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LAS VIDAS DE LOS FANTASMAS

When you’re headin’for the border lord,

you’re bound to cross the line.

KRIS KRISTOFFERSON, «Border Lord»

Distrito de Putumayo

Colombia

1998

Art entra en el campo de coca destruido y arranca una hoja marchita y amarillenta de su tallo.

Plantas muertas o personas muertas, piensa.

Soy un agricultor de los campos sembrados de muertos. Mi única herramienta para la cosecha estéril que cultivo es la guadaña. Mi paisaje, la devastación.

Art está en Colombia, en misión de recopilar información para el Comité Vertical, con el fin de asegurar que la CIA y la DEA canten la misma canción en el Congreso. Las dos agencias y la Casa Blanca están intentando ganarse el apoyo del Congreso para el Plan Colombia, una ayuda de diecisete mil millones de dólares para Colombia destinados a destruir el tráfico de cocaína en su origen, los campos de coca de la selva del distrito de Putumayo, al sur de Colombia. La ayuda significa más dinero para defoliantes, más dinero para aviones, más dinero para helicópteros.

Viajaron en uno de esos helicópteros desde Cartagena hasta la ciudad de Puerto Asís, junto al río Putumayo, en la frontera con Ecuador. Art descendió por el río, una franja marrón cenagosa que atravesaba el verde intenso, casi asfixiante, de la selva, y se detuvo sobre un muelle tambaleante donde cargan canoas largas y estrechas (el medio de transporte principal de una zona que cuenta con escasas carreteras) con plátanos y haces de leña. Javier, su acompañante, un joven soldado de la Brigada Veinticuatro, bajó corriendo la orilla para reunirse con él. Joder, pensó Art, este chico no tendrá más de dieciséis años.

—No puede cruzar el río —le dijo Javier.

Art no estaba pensando en cruzar, pero preguntó:

—¿Por qué?

Javier señaló la orilla sur del río.

—Eso es Puerto Vega. Territorio de las FARC.

Estaba claro que Javier tenía muchas ganas de alejarse de la orilla, de modo que Art regresó con él a territorio «seguro». El gobierno controla Puerto Asís y la orilla norte del río en los alrededores de la ciudad, pero al oeste de aquí, incluso en el lado norte, se encuentra la ciudad de Puerto Calcedo, controlada por las FARC.

Pero Puerto Asís es territorio de las AUC.

Art lo sabe todo acerca de las Autodefensas Unidas de Colombia. Las AUC fueron creadas por el antiguo señor de la cocaína Fidel Cardona, alias Rambo. Cardona dirigía un escuadrón de la muerte de extrema derecha desde su rancho de Las Tangas, al norte de Colombia, en los tiempos en que todo iba bien para el cártel de Medellín. Entonces Cardona traicionó a Pablo Escobar y ayudó a la CIA a detenerle, una hazaña gracias a la cual se le perdonaron todos sus delitos relacionados con la cocaína. Cardona tomó su nueva alma purificada y se dedicó a la política a tiempo completo.

Las AUC solían actuar en la parte norte del país. Su entrada en el distrito de Putumayo es un acontecimiento reciente. Pero cuando lo hizo, lo hizo con fuerza, y Art ve pruebas de ello por todas partes.

Vio a los paramilitares de extrema derecha por todo Puerto Asís con sus uniformes de camuflaje y boinas, atravesando la ciudad en camiones, deteniendo a transeúntes, registrándolos o blandiendo sus M-16 y machetes.

Lo cual equivalía a enviar un mensaje a los campesinos, pensó Art: Esto es territorio de las AUC y podemos hacer con vosotros lo que nos dé la gana.

Javier le estaba guiando a toda prisa hacia un convoy de vehículos del ejército, en la calle principal. Art vio a John Hobbs de pie junto a uno de los jeeps, pateando el suelo con impaciencia. Necesitamos una escolta militar para internarnos en el campo, pensó Art.

—Tenemos que darnos prisa, señor —dijo Javier.

—Claro —contestó Art—. Pero necesito beber algo.

El calor era opresivo. La camisa de Art ya estaba empapada de sudor. El soldado le condujo hasta un puesto de una calle lateral, donde Art compró dos latas calientes de Coca-Cola, una para él y otra para el soldado. La propietaria del puesto, una anciana, le preguntó algo en el dialecto local que Art no entendió.

—Quiere saber cómo va a pagar —explicó Javier—. ¿Con dinero o con cocaína?

—¿Cómo?

Aquí, la coca es como el dinero, explicó el soldado. Los habitantes llevan pequeñas bolsas de polvo, del mismo modo que otros llevan calderilla. Casi todo el mundo paga con cocaína. Pagar un refresco con cocaína, pensó Art mientras sacaba unos billetes arrugados del bolsillo. Coca a cambio de Coca. Sí, aquí estamos ganando la Guerra contra las Drogas.

Dio al soldado una lata, y después continuaron el recorrido turístico.

Ahora está sentado en un campo de coca arrasado y frota la superficie de una hoja con el pulgar. Está pegajosa, y se vuelve hacia el representante de Monsanto que revolotea a su alrededor como un mosquito.

—¿Están mezclando Cosmo-Flux con el Roundup?

Roundup Ultra es el nombre de una marca de glifosato defoliante, que el ejército colombiano, con el patrocinio de asesores norteamericanos, rocía desde aviones que vuelan bajo, protegidos por helicópteros.

Por más que cambien las cosas, piensa Art… Primero Vietnam, después Sinaloa, ahora Putumayo.

—Bien, sí, así se pega mejor a las plantas —dice el representante de Monsanto.

—Sí, pero también aumenta el riesgo tóxico para la gente, ¿verdad?

—Bien, tal vez en grandes cantidades —dice el tipo—, pero aquí estamos utilizando dosis pequeñas de Roundup, y el Cosmo-Flux consigue que esa pequeña cantidad sea mucho más eficaz. Resultados mucho mejores a cambio de su dinero.

—¿Qué cantidades están utilizando aquí?

El tipo de Monsanto no lo sabe, pero Art no ceja hasta obtener la respuesta. Paran a uno de los pilotos, abren su depósito y lo averiguan. Después de tenaces preguntas, y de intimidar a los tipos que llenan el depósito, Art descubre que están utilizando diez litros por hectárea. La literatura de Monsanto recomienda dos litros por hectárea como dosis máxima no tóxica.

—¿Cinco veces la dosis no tóxica? —pregunta Art a John Hobbs—. ¿Cinco veces?

—Lo investigaremos —contesta Hobbs.

El hombre ha envejecido. Supongo que yo también, piensa Art, pero Hobbs parece un anciano. Su pelo blanco es más ralo, su piel casi transparente, sus ojos azules aún son lo bastante penetrantes, aunque está claro que ven acercarse el ocaso. Y lleva chaqueta, aunque está en la selva y el calor es asfixiante. Siempre tiene frío, piensa Art, como los viejos y los moribundos.

—No —dice Art—, yo me encargaré de investigarlo. ¿Cinco veces la dosis recomendada de glifosato, y lo mezcláis con Cosmo-Flux? ¿Qué intentáis contaminar?, ¿una cosecha o todo el medio ambiente?

Porque sospecha que no está viendo la zona cero de la Guerra contra las Drogas, sino la zona cero de la guerra contra las guerrillas comunistas, que viven, se esconden y luchan en la selva.

Así que se defolia la selva…

Mientras sus anfitriones le enseñan sus «éxitos», miles de hectáreas de plantas de coca marchitas, Art les somete a un incesante interrogatorio: ¿mata solo la coca, o también envenena las demás cosechas? ¿Mata cosechas alimenticias, judías, bananas, maíz, yuca? ¿No? Bien, ¿qué estoy viendo en ese campo? A mí me parece maíz. ¿No es el trigo el alimento básico de la dieta local? ¿Qué comen después de la destrucción de sus cosechas?

Porque no estamos en Sinaloa, piensa Art. No hay señores de la droga que posean miles de hectáreas. La mayor parte de la cocaína la cultivan pequeños campesinos, que plantan media hectárea o una como máximo. Las FARC les cobran impuestos en su territorio, las AUC les cobran impuestos en la tierra que controlan. Donde los campesinos lo tienen peor es en el territorio que ambos bandos se disputan. Allí pagan el doble de impuestos por la cocaína que cosechan.

