119

Se incendió la corona de la trompeta, y entonces vi cómo se abría el ojo de la cúpula y un resplandeciente dardo de fuego hendía el tubo de la trompeta y penetraba en los cuerpos sin vida. Después, el ojo volvió a cerrarse y también se alejó la trompeta.

(Johann Valentin Andreae, Die Chymische Hochzeit des Christian Rosencreutz, Strassburg, Zetzner, 1616, 6, pp. 125-126)

El texto tiene blancos, frases superpuestas, interrupciones, bifaturas (se nota que acabo de regresar de París), más que releerlo, lo revivo.

Debía de ser hacia finales de abril del cuarenta y cinco. Los ejércitos alemanes ya estaban derrotados, los fascistas se estaban dispersando. En todo caso, *** ya estaba, definitivamente, en poder de los partisanos.

Después de la última batalla, la que Jacopo nos había relatado precisamente en esta casa (hace casi dos años), varias brigadas de partisanos habían convergido en *** para luego marchar hacia la ciudad. Esperaban una señal de Radio Londres, se moverían cuando también Milán estuviese preparada para la insurrección.

También habían llegado los de las formaciones garibaldinas, comandados por Ras, un gigante de barba negra, muy popular en el pueblo: llevaban uniformes de fantasía, unos distintos de los otros, salvo los pañuelos y la estrella en el pecho, que eran rojos, y también sus armas eran casuales, unos tenían viejas carabinas, mientras que otros tenían metralletas tomadas al enemigo. Contrastaban con las brigadas de los seguidores de Badoglio, que llevaban el pañuelo azul, uniformes de color caqui como los de los ingleses, y las sten nuevísimas. Los aliados les ayudaban con generosos lanzamientos de paracaídas en la noche, después de las once, hora en que, desde hacía ya dos años, pasaba el misterioso Pippetto, el avión de reconocimiento inglés que, por lo demás, nadie comprendía qué podía reconocer, porque no se veía luz alguna en muchos kilómetros a la redonda.

Había tensiones entre los garibaldinos y los partidarios de Badoglio, se decía que la tarde de la batalla estos últimos se habían lanzado contra el enemigo al grito de «Adelante Saboya», pero algunos de ellos alegaban que era la fuerza de la costumbre (qué quieres que grite en el momento del ataque), eso no significaba que fueran necesariamente monárquicos, también ellos sabían que el rey había hecho cosas muy graves. Los garibaldinos sonreían despectivos, se puede gritar Saboya en una carga con bayoneta en campo abierto, pero no tirándose detrás de una esquina con la sten preparada. Lo que pasaba era que estaban vendidos a los ingleses.

Sin embargo, habían llegado a un modus vivendi, era necesario tener un comando unificado para atacar la ciudad, y la elección había recaído sobre Terzi, que comandaba la brigada mejor pertrechada, era el de más edad, había participado en la gran guerra, era un héroe y gozaba de la confianza del comando aliado.

Pocos días después, creo que antes de que se produjera la sublevación en Milán, habían partido para dar asalto a la ciudad. Llegaban buenas noticias, la operación había sido un éxito, las brigadas estaban regresando victoriosas a ***, pero había habido bajas, corrían rumores de que Ras había caído en combate y Terzi estaba herido.

Una tarde se oyó el ruido de los vehículos, cantos de victoria, la gente se había precipitado hacia la plaza mayor, por la carretera estaban llegando los primeros contingentes, con el puño en alto, banderas, agitando las armas por las ventanillas de los automóviles, o desde el estribo de los camiones. Durante el camino, ya habían recubierto de flores a los partisanos.

De repente alguien había gritado Ras Ras, y allí estaba Ras, encaramado sobre el guardabarros de un Dodge, con la barba desordenada y el abundante y negro vello sudado asomando de la camisa, abierta sobre el pecho, y saludaba riendo a la muchedumbre.

