acudir periódicamente a los Campos de Fuego porque parece que los humos sulfurosos le prueban. Y sigue yendo.

—¿Y vuestro hijo menor? —inquirió Mario.

—Cayo dijo que sólo había una cosa en el mundo que deseaba como privilegio, aunque no se la pudiera considerar un lujo, y pidió poder elegir su propia esposa.

—¡Por los dioses! —exclamó Mario agitando sus pobladas cejas—. ¿Y se lo concedisteis?

—Sí, claro.

—Pero ¿y si cae en la habitual ceguera juvenil y se enamora de una cualquiera o de una vieja furcia?

—Pues que se case con ella, si es lo que desea. De todos modos no creo que el joven Cayo llegue a ser tan necio. Tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros —replicó el cariñoso padre.

—¿Os casasteis según el modo patricio tradicional, confarreatío para toda la vida? —inquirió Mario, sin apenas dar crédito a lo que oía.

—Sí, claro.

—¡Por los dioses!

—Mi hija mayor, Julia, tiene también bien sentada la cabeza —prosiguió César—. Ella solicitó ser miembro de la biblioteca de Fannio; yo, que había solicitado lo mismo, consideré que no tenía sentido que lo fuésemos los dos y le cedí mis derechos. Sin embargo, la pequeña, Julilla, no es nada sensata; pero imagino que las mariposas no necesitan serlo. Les basta —se encogió de hombros y sonrió irónico— con alegrar el mundo. No soportaría vivir en un mundo sin mariposas, y como hemos sido lamentablemente imprevisores teniendo cuatro hijos, es una ventura que nuestra mariposa viniera la última. Y una gracia que, además, fuese hembra.

—¿Qué pidió ella? —dijo Cayo Mario, sonriente.

—Oh, más o menos lo que esperábamos: confites y ropa.

—¿Y vos os desprendisteis de vuestro título de socio de la biblioteca?

—Yo opté por la mejor lámpara de aceite con las mejores mechas y llegué a un trato con Julia. Si ella me dejaba leer los libros que sacase de la biblioteca, yo le dejaría mis lámparas para leer.

Mario dio rienda suelta a su sonrisa, complacido por la personalidad del autor de aquella moraleja. ¡Qué vida tan sencilla y plácida llevaba! Rodeado de una esposa y unos hijos a quienes se esforzaba en complacer y por quienes se interesaba como individuos. No cabía duda de que no erraba en el análisis caracterológico de su retoño, y el joven Cayo no elegiría una esposa del arroyo del Subura.

—Cayo Julio —dijo con un carraspeo—, ha sido una velada deliciosa, pero creo que ha llegado el momento de que me digáis por qué he debido mantenerme sobrio.

—Si no os importa, despediré primero a los criados —replicó César—. Tenemos el vino al alcance de la mano y ahora que ha llegado el momento de la verdad no necesitamos ser abstemios.

Aquella escrupulosidad sorprendió a Mario, acostumbrado ya a la suma indiferencia que las altas clases romanas mostraban respecto a sus esclavos domésticos. No en cuanto al trato, porque solían ser considerados, sino que parecían convencidos de que los criados eran seres inanimados, inmunes a las conversaciones privadas; era una costumbre que Mario no había podido asumir. También su padre era firme partidario de despedir a la servidumbre.

—Cotillean descaradamente, ¿sabéis? —añadió César una vez a solas, con la gruesa puerta bien cerrada—, y al lado tenemos vecinos entrometidos. Roma es una ciudad grande, pero en lo que respecta al chismorreo en el Palatino, es como un pueblo. Marcia me ha contado que hay amigas suyas que hasta se rebajan a pagar a sus criados para que les cuenten chismes, y que dan recompensas cuando el chisme resulta cierto. Además, los criados también piensan y sienten, y es preferible no implicarlos.

—Cayo Julio, merecíais haber sido cónsul y habríais sido nuestro magistrado más eminente, digno de ser elegido censor —dijo Mario con asombrosa sinceridad.

—Estoy de acuerdo, Cayo Mario, ¡lo habría merecido! Pero no tengo el dinero necesario para aspirar a un alto cargo.

—Yo tengo ese dinero. ¿Es por lo que estoy aquí y por lo que e permanecido abstemio?

—Mi apreciado Cayo Mario —replicó César, perplejo—, claro que Ya estoy más cerca de los sesenta que de los cincuenta y mi carrera pública está estancada. No, son mis hijos y los hijos de mis hijos lo que me preocupa.

Mario se irguió y se volvió en la camilla hacia su anfitrión, hizo lo propio. Como tenía la copa vacía, Mario cogió el jarro ysirvió vino puro, dio un sorbo y se quedó estupefacto.

 

—¿Es esto lo que has estado aguando toda la cena hasta dejarlo insípido? —inquirió.

—¡Oh, no! —replicó César sonriendo—. No soy tan rico, os lo aseguro. El vino que hemos estado aguando era uno corriente. Este lo guardo para ocasiones especiales.

—Me halagáis —añadió Mario, mirándole cejijunto—. ¿Qué queréis de mi, Cayo Julio?

—Ayuda. A cambio, yo os ayudaré —contestó César sirviéndose una copa del vino selecto.

—¿Y cómo se llevará a cabo esa ayuda mutua?

—Muy sencillo. Haciéndoos miembro de mi familia.

—¿Cómo?

—Os ofrezco una de mis hijas. La que más os guste —respondió pausadamente César.

—¿Un matrimonio?

—¡Claro, un matrimonio!

—¡Ooooh! ¡Qué idea! —exclamó Mario, viendo inmediatamente las posibilidades. Y sin añadir palabra, dio un sorbo del fragante Falerno.

—Todos se fijarán en vos si sois esposo de Julia —dijo César—. Afortunadamente no tenéis hijos ni tampoco hijas. Por lo tanto, la esposa que toméis en esta fase de vuestra vida ha de ser joven y ser de ascendencia fértil. Es muy comprensible que busquéis nueva esposa y a nadie le extrañará. Pero si esa esposa es Julia, por ser ella de alto linaje patricio, vuestros hijos llevarán sangre de los Julios, y el matrimonio con Julia, indirectamente, os ennoblece, Cayo Mario. Todos se verán obligados a consideraros de forma muy distinta a como lo hacen ahora, porque vuestro nombre quedará potenciado con la gran dignitas, la valía pública y el rango de la familia más augusta de Roma. Dinero no tenemos, pero si dignitas. Los Julios César son descendientes directos de la diosa Venus a través de su nieto Julo, hijo de su hijo Eneas. Y con ello quedaréis impregnado de nuestro esplendor.

César dejó la copa y suspiró sonriente.

—Os lo aseguro, Cayo Mario, ¡es cierto! Lamentablemente no soy el primogénito de la familia de los Julios, pero conservamos las imágenes de cera y nuestro linaje se remonta a más de mil años. El segundo nombre de la madre de Rómulo y Remo, la llamada Rea Silvia, es Julia. Al yacer con Marte, concibió de él dos gemelos, dimos forma mortal a Rómulo y así hasta Roma —añadió sonriendo aún más, no con ironía, sino de profundo placer por sus ilustres antepasados—. Éramos reyes de Alba Longa, la más grande de las ciudades latinas, y fue nuestro antepasado Julo quien la fundó, y al ser saqueada por los romanos nos trajeron a Roma y fuimos elevados en su jerarquía para reforzar el derecho de Roma a ser la cuna de la raza latina. Y aunque nunca se reconstruyó Alba Longa, actualmente el sacerdote del monte Albano es un Julio.

No podía evitarlo: le invadía un temor reverencial que contuvo. Pero no dijo nada y se limitó a escuchar.

—A nivel más humilde —prosiguió César—, yo mismo tengo un aura no menos famosa, aunque nunca haya tenido dinero para aspirar a cargos más altos. Mi nombre es famoso entre los electores; los arribistas se disputan mi amistad, y las centurias que votan en las elecciones consulares están llenas de arribistas, como bien sabéis. Y soy muy respetado por mi nobleza. Mi dignitas personal es irreprochable, igual que la de mi padre —concluyó en tono grave.

Nuevas perspectivas se abrían ante Cayo Mario, que no podía apartar sus ojos del hermoso rostro de César. ¡Sí, claro que descendían de Venus! Y todos eran hermosísimos. El fisico cuenta, y a lo largo de la historia siempre ha sido mejor ser rubio. Los hijos que tenga con Julia pueden ser rubios y conservar la larga y desigual nariz romana. Tendrán un físico estupendo y nada corriente. Que es la diferencia entre los Julios César rubios de Alba Longa y los Pompeyos rubios de Picenum. Los Julios César tienen un físico inequívocamente romano, mientras que los Pompeyos parecen celtas.

—Todos saben que vos ansiáis ser cónsul —prosiguió César—. Vuestras actividades en Hispania cuando fuisteis pretor os habrán procurado una clientela, pero, lamentablemente, se rumorea que vos mismo sois un cliente, con lo que vuestros clientes son los clientes de vuestro patrón.

—¡Es un infundio! —protestó Mario, enojado, mostrando los dientes, que eran grandes, blancos y fuertes—. ¡Yo no soy cliente de nadie!

—Yo os creo, pero no es lo que opina la gente —replicó César—, y lo que cree la gente es mucho más importante que la verdad. Cualquiera con sentido común sabría descartar la idea de que sois el cliente de la familia Herenio, porque el clan de los Herenios es muchísimo menos latino que el clan de Mario de Arpinum. Pero los Cecilios Metelos afirman también que os tienen bajo su patrocinio. Y a los Cecilios Metelos se les cree. ¿Por qué? Por lo siguiente: porque la familia Fulcínía por parte de vuestra madre es etrusca y el clan Mario posee tierras en Etruria, y Etruria es el feudo inmemorial de los Cecilios Metelos.

—¡Ningún Mario, ni tampoco los Fulcinios, han sido jamás clientes de ningún Cecilio Metelo! —espetó Mario, aún más airado—. ¡No tendrán valor para afirmar que soy cliente suyo en ninguna situación en que los obliguen a demostrarlo!

