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La teoría social de la conspiración… es una consecuencia de la desaparición de Dios como punto de referencia, y de la consiguiente pregunta: «¿Quién lo ha reemplazado?»

(Karl Popper, Conjectures and refutations, London, Routledge, 1969, I, 4)

El viaje me ha sentado bien. No sólo he dejado París, sino también el subsuelo, incluso el suelo, la corteza terrestre. Cielo y montañas aún blancas de nieve. La soledad a diez mil metros de altura, y esa embriaguez que siempre produce el vuelo, la presurización, el atravesar una leve turbulencia. Pensaba que sólo allá arriba estaba volviendo a poner los pies sobre la tierra. Y he decidido hacer un resumen de la situación, primero escribiendo una lista en mi libreta de notas y después lo que saliera, con los ojos cerrados.

He decidido apuntar ante todo los datos irrefutables.

Es indudable que Diotallevi ha muerto. Me lo ha dicho Gudrun. Gudrun siempre ha estado al margen de nuestra historia, no la habría comprendido, por tanto es la única que puede decir la verdad. Además, es cierto que Garamond no estaba en Milán. Claro que podría estar en cualquier parte, pero el hecho de que no estuviera en Milán y de que no haya estado allí durante estos últimos días sugiere que estaba en París, donde le vi.

Igualmente, tampoco Belbo está.

Ahora, tratemos de pensar que lo que vi el sábado por la noche en Saint-Martin-des-Champs sucedió realmente, quizá no como lo vi yo, seducido por la música y el incienso, pero algo sucedió. Es como la historia de Amparo. Al regresar a casa, ya no estaba segura de haber sido poseída por la Pomba Gira, pero sí sabía que había estado en la tenda de umbanda, y que había creído que, o se había comportado como si, la Pomba Gira la hubiese poseido.

Por último, lo que me dijo Lia en la montaña era cierto, su lectura era absolutamente convincente, el mensaje de Provins era una lista de la lavandería. Nunca hubo reuniones de los templarios en la Grange-aux-Dîmes. No había ningún Plan y no había ningún mensaje.

Para nosotros, la lista de la lavandería fue un crucigrama con las casillas aún vacías, pero sin las definiciones. En tal caso, hay que llenar las casillas cuidando de que todo se cruce como corresponde. Pero quizá el ejemplo es vago. En el crucigrama se cruzan palabras, y las palabras deben cruzarse en una letra común a ambas. En nuestro juego no cruzábamos palabras, sino conceptos y hechos, de modo que las reglas eran diferentes, y eran fundamentalmente tres.

Primera regla, los conceptos se vinculan por analogía. No hay reglas para decidir al comienzo si una analogía vale o no vale, porque cualquier cosa guarda alguna similitud con cualquier otra cosa desde algún punto de vista. Ejemplo. Patata se cruza con manzana porque ambas son vegetales y redondas. De manzana se pasa a serpiente, por relación bíblica. De serpiente a rosquilla, por semejanza formal, de rosquilla a salvavidas, y de allí a traje de baño, del baño al water, del water al papel higiénico, de la higiene al alcohol, del alcohol a la droga, de la droga a la jeringa, de la jeringa al pico, del pico al terreno, del terreno a la patata.

Perfecto. La segunda regla dice, en efecto, que, si al final tout se tient, el juego es válido. De patata a patata tout se tient. Por tanto, es correcto.

Tercera regla, las conexiones no deben ser inéditas, en el sentido de que ya deben haber aparecido al menos una vez, y mejor si ya han aparecido muchas veces, en otros textos. Sólo así los cruces parecen verdaderos, porque resultan obvios.

Que por lo demás, era la idea del señor Garamond: los libros de los diabólicos no deben innovar, deben repetir lo ya dicho, ¿dónde va a parar, si no, la fuerza de la tradición?