Mientras ve los aviones rociar la tierra, pregunta: ¿A qué altura vuelan? ¿A treinta metros? Hasta los propios especialistas de Monsanto dicen que no está recomendado fumigar desde una altura superior a tres metros. ¿No aumenta eso el peligro de que se desvíe hacia otras cosechas? Hoy sopla una brisa persistente. ¿No están fumigando con defoliantes toda la zona?

—Te equivocas por completo —dice Hobbs.

—Ah, ¿sí? —replica Art—. Quiero traer aquí a un bioquímico y analizar el agua de una docena de pozos de pueblos.

Les obliga a llevarle a un campamento de refugiados, al que los campesinos han huido de la fumigación. Es poco más que un claro en la selva, con edificios de bloques de ceniza construidos a toda prisa y chozas con techo de hojalata. Exige que le acompañen a la clínica, donde un médico misionero le enseña los niños con los síntomas que temía ver: diarrea crónica, erupciones cutáneas, problemas respiratorios.

—¿Diecisiete mil millones de dólares para envenenar niños? —pregunta a Hobbs cuando vuelven al jeep.

—Estamos en guerra —responde Hobbs—. No es el momento de ponerse histérico, Arthur. También es tu guerra. ¿Puedo recordarte que se trata de la cocaína que encumbró al poder a hombres como Adán Barrera? ¿Que el dinero de esta cocaína compró las balas utilizadas en El Sauzal?

No necesito que me lo recuerden, piensa Art.

¿Quién sabe dónde estará ahora Adán? Seis meses después de la redada en Baja y la posterior matanza en El Sauzal, Adán sigue en libertad. El gobierno estadounidense ofrece una recompensa de dos millones de dólares por su cabeza, pero hasta el momento nadie ha ido a cobrar.

¿Quién quiere dinero si no vivirá para cobrar?

Después de conducir durante una hora, llegan a un pueblo abandonado por completo. No hay personas, ni cerdos, ni pollos, ni perros.

Nada.

Todas las cabañas parecen intactas, salvo un edificio más grande (el almacén del pueblo, a juzgar por su aspecto), que ha sido devorado por las llamas desde dentro.

Un pueblo fantasma.

—¿Dónde está la gente? —pregunta Art a Javier.

El chico se encoge de hombros.

Art pregunta al oficial al mando.

—Desaparecidos —contesta—. Habrán huido de las FARC.

—¿Huido adónde?

Ahora es el oficial quien se encoge de hombros.

Pasan la noche en una pequeña base del ejército, al norte de la ciudad. Después de cenar filetes asados sobre un fuego encendido con gasolina, Art se excusa para ir a dormir un poco, y después va a dar un vistazo alrededor de la base.

Has estado en bases de apoyo, has estado en todas, piensa Art. Todas son iguales, ya sea en Vietnam o en Colombia. Un claro practicado en la maleza y allanado, rodeado a continuación de alambre de espino, para luego despejar el perímetro con la intención de improvisar un campo de tiro.

Esta base está dividida burdamente en dos, descubre Art mientras prosigue su exploración. La parte más grande acoge a la Brigada Veinticuatro, pero llega a un portón que separa la parte principal de la base de lo que parece ser una sección reservada a las AUC.

Camina en paralelo a la valla de alambre de espino y mira al otro lado.

Es un campamento de entrenamiento. Art distingue el campo de tiro y los muñecos de paja colgados de los árboles para las prácticas cuerpo a cuerpo. Se están entrenando en este momento, se acercan por detrás a los muñecos con cuchillos, como si se dispusieran a eliminar centinelas enemigos.

Art mira un rato, y después vuelve a su alojamiento, una pequeña habitación al final de uno de los barracones, cerca del perímetro. La habitación tiene una ventana, abierta pero protegida con una tela mosquitera, una litera, una lámpara conectada con el generador y, por suerte, un ventilador eléctrico.

Art se sienta en el catre y se inclina hacia delante. El sudor cae desde su nariz al suelo de cemento.

Jesús, piensa Art. Las AUC y yo. Somos lo mismo.

Se tumba en la cama, pero no puede dormir.

Horas después, oye una suave llamada en el borde de la ventana. Es el joven soldado, Javier. Art se acerca a la ventana.

—¿Qué pasa?

—¿Quiere acompañarme?

—¿Adónde?

—¿Quiere acompañarme? —repite Javier—. Usted preguntó adónde había ido la gente.

—Sí.

—Niebla Roja —dice Javier.

Art se calza y sale por la ventana. Se agacha detrás de Javier y los dos recorren el perímetro, evitando los focos, hasta llegar a una pequeña puerta. El guardia ve a Javier y les deja pasar. Cruzan a rastras el campo de tiro y se internan en la maleza. Art sigue al chico por la estrecha senda que conduce al río.

Esto es estúpido, piensa Art. Es más que estúpido. Javier podría estar conduciéndote a una trampa. Ya ve los titulares: JEFE DE LA DEA SECUESTRADO POR LAS FARC. Pero sigue adelante. Hay algo que tiene que averiguar.

Una canoa está esperando en la orilla.

Javier sube e indica a Art con un gesto que le imite.

—¿Vamos a cruzar el río? —pregunta Art.

Javier asiente y le indica que se apresure.

Art sube.

Tardan pocos minutos en cruzar. Desembarcan, y Art ayuda a Javier a arrastrar la canoa hasta la orilla. Cuando se endereza, ve a cuatro hombres enmascarados con fusiles.

—Llevadle —dice Javier.

—Cabronazo —dice Art, pero los hombres no le agarran, solo le indican que les siga en dirección oeste, siguiendo la orilla del río. Es una cuesta difícil (Art no para de tropezar con ramas y enredaderas gruesas), pero llegan por fin a un pequeño claro, y allí, bajo la luz de la luna, ve adónde fue la gente.

Cadáveres decapitados están alineados en la orilla como pescados a la espera de ser limpiados. Otros troncos decapitados están sujetos a ramas que cuelgan sobre el río. Bancos de pececillos están devorando sus pies desnudos. Más arriba, varias cabezas han sido alineadas y alguien les ha cerrado los ojos.

—¿Las guerrillas han hecho esto? —pregunta Art.

Uno de los hombres enmascarados niega con la cabeza y le cuenta la historia: las AUC fueron al pueblo ayer, mataron a tiros a los jóvenes y violaron a las mujeres. Después encerraron a casi todos los supervivientes en el granero del pueblo, le prendieron fuego y obligaron al resto a mirar y escuchar. Luego condujeron a los supervivientes al puente sobre el Putumayo, los decapitaron con sierras eléctricas y arrojaron sus cabezas y cuerpos al río, para que flotaran río abajo como advertencia a los demás pueblos de la zona.

—Hemos acudido a usted —explica Javier— porque pensamos que, si alguien averiguaba la verdad, volvería a su país y lo contaría. Si supiera la verdad, el pueblo de Estados Unidos… No enviaría dinero y soldados para esto.

—¿Soldados? ¿Qué quieres decir? —pregunta Art.

—Las AUC fueron entrenadas por sus Fuerzas Especiales —dice el hombre enmascarado.

El hombre señala los cadáveres.

—El producto de sus impuestos —dice en perfecto inglés.

Art no dice nada durante el camino de vuelta.

No hay nada que decir.

Hasta que regresa a la base, localiza la habitación de Hobbs y golpea la puerta. El hombre está confuso, dormido. Lleva puesta una bata blanca delgada y parece un paciente de hospital.

—¿Qué hora es, Arthur? Santo Dios, ¿dónde has estado?

—Niebla Roja.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Hobbs—. ¿Estás borracho?

Pero Art detecta en sus ojos que el hombre sabe muy bien de qué está hablando.

—¿Hay una operación en Colombia llamada Niebla Roja?

—No.

—A mí no me mientas, joder —dice Art—. Es el Programa Fénix, ¿verdad? Para Latinoamérica.

—Déjate de teorías conspiratorias, Arthur.

—¿Estamos entrenando a las AUC? —pregunta Art.