—Por supuesto —replicó César—. Pero os tienen una gran aversión personal y eso concede mayor peso a sus afirmaciones. Es algo que no deja de comentarse y se dice que es una aversión demasiado personal para que la causa sea que les tocaseis las narices cuando erais tribuno de la plebe.

—¡Ya lo creo que es personal! —dijo Mario, soltando una artificiosa carcajada.

—Explicádmelo.

—En cierta ocasión, en Numancia, tiré a una pocilga al hermano pequeño de Dalmático, el que sin lugar a dudas va a ser cónsul el año que viene. En realidad éramos tres, y es cierto que desde entonces ninguno de los tres hemos llegado muy lejos con los romanos que manejan la verdadera influencia.

—¿Quiénes fueron los otros dos?

—Publio Rutilio Rufo y el rey Yugurta de Numidia.

—¡Ah! Misterio aclarado —dijo César juntando los dedos y llevándoselos a los labios fruncidos—. Sin embargo, la acusación de que sois un cliente deshonroso no es el único estigma en vuestro nombre, Cayo Mario. Hay otro más difícil de borrar.

—Entonces, antes de hablar de ese otro estigma, Cayo Julio, ¿cómo sugerís que ponga fin al rumor de que soy cliente? —inquirió Mario.

—Casándoos con una de mis hijas. Si os acepto por marido de una de mis hijas, daré a entender al mundo que no veo prueba de verdad en la acusación de clientelismo. ¡Y difundid la historia de la pocilga! Si es posible, haced que Publio Rutilio Rufo la confirme. Así todos tendrán una explicación más comprensible del origen de la aversión personal de Cecilio Metelo —dijo César sonriendo—. Debió ser divertido.., un Cecilio Metelo a la altura de unos cerdos... ¡y ni siquiera romanos!

—Fue divertido —asintió Mario escuetamente, instándole a continuar—. ¿Cuál es el otro estigma?

—No me cabe la menor duda de que lo sabéis, Cayo Mario.

—No se me ocurre nada, Cayo Julio.

—Se dice que hacéis negocio.

—Pero —replicó Mario con un grito sofocado de asombro— ¿en qué se diferencian mis negocios de los que realizan las tres cuartas partes de los senadores? ¡No tengo acciones en ninguna comPañía que me permitan votar ni influir en sus asuntos internos! ¡No soy más que un socio encubierto, un capitalista! ¿Se dice eso de mí, que tomo parte activa en negocios?

—Claro que no, mi apreciado Cayo Mario. ¡Nadie hace lucubraciones! Simplemente se os desprecia con un gesto y la simple frase de "hace negocios". Sus implicaciones son innumerables y no se dice nada concreto. Por lo que, a los que no tienen la prudencia de preguntar, se les hace creer que vuestra familia se ha dedicado a los negocios desde hace generaciones, que vos dirigís compañías, recogéis impuestos, os enriquecéis con el suministro de grano —dijo César.

—Entiendo —contestó Mario con los labios prietos.

—Más vale que lo entendáis —dijo César amablemente.

—¡Yo no hago ningún negocio que no haga también Cecilio Metelo! De hecho, puede que haga menos negocios que él.

—De acuerdo. Pero si yo hubiese sido vuestro consejero, Cayo Mario —añadió César—, habría tratado de persuadiros de que evitaseis toda clase de negocios que no fuesen tierras y propiedades. Vuestras minas no constituyen ningún reproche; son propiedades buenas y estables. Pero para un hombre nuevo los asuntos de compañías no convienen. Debíais haberos limitado a las únicas empresas totalmente irreprochables para un senador tierras y propiedades.

—¿Queréis decir que mis actividades comerciales constituyen otro impedimento para ser noble romano? —inquirió amargamente Mario.

—¡Exactamente!

Mario irguió el tronco. Alargarse en explicaciones de una evidente injusticia era perder tiempo y energías. Por eso optó por pensar en el atractivo proyecto de casarse con una muchacha de la familia de los Julios.

—¿De verdad creéis, Cayo Julio, que el matrimonio con una de vuestras hijas mejoraría tanto mi imagen pública?

—No cabe la menor duda.

—Una Julia... ¿Y por qué no aspirar a casarme con una Sulpicia, una Claudia, una Emilia o una Cornelia? Una muchacha de cualquiera de las viejas familias patricias me favorecería lo mismo, si no más. Tendría el apellido antiguo más una cobertura política mucho más actual —replicó Mario.

César, sonriente, meneó la cabeza.

—Me niego a aceptar la provocación, Cayo Mario, así que no volváis a molestaros. Si, podríais casaros con una Cornelia o una Emilia, pero todos comprenderían que simplemente la habríais comprado. La ventaja de casaros con una Julia estriba en el hecho de que los Julios César nunca venden sus hijas a nuevos ricos que ansían abrirse una carrera pública y obtener un apellido noble para su progenie. El simple hecho de que se os permita desposar a una Julia servirá para que la gente vea que sois merecedor de cualquier honor político y que esos estigmas son puro infundio. Los Julios César siempre han rehusado vender a sus hijas. Eso lo sabe todo el mundo. —César hizo una pausa para reflexionar—. Aunque, os digo una cosa, no dudaré en recomendar insistentemente a mis hijos que capitalicen nuestras peculiaridades y casen a sus hijas con nuevos ricos lo antes posible.

Mario se arrellanó con la copa nuevamente llena.

—Cayo Julio, ¿por qué me ofrecéis esta oportunidad? —inquirió.

—Hay dos razones —respondió César con el entrecejo fruncido—. La primera quizá no sea muy razonable, pero por ella llegué a la decisión de anular nuestra tradicional reticencia familiar a capitalizar el matrimonio de los hijos. Mirad, cuando ayer os vi en el Capitolio, tuve una premonición. No es que yo sea dado a las premoniciones, entendedme, pero juro por todos los dioses, Cayo Mario, que tuve la seguridad de que veía a un hombre al que, si le daba la oportunidad, libraría a Roma de una terrible amenaza. Y también supe que si no se os daba la oportunidad, Roma dejaría de existir —añadió encogiéndose de hombros con un temblor—. Bien, todo romano es profundamente supersticioso y es una característica muy acentuada en las familias de vieja alcurnia. Yo creo en lo que siento. Ha transcurrido un día y sigo creyendo. Y pensé, ¿no sería maravilloso que un humilde senador sin cargo importante diese a Roma el hombre que ésta va a necesitar tan desesperadamente?

—Yo también lo siento —dijo Mario bruscamente—. Lo he sentido desde que fui a Numancia.

—¡Pues ya está! Nosotros dos.

—¿Y la segunda razón, Cayo Julio?

—He llegado a una edad —dijo César con un suspiro— en la que debo afrontar el hecho de que no he sabido mirar como debe un padre por el futuro de mis hijos. Han tenido cariño. Comodidad material no les ha faltado, sin llegar a un exceso agobiante. Educación, también la han tenido. Pero todo lo que poseo es esta casa más quinientas yugadas en las colinas albanas. —Se incorporó, cruzó las piernas y volvió a inclinarse—. Tengo cuatro hijos, y son muchos, como bien sabéis. Dos hijos y dos hijas. Con lo que poseo no aseguraré la carrera pública de mis hijos, ni siquiera como modestos senadores como su padre. Si reparto mis propiedades entre los dos varones, ninguno de los dos podrá aspirar a la candidatura de senador. Si se lo dejo todo a Sexto, el mayor, lo más que podrá hacer es sobrevivir igual que yo, mientras que Cayo, el pequeño, quedaría en tal penuria que ni siquiera podría aspirar a la categoría de caballero. Efectivamente, le convertiría en un Lucio Cornelio Sila. ¿Conocéis a Lucio Cornelio Sila?

—No —contestó Mario.

—Su madrastra vive en la casa de al lado. Es una mujer horrible, insensata y de baja cuna, pero muy rica. No obstante, tiene un pariente de su sangre que heredará la fortuna; un sobrino, creo. ¿Que cómo sé estos detalles? La servidumbre de ser su vecino y la coincidencia de ser senador. La mujer me acosó para que le redactase el testamento y no paró de hablar. Su hijastro, Lucio Cornelio Sila, vive en la casa; según ella, porque no tiene donde caerse muerto. Imaginaos: un Cornelio patricio, con edad para ocupar un puesto en el Senado, sin la menor esperanza de poder acceder a él. ¡Es un indigente! Su rama familiar hace tiempo que está en la ruina, el padre era prácticamente un don nadie. Y para colmo de males, el progenitor de Lucio Cornelio cayó en las garras del vino y lo poco que le quedaba hace años que se lo gastó en el vicio. El padre fue quien se casó con mi vecina, la cual tiene bajo su techo al hijastro desde que murió el marido, pero no está dispuesta a hacer nada por él. Vos, Cayo Mario, habéis tenido infinitamente más suerte que Lucio Cornelio Sila, ya que al menos vuestra familia era lo bastante acomodada para daros la propiedad y las rentas propias de un senador cuando os llegó la oportunidad; vuestra condición de hombre nuevo no os impidió el acceso al Senado cuando se presentó la ocasión, mientras que si no hubieseis tenido los medios, eso os habría estado vedado. Lucio Cornelio Sila es de un linaje impecable por parte de padre y de madre, pero su penuria le ha impedido acceder a un puesto al que habría tenido perfecto derecho en la jerarquía vigente. Y creo que me preocupa enormemente el bienestar de mi hijo menor para dejarle abocado a él, a sus hijos o a los hijos de sus hijos a las circunstancias de Lucio Cornelio Sila —concluyó César, apasionado.

—El nacimiento es un accidente —replicó Mario con idéntica pasión—. ¿Por qué ha de tener el poder de determinar el curso de una vida?

—¿Y por qué ha de hacerlo el dinero? —arguyó César—. Vamos, Cayo Mario, admitid que todo el mundo en todos los países aprecia el nacimiento y el dinero. Yo encuentro que, en realidad, la sociedad romana es la más flexible de todas; si la comparamos con el reino de los partos, Roma es tan ideal como la hipotética república de Platón. En Roma se han dado casos en que un individuo ha ascendido de la nada. Aunque os advierto que yo nunca he admirado a ninguno de los que lo hicieron —añadió César, pensativo— porque el esfuerzo los destruye como personas.