Junto con Ras también se había apeado del Dodge Rampini, un chaval miope que tocaba en la banda, un poco mayor que los otros, que había desaparecido hacía tres meses y se decía que estaba con los partisanos. Y, en efecto, allí estaba, con el pañuelo rojo en el cuello, una casaca de color caqui y unos pantalones azules. Era el uniforme de la banda del padre Tico, con la diferencia de que él ahora lucía un cinturón militar, y una pistola. A través de esas gafas gruesas que tantas bromas le valieran por parte de sus antiguos compañeros de la escuela parroquial, miraba a las chicas que se agolpaban a su alrededor como si fuese Flash Gordon. Jacopo se preguntaba si Cecilia no estaría entre la multitud.

Al cabo de media hora, la plaza se tiñó de partisanos y la gente se puso a reclamar a gritos la presencia de Terzi, querían que pronunciase un discurso.

En un balcón del ayuntamiento había aparecido Terzi, apoyado en su muleta, pálido, y con la mano había tratado de calmar a la multitud. Jacopo esperaba el discurso, porque toda su infancia, como la de todos los chicos de su edad, había estado marcada por grandes e históricos discursos del Duce, cuyos pasajes más significativos debían aprenderse luego de memoria para la escuela, o sea que debían memorizarlos enteros, porque todos los pasajes eran una cita significativa.

Cuando se hizo el silencio, Terzi habló, con una voz ronca, apenas audible. Dijo:

—Ciudadanos, amigos. Después de tantos y tan penosos sacrificios… henos aquí. Gloria a los caídos por la libertad.

Eso fue todo. Se retiró del balcón.

Entretanto, la muchedumbre gritaba, y los partisanos levantaban las metralletas, las sten, las moschetti, las noventa y uno, y disparaban ráfagas de júbilo, mientras los casquillos caían por todas partes y los chavales se metían entre las piernas de los combatientes y de los civiles, porque ya no volverían a hacer una cosecha como aquélla, había peligro de que la guerra acabase ese mismo mes.

Sin embargo, había habido muertos. Por una atroz casualidad, ambos eran de San Davide, una aldea situada más arriba de ***, y las familias querían que se les sepultara en el pequeño cementerio local.

El comando partisano había decidido celebrar unos funerales solemnes, con las compañías formadas, carruajes fúnebres ornados, la banda del ayuntamiento, el canónigo de la catedral. Y la banda de la escuela parroquial.

El padre Tico había accedido inmediatamente. En primer lugar, decía él, porque siempre había tenido sentimientos antifascistas. Y además, según se rumoreaba entre sus músicos, porque desde hacía un año estaba haciéndoles ensayar, para que se ejercitaran, dos marchas fúnebres y tarde o temprano debían ejecutarlas. Por último, según decían las malas lenguas del pueblo, porque quería echar tierra sobre lo de Giovinezza.

La historia de Giovinezza había sido así.

Unos meses atrás, antes de que llegasen los partisanos, la banda del padre Tico había salido para tocar en no sé qué fiesta, y en el camino les habían detenido las Brigadas Negras.

—Toque Giovinezza, reverendo —le había ordenado el capitán, haciendo tamborilear los dedos sobre el cañón de la metralleta.

¿Qué hacer, tal como aprenderíamos a decir después? El padre Tico dijo, muchachos, probemos, el pellejo es el pellejo. Había dado el tiempo con la mano y el inmundo tropel de cacofónicos había atravesado ***, tocando algo que sólo la más delirante esperanza de redención hubiera permitido confundir con Giovinezza. Una vergüenza para todos. Por haber cedido, decía luego el padre Tico, pero sobre todo por haber tocado tan mal, sería cura, si, y antifascista, pero el arte era el arte.

Jacopo no estaba aquel día. Tenía anginas. Sólo estaban Annibale Cantalamessa y Pio Bo, y su sola presencia debe de haber sido decisiva para la derrota del nazifascismo. Pero para Belbo el problema no era éste, al menos en el momento de describir el episodio, había perdido otra ocasión para saber si habría sido capaz de decir que no. Quizá por eso moriría colgado del Péndulo.