Eso fue lo que hicimos nosotros. No inventamos nada, salvo la disposición de las piezas. También era lo que había hecho Ardenti, no había inventado nada, sólo había dispuesto las piezas con bastante torpeza y, además, menos culto que nosotros, le faltaban piezas.

Ellos tenían las piezas, pero les faltaba el esquema del crucigrama. Y además nosotros, una vez más, éramos mejores.

Recordaba una frase que me había dicho Lia en la sierra, cuando me reprochó que hubiésemos inventado un juego feo:

—La gente está sedienta de planes, si le ofreces uno se arroja sobre él como una manada de lobos. Tú inventas, y ellos creen. No hay que crear más imaginario del que hay.

En el fondo siempre sucede así. Un joven Eróstrato sufre porque no sabe qué hacer para volverse famoso. Después ve una película en la que un muchacho debilucho dispara contra la estrella de la música country, y crea el acontecimiento del día. Ha encontrado la fórmula, va y dispara contra John Lennon.

Es lo mismo que en el caso de los AAF. ¿Qué puedo hacer para dejar de ser un poeta inédito y figurar en las enciclopedias? Y Garamond le explica: es muy sencillo, pague. El AAF nunca había pensado en eso, pero puesto que existe el plan de Manuzio, va y se asimila a él. Ahora el AAF está convencido de que ha estado esperando a Manuzio desde la infancia, sólo que aún ignoraba su existencia.

Conclusión, nosotros inventamos un Plan inexistente y Ellos, no sólo se lo tomaron en serio, sino que también se convencieron de que hacía mucho tiempo que formaban parte de él, o sea que tomaron los fragmentos de sus proyectos, desordenados y confusos, como momentos de nuestro Plan, estructurado conforme a una irrefutable lógica de la analogía, de la apariencia, de la sospecha.

Pero si se inventa un plan y los otros lo realizan, es como si el Plan existiese, más aún, ya existe.

A partir de ese momento, enjambres de diabólicos recorrerán el mundo en busca del mapa.

Ofrecimos el mapa a unas personas que estaban empeñadas en superar alguna oscura frustración. ¿Cuál? Me lo había sugerido el último file de Belbo: si realmente existiese el Plan, no habría fracaso. Derrota, sí, pero no por culpa nuestra. El que sucumbe ante una conspiración cósmica no tiene por qué avergonzarse. No es un cobarde, es un mártir.

No nos lamentamos de ser mortales, presa de mil microorganismos que no dominamos, no somos responsables de nuestros pies poco prensiles, ni de haber perdido la cola, ni de que no vuelvan a salirnos los dientes ni a crecernos los cabellos, ni de las neuronas que vamos dejando por el camino, ni de las venas que se van endureciendo. Todo es culpa de los Angeles Envidiosos.

Y lo mismo vale para la vida de todos los días. Como los desastres bursátiles. Se producen porque cada uno adopta una decisión equivocada, y la suma de todas las decisiones equivocadas crea el pánico. Después el que no tiene nervios de acero se pregunta: ¿Quién ha urdido esta conspiración? ¿A quién beneficia? Y pobre del que no logre descubrir un enemigo que haya conspirado, porque se sentiría culpable. Mejor dicho, como se siente culpable, inventa una conspiración, inventa muchas. Y para desbaratarlas tiene que organizar su conspiración propia.

Cuantas más conspiraciones atribuye a los otros, para justificar su falta de entendimiento, más se enamora de ellas, y las toma como modelo para construir la suya. Por lo demás, eso fue lo que sucedió cuando los jesuitas y los baconianos, los paulicianos y los neotemplarios se dedicaban a enrostrarse el Plan unos a otros. Entonces Diotallevi había observado:

—Sí, atribuyes a los otros lo que estás haciendo tú, y como estás haciendo algo odioso, los otros se vuelven odiosos. Pero, como normalmente los otros querrían hacer la misma cosa odiosa que estás haciendo tú, colaboran contigo dando a entender que sí, que en realidad lo que les atribuyes es lo que ellos siempre han deseado. Dios ciega a quienes quiere perder, sólo es cuestión de ayudarLe.