—En ese caso, quizá sea preferible que Lucio Cornelio Sila siga donde está —dijo Mario.

—¡Ni mucho menos! —replicó César con firmeza—. Yo admito que en vuestro caso ser un hombre nuevo os haya puesto en una situación injusta, Cayo Mario, pero haciendo honor a la clase a la que pertenezco, no tengo más remedio que deplorar el destino de Lucio Cornelio Sila —añadió, adoptando un gesto de decisión comercial—. No obstante, lo que me preocupa ahora es el futuro de mis hijos. Mis hijas, Cayo Mario, no tienen dote, y no puedo procurarles ninguna renta, porque de hacerlo dejaría en la miseria a mis hijos. Eso significa que mis hijas no tienen posibilidad alguna de casarse con hombres de su clase. Perdonadme, Cayo Mario, si estimáis que mis palabras os ofenden, pero no me refiero a hombres de vuestra condición. Me refiero... —hizo un gesto, agitando las manos—. Volveré a decirlo. Me refiero a que tendré que casar a mis hijas con hombres que no me gustan, que no admiro, que nada tienen en común con vos. ¡Tampoco las casaría con hombres de su propia clase si tampoco me gustaran! Lo que yo deseo es un hombre decente y honrado, pero ya no tendré ocasión de encontrarlo. Los que soliciten la mano de mis hijas serán los presuntuosos ingratos a quienes antes mostraría la punta de la bota que la palma de la mano. La situación es semejante a la que se da con una viuda rica: los hombres decentes no la solicitan por temor a ser considerados unos cazadotes y la única opción que a ella le queda es elegir un cazadotes.

César se rebulló en la camilla y se sentó en el borde con las piernas colgando.

—¿Os importaría dar un paseo por el jardín, Cayo Mario? Ya sé que hace frío, pero os daré algo para que os abriguéis. Ha sido una larga velada, difícil para mí, y empiezo a sentir el cansancio.

Sin decir palabra, Mario se agachó, cogió los zapatos de César, le ayudó a calzarlos y se los anudó con habilidad y rapidez. Luego hizo lo propio con los suyos, se puso en pie y prestó apoyo con la mano al antebrazo de César.

—Por eso me complacéis —dijo éste—, por vuestra sensatez y sencillez.

Era un peristilo no muy grande, pero tenía un encanto poco habitual en los jardines urbanos. A pesar de la época del año en que estaban, crecían hierbas aromáticas que difundían deliciosos olores y la mayoría de las plantas eran de hoja perenne. Los Julios César se resistían a abandonar las costumbres rurales, advirtió Mario con un estremecimiento de cálida satisfacción. Bajo los aleros, para que les diera el sol sin mojarse, colgaban cientos de ramitos de hierba pulguera puesta a secar, igual que en casa de su padre en Arpinum. A finales de enero las pondrían en todos los arcones de ropa y por los rincones de la casa para ahuyentar pulgas, lepismas y todo tipo de insectos. Aquella hierba se cortaba en el solsticio de invierno para secarla, y Mario no se imaginaba que hubiese una casa en Roma en que la conociesen.

Como había habido un invitado a cenar, los candelabros que colgaban del techo de la columnata que rodeaba el peristilo ardían débilmente y las lamparitas de bronce que alumbraban los caminos del jardín proyectaban una tenue luz ámbar a través de los delgadísimos cilindros de mármol que las recubrían. Había cesado la lluvia, pero gruesas gotas de agua cubrían matas y arbustos y el aire era frío y nebuloso.

Ninguno de los dos lo advertía. Con las cabezas juntas (eran los dos altos y resultaba cómodo inclinar juntos la cabeza), paseaban despacio por los caminos y, finalmente, se detuvieron junto a la fuente con estanque en medio del jardín, en la que un cuarteto de ninfas sostenía unas antorchas en alto. Como era invierno, el estanque estaba vacío y no corría la fuente.

Esto sí que es real pensó Cayo Mario (cuya fuente y estanque funcionaban todo el año gracias a un sistema de calefacción). Ninguno de mis tritones, delfines y cascadas me emocionan tanto como esta deliciosa fuente antigua.

—¿Os interesa casaros con una de mis hijas? —inquirió César muy tranquilo, aunque parecía angustiado.

—Sí, Cayo julio, me interesa —dijo Mario, decidido.

—¿Os dolerá divorciaros de vuestra esposa?

—En absoluto —contestó Mario con un carraspeo—. ¿Qué deseáis que haga, Cayo julio, a cambio del regalo de emparentar con vuestro apellido?

—Mucho, en realidad —dijo César—. Ya que entraréis en la familia a guisa de un segundo padre más que como yerno, ¡privilegios de la edad!, espero que dotéis a mi otra hija y contribuyáis al bienestar de mis dos hijos. En el caso de la hija desafortunada y de mi hijo menor, dinero y propiedades constituyen necesariamente parte de ello. Pero debéis estar dispuesto a hacer valer vuestra influencia con mis dos hijos para que entren en el Senado y puedan iniciar la carrera hacia el consulado, ¿entendéis? Mi hijo Sexto tiene un año más que el mayor de los dos varones que mi hermano Sexto acogió, así que él es el primero de esta generación de Julios César con edad para aspirar al consulado. Quiero que sea cónsul en el año que le corresponde, doce después de entrar en el Senado, en su cuarenta y dos aniversario. ¡Quiero esa distinción! Después, Lucio, el hijo de mi hermano Sexto, será el primer cónsul juliano al año siguiente.

Haciendo una pausa para contemplar el rostro de Mario en penumbra, César efectuó un ademán tranquilizador.

—Oh, no creáis que ha habido ningún roce entre mi hermano y yo mientras vivía, ni lo hay ahora entre yo, mis hijos y los dos suyos. Pero es que un hombre debe ser cónsul en el año que le corresponde. Es mucho mejor.

—Vuestro hermano Sexto adoptó a su hijo mayor, ¿verdad? —inquírió Mario, esforzándose por recordar un hecho que nadie ignoraba en la sociedad romana.

—Sí, hace mucho tiempo. También se llamaba Sexto, que es el nombre que damos a los primogénitos.

—¡Claro! ¡Quinto Lutacio Catulo! Lo habría recordado si hubiese usado el César en su nombre, pero no lo hace, ¿verdad? Será sin duda el primer César que alcance el consulado, porque es mucho mayor que todos los otros.

—No —replicó César, meneando enfáticamente la cabeza—. Ya no es un César, sino un Lutacio Catulo.

—Tengo entendido que el viejo Catulo pagó bastante por la adopción —dijo Mario—. En cualquier caso, la familia de vuestro hermano parece tener bastante dinero.

—Sí, pagó mucho dinero. Igual que vos haréis por vuestra nueva esposa, Cayo Mario.

—Julia. Quiero que sea Julia —dijo Mario.

—¿La pequeña no? —inquirió César con tono de sorpresa—. Bien, admito que me alegra, aunque sólo sea por el hecho de que considero que una muchacha no debe casarse antes de cumplir dieciocho años, y a Julilla aún le falta año y medio para eso. Creo que habéis elegido bien. Sin embargo, yo siempre he pensado que Julilla es la más atractiva e interesante de las dos.

—Es natural, siendo su padre —replicó Mario, sonriente—. No, Cayo julio, vuestra hija pequeña no me atrae en absoluto. Si no está locamente enamorada del hombre con quien se case, creo que le dará pesares. Yo soy demasiado mayor para los caprichos de una jovencita, y Julia me parece que tiene igual sentido común que atractivo físico. Me gusta todo en ella.

—Será una excelente esposa para un cónsul.

—¿Creéis de verdad que lograré ser cónsul?

—¡Desde luego! —contestó César, asintiendo con la cabeza—. Pero no de inmediato. Casaos primero con Julia, y luego dejad que las cosas, y las personas, vayan calmándose. Procurad encontrar una buena guerra un par de años, pues será de gran ayuda que contéis con un triunfo militar reciente. Ofreced vuestros servicios a alguien como legado mayor. Y al cabo de dos o tres años presentaos candidato al consulado.

—Pero tendré cincuenta años —adujo Mario, entristecido—, y no se suele elegir a quienes han rebasado tanto la edad habitual.

—Ya sois demasiado mayor. ¿Qué pueden importar otros dos o tres años? Os servirán de mucho si sabéis emplearlos. No parecéis tan mayor, Cayo Mario; y eso es un detalle importante. Si tuvierais aspecto avejentado sería muy distinto. Por el contrario, encarnáis la auténtica imagen de la salud y el vigor, y sois un hombre alto, lo cual siempre impresiona a los electores de las centurias. De hecho, hombre nuevo o no, si no hubieseis incurrido en la enemistad de los Cecilios Metelos habríais sido un buen candidato al consulado hace tres años, cuando teníais la edad adecuada. Si fueseis un individuo bajito con un brazo derecho débil, ni siquiera Julia os valdría de mucho. Pero con vuestro físico, seréis cónsul. Perded cuidado.

—¿Qué deseáis exactamente que haga por vuestros hijos?

—¿En cuanto a propiedades?

—Sí —respondió Mario, olvidándose de su lujoso atuendo y sentándose en un banco de mármol blanco sin pulimentar.

Como permaneció sentado en él un rato y estaba húmedo, al levantarse dejó una mancha rosada de aspecto curiosamente natural. El tinte tirio del traje había impregnado la porosidad del mármol, con lo que el banco, a su debido tiempo, transcurrido un par de generaciones, se convirtió en una de las piezas más preciadas que otro Cayo julio César donaría al domus publicus del pontífice máximo. Pero para el Cayo julio César que concertó el matrimonio de Cayo Mario, el banco sería un presagio; un maravilloso presagio. Cuando el esclavo fue por la mañana a comunicarle el milagro y lo vio con sus propios ojos (el esclavo sintió un respeto reverencial más que espanto, porque nadie ignoraba el significado del color rojo), lanzó un suspiro de satisfacción. Aquel banco manchado de rojo era presagio de que, con aquel matrimonio de intereses, su familia se encaminaba hacia la púrpura del cargo más alto en Roma. Y el detalle se incorporó a aquella extraña premonición: sí, Cayo Mario tendría una intervención en los destinos de Roma como nadie podía soñar. César quitó el banco del jardín y lo situó en el atriun; pero nunca dijo a nadie cómo de la noche a la mañana había aparecido aquella delicada mancha entreverada roja y rosa. ¡Un presagio!