—Solo se da información a quien la necesita.

—¡Yo necesito saberlo!

Cuenta a Hobbs lo que ha visto en el río. Hobbs abre una botella de plástico de agua, se sirve un vaso y bebe. Art ve que su mano tiembla.

—Eres muy idiota, Art, y sorprendentemente ingenuo para un hombre de tu experiencia. Es obvio que las FARC cometieron esa atrocidad para culpar a las AUC, engañar todavía más a la población y granjearse la simpatía internacional. Era una jugada habitual del Vietcong en los…

—Niebla Roja, John. ¿Qué es?

—Ya deberías saberlo, Arthur —replicó Hobbs—. La utilizaste en tu pequeña excursión a México de hace poco. A los ojos de la ley, eres un asesino múltiple. Estás tan metido en esto como nosotros.

Art se sienta en la cama y se derrumba. Es verdad, piensa. Desde aquel momento, la última vez que estuvimos en un campamento del ejército en la selva y te vendí mi alma a cambio de venganza. Cuando mentí y engañé, cuando acudí a ti para que me ayudaras a matar a Adán Barrera.

Nota que Hobbs se sienta a su lado. El hombre apenas pesa nada, es como una hoja muerta y seca.

—Ni se te ocurra pensar en abandonar la reserva —dice Hobbs.

Art asiente.

—Espero todo tu apoyo para el Plan Colombia.

—Lo tendrás, John.

Art vuelve a su habitación.

Se quita la ropa, se prepara un whisky, se sienta en la cama entre sudores. El ventilador resuella en su batalla perdida contra el calor. Pero lo está intentando, piensa Art. Está combatiendo en la guerra correcta.

Yo solo soy un cómplice de una guerra encubierta.

La Guerra contra las Drogas. He combatido en ella toda mi puta vida, ¿y para qué?

¿Miles de millones de dólares para intentar, sin éxito, alejar las drogas de la frontera más porosa del mundo? ¿Una décima parte del presupuesto antidrogas destinado a educación y tratamiento, nueve décimas partes de esos miles de millones a su erradicación? No hay dinero suficiente para ahondar en las raíces del problema de la droga. Más los miles de millones gastados en mantener encarcelados a los traficantes, con celdas tan masificadas que hay que adelantar la liberación de los asesinos. Sin olvidar que dos tercios de los delitos «no relacionados con las drogas» de Estados Unidos son cometidos por gente colocada con droga o alcohol. Y nuestras soluciones son las mismas no-soluciones inútiles de siempre: construir más cárceles, contratar más policías, gastar más y más miles de millones de dólares en no curar los síntomas, al tiempo que hacemos caso omiso de la enfermedad. La mayoría de la gente de mi profesión que quiere dejar las drogas no puede permitirse los programas de tratamiento, a menos que tenga una mutua privada, de la que carece la mayoría. Y hay una lista de espera de entre seis meses y dos años para conseguir una cama en un programa de tratamiento subvencionado. Estamos gastando casi dos mil millones de dólares envenenando cosechas de cocaína y, de paso, a los niños de aquí, mientras que en casa no hay dinero para ayudar a alguien que quiere dejar las drogas. Es una locura.

Art es incapaz de decidir si la Guerra contra las Drogas es una idiotez obscena o una obscenidad idiota. En cualquier caso, es una farsa trágica y sangrienta.

Con énfasis en «sangrienta».

Tanta sangre, tantos cadáveres. Tantos visitantes nocturnos. Los invitados habituales, más los muertos de El Sauzal. Ahora, los fantasmas del río Putumayo. La habitación se está llenando.

Se levanta y camina hacia la ventana para respirar un poco de aire fresco.

La luz de la luna se refleja en el cañón de un rifle.

Art se tira al suelo.

Disparos de ametralladora destrozan la tela mosquitera, el marco de la ventana, trazan una línea en la pared que hay encima de la cama de Art. Se aplasta contra el suelo y oye el aullido de una sirena de alarma, el sonido de botas que corren, rifles amartillados, gritos, confusión.

La puerta se abre de repente y el oficial al mando entra con la pistola desenfundada.

—¿Está herido, señor Keller?

—Creo que no.

—No se preocupe, les cogeremos.

Veinte minutos después, Art está sentado con Hobbs en la tienda comedor, bebiendo café y dejando que sus nervios se calmen después de la descarga de adrenalina.

—¿Aún eres tan entusiasta de las reformas agrarias humanitarias de las FARC? —pregunta con sequedad Hobbs.

Un rato más tarde, el oficial vuelve con tres soldados y arroja a un joven (asustado, tembloroso y evidentemente maltratado) a los pies de Art. Art mira al chico. Podría ser el hermano gemelo de Javier. Mierda, piensa Art, podría ser mi hijo.

—Es uno de ellos —dice el oficial, y le da una patada al chico en la cara—. Los demás huyeron.

—No… —empieza Art.

—Repítele lo que me dijiste —ordena el oficial, aplastando la cara del chico contra el suelo con la bota—. Díselo.

El chico empieza a hablar.

No es un guerrillero, no es de las FARC. No se atreverían a atacar una base del ejército.

—Solo intentábamos ganar el dinero —dice el chico.

—¿Qué dinero? —pregunta Art.

El chico se lo dice.

Adán Barrera pagará más de dos millones de dólares a la persona que mate a Arthur Keller.

—Las FARC y Barrera —dice Hobbs—. Es lo mismo.

Art no está tan seguro.

Solo está seguro de que él matará a Adán, o Adán le matará a él, porque este asunto solo puede acabar de una de las dos formas.

Sinaloa, México

San Diego, California

Adán también vive con fantasmas.

El fantasma de su hermano, por ejemplo, le protege. Casi todo México cree que fue Raúl quien dirigió la matanza de El Sauzal, que los rumores de su muerte son una tapadera para protegerle de la policía, y casi todo México le tiene demasiado miedo para actuar en contra de cualquier hermano Barrera.

Pero lo que siente Adán es el dolor por la muerte de su hermano, y la rabia de que fuera Art Keller quien le matara. Así que su hermano merece venganza, y su fantasma no descansará hasta que Adán haya saldado cuentas con Keller.

Así que está el fantasma de Raúl, y el fantasma de Nora.

Cuando le dijeron que había muerto, no pudo creerlo. No quiso creerlo. Después le enseñaron la esquela, y los norteamericanos afirmaron que murió en un accidente de tráfico cuando volvía a casa desde Ensenada. Devolvieron su cuerpo a California para que la enterraran. Un ataúd cerrado para disimular el hecho de que la habían asesinado.

De que Keller la había asesinado.

Adán dedicó un funeral como es debido en Badiraguato. Pasearon una cruz con su foto a través del pueblo, mientras unos músicos cantaban corridos a su belleza y valentía. Construyó una tumba del mejor mármol con la inscripción TIENES MI ALMA EN TUS MANOS.

Ordenó que dijeran una misa por ella cada día, y cada día aparece dinero en nombre de ella en el altar de san Jesús Malverde. Y cada día aparecen flores sobre su tumba en el cementerio de La Jolla, un encargo que recibió una florista mexicana, que solo sabe que tiene que llevar lo mejor y la factura será pagada. Adán se siente así un poco mejor, pero no quedará satisfecho hasta que la haya vengado.

Ha ofrecido una recompensa de dos millones cien mil dólares a la persona que mate a Art Keller, y ha añadido los cien mil para que la recompensa sea superior a la que ofrece Estados Unidos por él. Es un lujo estúpido, y lo sabe, pero es una cuestión de orgullo.

Da igual. Tiene el dinero.

Adán ha dedicado los últimos seis meses a reconstruir paciente y laboriosamente toda su organización. La ironía es que, después de todos los acontecimientos del año anterior, es más rico y poderoso que nunca.

Todas sus comunicaciones las realiza a través de la red, codificadas con una tecnología que ni siquiera los norteamericanos son capaces de descifrar. Envía órdenes a través de la red, consulta sus cuentas a través de la red, vende su producto a través de la red y le pagan a través de la red. Mueve su dinero en un abrir y cerrar de ojos electrónico, lo blanquea a una velocidad superior a la del sonido, literalmente, sin ni siquiera tocar un dólar o un peso.