En fin, los funerales debían celebrarse el domingo por la mañana. En la plaza de la catedral estaban todos. Terzi con sus hombres, el tío Carlo y algunos notables del pueblo con las medallas de la gran guerra, no importaba si habían sido fascistas o no, estaban allí para rendir homenaje a unos héroes. Estaba el clero, la banda del ayuntamiento, vestidos de negro, y los carruajes con los caballos con gualdrapa y arreos de color crema, plata y negro. El automedonte iba ataviado como un mariscal de Napoleón, sombrero de dos puntas, esclavina y gran capa, que hacían juego con los arneses de las cabalgaduras. También estaba la banda de la escuela parroquial, gorra de visera, chaqueta caqui y pantalones azules, reluciente de bronces, negra de maderas y centelleante de platillos y bombos.

Entre *** y San Davide había cinco o seis kilómetros de curvas en subida. Un trayecto que los domingos por la tarde los jubilados solían recorrer jugando a la petanca, una partida, una pausa, unas copas de vino, otra partida y así sucesivamente, hasta el santuario en la cima.

Unos kilómetros cuesta arriba no son nada para quien los recorre jugando a la petanca, y quizá tampoco para quien lo hace en formación, con el arma al hombro, la mirada firme y los pulmones estimulados por el fresco aire de la primavera. Pero hay que tratar de recorrerlos tocando un instrumento, los carrillos hinchados, el sudor chorreando por la cara, el aliento desfalleciente. La banda del ayuntamiento llevaba toda la vida haciéndolo, pero para los chavales de la escuela parroquial había sido una dura prueba. Habían aguantado como héroes, el padre Tico marcaba el compás en el aire, los clarines gañían exhaustos, los saxofones balaban asmáticos, el bombardino y las trompetas chillaban agonizantes, pero lo habían logrado, habían llegado hasta el pueblo, hasta el pie de la cuesta que conducía hasta el cementerio. Hacía mucho que Annibale Cantalamessa y Pio Bo se limitaban a fingir que tocaban, pero Jacopo había sido fiel a su función de perro de pastor, bajo la mirada de bendición del padre Tico. No habían hecho mala figura junto a la banda del ayuntamiento; así lo habían reconocido Terzi y los otros comandantes de las brigadas: muchachos, habéis estado estupendos.

Un comandante que exhibía el pañuelo azul y un arco iris de condecoraciones de las dos guerras mundiales, había dicho:

—Reverendo, será mejor que los chavales descansen un poco en el pueblo, se ve que no pueden más. Que suban después, al final. Luego regresarán en camión a ***.

Se habían precipitado en la fonda, y los de la banda municipal, viejos arneses endurecidos por infinitos funerales, se instalaron en las mesas sin el menor recato y pidieron callos y vino a discreción. Se habrían quedado de juerga hasta la noche. Los chavales del padre Tico, en cambio, se habían agolpado en la barra, donde el tabernero les estaba sirviendo unos granizados de menta verdes como un experimento químico. El hielo, pasando de golpe por la garganta, provocaba un dolor en el centro de la frente, como la sinusitis.

Después habían subido hasta el cementerio, donde esperaba un pequeño camión. Durante el camino no habían parado de gritar y estaban todos apiñados, todos de pie, golpeándose con los instrumentos, cuando el comandante de antes salió del cementerio y dijo:

—Reverendo, para la ceremonia final necesitamos una trompeta, ya sabe usted, para los toques de rigor. Apenas cinco minutos.

—Trompeta —había dicho el padre Tico, profesional.

Y el infeliz titular del privilegio, sudoroso de granizado verde y añorando la comida familiar, campesino palurdo impermeable a la menor emoción estética y a cualquier solidaridad de ideas, había empezado a quejarse, que era tarde, que quería regresar a casa, que se había quedado sin saliva, etcétera, etcétera, para gran molestia del padre Tico, que se avergonzaba ante el militar.

Fue entonces cuando Jacopo, vislumbrando en la gloria del mediodía la dulce imagen de Cecilia, dijo:

—Si me da la trompeta, puedo ir yo.

Destellos de reconocimiento en la mirada del padre Tico, sudoroso alivio del miserable trompetista titular. Intercambio de los instrumentos, como dos centinelas.