—Para mi hijo Cayo necesito suficiente tierra para asegurarle un escaño en el Senado —dijo César a su invitado, sentado en el banco—. En este momento se da la circunstancia de que hay en venta seiscientas yugadas de excelentes tierras junto a mi propiedad de quinientas en las colinas albanas.

—¿A qué precio?

—Tremendo, por su calidad y por estar tan cerca de Roma. Desgraciadamente es el vendedor quien fija el precio —dijo César con un profundo suspiro—. Cuatro millones de sestercios... un millón de denarios —añadió con un esfuerzo.

—De acuerdo —respondió Mario, como si César hubiese hablado de cuatro mil sestercios en lugar de cuatro millones—. Sin embargo, creo que sería prudente que mantengamos este trato en secreto, de momento.

—¡Oh, por supuesto! —asintió César, vehemente.

—Mañana, yo mismo os traeré el dinero en metálico —dijo,Mario sonriendo—. ¿Qué más deseáis?

—Espero que antes de que mi hijo mayor entre en el Senado ya seáis cónsul y tengáis influencia y poder, por el cargo y por vuestro matrimonio con Julia; y, en consecuencia, utilicéis este poder e influencia para que mis hijos consigan diversos cargos. De hecho, si obtenéis ese legado militar durante dos o tres años, deseo que llevéis con vos a mis dos hijos a la guerra. Tienen experiencia; los dos han sido cadetes y suboficiales, pero necesitan más servicio militar que favorezca sus carreras, y será idóneo que sirvan a vuestras órdenes.

Personalmente, Mario no creía que ninguno de los dos jóvenes tuviese grandes dotes de comandante, pero consideraba que sí podrían llegar a ser buenos oficiales, y se limitó a decir:

—Los llevaré muy complacido, Cayo julio.

—En cuanto a su carrera política —prosiguió César—, tienen el inconveniente de ser patricios, y, como bien sabéis, eso significa que no pueden aspirar al cargo de tribunos de la plebe, y destacar como tribuno de la plebe es con mucho el mejor sistema para ganarse buena fama política. Mis hijos tendrán que optar por la carísima magistratura curul. Así que espero que tanto en el caso de Sexto como en el de Cayo les aseguréis la elección de ediles curules, con fondos suficientes para que celebren juegos y espectáculos que hagan que el pueblo les recuerde con simpatía cuando se presenten a las elecciones de pretor. Y si les hiciera falta comprar votos, espero que les procuréis lo necesario.

—De acuerdo —dijo Cayo Mario, alargando la mano derecha con sorprendente prontitud, dada la magnitud de las condiciones de César, que le obligaban a un trato que iba a costarle como mínimo diez millones de sestercios.

Cayo julio César estrechó con fuerza y efusión aquella mano.

—¡Bien! —exclamó, y se echó a reír.

Regresaron a la casa y César ordenó a un criado adormilado que trajera el viejo sagum de su invitado.

—¿Cuándo veré a Julia y hablaré con ella? —inquirió Mario en el momento en que sacaba la cabeza por la abertura circular del sagum.

—Mañana por la tarde —respondió César, abriéndole la puerta—. Buenas noches, Cayo Mario.

—Buenas noches, Cayo julio —respondió Mario, echando a andar bajo aquel cortante viento del norte.

Llegó a su casa como flotando y con un calor que no sentía hacía mucho tiempo. ¿Sería posible que aquel duende interior, la sensación, fuese algo que iba a convertirse en realidad? ¡Cónsul! ¡Su familia pisaría de pleno derecho el terreno sacrosanto de la nobleza romana! Si lo lograba, tenía que adoptar un hijo. Otro Cayo Mario.

 

Las Julias compartían un saloncito de estar en el que se reunieron a la mañana siguiente para desayunar. Julilla se mostraba extraordinariamente inquieta y se balanceaba sobre un pie y otro, íncapaz de estarse quieta.

—¿Qué te pasa? —inquirió su hermana, exasperada.

—¿No lo sabes? Algo se está tramando y quiero ir al mercado de flores a ver a Clodila, ¡se lo he prometido! Pero creo que vamos a tener que quedarnos en casa para uno de esos aburridos cónclaves familiares —contestó la muchacha, entristecida.

—No sabes apreciar las cosas —replicó Julia—. ¿Conoces a muchas chicas que tengan el privilegio de decir su opinión en una reunión de familia?

—Bah, tonterías; son un aburrimiento y nunca se habla de nada interesante... sólo de criados, de cosas que no podemos comprar y de tutores. ¡Yo quiero dejar la escuela; estoy harta de Homero y del plomo de Tucídides! ¿De qué le sirven a una muchacha?

—Le dan lustre de culta y bien educada —replicó Julia—. ¿No deseas un buen marido?

—Para mí —replicó Julilla entre risitas— un buen marido no tiene nada que ver con Homero y Tucídides. ¡Yo quiero salir esta mañana! —añadió bailoteando por el cuarto.

—Si te has empeñado en salir, saldrás, porque te conozco —dijo Julia—. ¿Por qué no te sientas y desayunas?

Una sombra apareció junto a la puerta y las dos muchachas alzaron la vista, boquiabiertas. ¡Su padre estaba allí!

—Julia, quiero hablar contigo —dijo nada más entrar y sin hacer caso de Julilla, su preferida.

—Oh, tata, ¿ni siquiera un besito? —inquirió ésta con un puchero. Él la miró distraído y la besó en la mejilla, forzando una sonrisa.

—Mariposita, ¿por qué no te vas a hacer lo que tengas que hacer?

—Gracias, tata —dijo ella radiante de satisfacción—. ¡Gracias! ¿Puedo ir al Porticus Margaritaria al mercado de flores?

—¿Cuántas perlas piensas comprar hoy? —inquirió el padre sonriendo.

—¡Millares! —respondió ella, apresurándose a salir del cuarto. Cuando pasaba junto a él, César le puso un denario de plata en la mano.

—Ya sé que no llega ni para la perla más pequeña, pero puedes comprarte un pañuelo —dijo.

—¡Oh, tata, gracias! ¡Gracias! —exclamó la muchacha, abrazándole y besándole. Y salió.

—Siéntate, Julia —dijo César, mirando complacido a su hija mayor.

La muchacha, intrigada, se sentó pero no dijo palabra hasta que llegó Marcia, quien tomó asiento a su lado.

—¿De qué se trata, Cayo julio? —inquirió Marcia, curiosa pero sin temor.

César permaneció de pie, cambiando el peso del cuerpo de un lado a otro, y luego posó sus bellos ojos azules en Julia.

—Bien, querida, ¿te gustó Cayo Mario? —inquirió.

—Pues sí, tata.

—¿Por qué?

La muchacha reflexionó un instante.

—Por su forma de hablar sencilla y sincera, creo. Y por su falta de afectación. Confirmó lo que yo imaginaba.

—¿Ah, sí?

—Sí. Es que por los chismes que corren por ahí... que si no habla griego, que es un zoquete de pueblo, que su fama militar la ha adquirido a expensas de otros y por capricho de Escipión Emilíano... A mí siempre me había parecido que la gente hablaba demasiado, mucho y con sumo desprecio, para que fuese cierto lo que se dice. Después de conocerle, estoy segura de que no me equivoco. No es ningún patán y no creo que se comporte como un palurdo. ¡Es muy inteligente! Y ha leído mucho. Oh, el griego que habla no suena muy bien, pero es sólo por culpa del acento; la sintaxis y el léxico son excelentes. Igual que el latín con que se expresa. Y sus cejas me parecen muy distinguidas, ¿no os parece? Su gusto para la vestimenta es un poco ostentoso, pero supongo que es culpa de la esposa.

Dicho lo último, Julia se quedó callada y como aturdida.

—¡Julia! ¡Sí que te ha gustado! —dijo César, con extraño tono de respeto.

—Sí, tata, claro que me gustó —respondió ella, confusa.

—Me alegro de saberlo, porque vas a casarte con él —espetó César, haciendo caso omiso en esta ocasión extraordinaria del famoso tacto diplomático que le caracterizaba.

—¿Ah, sí? —inquirió Julia, perpleja.

—¿Es cierto? —añadió Marcia, muy tiesa.

—Sí —contestó César, tomando asiento finalmente.

—¿Y cuándo has tomado esa decisión? —inquirió Marcia con un peligroso tono de resentimiento—. ¿Dónde ha visto él a Julia para pedir su mano?

—El no ha pedido su mano —respondió César a la defensiva—. Fui yo quien le ofrecí a Julia. O a Julilla. Por eso le invité a cenar.

Ahora Marcia le miraba con expresión de sorpresa, como si estuviera loco.

—¿Has ofrecido en matrimonio a un hombre nuevo, casi de tu edad, tu hija, o una de tus dos hijas? —inquirió con enfado.

—Eso he hecho.

—¿Por qué?

—Me consta que sabes quién es.

—Claro que sé quién es.

—Entonces, sabrás que es uno de los hombres más ricos de Roma.

—¡Pues sí!

—Escuchad —replicó César muy serio, dirigiéndose a las dos—, sabéis de sobra la situación en que estamos. Son cuatro hijos y no tenemos bastantes bienes ni dinero para que abriguen esperanzas de un buen futuro. Dos varones con cuna e inteligencia para llegar a donde sea, y dos muchachas con cuna y belleza para casarse con lo mejor. Pero no tenemos dinero. Nos falta dinero para el cursus honorum y para las dotes.

—Sí —asintió Marcia con voz desmayada.