Puede, y lo hace, matar a través de la red. Teclea un mensaje y lo envía, y alguien abandona el mundo de los vivos. Ya no es necesario aparecer en persona en el espacio o el tiempo reales. De hecho, sería un lujo idiota.

Yo también me he convertido en un fantasma, piensa, que existe únicamente en el ciberespacio.

En carne y hueso, vive en una modesta casa de las afueras de Badiraguato. Se alegra de haber vuelto a Sinaloa, al campo, entre los campesinos. Los campos se han recuperado por fin de la Operación Cóndor. El suelo está refrescado y revitalizado, y las amapolas florecen en espléndidos tonos rojos, naranja y amarillo.

Lo cual es estupendo, porque la heroína ha vuelto.

A la mierda los colombianos, las FARC, los chinos y todo aquello. El mercado de la cocaína está en franco declive. Hay demanda otra vez del buen Barro Mexicano en Estados Unidos, y las amapolas vuelven a llorar, esta vez de alegría. Los días de los gomeros han vuelto, y yo soy el patrón.

Lleva una vida tranquila. Se levanta temprano por la mañana y se toma el café con leche que su vieja ama de llaves le ha preparado, y luego se sienta ante el ordenador para examinar sus inversiones, supervisar sus negocios, dar órdenes. Después come embutidos y fruta, y sube al balcón para echar una siesta breve. Más tarde se levanta y da un largo paseo por la vieja carretera de tierra que corre enfrente de la casa.

Manuel le acompaña, todavía en guardia por si aparece algún peligro real. Manuel está muy contento de haber vuelto a Sinaloa, con su familia y sus amigos, si bien insiste en vivir en la pequeña casita que hay detrás de la casa principal.

Después del paseo, Adán vuelve al ordenador y trabaja hasta la hora de la cena, y luego bebe una o dos cervezas, ve un partido de fútbol o un combate de boxeo en el televisor. Algunas noches se sienta en el jardín y oye el sonido de las guitarras que llega desde el pueblo. En las noches silenciosas distingue la letra de las canciones, que hablan de las hazañas de Raúl, la traición del Tiburón, cómo engañó Adán Barrera a los federales y a los yanquis, y que nunca lo cogerán.

Se acuesta temprano.

Es una vida tranquila, una buena vida, y sería una vida perfecta de no ser por los fantasmas.

El fantasma de Raúl.

El fantasma de Nora.

Los fantasmas de una familia distanciada.

Ahora solo se comunica con Gloria a través de la red. Es la única manera segura, pero le duele que su hija sea ahora una configuración de puntos electrónicos en una pantalla. Chatean casi cada noche, y ella le envía fotos. Pero es duro no verla, ni escuchar su voz, terrible, en realidad, y también culpa a Keller de eso.

En verdad, existen más fantasmas.

Llegan cuando se acuesta y cierra los ojos.

Ve la cara de los hijos de Güero, los ve caer sobre las rocas. Oye sus voces en el viento. Nadie canta canciones sobre eso, piensa. Nadie traduce ese momento en música.

Tampoco cantan sobre El Sauzal, pero esos fantasmas también acuden.

Y el padre Juan.

Es el más reincidente.

Le reprende con dulzura. Pero no puedo hacer nada respecto a ese fantasma, piensa. Tengo que concentrarme en lo que puedo hacer.

Lo que debo hacer.

Matar a Art Keller.

Está ocupado planeando eso y dirigiendo sus negocios, mientras el mundo se desmorona a su alrededor.

Se sienta ante el ordenador y recibe el mensaje de Gloria. Pero no es su hija la que le saluda, sino su esposa, y si un mensaje pudiera chillar este lo haría.

«Adán, Gloria ha sufrido una apoplejía. Está en la clínica Scripps Mercy».

«Dios mío, ¿qué ha pasado?»

Aunque poco común, no extraño en alguien que se halla en su estado. La presión sobre su arteria carótida resultó excesiva. Lucía había entrado en su habitación y descubrió a Gloria inconsciente. No lograron revivirla. Se halla conectada a un sistema de respiración artificial, están efectuando pruebas, pero el pronóstico no es esperanzador.

A menos que ocurra un milagro, Lucía tendrá que tomar muy pronto una decisión muy difícil.

«No la desconectes del respirador».

«Adán…».

«No lo hagas».

«No hay esperanza. Aunque sobreviva, dicen que se convertiría en un…».

«No lo digas».

«Tú no estás aquí. He hablado con mi sacerdote, dice que es moralmente aceptable…».

«Me importa un bledo lo que diga un cura».

«Adán…».

«Esta noche estaré ahí. Mañana por la mañana, a lo sumo».

«No te reconocerá, Adán. Será como si no estuvieras».

«Pero estaré».

«De acuerdo, Adán. Te esperaré. Tomaremos la decisión juntos».

Doce horas después, Adán espera en el ático del edificio de apartamentos que domina el paso fronterizo de San Isidro. Mira por unos prismáticos de visión nocturna, a la espera de la conjunción de dos circunstancias: el guardia sobornado del lado de México tiene que entrar de guardia al mismo tiempo que el agente sobornado del lado norteamericano.

Se supone que tiene que suceder a las diez, pero si no, cruzará de todas maneras.

Solo espera que ocurra.

Le facilitaría las cosas.

De todos modos, no correrá más riesgos de los necesarios. Tiene que llegar al hospital, así que espera al cambio de guardia en los pasos fronterizos, y entonces suena el teléfono. Aparece el número 7 en la pantalla.

—Adelante.

Dos minutos después está en el aparcamiento, delante de un Lincoln Navigator robado aquella mañana en Rosarito y provisto de matrícula nueva. Un joven nervioso le abre la puerta. No puede tener más de veintidós o veintitrés años, piensa Adán, le tiembla la mano y está cubierta de sudor, y por un momento Adán se pregunta si es porque está nervioso o porque le han tendido una trampa.

—Supongo que eres consciente de que —dice—, si me traicionas, toda tu familia morirá.

—Sí.

Adán entra en la parte de atrás, donde otro joven, tal vez el hermano del conductor, quita la almohadilla del asiento trasero y deja al descubierto un hueco. Adán entra, se tiende, aplica el respirador a la nariz y la boca, y empieza a respirar oxígeno al tiempo que vuelven a poner el asiento en su sitio. Oye el zumbido del destornillador eléctrico cuando vuelven a colocar los tornillos.

Adán está encerrado en el hueco.

Se parece demasiado a un ataúd.

Reprime el pánico inicial de la claustrofobia y se obliga a respirar lenta e ininterrumpidamente. No puedes malgastar aire hiperventilando, se dice. Las emisoras de radio citan que la espera en la cola es de cuarenta y cinco minutos, pero ese cálculo podría ser erróneo, y aún tendrán que conducir unos minutos más, hasta encontrar un lugar lo bastante aislado para detenerse y sacarle.

Eso si todo va bien.

Si no es una trampa.

Todo cuanto deberían hacer, piensa, para ganar una enorme recompensa es conducirte hasta una comisaría de policía: Adivine lo que llevamos en el maletero. O peor aún, podrían estar a sueldo de alguno de tus enemigos, y les bastaría con conducir hasta un cañón del desierto aislado y dejar el todoterreno allí. Abandonarte hasta que te asfixies o el sol te cueza. O meter un trapo en el tubo de escape, encenderlo y…

No pienses en esas cosas, se dice.

Piensa que todo saldrá como habías planeado, que estos chicos son leales (han tenido muy poco tiempo para preparar una traición), que cruzarás la frontera gracias a los sobornos, y que dentro de tres horas o así estarás sujetando la mano de Gloria.

Y tal vez sus ojos se abrirán, tal vez se producirá un milagro.

Así que respira poco a poco y espera.

El tiempo pasa despacio en un ataúd.

Hay mucho tiempo para pensar.

En una hija agonizante.

En niños arrojados desde un puente.

En el infierno.

Mucho tiempo para pensar.

Entonces oye voces ahogadas. El agente de la Patrulla de Fronteras está haciendo preguntas. ¿Cuánto tiempo han estado en México? ¿A qué han ido? ¿Traen algo? ¿Les importa si miro atrás?