Una conspiración, para ser tal, debe ser secreta. Debe existir un secreto cuyo conocimiento nos liberaría de todas las frustraciones, ya sea porque ese secreto nos conduciría a la salvación, o porque el hecho de conocerlo representaría la salvación. ¿Existe un secreto tan luminoso?

Claro, con la condición de no conocerlo jamás. Una vez revelado, sólo podría decepcionarnos. ¿No me había hablado Agliè de la tensión hacia el misterio, que agitaba la época de los Antoninos? Sin embargo, acababa de llegar uno que se decía hijo de Dios, el hijo de Dios que se hace carne, y redime los pecados del mundo. ¿Era un misterio de poca monta? Y prometía la salvación a todos, bastaba con amar al prójimo. ¿Era un secreto sin importancia? Su legado era que cualquiera que supiese pronunciar las palabras justas en el momento justo podría transformar un trozo de pan y medio vaso de vino en la carne y la sangre del hijo de Dios, y hacer de ellas su alimento. ¿Era un enigma despreciable? E inducia a los padres de la Iglesia a conjeturar, y luego a declarar, que Dios era Uno y Trino, y que el Espíritu procedía del Padre y del Hijo, pero que el Hijo no procedía del Padre y del Espíritu. ¿Era una fórmula sencilla para uso de los hílicos? Y, sin embargo, esa gente que ya tenía la salvación al alcance de la mano, do it yourself, nada, no se inmutaba. ¿Esa es toda la revelación? Qué trivialidad. Y se lanzaron, histéricos, a recorrer con sus veloces proas todo el Mediterráneo en busca de otro saber perdido, un saber del que esos dogmas de treinta denarios sólo fueran el velo aparente, la parábola para los pobres de espíritu, el jeroglífico alusivo, el guiño dirigido a los Pneumáticos. ¿El misterio trinitario? Demasiado fácil, debe de ocultar alguna otra cosa.

Hubo alguien, quizá Rubinstein, que cuando le preguntaron si creía en Dios respondió: «Oh, no, yo creo… en algo mucho más grande…» Pero hubo otro (¿quizá Chesterton?) que dijo: «Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, creen en todo.»

Todo no es un secreto más grande. No hay secretos más grandes, porque tan pronto como se revelan resultan pequeños. Hay un solo secreto vacío. Un secreto escurridizo. El secreto de la planta orkhis consiste en que significa y actúa sobre los testículos, pero los testículos significan un signo del zodiaco, éste una jerarquía angélica, ésta una gama musical, la gama una relación entre distintos humores, y así sucesivamente, la iniciación consiste en aprender a no detenerse jamás, se pela el universo como una cebolla, y una cebolla es toda piel, imaginémonos una cebolla infinita cuyo centro esté situado en todas partes y su circunferencia en ninguna, o tenga forma de anillo de Moebius.

El verdadero iniciado es quien sabe que el secreto más poderoso es un secreto sin contenido, porque ningún enemigo logrará hacérselo confesar, ningún fiel logrará sustraérselo.

Ahora me parecía más lógico, más consecuente, el desarrollo del rito nocturno delante del Péndulo. Belbo había dicho que poseía un secreto, y con esto había adquirido poder sobre ellos. Y su impulso, incluso en un hombre tan sagaz como Agliè, que en seguida había batido el tam tam para convocar a todos los demás, fue arrebatárselo. Y cuanto más se negaba Belbo a revelarlo, más convencidos estaban Ellos de la importancia del secreto, y, cuanto más juraba él que no lo poseía, más seguros estaban Ellos de que lo poseía, y de que era un verdadero secreto, porque si hubiera sido falso lo habría revelado.

Durante siglos la búsqueda de ese secreto había sido el cemento que los había mantenido unidos, a pesar de las excomuniones, las luchas internas, los golpes de mano. Ahora estaban a punto de conocerlo. Y dos terrores se apoderaron de Ellos: que fuera un secreto decepcionante, y que, al volverse público, ya no quedara ningún secreto. Eso hubiese significado su fin.