Y Jacopo se había internado en el cementerio, guiado por el psicopompo condecorado por la gesta de Addis Abeba. Allí todo era blanco, la tapia calcinada por el sol, las tumbas, las flores de los árboles de la cerca, la sobrepelliz del arcipreste preparado para dar su bendición, salvo el sepia de las fotos en las lápidas. Y la gran mancha de color de los escuadrones que escoltaban las dos fosas.

—Muchacho —había dicho el jefe—, ponte aquí, a mi lado, y cuando dé la voz de orden toca el firmes. Después, siempre que oigas mi orden, el descansen. ¿Verdad que es fácil?

Facilísimo. Sólo que Jacopo nunca había tocado la señal de firmes, ni la de reposo.

Sostenía la trompeta con el brazo derecho plegado, contra las costillas, con la punta un poco hacia abajo, como si fuese una carabina, y se mantuvo a la expectativa, frente alta vientre hacia adentro y pecho hacia afuera.

Terzi estaba pronunciando un discurso sobrio, con frases muy breves. Jacopo pensaba que para tocar la señal tendría que elevar la vista hacia el cielo, y que el sol le deslumbraría. Pero así mueren los trompetistas, y ya que sólo se muere una vez más valía hacerlo bien.

Después el comandante le había susurrado: «Ahora», y había empezado a gritar «¡Fiiir…!» Y Jacopo no sabía cómo se toca el fiiir-mes.

La estructura melódica debía de ser mucho más compleja, pero en aquel momento sólo había sido capaz de tocar do-mi-sol-do, y a esos rudos combatientes pareció bastarles. El do final lo había tocado después de haber tomado aliento, para poder sostenerlo mucho, y darle tiempo, escribía Belbo, para llegar al sol.

Los partisanos estaban firmes, rígidos. Los vivos inmóviles como los muertos.

Los únicos que se movían eran los sepultureros, se oía el ruido de los féretros al descender a las fosas, y el rumor de las cuerdas al rozar contra la madera. Pero era un movimiento débil, como el serpentear de un reflejo sobre una esfera, leve variación de luz que sólo sirve para revelar que en el Ser nada fluye.

Después se había oído el ruido abstracto de un presenten armas. El arcipreste había susurrado las fórmulas de la aspersión, los comandantes se habían acercado a las fosas y habían arrojado un puñado de tierra cada uno. En ese momento, una orden repentina había desencadenado una descarga hacia el cielo, ta-ta-ta, ta-pum, y los pajaritos habían huido alborotando de los árboles en flor. Pero tampoco aquél era movimiento, era como si siempre el mismo instante se presentara desde perspectivas diferentes, y mirar un instante para siempre no significa mirarlo mientras el tiempo pasa.

Por eso Jacopo se había quedado inmóvil, insensible incluso a la caída de los casquillos que rodaban a sus pies, y no había vuelto a colocar la trompeta bajo el brazo, sino que aún la tenía en la boca, con los dedos en las llaves, rígido en el firmes, apuntando el instrumento hacia lo alto. Todavía estaba tocando.

Su larguísima nota final no se había interrumpido en ningún momento: imperceptible para los otros, seguía saliendo por la bocina de la trompeta como un soplo leve, una ráfaga de aire que él seguía introduciendo por la embocadura con la lengua entre los labios apenas abiertos que no ejercían presión alguna sobre la ventosa de bronce. El instrumento se mantenía levantado sin apoyarse en el rostro, por la sola tensión de los codos y de los hombros.

Jacopo seguía emitiendo aquella ilusión de nota porque sentía que en ese momento estaba desenredando un hilo capaz de frenar el movimiento del sol. El astro se había detenido, se había fijado en un mediodía que hubiera podido durar una eternidad. Y todo dependía de Jacopo, bastaba con que interrumpiese aquel contacto, con que soltara el hilo, para que el sol se alejase saltando, como un globo, y con él el día, y el acontecimiento de ese día, aquella acción continua, aquella secuencia sin antes ni después, que se desarrollaba en la inmovilidad sólo porque ese era su poder de querer y hacer.