Como su padre había muerto antes de que ella hubiese alcanzado edad casadera, los hijos de la primera mujer se habían puesto de acuerdo con los tasadores de los bienes para que a ella no le quedase casi nada. Cayo julio César se había casado con ella por amor, y, como tenía una dote muy escasa, su familia había dado consentimiento al matrimonio con gran complacencia. Sí, se habían casado por amor y eso les había dado la felicidad, la tranquilidad, tres hijos modélicos y una mariposilla preciosa. Pero a Marcia siempre le había humillado que César no mejorara económicamente casándose con ella.

—Cayo Mario necesita una esposa patricia de una familia cuya integridad y dignitas sean tan impecables como su valía —dijo César—. Habría debido ser cónsul hace tres años, pero los Cecilios Metelos lo impidieron, y él es un hombre nuevo con una esposa de Campania y carece de relaciones familiares capaces de hacer frente a ese clan. Nuestra hija le servirá para que Roma lo tome en serio. Nuestra Julia dará a Cayo Mario categoría y enaltecerá su dignitas, y su estima pública y su posición se multiplicarán por mil. A cambio, Cayo Mario se ha comprometido a paliar nuestra situación económica.

—¡Oh, Cayo! —exclamó Marcia, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oh, padre! —añadió Julia a punto de llorar.

Al ver que a su mujer se le pasaba el enfado y que su hija parecía contenta, César se sintió más tranquilo.

—Le vi anteayer en el acto de toma de posesión de los nuevos cónsules. Lo curioso es que antes nunca había reparado en él, ni cuando era pretor ni cuando se presentó inútilmente a cónsul. Pero el día de Año Nuevo, no sé si sería exagerado decir que fue como si me cayera la venda de los ojos; y me di cuenta de que es un gran hombre. Sé que Roma le va a necesitar. No sabría deciros cuándo me vino la idea de ayudarnos mutuamente. Lo cierto es que al entrar en el templo y verle junto a mí, la idea ya se me había ocurrido. Así que aproveché la oportunidad y le invité a cenar.

—¿Y fuiste tú el que se lo propusiste y no al revés? —inquirió Marcia.

—Así es.

—¿Y acabarán nuestros apuros?

—Sí, Cayo Mario no será un romano natural de Roma, pero creo que es un hombre de honor. Creo que cumplirá su parte del trato.

—¿Cuál es su parte del trato? —inquirió Marcia, cual práctica madre, conectando mentalmente con el ábaco.

—Hoy nos entregará cuatro millones de sestercios en metálico para comprar las tierras junto a las nuestras en Bovillac, con lo que nuestro hijo Cayo dispondrá de bienes suficientes para conseguir un puesto en el Senado sin necesidad de tocar la herencia de Sexto. Ayudará a nuestros dos hijos en el nombramiento de ediles curules y en todo lo que sea necesario para que los elijan cónsules cuando llegue el momento. Y, aunque no lo tratamos en detalle, dará una buena dote para Julilla.

—¿Y qué va a hacer por Julia? —inquirió Marcia con sequedad.

—¿Por Julia? —repitió César estupefacto—. ¿Qué más puede hacer por Julia además de casarse con ella? Nosotros no se la damos con dote y a él le va a costar una fortuna este matrimonio.

—Normalmente una mujer aporta su dote para tener la seguridad de que conserva cierta independencia económica después de casarse, sobre todo si se da el caso de divorcio. Aunque hay mujeres con poco seso que entregan la dote al marido, cierto que no todas, y si se rompe el matrimonio hay que especificar el estado de la dote, incluso en el caso de que el esposo haya hecho uso de ella. Yo insisto en que Cayo Mario dé una dote a Julia que la permita vivir en caso de que se divorcie de ella —dijo Marcia en un tono que no admitía réplica.

—¡Marcia, no puedo pedirle más! —replicó César.

—Pues tendrás que pedírselo. En realidad, me sorprende que no se te ocurriera pensarlo, Cayo julio —añadió ella con un suspiro de exasperación—. Nunca entenderé por qué el mundo funciona con la falsa creencia de que los hombres son más listos que las mujeres para los negocios. Y no es verdad, está visto. Y tú, mi querido esposo, eres todavía más cándido. Julia es la pieza clave de nuestro cambio de fortuna y tenemos que asegurar también su futuro.

—Admito que tienes razón, querida —dijo César con voz hueca—, pero no puedo pedirle a ese hombre más dinero.

Julia miró sucesivamente a su padre y a su madre. Desde luego no era la primera vez que los veía discutir, sobre todo en lo relativo a dinero, pero sí que era la primera vez que el tema de discrepancia era ella, y eso la afligía, por lo que decidió intervenir.

—¡Ya está bien! Yo misma le pediré a Cayo Mario una dote. No me da miedo y él lo entenderá.

—¡Julia! ¡Quieres casarte con él! —exclamó Marcia conteniendo un grito.

—Claro que sí, mamá. Me parece un hombre estupendo.

—Pero, hija, ¡casi es treinta años mayor que tú! Serás viuda dentro de nada.

—Los jóvenes son aburridos; me recuerdan a mis hermanos. Prefiero casarme con un hombre como Cayo Mario —dijo la muchacha—. Prometo ser una buena esposa. Me amará y nunca lamentará el gasto.

—¿Quién lo habría pensado? —inquirió César sin dirigirse a nadie en concreto.

—No te sorprendas tanto, tata. Pronto tendré dieciocho años y sabía que este año procurarías buscarme marido; debo confesar que la perspectiva me aterraba. No el matrimonio exactamente, sino quién fuera a ser el marido. Pero anoche, cuando vi a Cayo Mario, pensé... pensé inmediatamente que sería estupendo que me encontrases alguien como él —dijo Julia enrojeciendo—. No se parece nada a ti, tata, y, sin embargo, es como tú, correcto, amable y honrado.

Cayo julio César miró a su esposa.

—¿No es raro placer que a uno le guste su propia hija? Amar a los hijos es natural, pero que a uno le gusten, eso hay que aprender a hacerlo —dijo.

 

Dos encuentros con mujeres en un mismo día sirvieron para que Cayo Mario se pusiera más nervioso que ante la perspectiva de atacar a un ejército enemigo diez veces mayor que el suyo. El primero fue la visita inicial a su futura esposa y a su suegra, y el otro, la última entrevista con su esposa legal.

La prudencia y la cautela recomendaban ver a Julia antes de entrevistárse con Grania, para asegurarse de que no había inconvenientes imprevistos. Así, a la hora octava del día, a media tarde, llegaba a la casa de Cayo julio César, esta vez ataviado con la toga ribeteada de púrpura, sin compañía y sin la descomunal carga de un millón de denarios de plata que habría equivalido a un peso de 4.530 kilos, es decir, 160 talentos o 160 hombres bien cargados. Afortunadamente lo de "metálico" era un término relativo, y Cayo Mario acudió a la cita con un cheque bancario.

Ya en el despacho de julio César, entregó a su anfitrión un rollo de pergamino.

—Todo lo he hecho lo más discretamente posible —dijo mientras César desenrollaba el pergamino y ojeaba las pocas líneas escritas—. Como veis, he dispuesto el depósito de 200 talentos de plata a vuestro nombre en manos de vuestros banqueros. No hay modo de que nadie pueda identificar que yo he ordenado ese depósito, si no es con una gran pérdida de tiempo que ningún banquero se permitiría por simple curiosidad.

—Pero es igual, porque parecerá que he aceptado un soborno. Si no fuera tan poco importante senatorialmente, seguro que alguien de mi banco informaba al pretor urbano —dijo César, dejando que el pergamino se enrollase y poniéndolo a un lado.

—Mucho dudo de que nadie haya pagado tan alto soborno, incluso a un cónsul con buena influencia —replicó Mario sonriendo.

—No había hecho un cálculo de los talentos —dijo César alargando la mano derecha—. ¡Por los dioses que os he pedido un mundo! ¿Estáis seguro de no haberos quedado empobrecido?

—En absoluto —respondió Mario, incapaz de zafarse del convulsivo apretón de manos de César—. Si la tierra de que me hablasteis vale el precio que decís, os he entregado cuarenta talentos de más, que son la dote de vuestra hija.

—No sé cómo agradecéroslo, Cayo Mario —dijo César, soltando finalmente la mano del militar, cada vez más inquieto—. No hago más que repetirme que no os vendo a mi hija, pero en este momento sí me lo parece. Y es cierto, Cayo Mario, que no vendería a mi hija. Estoy convencido de que su futuro con vos y el destino de los hijos que tengáis será ilustre. Estoy seguro de que la cuidaréis como es debido y la querréis como yo deseo. —Su voz era ronca. No habría sido capaz de conseguir una suma tan importante para la dote de Julia, como deseaba Marcia, se puso en pie un tanto tembloroso, cogió el pergamino con mayor naturalidad de la que le dictaban su mente y su corazón, y se lo guardó en la bolsa que los pliegues de la toga formaban bajo su brazo derecho libre—. No estaré tranquilo hasta haberlo depositado en mi banco. Julia... —añadió vacilante— no cumple dieciocho años hasta primeros de mayo, pero no quisiera retrasar la boda hasta medíados de julio, así que, si os parece, podemos concertar la ceremonia para el mes de abril.

—Aceptado por mi parte —respondió Mario.

—Yo ya lo había pensado así —prosiguió César, por ganas de seguir hablando y romper aquel hielo que había creado—. Es una incomodidad cuando una muchacha ha nacido justo al principio de la única época del año en que se considera mala suerte casarse. No sé yo por qué el final de la primavera y el principio del verano se consideran de mala suerte. Esperad aquí, Cayo Mario —añadió cambiando de tono—. Os enviaré a Julia.

Ahora le tocaba a Cayo Mario estar en ascuas mientras esperaba en el pequeño y ordenado despacho con profunda angustia. ¡Ojalá la muchacha no se mostrara demasiado reacia! No había advertido en la actitud de César nada que se lo indicara, pero sabía muy bien que había cosas que no se decían, y anhelaba que Julia deseara casarse por propia voluntad. Pero ¿cómo iba a desear una unión tan poco adecuada a su cuna, su belleza y su juventud? ¿Habría derramado muchas lágrimas al saber la noticia? ¿No suspiraría ya por algún joven hermoso de la aristocracia, que el sentido común y la necesidad le vedaban? ¡Vaya marido para Julia: un itálico ya mayor que no hablaba griego!