Adán oye que la puerta del vehículo se abre y después se cierra.

Se mueven de nuevo.

Adán lo percibe por el sutil cambio que se produce en el hueco. Tal vez sean imaginaciones suyas, o tal vez el aire sea un poco más fresco dentro del fétido contenedor, y respira con un poco más de facilidad cuando el coche acelera.

Después aminoran la velocidad y él rebota de un lado a otro del hueco, porque al parecer transitan por una carretera llena de baches, y después el coche para. Adán aferra la pistola que lleva en el cinturón de los pantalones y espera. Si le han traicionado, tal vez sea este el momento en que la tapa del hueco se abra y aparezcan hombres armados con pistolas o ametralladoras, a la espera de acribillarle.

O puede que el hueco no se abra nunca, piensa con un estremecimiento.

O que se limiten a encender una cerilla.

Entonces oye el chirrido eléctrico del destornillador, se levanta la tapa y ve al joven conductor, sonriente. Adán se quita el respirador de la nariz y acepta la mano que le ofrece el muchacho para ayudarle a salir del hueco.

Se yergue entumecido en la carretera de tierra y ve un Lexus blanco aparcado en la cuneta. Otro chico sonriente, el cuello adornado con tatuajes de bandas juveniles, le entrega un llavero.

—Ponlo en marcha —dice Adán.

Tú giras la llave, y tú saltas convertido en una bola de fuego y cascotes de metal cuando la bomba estalle bajo tus pies.

El muchacho palidece, pero asiente, sube al Lexus y lo pone en marcha.

El motor ronronea.

El pandillero baja del coche y ríe.

Adán sube.

—¿Adónde vamos?

Se lo dicen. Le explican cómo salir de esta carretera de tierra y entrar en la autopista. Cincuenta minutos después, entra en el aparcamiento del hospital.

Adán cruza el aparcamiento, sin poder evitar imaginar decenas de ojos clavados en él.

Nadie sale de un coche, ningún hombre con cazadora azul y las letras DEA grabadas en ella se acerca chillando y diciéndole que se tire al suelo. Solo el triste y tétrico silencio de un aparcamiento de hospital. Se dirige hacia la entrada, atraviesa la puerta y descubre que la habitación de su hija está en la planta octava.

Las puertas del ascensor se abren.

Lucía está sentada en un banco del pasillo, encorvada, con las lágrimas resbalándole por la cara. La abraza.

—¿Llego demasiado tarde?

Incapaz de hablar, la mujer niega con la cabeza.

—Quiero verla —dice Adán.

Abre la puerta de la habitación de su hija y entra. Art Keller le apunta a la cara con una pistola.

—Hola, Adán.

—Mi hija…

—Se encuentra bien.

Adán siente que algo puntiagudo le atraviesa la camisa y le pincha en la espalda.

Después el mundo se oscurece.

Art y Shag colocan el cuerpo inconsciente de Adán sobre una camilla y le llevan al depósito de cadáveres. Le meten dentro de una bolsa de cadáveres, le atan a la camilla y la empujan hasta una furgoneta con la inscripción FUNERARIA HIDALGO. Cuarenta y cinco minutos después, se encuentran en un lugar seguro.

Fue relativamente fácil obligar a Lucía a traicionar a su marido, así como probablemente lo más espantoso que haya hecho Art en toda su vida.

La han seguido durante meses, vigilado la casa, pinchado la línea terrestre, controlado el teléfono móvil, intentado descifrar el código cibernético que envía mensajes entre Adán Barrera y su hija, y viceversa.

Art tuvo que reconocer la ironía de que fueran unos números los que les proporcionaran la clave por fin.

Las cuentas bancarias de Lucía.

Con independencia del método que utilizara Lucía para blanquear su dinero, no podía dar una explicación de sus ingresos. Fin de la historia. No trabajaba, pero su estilo de vida delataba ingresos considerables.

Art la había abordado y subrayado esta circunstancia cuando la mujer salía de una tienda de productos gourmet cerca de su casa, en una zona lujosa de Rancho Bernardo. Todavía es una mujer atractiva, pensó Art cuando la vio salir, empujando un carrito de la compra. El cuerpo esbelto gracias a sus clases de Pilates tres veces a la semana, el pelo peinado y teñido con mechas ámbar en José Eber, de La Costa.

—¿Señora Barrera?

Ella pareció sobresaltarse, pero acto seguido puso expresión de cansancio.

—Utilizo mi nombre de soltera —dijo mientras miraba la placa de identificación—. No sé nada sobre los negocios de mi marido o su paradero. Haga el favor de perdonarme, pero tengo que recoger a mi hija en…

—Está en el cuadro de honor del colegio, ¿verdad? —preguntó Art, y sonrió, aunque se sentía como un pedazo de cabrón—. Canta en el coro. Matrícula de honor en inglés y matemáticas. Permítame hacerle una pregunta: ¿cómo se las apañará con usted en la cárcel?

Se lo explicó con todo lujo de detalles allí mismo, en el aparcamiento: Como mínimo, la acusarán de evasión de impuestos, y en el peor de los casos (y creo que lo conseguiré, añadió Art), demostraremos que recibe dinero de los narcóticos, por lo cual le caerán treinta años.

—Confiscaré su casa, sus coches, sus cuentas bancarias —dijo Art—. Usted irá a una prisión federal y Gloria a Protección de Menores. ¿Cree que Medicaid se preocupará por su salud? Hará cola en el ambulatorio, verá a los mejores médicos…

Ánimo, Art, pensó. Utilizar a una enferma terminal como cebo. Recordó el cadáver del bebé en El Sauzal, rodeado por los brazos de su madre muerta.

La mujer introdujo la mano en el bolso para sacar el móvil.

—Voy a llamar a mi abogado.

—Dígale que se reúna con usted en la prisión federal del centro de la ciudad —dijo Art—, porque allí es adonde vamos. Escuche, puedo enviar a alguien al colegio para que recoja a Gloria y le explique que su madre está en la cárcel. La llevarán al Centro Polaski. Hará muy buenos amigos allí.

—Es usted el ser más repugnante de la faz de la Tierra.

—No —contestó Art—. Soy el segundo más repugnante. Su marido es el primero. Usted todavía acepta su dinero, le da igual su procedencia. ¿Le gustaría ver algunas fotos de cómo Adán mantiene a su hija? Llevo algunas en el coche.

Lucía se puso a llorar.

—Mi hija está muy enferma. Tiene muchos problemas de salud que… No podría soportar…

—Estar sin su madre —interrumpió Art—. Lo entiendo.

Dejó que reflexionara un minuto o así, sabiendo la decisión que debía tomar.

Ella se secó los ojos.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó.

Art deja de teclear algo en el ordenador portátil y mira a Adán, que está esposado a una cama. Adán abre los ojos, recobra el conocimiento y se da cuenta de que no va a despertar de esta pesadilla.

—Me sorprende seguir vivo —dice cuando reconoce a Art.

—A mí también.

—¿Por qué no me has matado?

Porque estoy cansado de matanzas, se dice Art. Estoy harto de tanta sangre.

—Tengo planes mejores para ti —contesta en cambio—. Déjame hablarte de la prisión federal de Marion, en Illinois. Pasarás solo veintitrés horas al día en una celda de ocho por dos y medio por dos que ni siquiera eres capaz de imaginar. Te concederán una hora al día para caminar de un lado a otro, solo, entre dos muros de bloques de ceniza coronados de alambre de espino y un cielo azul subyugador. Tendrás dos duchas de diez minutos a la semana. Te darán las asquerosas comidas a través de una ranura. Dormirás en una cama metálica con una manta delgada, y las luces estarán encendidas las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Te acuclillarás como un animal sobre un váter abierto sin asiento y olerás tu mierda y tu pis, y yo no pediré la pena de muerte, sino la perpetua sin posibilidad de libertad condicional. ¿Qué tienes ahora?, ¿cuarenta y tantos? Te deseo una larga vida.

Adán se pone a reír.

—¿Vas a ser legal, Art? ¿Vas a llevarme a los tribunales? Buena suerte, viejo. No tienes testigos.