Si hubiese abandonado para atacar una nueva nota, se habría oído un desgarrón mucho más estrepitoso que las ráfagas que le estaban ensordeciendo, y los relojes habrían vuelto a palpitar con ritmo taquicárdico.

Jacopo deseaba con todo su ser que el hombre que estaba a su lado no diese la orden de reposo; podría negarme, decía para sus adentros, y todo seguiría así para siempre, haz que te dure el aliento todo lo que puedas.

Creo que había entrado en ese estado de aturdimiento y vértigo que invade al buceador cuando trata de no salir a la superficie y quiere prolongar la inercia que lo arrastra hacia el fondo. Hasta el punto de que, al tratar de expresar aquellos sentimientos, las frases del cuaderno que ahora yo estaba leyendo se quebraban asintácticas, mutiladas por puntos suspensivos, roídas por elipsis. Pero era evidente que en ese momento, no, no lo decía, pero estaba claro: en ese momento estaba poseyendo a Cecilia.

Es que en aquel momento Jacopo Belbo no podía comprender, ni comprendía aún mientras escribía sin conciencia de sí mismo, que estaba celebrando de una vez para siempre sus bodas químicas, con Cecilia, con Lorenza, con Sophia, con la Tierra y con el Cielo. Quizá fuera el único de los mortales que, finalmente, estaba concluyendo la Gran Obra.

Nadie le había dicho aún que el Grial es una copa, pero también una lanza, y su trompeta elevada como un cáliz era al mismo tiempo un arma, un instrumento de dulcísimo dominio, que disparaba hacia el cielo y vinculaba la Tierra con el Polo Místico. Con el único Punto Quieto que había existido en el universo: con aquello que, por ese único instante, el estaba haciendo existir con su aliento.

Diotallevi aún no le había explicado que es posible estar en Yĕsod, la sĕfirah del Fundamento, el signo de la alianza del arco superior que se tiende para poder disparar flechas a la medida de Malḵut, que es su blanco. Yĕsod es la gota que surge de la flecha para dar origen al árbol y al fruto, es anima mundi porque es el momento en que la fuerza viril, al procrear, consigue unir todos los estados del ser.

Saber hilar este Cingulum Veneris significa reparar el error del Demiurgo.

¿Cómo se puede pasar una vida buscando la Ocasión, sin darse cuenta de que el momento decisivo, que justifica el nacimiento y la muerte, ya ha pasado? No regresa, pero ha sucedido, es irreversiblemente, pleno, deslumbrante, generoso como toda revelación.

Aquel día Jacopo Belbo se había encontrado con la Verdad, y la había mirado a los ojos. La única que le sería concedida, porque la verdad que estaba aprendiendo le revelaba que la verdad es brevísima (el resto, solo es comentario). De ahí su esfuerzo por domar la impaciencia del tiempo.

Desde luego, no lo comprendió en aquel momento. Tampoco cuando trataba de describirlo, ni cuando decidía renunciar a la escritura.

Lo he comprendido yo esta noche: el autor debe morir para que el lector descubra su verdad.

La obsesión del Péndulo, que había acompañado a Jacopo Belbo durante toda su vida de adulto, había sido, como las señas perdidas del sueño, la imagen de aquel otro momento, registrado y luego relegado, en que realmente había tocado la bóveda del mundo. Y aquel momento en que había congelado el espacio y el tiempo al disparar su flecha de Zenón no había sido un signo, un síntoma, una alusión, una figura, una signatura, un enigma: era lo que era, lo que no estaba en lugar de ninguna otra cosa, el momento en el que ya nada remite a nada, las cuentas están saldadas.

Jacopo Belbo no había comprendido que ya había tenido su momento, y que habría debido bastarle para toda la vida. No lo había reconocido, había pasado el resto de su vida buscando otra cosa, hasta condenarse. O quizá lo sospechase, porque, si no, no se explicaba la frecuencia con que evocaba el recuerdo de la trompeta. Pero en su memoria era una trompeta perdida, cuando en realidad la había poseído.

Creo, espero, ruego que en el instante en que moría oscilando con el Péndulo, Jacopo Belbo haya comprendido esto, y haya encontrado la paz.