La puerta que daba a la columnata al final del jardín peristilo se abrió hacia dentro y el sol entró en el despacho como una fanfarria de trompetas, cegador, ardiente y dorado. Julia aparecía enmarcada en aquel halo, con la mano derecha alargada y sonriente.

—Cayo Mario —dijo con amable voz y risueña mirada.

—Julia —respondió él acercándose a estrechar su mano, sin saber qué hacer con ella ni cómo reaccionar—. ¿Os ha dicho vuestro padre ... ? —añadió con un carraspeo.

—Oh, sí —respondió ella sin que su sonrisa se borrase, antes bien aumentó, sin que en su actitud se advirtiese nada pueril ni inmaduro. Muy al contrario, parecía dominar perfectamente la situación con gran aplomo y una actitud de real poderío, aunque sumisa.

—¿No os importa? —inquirió él, tajante.

—Me complace mucho —respondió ella mirándole con sus hermosos ojos grises, cálidos y risueños; y, como para tranquilizarle, le apretó la mano con afecto—. Cayo Mario, Cayo Mario, ¡no estéis tan preocupado! ¡De verdad que me complace mucho!

Mario alzó la mano izquierda, estorbada por los pliegues de la toga, y sostuvo la de ella entre las suyas, mirando aquellas uñas perfectamente ovales y los rosados dedos.

—¡Ya soy un hombre mayor! —dijo.

—Pues me gustarán los hombres mayores, porque vos me gustáis.

—¿Que os gusto?

—¡Claro! —replicó ella parpadeando—. Si no, no me habría avenido a casarme con vos. Mi padre es un hombre amabilísimo, no un tirano. Por mucho que deseara que yo quisiera casarme con vos, jamás me habría obligado a hacerlo.

—Pero, ¿seguro que no os habéis forzado vos misma? —inquirió Mario.

—No era necesario —respondió ella con voz pausada.

—¡Seguro que hay un joven que os gusta más!

—Ninguno. Los jóvenes se parecen demasiado a mis hermanos.

—Pero... pero... —balbució él, buscando desesperadamente algún inconveniente— ... ¡mis cejas!

—A mí me parecen maravillosas —respondió ella.

Mario notó que se ruborizaba sin poderlo remedíar, y esto le hizo perder aún mayor aplomo; luego comprendió que por muy contenida y entera que ella se mostrara, no dejaba de ser una muchacha inocente, que no se daba cuenta de lo que él estaba pasando.

—Vuestro padre ha fijado la boda para abril, antes de vuestro cumpleaños, ¿os parece bien? —inquirió.

—Bueno, no digo que no, sí él lo ha decidido —replicó ella frunciendo el entrecejo—, pero yo preferiría que fuese en marzo, si a él y a vos os parece. Me gustaría casarme el día de la fiesta de Anna Perenna.

Un día apropiado, pero también aciago. La fiesta de Anna Perenna, celebrada en la primera luna llena de marzo, estaba muy vinculada a la luna y al viejo Año Nuevo. En sí, el día de fiesta era venturoso, pero no el día siguiente.

— ¿No teméis iniciar vuestra vida de desposada con mal presagio? —inquirió él.

Ella puso su mano izquierda en la derecha de él y le miró muy seria.

—Mi madre me ha concedido muy poco tiempo para estar con vos —dijo—, y hay una cosa que quiero aclarar entre los dos antes de que venga. Mi dote —añadió, sustituyendo la sonrisa por un gesto de seria reserva—. No es que piense que no vayamos a entendernos bien, Cayo Mario, porque no veo nada en vos que me haga dudar de vuestro carácter o vuestra integridad, y ya veréis que yo sabré comportarme. Si nos respetamos mutuamente, seremos felices. Sin embargo, mi madre se ha empeñado en lo de la dote y mi padre está muy angustiado por su actitud. Ella insiste en que debo tener dote por si un día decidís divorciaros; pero mí padre se ve ya muy abrumado por vuestra generosidad y detesta pediros más. Por eso dije que yo os lo pedíría, y lo hago antes de que venga mi madre, porque es muy probable que diga algo sobre ello. —No había codícia en su mirada, únicamente preocupación—. ¿No podríamos establecer una suma aparte, conviniendo en que si, como yo espero, no hay necesidad de divorcio, sea de ambos, y sí nos divorciásemos fuese mía?

¡Vaya abogada! Una verdadera romana. Todo muy bien expuesto, nada ofensivo, y claro como el agua.

—Lo creo posible —respondió él muy serio.

—Tened la seguridad de que no la gastaré mientras esté casada con vos —añadió ella—. En eso, soy honrada.

—Si eso es lo que deseáis, dadlo por hecho —replicó él—. Pero no hacen falta condiciones. Me complace entregar una suma a vuestro nombre para que hagáis lo que queráis.

—¿Del mismo modo que me elegisteis a mí en vez de a Julílla? —replicó ella riendo—. No, gracias, Cayo Mario. Prefiero hacerlo formalmente —añadió muy tranquila, alzando la vista—. ¿Queréis besarme antes de que venga mi madre?

Su demanda de la dote no le había desconcertado, pero aquello sí. De pronto comprendió lo importantísimo que era no hacer nada que la decepcionara o, peor aún, que causara desagrado físico en ella. Y él, ¿qué sabía de besos, de relaciones amorosas? Su orgullo no había jamás requerido afirmaciones por parte de sus aisladas queridas a propósito de su capacidad amatoria, porque realmente nunca le había preocupado lo que pensaban de él en ese aspecto ni del modo de besar; y tampoco tenía la menor idea de lo que una muchacha esperaba de su primer amante. ¿Tenía que abrazarla apasionadamente, o aquel primer contacto había de ser casto y leve? ¿Lujuria o respeto, ya que el amor era en el mejor de los casos una esperanza futura? Julia era una posibilidad desconocida, y él no tenía indicio alguno de lo que esperaba o de lo que quería. Lo único que sabía era que agradarla era lo que más le importaba.

Por fin se aproximó más a ella sin soltarle las manos y bajó la cabeza, no mucho porque ella era muy alta. La muchacha tenía los labios juntos y fríos, blandos y sedosos. Cerró los ojos y el instinto natural resolvió aquel dilema al acercar su boca dispuesto a recibir lo que ella quisiera darle. Para Julia era una experiencia totalmente nueva, algo que deseaba, ignorando lo que podría traerle, pues César y Marcia habían mantenido a sus hijas vigiladas, refinadas e ignorantes, aunque no excesivamente inhibidas. Aquella muchacha, tan cultivada, no se había criado como su hermana menor, pero también tenía una gran sensibilidad. La diferencia entre Julia y Julilla era más de calidad que de capacidad.

Cuando sus manos pugnaron por soltarse, él las dejó caer en seguida, y se habría apartado de ella si Julia no hubiese levantado inmediatamente los brazos, echándoselos al cuello. El beso cobró calor, ella entreabrió los labios y Mario volvió a alzar los brazos para abrazarla. La amplitud y los pliegues de la toga impedían un contacto más íntimo, lo cual jugó a favor de ambos, pues así llegó con naturalidad el final espontáneo de aquel exquisito momento de mutua exploración.

Marcia, que había entrado sigilosamente, no pudo reprocharles nada, pues, aunque los halló abrazados, la boca de Mario reposaba castamente sobre la mejilla de ella, y Julia, con la mirada baja, permanecía tan contenta e incólume como un gato bien acariciado.

Ninguno de los dos se turbó; se separaron y se volvieron hacia Marcia, quien los miró —creyó observar Mario— con una sonrisa. De abolengo aristocrático no tan antiguo como los Julios César, Mario notó en ella cierta actitud de agravio, y comprendió que la mujer habría preferido ver a su hija casada con alguien de su propia clase, aunque ello no hubiese supuesto ningún ingreso pecuniario para la familia. Sin embargo, en aquel momento, la felicidad de Mario era completa y podía hacer caso omiso del resentimiento de su futura suegra, unos dos años más joven que él. Porque lo cierto es que ella tenía razón: Julia debía haber sido para alguien más joven y mejor que un palurdo itálico maduro que no sabía griego. ¡Lo cual no quería decir que ni por un instante fuese a cambiar la idea de hacerla suya! Al contrario; demostraría a Marcia que Julia se llevaba al mejor de los hombres.

—He pedido una dote, madre —dijo Julia inmediatamente—, y todo está arreglado.

Marcia fingió con gran donaire que se molestaba.

—Eso era obligación mía —replicó—, No de mi hija ni de mi esposo.

—Es natural —añadió él, sonriente,

—Habéis sido muy generoso. Os damos las gracias, Cayo Mario.

—No estoy de acuerdo. Sois vosotros los generosos, porque Julia es una perla que no tiene precio —replicó él.

Era una afirmación que se le quedó grabada, y cuando salió de la casa poco después y vio que a la hora décima la luz aún alumbraba el regazo del futuro, giró a los pies de la escalinata de las Vestales hacia la derecha en vez de a la izquierda y rodeó el precioso templo redondo de Vesta para tomar por el estrecho pasadizo entre la Regia y el Domus Publicus, saliendo a la Via Sacra al pie de la breve cuesta llamada Clivus Sacer, que ascendió a vivo paso, ansioso por alcanzar el Porticus Margaritaria antes de que se hubieran ido los vendedores. En aquella gran galería cubierta, construida en torno a un cuadrángulo central, estaban las mejores joyerías de Roma. Debía su nombre a los vendedores de perlas que se habían establecido en ella poco después de su construcción, época en la que, con la derrota de Aníbal, se habían derogado las severas leyes prohibiendo la ostentación, y las mujeres romanas se habían dedicado a gastar desenfrenadamente en toda clase de bisutería.