No para de reír, pero se siente un poco desconcertado cuando Art le corea. Entonces Art pone el ordenador delante de Adán, abre la pantalla y pulsa un par de teclas.

—Sorpresa, cabrón.

Adán mira la pantalla y ve un fantasma.

Nora está sentada en una silla y mira impaciente una revista. Después consulta su reloj, frunce el ceño y vuelve a mirar la revista.

—En vivo y en directo —dice Art, y cierra la pantalla—. ¿Crees que no te delatará? ¿Crees que no testificará contra ti porque te quiere tanto? ¿Crees que va a pasar el resto de su vida en un agujero para que tú puedas vivir en libertad?

—Yo daría mi vida por ella.

—Sí, eres muy noble.

Art nota que Adán está pensando, aquel pequeño ordenador que lleva dentro de la cabeza está zumbando, reconfigurando la nueva situación, descubriendo una solución.

—Podemos hacer un trato —dice Adán.

—No tienes nada con que negociar —dice Art—. Ese es el problema de estar en la cumbre, Adán. No puedes negociar. No tienes con qué.

—Niebla Roja.

—¿Qué?

—Niebla Roja —repite Adán—. ¿No sabes qué es? No, los norteamericanos nunca saben nada. No solo las drogas que compráis están empapadas en sangre. También vuestro petróleo, vuestro café, vuestra seguridad. La única diferencia entre tú y yo es que yo reconozco lo que hago.

Adán hizo copias del contenido del maletín de Parada. Pues claro que lo hizo. Solo un idiota no lo habría hecho. La información se encuentra en una caja fuerte de Gran Caimán, y contiene pruebas capaces de derribar a dos gobiernos. Detalla la Operación Cerbero y la colaboración de la Federación con los norteamericanos en la operación de drogas a cambio de armas para financiar a la Contra. Habla de la Operación Niebla Roja, de que Ciudad de México, Washington y los cárteles de la droga patrocinaron el asesinato de figuras de izquierdas en Latinoamérica. Existen pruebas del asesinato de dos funcionarios con el fin de manipular las elecciones presidenciales mexicanas, y pruebas de la relación activa de Ciudad de México con la Federación.

Eso está en el maletín. Tiene más archivado en la cabeza, sobre todo información sobre el asesinato de Colosio, así como sobre el perjurio de Art Keller ante el comité del Congreso que investigaba Cerbero. De modo que quizá sea Keller quien acabe condenado de por vida y no él.

Adán explica el trato: si no llegan a un acuerdo satisfactorio en un plazo de treinta y seis horas, ordenará entregar un paquete de cintas y documentos al Subcomité del Senado.

—Puede que yo acabe en una prisión federal —dice Adán—, pero podríamos ser compañeros de celda.

¿Nada que negociar?, piensa Adán.

¿Qué tal el gobierno de Estados Unidos?

—¿Qué quieres? —pregunta Art.

—Una nueva vida.

Para mí.

Y para Nora.

Art le mira durante un largo rato. Adán sonríe como perro viejo.

—Vete a tomar por el culo —dice Art.

Se alegra de que Adán tenga las pruebas. Se alegra de que vayan a salir a la luz. Ya es hora de morder el polvo amargo de la verdad.

¿Crees que me da miedo la cárcel, Adán?

¿Dónde coño crees que estoy ahora?

Nora deja la revista y se pone a pasear por la habitación. Eso es algo que ha hecho muchas veces durante los últimos meses. Primero cuando la deshabituaron de las drogas, y después, cuando se sintió mejor, de puro aburrimiento.

Les ha dicho cientos de veces que quería marcharse. Ojos Castaños le ha dado cientos de veces la misma respuesta.

—Aún no es seguro.

—¿Cómo? ¿Estoy prisionera?

—No estás prisionera.

—Entonces quiero irme.

—Aún no es seguro.

Los suyos fueron los primeros ojos que vio cuando recobró la conciencia, aquella horrible noche en el mar de Cortés. Estaba tendida en el fondo de una barca, abrió los ojos y vio sus ojos castaños, que la estaban mirando. No con frialdad, como muchos hombres la habían mirado, ni con deseo, sino con preocupación.

Un par de ojos castaños.

Estaba volviendo a la vida.

Quiso decir algo, pero él sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios, como acallando a una niña pequeña. Ella intentó moverse, pero no pudo. Estaba envuelta en algo cálido y apretado, como un saco de dormir demasiado pequeño. Entonces le pasó con delicadeza la palma por encima de los ojos, como diciéndole que volviera a dormir, y ella obedeció.

Incluso ahora, sus recuerdos de aquella noche son vagos. Había oído a gente en programas tontos de entrevistas hablar acerca de abduciones alienígenas, y era algo similar, aunque sin las sondas y los experimentos médicos. Recuerda que la pincharon con una aguja, envuelta en aquella especie de bolsa, y no recuerda haberse asustado cuando subieron la cremallera y la cerraron por encima de su cabeza, porque había una rejilla negra pequeña sobre su cara, lo cual le permitía respirar sin problemas.

Recuerda que la trasladaron a otra barca, más grande, y después a un avión, y luego otra aguja y, cuando despertó, estaba en esta habitación.

Y él estaba con ella.

—Estoy aquí para protegerte —fue todo cuanto dijo. No le dijo su nombre, así que ella empezó a llamarle Ojos Castaños. Más tarde, ya avanzado el día, la puso en comunicación con Art Keller.

—Es solo por un breve tiempo —le aseguró Keller.

—¿Dónde está Adán? —preguntó ella.

—Escapó —admitió Keller—. No obstante, abatimos a Raúl. Estamos bastante seguros de que ha muerto.

Y tú también, añadió Keller. Le explicó toda la farsa. Aunque habían fabricado el bulo de que Fabián Martínez era el soplón, sería mejor que todo el mundo, en especial Adán, la creyera muerta. De lo contrario, Adán jamás cejaría en su empeño de rescatarla, o tal vez de asesinarla. Haremos circular la noticia de que falleciste en un accidente de coche, dijo Keller. Adán sabrá que «falleciste» en la redada, por supuesto, cuando lea la noticia.

Y eso también estuvo bien.

Experimentó una sensación rara cuando Ojos Castaños le enseñó su esquela. Era breve, como profesión citaba la de planificadora de eventos, y daba algunos detalles del funeral, las horas del velatorio, toda esa mierda. Se preguntó quién habría asistido. Su padre, probablemente, ebrio sin la menor duda. Su madre, por supuesto. Y Haley.

Y punto.

Un breve tiempo se convirtió en un largo tiempo.

Keller llama una vez a la semana, dice que aún está siguiendo la pista de Adán, dice que le gustaría ir a verla, pero no sería seguro. El mantra de siempre, piensa Nora. No sería seguro que fuera a dar un paseo, no sería seguro que fuera de compras, al cine, cualquier cosa parecida a reanudar algún tipo de vida.

Cada vez que interroga a Ojos Castaños al respecto, la respuesta es siempre la misma. La mira con aquellos ojos de cachorrillo y dice: «No sería seguro».

—Dime lo que necesitas —le dice Ojos Castaños—. Yo te lo iré a buscar.

Se convierte en una de sus principales diversiones, enviar a Ojos Castaños en misiones de compras cada vez más complicadas. Le proporciona detalladas solicitudes de productos cosméticos caros, difíciles de encontrar. Instrucciones muy particulares sobre el tono concreto de la blusa que necesita. Solicitudes muy meticulosas, imposibles-de-comprender-para-un-hombre, de ropa de diseño de sus tiendas favoritas.

El hombre obedece en todo, salvo cuando le pide un vestido de su tienda favorita de La Jolla.

—Keller dice que no puedo ir allí —dice en tono de disculpa—. No sería…

—… seguro —termina ella.

Para vengarse, le envía a comprar productos femeninos y ropa interior. Le oye alejarse en su moto, y dedica las horas de soledad a imaginarle entrando sonrojado en Victoria’s Secret pidiendo ayuda a una vendedora.