Después se había oído la orden de descanso. De todas formas habría acabado por ceder, porque le estaba faltando el aliento. Había interrumpido el contacto, y luego había tocado una sola nota, alta y cada vez menos intensa, la había tocado con dulzura, para que el mundo se habituase a la melancolía que estaba a punto de envolverlo.

—Bravo, jovencito —había dicho el comandante—. Ya puedes marcharte. Bonita trompeta.

El arcipreste se había escurrido, los partisanos se habían dirigido hacia la verja posterior, donde les esperaban sus vehículos, los sepultureros se habían marchado después de haber rellenado las fosas. Jacopo había sido el último en salir. No lograba abandonar ese lugar de felicidad.

En la explanada no estaba el camión de la escuela parroquial.

Jacopo se había asombrado, no lograba comprender cómo el padre Tico podía haberle abandonado. Retrospectivamente, lo más probable es que hubiera habido un malentendido y alguien le hubiese dicho al padre Tico que el chaval regresaría con los partisanos. Pero en aquel momento Jacopo había pensado, no sin razón, que entre el firmes y el descansen habían transcurrido demasiados siglos, que los chicos le habían esperado hasta encanecer, hasta morir, y que el polvo de sus huesos se había dispersado hasta formar esa leve neblina que ahora estaba tiñendo de azul el paisaje de colinas que se extendía ante sus ojos.

Jacopo estaba solo. A sus espaldas un cementerio ahora desierto, en sus manos la trompeta, delante las colinas difuminadas en tonos cada vez más turquesa, unas detrás de otras hacia el membrillo del infinito, y, vengativo sobre su cabeza, el sol en libertad.

Había decidido llorar.

Pero de repente había aparecido la carroza fúnebre con su cochero ataviado como un general del emperador, todo color crema, negro y plata, los caballos enjaezados con bárbaras máscaras que sólo dejaban ver los ojos, engualdrapados como féretros, las columnillas salomónicas que sostenían el tímpano asirio-greco-egipcio, todo en blanco y oro. El hombre del sombrero de dos puntas se había detenido un momento delante de aquel trompetista solitario, y Jacopo le había preguntado:

—¿Me lleva a casa?

El hombre era benévolo. Jacopo había subido al pescante y se había sentado a su lado, en el carruaje de los muertos había iniciado el regreso hacia el mundo de los vivos. Aquel Caronte fuera de servicio azuzaba taciturno a sus fúnebres corceles a través de los barrancos, Jacopo erguido y hierático, con la trompeta apretada bajo el brazo, y la visera brillante, compenetrado con aquel nuevo papel, inesperado.

Habían bajado de las colinas, a cada recodo surgían viñas teñidas de cardenillo, todo en medio de una luz cegadora, y al cabo de un tiempo incalculable habían llegado a ***. Habían atravesado la plaza mayor, con sus pórticos, desierta como sólo pueden estarlo las plazas del Monferrato a las dos de la tarde de un domingo. Un compañero de escuela, desde una esquina de la plaza, había visto a Jacopo subido al carruaje, la trompeta debajo del brazo, la mirada clavada en el infinito, y le había hecho un gesto de admiración.

Jacopo había regresado a su casa, no había querido comer, ni contar nada. Se había refugiado en la terraza y se había puesto a tocar la trompeta como si tuviese puesta la sordina, soplando despacio para no perturbar el silencio de la siesta.

Su padre se le había acercado y sin maldad, con la calma de quien conoce las leyes de la vida, le había dicho:

—Dentro de un mes, si no hay novedades, regresaremos a casa. No puedes pensar que en la ciudad podrás seguir tocando la trompeta. El propietario nos echaría de la casa. Así que ya puedes empezar a olvidarla. Si realmente te interesa la música, podrás tomar lecciones de piano. —Y luego, al ver que le brillaban los ojos—: Vamos, tontito. ¿No te das cuenta de que se han acabado los días malos?

Al día siguiente, Jacopo había devuelto la trompeta al padre Tico. Dos semanas más tarde, la familia abandonaba *** para regresar al futuro.