Mario quería comprar una perla para Julia, y sabía dónde hacerlo, como todos los romanos: la firma de Fabricio Margarita. El primer Marco Fabricio había sido también el primer comerciante de perlas que había establecido tienda en el recinto cuando las perlas que se vendían procedían de los moluscos de agua dulce, de las ostras de roca y de arena y de cultivo marítimo, y eran pequeñas y más bien oscuras. Pero Marco Fabricio era un gran especialista y seguía casi olfateándolo el rastro de cualquier leyenda, viajando de Egipto a la Arabia nabatea en busca de perlas oceánicas, Y las encontraba. Al principio habían sido decepcionantes por su escaso tamaño y forma irregular, aunque poseían el auténtico color blanco crema y procedían del Sinus Arabícus, en los confines de Etiopía. Luego, conforme fue aumentando su fama, descubrió mercados en los mares de la India y en la isla en forma de pera de Taprobana, al sur de la India. Por entonces se dio el nombre de Margarita y fundó el monopolio del comercio de perlas oceánicas. Ahora, en tiempos del consulado de Marco Micinio Rufo y de Espurio Postumio Albino, su nieto —otro Marco Fabricio Margarita— estaba tan bien surtido, que cualquier hombre rico podía tener la seguridad de encontrar en su tienda la perla que deseara.

 

Fabricio Margarita tenía, efectivamente, una perla adecuada, pero Mario no se la llevó a casa, porque decidió que la perfecta esfera color de luna y de¡ tamaño de una canica fuese engarzada en un grueso collar de oro, adornado a su vez con pequeñas perlas, proceso que iba a requerir unos días. La novedad del deseo de regalar a una mujer un objeto precioso embargaba sus pensamientos, mezclándose al recuerdo del beso y los deseos de ella de convertirse en su esposa, Él no era muy mujeriego, pero sabía suficiente de mujeres para darse cuenta de que Julia no era la clase de muchacha que se daba sin entregar su corazón; y la idea de poseer un corazón tan puro, tan joven y de sangre tan azul como el de Julia le movía a una gratitud que le instaba a cubrirla de joyas. Él interpretaba aquella decisión de la muchacha como un desagravio, un buen augurio. Era su perla que no tenía precio, y debía obsequíarla con perlas, esas lágrimas de una remota luna tropical que caían en el profundo océano y se solidificaban en el fondo. Y encontraría para ella un adamas hindú, una piedra más dura que ninguna otra sustancia conocida y del tamaño de una avellana, y una smaragdus verde de brillo interno azulado del norte de la lejana Escitia... y un carbunculus, tan brillante y luminoso como una ampolla llena de sangre reciente...

Grania estaba en casa, naturalmente. ¿Es que salía alguna vez? A partir de la hora nona le esperaba cada día para cenar y retrasaba de vez en cuando la colación, volviendo loco al carísimo cocinero, y muchas veces acababa por cenar ella sola unos alimentos pensados para reactivar el perdido apetito de una glotona que acababa de hacer un período de régimen.

La obra maestra culinaria del cocinero siempre se echaba a perder, cenara o no Mario en casa; Grania había gastado una fortuna en un cocinero especial capaz de convertir las recetas más raras y epicúreas en platos exquisitos. Cuando Mario estaba en casa para cenar, le presentaban platos como lirones rellenos de pasta de hígado de oca, los más diminutos pajarillos aderezados con una exquisitez inimaginable, verduras exóticas y picantes variedades de salsas demasiado ricas para su paladar y su estómago, por no hablar de su bolsa. A semejanza de casi todos los militares, a él lo que más le complacía era una rebanada de pan y un cuenco de puré de guisantes con tocino, y no le importaba perderse una o dos comidas. Para él, la comida era combustible para el cuerpo, no para el placer. Que Grania, al cabo de tantos años de matrimonio, aún no se hubiese adaptado a ello, era exponente de la distancia que lOs separaba.

Lo que estaba a punto de hacerle a Grania no acababa de comPlacer a Mario, pese al poco afecto que le tenía. Su relación siemPre había estado teñida de culpabilidad por su parte, porque él era consciente de que ella había ido al matrimonio en busca de una vida de felicidad y bienestar conyugal, con niños y comidas familiares, una vida centrada en Arpinum, pero con muchos viajes a Puteoli y quizá unas vacaciones de dos semanas en Roma en el mes de septiembre, durante los Iudi romani.

Pero desde la primera vez que la había visto hasta la primera noche que había dormido con ella le había dejado tan sin cuidado que había sido incapaz de fingir que le gustase y la deseara. No es que fuese fea, no; tenía un rostro redondo bastante agradable, incluso le habían comentado que era hermoso, de grandes ojos y una boca pequeña y carnosa. Tampoco es que fuese una arpía; en realidad ella hacía todo lo posible por complacerle lo mejor que podía, pero el inconveniente estribaba en que no podía complacerle, ni aunque llenase su copa con cantárida y tomase clases de danza lasciva.

La mayor parte de su mala conciencia derivaba del hecho de saber que ella no tenía la menor idea de por qué no podía gustarle, a pesar de las numerosas preguntas al respecto; él nunca le daba una respuesta satisfactoria, porque, sinceramente, tampoco sabía el motivo. Y eso era lo malo.

En los primeros quince años había realizado un encomiable intento por mantener su silueta, que no estaba nada mal —buen busto, cintura estrecha, caderas armoniosas—, y se cepillaba y secaba su pelo negro al sol después de lavárselo para que se mantuviera muy brillante; se perfilaba los ojos castaño claro con una línea negra de stibíum y tenía buen cuidado de no oler jamás a sudor o al menstruo.

Si algo había cambiado en él aquella tarde de primeros de enero cuando el criado le abrió la puerta de su casa, sólo era que por fin había encontrado una mujer que le gustaba, con la que deseaba casarse y compartir su vida. ¿Quién sabe si comparando a las dos, Grania y Julia, encontraría por fin la respuesta? Pero inmediatamente lo vio claro. Grania era pedestre, inculta, poco refinada, casera: la mujer ideal para un caballero latino de campiña. Julia era aristocrática, culta, majestuosa y diplomática: la esposa ideal para un cónsul romano. Prometiéndole con Grania, su familia había asumido con toda lógica que llevaría una vida de caballero rural, por ser ése su linaje, y le habían elegido una esposa en consonancia. Pero Cayo Mario era un águila que volaba sobre sus congéneres de Arpinum; aventurero y ambicioso, de descollante inteligencia, un soldado integral con gran imaginación, que había llegado lejos y pensaba llegar aún más, sobre todo ahora que estaba prometido a Julia de los Julios César. ¡Era la esposa que quería! La clase de esposa que necesitaba.

—¡Grania! —exclamó, dejando caer la pesada toga en el magnífico suelo de mosaico del atrium y entrando en la mansión antes de que al criado le diera tiempo a acercarse y recogerla para que los zapatos llenos de barro del amo no enturbiaran su blancor.

—Sí, querido —contestó ella, acudiendo apresuradamente desde la sala de estar, dejando una estela de horquillas, prendedores y migajas. Había engordado, porque había aprendido a consolar su amarga soledad a base de dulces y de higos en almíbar.

—Ven al tablinum, por favor —dijo él por encima del hombro mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el cuarto.

Ella llegó detrás, taconeando, solícita.

—Cierra la puerta —añadió Mario dirigiéndose a su silla preferida, detrás del gran escritorio; tomó asiento y la obligó a sentarse, como un cliente, enfrente de él, en una amplia repisa de malaquita pulimentada con borde estampado en oro.

—Dime, querido —dijo ella sin temor alguno, pues él nunca se mostraba rudo con ella ni la trataba mal en ningún aspecto, salvo en que la tenía abandonada.

Mario puso ceño, mientras daba vueltas entre las manos a un ábaco de marfil. Movía siempre las manos, porque eran tan atractivas como fuertes, de palma cuadrada y dedos largos, y las utilizaba como un experto, con firmeza y decisión. Ella, con la cabeza ladeada, miraba a aquel extraño con quien llevaba casada veinticinco años. Un hombre guapo, seguía pareciéndole, igual que había pensado miles de veces. ¿Le amaba aún? ¿Cómo iba a saberlo? Después de veinticinco años, lo que sentía era como un complicado entramado desdibujado, tan sutil en algunos puntos, que dejaba pasar la luz de su mente, y tan tupido en otros, que se interponía como una cortina entre sus pensamientos y el vago concepto de quién era ella misma. ¡Rabia, dolor, perplejidad, resentimiento, pesar, autocompasión, un sinnúmero de emociones! Algunas tan antiguas que ya casi las había olvidado, y otras recientes y nuevas, porque tenía cuarenta y cinco años, ya empezaba a faltarle la regla y su pobre vientre estéril comenzaba a encogerse. Si algún sentimiento dominante había habido era el de la decepción corriente, deprimente y mediocre; aquellos días, incluso hacía ofrendas a Vediobis, el dios de las decepciones.

Los labios de Mario se abrieron para hablar; los tenía carnosos y sensuales, pero se había forzado a adoptar un rictus de fuerza antes de enfrentarse a ella. Grania se inclinó ligeramente hacia adelante para prestar atención a lo que iba a decir, esforzándose al máximo por concentrar el interés en cada fibra de su ser.

—Voy a divorciarme de ti —dijo él, entregándole el trozo de pergamino en que a primera hora de la mañana había redactado la declaración de divorcio.

Apenas entendía lo que él acababa de decirle. Desenrolló el grueso y hediondo rectángulo de piel sobre el escritorio y lo leyó con sus ojos de présbita, hasta que las palabras motivaron una resPuesta. A continuación miró sucesivamente al pergamino y al marido.

—No he hecho nada para merecerlo —dijo con voz apagada.

—No estoy de acuerdo —replicó él.

—¿Qué es lo que he hecho?

—No has sido una esposa conveniente.

—¿Y has tardado veinticinco años en llegar a esta conclusión?

—No. Lo sabía desde el principio.

—¿Y por qué no te divorciaste entonces?

—En aquel momento no me parecía importante.

¡Una herida tras otra, un insulto tras otro! El pergamino temblaba en su mano; lo arrojó y apretó los puños.