Pero no le gusta que se vaya, porque la deja sola con el extraño trío de guardaespaldas. Se presta a la estúpida farsa de que no sabe sus nombres, aunque les oye hablar entre sí desde su habitación. El viejo, Mickey, es muy amable y le lleva tazas de té. O-Bop, el del pelo rojo ondulado, solo es raro, pero la mira como si se la quisiera follar, a lo cual está acostumbrada. Es el otro quien la inquieta de verdad, el gordo que siempre está comiendo melocotón en almíbar de la lata.

Big Peaches.

Jimmy Piccone.

Fingen haber perdido la memoria.

Pero yo sí me acuerdo de ti, piensa ella.

Mi primer polvo profesional.

Recuerda su brutalidad, su repugnante fealdad, que la utilizó hasta que experimentó la sensación de ser un trapo con el que él se estaba haciendo una paja. Recuerda bien aquella noche.

También recuerda a Callan.

Tardó un tiempo, sobre todo porque todavía estaba muy atontada cuando la trajeron aquí. Pero fue Callan, Ojos Castaños, quien fue disminuyendo la cantidad de pastillas, quien le daba astillas de hielo para que las chupara cuando tenía mucha sed pero aún lo vomitaba todo, quien le acariciaba el pelo cuando se agachaba sobre el váter, quien hablaba de chorradas con ella durante las horribles horas de insomnio, jugaba a las cartas con ella a veces toda la noche, la animaba a comer otra vez, le preparaba una tostada y caldo de pollo, y hacía viajes especiales para comprarle un budín de tapioca solo porque ella había dicho que sonaba bien.

Recordó dónde le había visto antes cuando ya estaba casi desintoxicada, cuando se encontraba mejor.

Mi debut como puta, piensa, mi fiesta de largo para ser presentada en la sociedad de los puteros. Era él a quien quería para mi primera vez, recuerda, porque parecía amable y dulce, y me gustaban sus ojos castaños.

—Me acuerdo de ti —dijo cuando entró en su habitación con su comida, una banana y una tostada de trigo.

Él pareció sorprenderse.

—Yo también me acuerdo de ti —contestó con timidez.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Mucho tiempo.

—Ha llovido mucho desde entonces.

—Sí.

De modo que, si bien su «confinamiento», tal como había llegado a llamarlo, era aburrido, lo estaba llevando muy bien. Le compraron un televisor, una radio y un walkman, una colección de cedés y un puñado de libros y revistas, y hasta crearon una pequeña zona de gimnasia al aire libre para ella. Callan y Mickey erigieron una valla de madera, aunque no había otra casa en kilómetros a la redonda, y después le compraron una rueda de andar y una bicicleta estática. Así que podía hacer ejercicio, leer y ver la tele, y lo estaba llevando muy bien hasta la noche que se acomodó en la cama y la PBS emitió un programa especial de una hora sobre la Guerra contra las Drogas, y vio imágenes de la matanza de El Sauzal.

Sintió que se quedaba sin aliento cuando el narrador especuló con que toda la familia de Fabián Martínez, el Tiburón, había sido ejecutada en represalia por haberse convertido en informador de la DEA. Toda ella se puso a temblar cuando vio las imágenes de los cuerpos esparcidos por el patio.

Obligó a Callan a que llamara a Keller en aquel momento.

—¿Por qué no me lo dijiste? —chilló por teléfono.

—Pensé que sería mejor que no lo supieras.

—No tendrías que haberlo hecho —lloró Nora—. No tendrías que haberlo hecho…

A partir de entonces se hundió en picado, postrada en el lecho, en posición fetal, sin querer levantarse, sin querer comer, una depresión total.

Diecinueve vidas, reflexionaba.

Mujeres, niños.

Un bebé.

Por mí.

Sus guardaespaldas estaban aterrorizados. Callan entraba en su habitación y se sentaba al pie de la cama como un perro, sin hablar ni nada, solo sentado, como si pudiera protegerla del dolor que la estaba carcomiendo por dentro.

Pero no podía hacer nada.

Nadie podía.

Ella seguía tumbada en la cama.

Hasta que un día Callan, con semblante muy serio, le tendió el teléfono y era Keller, que se limitó a decir:

—Le tenemos.

John Hobbs y Sal Scachi también reaccionan ante la noticia de la captura de Adán.

—Estaba convencido de que Arthur se limitaría a matarle —dice Hobbs—. Habría sido lo más sencillo.

—Tenemos un problema —dice Scachi.

—Desde luego —dice Hobbs—. Esto se nos está escapando de las manos. Tenemos que poner un poco de orden.

Adán Barrera muerto es una cosa. Adán Barrera vivo y hablando, sobre todo en un tribunal, es otra muy diferente. Y Arthur Keller… Es difícil saber qué pasa por su mente en los últimos tiempos. No, lo más prudente es arreglar el asunto.

John Hobbs se pone al teléfono para hacerlo.

Hace una llamada a Venezuela.

Sal Scachi va a poner orden.

La tetera silba.

Con estrépito.

—¿Quieres cerrar ese maldito trasto? —grita Peaches—. ¡Tú y tu jodido té!

Mickey aparta la tetera de los fogones.

—Déjale en paz —dice Callan.

—¿Qué?

—He dicho que no le hables así.

—Eh —dice O-Bop—. Creo que estamos todos un poco tensos.

No me jodas, piensa Peaches. Encerrados en esta cabaña, en las colinas yermas que hay al norte de la frontera durante meses, con la amante de Adán Barrera en la habitación del fondo. Puta de mierda.

—Mickey, siento haberte gritado, ¿vale? —Peaches se vuelve hacia Callan—. ¿Vale?

Callan no contesta.

—Voy a llevarle el té —dice Mickey.

—¿Quién coño eres? ¿El mayordomo? —pregunta Peaches. No quiere que Mickey le coja cariño a esa mujer. Los tipos que han pasado por la cárcel son así. Se ponen sentimentales, le toman cariño a cualquier ser vivo que no intente matarles o darles por el culo, ratones, pájaros. Peaches ha visto a presidiarios ponerse a llorar porque una cucaracha murió por causas naturales en su celda—. Deja que otro se encargue del servicio de habitaciones. O-Bop, por ejemplo. Tiene pinta de camarero. No, pensándolo mejor, que sea Callan.

Callan sabe en qué está pensando Peaches.

—¿Por qué no lo llevas tú? —pregunta.

—Te lo he pedido a ti —dice Peaches.

—Se está enfriando —dice Mickey.

—No, no me lo has pedido —dice Callan—. Me lo has ordenado.

—Señor Callan —dice Peaches—, ¿sería tan amable de llevar su té a la joven dama?

Callan levanta la taza de la encimera.

—Dios, la mierda que tengo que tragar —dice Peaches mientras Callan se encamina hacia la habitación de Nora.

—Llama antes de entrar —dice Mickey.

—Es una puta —dice Peaches—. Nadie la ha visto desnuda nunca, ¿eh?

Sale al porche, contempla de nuevo la luz de la luna que brilla sobre las colinas yermas, y se pregunta cómo ha terminado así. Haciendo de canguro de una puta.

Callan sale.

—¿Cuál es tu problema?

—La puta de Barrera —dice Peaches—. ¿No tendríamos que haberla devuelto ya? Tendría que haberle cortado las manos, y luego habérselas enviado.

—No te ha hecho nada.

—Tú solo quieres follártela —dice Peaches—. Te digo una cosa, nos la podemos ir turnando.

Callan asiente lentamente.

—Escucha, Jimmy: intenta tocarla, y te meteré dos balas entre ceja y ceja. Ahora que lo pienso, tendría que haberlo hecho hace años, la primera vez que vi tu gordo culo.

—Si quieres bailar, irlandés, no es demasiado tarde.

Mickey sale al porche y se interpone entre los dos.

—Dejadlo ya, capullos. Este rollo terminará pronto.

No, piensa Callan.

Se va a terminar ahora.

Conoce a Peaches, sabe cómo es. Si se le mete algo en la cabeza, lo hace, pese a quien pese. Y sabe lo que está pensando Peaches: Barrera mató a alguien a quien yo quería, yo mataré a alguien a quien él quiere.

Callan entra, pasa ante O-Bop, llama a la puerta de Nora y entra.

—Vámonos —dice.

—¿Adónde vamos? —pregunta Nora.

—Vámonos —repite Callan—. Ponte los zapatos. Nos marchamos.