—¡Sí, claro, es lo último! —exclamó, reaccionando finalmente, enfurecida—. Nunca me has dado la menor importancia, ni siquiera para divorciarte de mí. ¿Y por qué lo haces ahora?

—Quiero volver a casarme —respondió él.

—¿Tú? —inquirió ella con los ojos muy abiertos, pasando de la cólera a la incredulidad.

—Sí. Me han propuesto una alianza matrimonial con una muchacha de una antigua familia patricia.

—Warnos, Mario! Tú, el gran desdeñoso, ¿ahora te vuelves pretencioso?

—No; no creo —replicó él sin alterarse, ocultando su malestar con la misma maestría que su mala conciencia—. Sencillamente, con este matrimonio por fin podré ser cónsul.

El fuego de la indignación se extinguió en ella, apagado por el viento frío de la lógica. Lo que decía era irrebatible. No cabía reprochárselo, ¿Cómo oponerse a algo tan inevitable? Aunque nunca había hablado con ella de su ostracismo político, ni se había quejado de lo despectivamente que le trataban, ella lo sabía. Y había llorado por ello, enardecida, deseando encontrar un medio para poder rectificar aquel pecado de omisión de los nobles romanos que entretejían la política. Pero ¿qué podía hacer ella, una Grania de Puteoli? Era rica, respetable e irreprochable como correspondía a una esposa, pero sin influencia alguna y sin parientes que pudieran rectificar la injusticia que se cometía con su esposo. Si él era un caballero rural latino, ella era la hija de un mercader de Campania, lo más bajo de la escala social a los ojos de la nobleza romana. Su familia no había gozado de la ciudadanía hasta hacía poco.

—Entiendo —comentó con voz desmayada.

Y él tuvo la suficiente compasión para no decir más y no comunicarle lo ilusionado que estaba y el crisol de amor que comenzaba a arder en su dormido corazón. Que creyese que no era más que una maniobra de conveniencia política,

—Lo siento, Grania —añadió en tono amable.

—Y yo, y yo —replicó ella temblando de nuevo, pero esta vez ante la triste perspectiva de una vida sin marido, una soledad mayor y aún más intolerable que la que conocía. ¿Vivir sin Cayo Mario? Inconcebible.

—Por si te sirve de consuelo, te diré que la alianza me fue ofrecida. Yo no hice nada por buscarla.

—¿Quién es ella?

—La hija mayor de Cayo julio César.

—¡Una Julia! ¡Una mira muy alta! Sí que llegarás a cónsul, Cayo Mario.

—Sí, eso creo yo también —asintió él, jugueteando con su pluma de junco favorita, el frasquito de porfirio de arena secatintas con su tapón perforado de oro y el tintero hecho con un bloque pulimentado de amatista—. Tienes tu dote, naturalmente, y tienes más que de sobra para tus necesidades. Yo la invertí en empresas más rentables de las que había elegido tu padre y ahora ha aumentado mucho. —Hizo un carraspeo—. Me imagino que querrás vivir más cerca de tu familia, pero no sé si con tu edad no sería más conveniente que tuvieses tu propia casa, y más ahora que ha muerto tu padre, y tu hermano es el pater familias...

—Nunca has dormido lo bastante conmigo para darme un hijo —dijo ella, doliéndole el alma entre las brumas de aquella fría soledad—. ¡Cuánto me gustaría tener un hijo!

—¡Pues yo me alegro de que no lo tengas! Nuestro hijo sería mi heredero y el matrimonio con Julia no le afectaría en nada. ¡ Sé razonable, Grania! —añadió al advertir que no se había expresado bien—. Nuestros hijos ya serían mayores y estarían viviendo su propia vida. No te servirían de consuelo.

—Pero por lo menos están los nietos —replicó ella con lágrimas en los ojos—. ¡No estaría tan terriblemente sola!

—Hace años que te estoy diciendo que te hagas con un perrito faldero. —Se lo había dicho sin maldad, con simple intención práctica—. Lo que deberías hacer, en realidad, es volver a casarte —añadió, pensándolo mejor.

—¡Jamás! —chilló ella.

—Como quieras —replicó él encogiéndose de hombros—. Volviendo al sitio en el que quieras vivir, estoy dispuesto a comprar una villa junto al mar en Cumas para que te instales allí. Cumas está a una distancia razonable de Puteoli en litera y así podrías ir a pasar con tu familia un par de días y estar lo bastante apartada si no deseas que te molesten.

—Gracias, Cayo Mario —dijo ella, perdida toda esperanza.

—¡Oh, no me des las gracias! —replicó él levantándose y llegándose hasta ella para ayudarla a ponerse en pie, poniéndole sin ningún afecto la mano bajo el codo—. Sería conveniente que dijeras a mi mayordomo lo que sucede y que pienses en los esclavos que quieres llevarte. Mañana ordenaré a uno de mis agentes que encuentre una buena villa en Cumas. La mantendré a mi nombre, claro, pero podrás tenerla en usufructo mientras vivas, o hasta que te cases. ¡ Sí, sí, ya sé que has dicho que no piensas hacerlo!, pero los pretendientes te acosarán como moscas a la miel por tu fortuna. —Habían llegado a la puerta de la sala de estar y Mario se detuvo, apartando la mano—. Te agradecería que te hubieras marchado de aquí pasado mañana. Por la mañana, si es posible. Me imagino que Julia querrá hacer cambios en la casa antes de trasladarse; vamos a casarnos dentro de dos meses y no habrá mucho tiempo para llevar a cabo los cambios que quiera. Así que, pasado mañana antes de mediodía. No puedo traerla aquí a que vea la casa hasta que te hayas ido; no estaría bien.

Ella iba a preguntarle algo —cualquier cosa—, pero él ya se alejaba.

—No me esperes a cenar —voceó mientras cruzaba el vasto atrium—. Voy a ver a Publio Rutilio y creo que cuando vuelva ya estarás acostada.

Bien; ya estaba. No se le partiría el corazón por tener que desalojar aquella casona; siempre la había detestado. Y odiaba el caos urbano de Roma. ¿Por qué habría elegido vivir en la fría ladera norte del Arx del Capitolio? Era algo que ella nunca había entendido, aunque no ignoraba que la lujosa categoría de la zona era un factor que había influido poderosamente en Mario. Pero en las cercanías había tan pocas casas, que ir a visitar a las amistades suponía una caminata subiendo y bajando escaleras, y aquello era una zona residencial al margen de la política; los vecinos que había eran todos príncipes mercaderes con poco interés por la política.

Hizo un gesto con la cabeza al criado que estaba a la espera fuera de la sala de estar.

—Que venga inmediatamente el mayordomo —le ordenó.

Llegó el mayordomo, un majestuoso griego de Corinto, un hombre que se había labrado una formación para luego venderse como esclavo para hacer fortuna y poder aspirar a la ciudadanía romana.

—Estrofanto, el amo se divorcia de mí —dijo ella sin vergüenza alguna, pues de nada tenía que avergonzarse—. Pasado mañana tengo que salir de la casa. Ocúpate de mí equipaje.

El hombre hizo una reverencia para ocultar su perplejidad, pues aquél era un matrimonio que él no esperaba ver roto sino por la muerte, dado que se desarrollaba según las pautas de un profundo torpor más que en función de la amarga pugna que suele conducir al divorcio.

—¿Vais a llevaros parte de la servidumbre, domina? —inquirió el griego, seguro de que él seguiría en la casa porque pertenecía a Cayo Mario y no a Grania.

—Al cocinero, desde luego. Y con el personal de cocina, porque si no, él no se encontraría a gusto, ¿no crees? A mis criadas, mi costurera, mi peluquera, mis esclavas de baño y los dos pajes —respondió ella, sin ocurrírsele nadie más que necesitara y le apeteciera.

—Perfectamente, domina —respondió el mayordomo, alejándose acto seguido, impaciente por chismorrear la noticia al resto de la servidumbre, y sobre todo por darle al cocinero la noticia de su marcha. ¡A aquel engreído de los pucheros no iba a gustarle mucho cambiar Roma por Puteoli!

Granía se puso a pasear por la espaciosa sala de estar, mirando aquel confortable ambiente de desorden, sus pinturas, el costurero, el cofre claveteado en que guardaba la ropita del niño que nunca había venido.

Como ninguna esposa romana elegía ni compraba los muebles, Cayo Mario no la dejaría llevarse ninguno; sus ojos se iluminaron un instante y las lágrimas acudieron a sus ojos, pero se contuvo. Lo cierto es que no disponía más que de un día para dejar Roma, y Cumas no era precisamente un emporio. Bien, mañana iría a comprar los muebles para la nueva villa. ¡Qué estupendo poder escoger lo que a ella le gustaba! Iba a ser un día muy atareado y no le daría tiempo a pensar ni a ceder al dolor. Ya comenzaba a disiparse un poco la pena y la sorpresa; podía enfrentarse con la noche, ahora que tenía una expedición de compras en perspectiva.

—¡Berenice! —exclamó llamando a la criada, que apareció inmediatamente—. Voy a cenar; avisa a la cocina.

Halló papel para hacer la lista de compras entre los heterogéneos objetos de su mesa de trabajo, y lo dejó preparado para hacerla en cuanto acabase de cenar. Y él le había dicho algo más; sí, el perrito faldero. Se compraría mañana un perrito faldero. Sería lo primero que apuntaría en la lista.

La euforia le duró casi hasta el final de su cena solitaria, momento en que salió de la impresión y se rindió al dolor. Se llevó las manos a la cabeza y se tiró desesperadamente del pelo, lanzó verdaderos alaridos y vertió abundantes lágrimas. Los criados salieron en desbandada, dejándola sola en el comedor, sollozando inconsolable sobre la tapicería rojo y gualda de la camilla.

—¡Hay que ver! —exclamó amargamente el cocinero, dejando por un momento de empaquetar sus cazuelas, pucheros y utensilios especiales, escuchando los lamentos de su ama que llegaban claramente hasta allí a través del jardín peristilo—. ¿Por qué tiene que llorar? Yo soy el que marcha al exilio... ella lleva ya años en él, esa vieja cerda estúpida.

* * *