Ella está desconcertada por su actitud. No la está tratando con dulzura ni timidez. Está enfadado, la está chuleando. Como no le gusta, se calza sin prisas, solo para demostrarle que no va a permitir que la chulee.

—Venga, date prisa.

—Tranqui.

—Estoy tranqui —dice Callan—. Pero pon tu culo en movimiento, ¿de acuerdo?

Ella se pone en pie y le fulmina con la mirada.

—¿Cómo quieres que lo mueva?

Se queda estupefacta cuando la agarra por la muñeca y tira de ella. Se está comportando como el típico macho capullo, y a ella no le gusta.

—¡Eh!

—No tengo tiempo para chorradas —dice Callan.

Solo quiero acabar de una vez por todas.

Ella intenta soltarse, pero él la retiene con fuerza, de modo que no le queda otra alternativa que seguirle cuando la conduce hasta la otra habitación.

—Quédate detrás de mí.

Saca la 22 y la sostiene ante él.

—¿Qué está pasando? —pregunta Nora.

Callan no contesta, se limita a tirar de ella hasta entrar en la estancia principal.

—¿Qué coño estás haciendo? —pregunta Peaches.

—Me largo.

Peaches se lleva la mano hacia la pistola que guarda en el bolsillo de la chaqueta.

—Ni hablar.

Peaches se lo piensa mejor.

—¿Qué estás haciendo, Callan? —lloriquea O-Bop.

Empieza a tender la mano hacia una escopeta tirada sobre el viejo sofá.

—No me obligues a hacerte daño, Stevie —dice Callan. Sería espantoso, teniendo en cuenta que todo esto, todo esto, empezó cuando salvó la vida a O-Bop—. No quiero hacerte daño.

O-Bop decide que no quiere que le haga daño, porque su mano se queda inmóvil.

—¿Lo has meditado bien? —le pregunta Mickey.

No, piensa Callan, no he meditado nada bien. Solo que no voy a permitir que nadie mate a esta mujer. Con ella detrás retrocede hacia la puerta, con la pistola apuntada a sus ex camaradas.

—Si veo a alguno de vosotros, lo mato.

Salen.

—Sube —dice a Nora.

Se monta en la moto.

—Agárrate a mi cintura —dice Callan.

Y menos mal que lo hace, porque Callan pone en marcha la moto y salen disparados como un misil, levantando una espesa nube de polvo. Ella se sujeta con más fuerza cuando Callan se desvía por una pista de tierra que asciende la colina, mientras la rueda culea en la tierra blanda. Detiene la moto en lo alto de la colina, un pedazo de tierra asolado por los fuertes vientos de Santa Ana, rodeado de espeso chaparral.

—Sujétate —dice.

Entonces Nora se siente caer.

Se lanzan colina abajo en caída libre.

Seguidos de disparos.

Callan hace caso omiso y se concentra en conducir la moto.

Deja atrás la choza, deja atrás algunos coches, deja atrás a los hombres agazapados detrás de los coches, que sacan sus armas, luego se agachan cuando el plomo destroza el cristal, pero Nora apenas puede ver nada, todo es confusión, y casi no puede oír los disparos, las balas que pasan zumbando junto a sus oídos, los gritos de sorpresa. Lo único que ve es la parte posterior del casco de Callan, mientras aplasta la cabeza contra su hombro y se sujeta. Es como si estuviera en un túnel de viento, y la fuerza del viento intenta arrancarla de la silla de la moto, a medida que aceleran, aceleran, aceleran.

Ha oscurecido durante su huida, la negrura se cierra a su alrededor en este túnel de velocidad. Sabe que están huyendo para salvar la vida, que corren hacia la vida, confían su destino al viento, confía en la espalda de este loco que conduce, la carretera de tierra la sacude, la impulsa de un lado a otro, de repente está en el aire, como un pájaro, como un pájaro, lanzada a toda velocidad hacia el cielo nocturno por un bache insignificante. Está volando, volando con él, las estrellas, las estrellas son hermosas, van a estrellarse, van a morir, su sangre manchará esta carretera de tierra, su sangre mezclada, siente que la sangre corre por sus venas, siente la de él, su sangre fluye mientras surcan el cielo nocturno, después aterrizan, la moto pierde el control y patina. Ella se sujeta con fuerza, no quiere morir sola, quiere morir con él en este largo tobogán que conduce a la muerte, este largo, lento, veloz tobogán que conduce al olvido, un momento de agonía, después nada, la nada, la paz. Siempre pensó que ascendías al cielo, pero caes, caes, caes, sigues cayendo, le agarra, le sujeta, le abraza, no me dejes morir sola no quiero morir sola y entonces Callan endereza la moto, corren de nuevo, el aire es frío alrededor de sus oídos, el cuero cálido contra la piel, contra su cara. Callan traza una profunda bocanada de aire y Nora jura que se oye reír sobre el rugido del motor (¿o es su corazón?), pero se oye reír y le oye reír, y luego todo es suave bajo las ruedas, suave y negro cuando tocan el asfalto, una hermosa y negra carretera norteamericana, una autopista norteamericana.

Las luces de la autopista son doradas en la noche.

Jimmy Peaches sale al porche.

Coge una lata de Dole recién abierta y una cuchara, y hay un hermoso gajo de luna plateada en el cielo, y es un buen momento para pensar.

Tal vez era esto lo que Callan tramaba desde el primer momento. O puede que la tía y él lo planificaran juntos cada vez que iba a llevarle una taza de té. Muy propio de Callan, siempre en plan lobo solitario.

A Sal no le hará gracia. Llamó dando instrucciones: Voy a reunirme con vosotros, no quiero que falte nadie. Bien, Scachi capturará a Callan y le dará una buena lección, para que no vuelva a joder a sus amigos. Hunde la cuchara en la lata.

Un gajo de melocotón salta en el aire.

El zumo cae sobre el pecho de Peaches.

Baja la vista, sorprendido de que la mancha sea de un rojo dorado, el color del ocaso. No sabía que hacían esa clase de melocotones. Nota el pecho pegajoso y caliente, y se pregunta por qué el sol se está poniendo dos veces hoy.

La siguiente bala le alcanza en plena frente.

O-Bop ve todo esto mientras mira por la ventana, a través de la pequeña tela mosquitera octogonal. Su boca forma una O perfecta cuando ve saltar los sesos de Peaches por la parte posterior de su cabeza y estrellarse contra la pared de la cabaña, y eso es lo único que ve cuando una bala entra por su boca abierta y estalla en su córtex cerebral.

Mickey le ve derretirse como nieve en primavera y pone la tetera al fuego. El agua está empezando a hervir en el fondo de la tetera cuando Scachi y dos pistoleros entran por la puerta, apuntándole con sus rifles.

—Sal.

—Mickey.

—Iba a tomar un té —dice Mickey.

Sal asiente.

La tetera silba.

Mickey vierte el agua en la taza desportillada y hunde la bolsa de té varias veces. La taza vibra cuando añade un poco de azúcar y leche, y después la cuchara golpea un costado de la taza cuando su mano temblorosa agita el té.

Se lleva la taza a la boca y toma un sorbo.

Después sonríe (es bueno y está caliente), y hace una señal con la cabeza a Sal.

Scachi le mata con rapidez y limpieza, pasa por encima del cuerpo y entra en el dormitorio.

Ella no está.

¿Dónde está Callan?

Su Harley ha desaparecido.

Joder.

Callan se ha llevado a la mujer, siempre a su puta bola, piensa Scachi. Y ahora tendré que seguir su pista.

Pero antes hay que hacer limpieza.

Al cabo de un par de horas, sus hombres han montado un laboratorio de metanfetamina en la cabaña. Entran el cuerpo de Peaches y rocían el interior con ácido yodhídrico, después se dirigen a la colina de enfrente y disparan un cartucho incendiario a través de la ventana.

Los bomberos están de suerte esta noche. Hay poco viento y el incendio del laboratorio de meta solo quema unas cinco hectáreas de hierba vieja y chaparral. No es tan negativo. De hecho, es positivo que haya un incendio como ese de vez en cuando.

Quema la hierba vieja.

Para que crezca hierba nueva en su lugar.