Había sido entonces cuando Agliè había caído en la cuenta de que, si Belbo hablaba, todos sabrían, y él, Agliè, perdería esa vaga aureola que le confería carisma y poder. Si Belbo se lo hubiera confiado a él solo, Agliè hubiera podido seguir siendo Saint Germain, el inmortal, la dilación de su muerte coincidía con la dilación del secreto. Entonces trató de inducir a Belbo a que se lo dijese al oído, y cuando comprendió que no lo haría, le provocó, no sólo previendo su misma claudicación, sino también exhibiendo fatuidad. Oh, lo conocía bien el viejo conde, sabía que en la gente de esas tierras la tozudez y el sentido del ridículo siempre pueden más que el miedo. Le obligó a alzar el tono del desafío, y a decir no de un modo definitivo.

Y los otros, impulsados por el mismo temor, prefirieron matarle. Perdían el mapa, podrían seguir buscándolo durante siglos, pero salvaban la frescura de su baboso y decrépito deseo.

Recordé una historia que me había contado Amparo. Antes de venir a Italia, había estado unos meses en Nueva York y había ido a vivir a un barrio de aquellos donde como mucho ruedan las películas sobre la brigada de homicidios. Regresaba a casa sola, a las dos de la madrugada. Cuando le pregunté si no tenía miedo de los maníacos sexuales, me explicó su método. Tan pronto como el maníaco se le acercaba y se le insinuaba, ella le cogía del brazo y le decía: «Pues vayamos a acostarnos.» El otro huía, desconcertado.

Un maníaco sexual no quiere sexo, el sexo quiere desearlo, a lo sumo robarlo, y si es posible sin que la víctima se entere. Si le ponen frente al sexo y le dicen «Hic Rodon, hic salta», es lógico que huya, si no, qué clase de maníaco sería.

Y nosotros fuimos y excitamos sus deseos, les ofrecimos un secreto que más vacío imposible, porque no sólo ni siquiera nosotros lo conocíamos, sino que, además, sabíamos que era falso.

El avión estaba sobrevolando el Mont Blanc y los viajeros se agolpaban en el mismo lado, para no perderse la revelación de ese obtuso bubón crecido de una distonía de las corrientes subterráneas. Yo pensaba que, si lo que estaba pensando era cierto, las corrientes no existían, como no había existido el mensaje de Provins, pero la historia del desciframiento del Plan, tal como la habíamos reconstruido, no era más que la Historia.

Volvía con la memoria al último file de Belbo. Pero entonces, si el ser es tan frágil e insustancial como para sostenerse únicamente por la ilusión de quienes buscan su secreto, entonces, como decía Amparo en la tenda, después de su derrota, entonces realmente no hay redención, somos todos esclavos, y lo único que merecemos es un amo…

No es posible. No es posible, porque Lia me ha enseñado que hay otra posibilidad, y tengo la prueba, se llama Giulio, y en este momento está jugando en un valle, y tira de la cola de una cabra. No es posible, porque Belbo dijo dos veces no.

El primer «no» se lo dijo a Abulafia, y al que tratase de violar su secreto. «¿Tienes la palabra clave?» era la pregunta. Y la respuesta, la clave del saber, era «no». Hay algo cierto, y es el hecho de que no sólo no existe la palabra mágica sino que ni siquiera la sabemos. Pero quien sepa reconocerlo podrá saber algo, al menos lo que he podido saber yo.

El segundo «no» lo dijo el sábado por la noche, al rechazar la salvación que le ofrecían. Hubiera podido inventar un mapa cualquiera, mencionar uno de los que yo le había mostrado, total, con el Péndulo colgado de aquella manera, aquella banda de enajenados nunca llegaría a localizar el Umbilicus Mundi, y, aunque lo lograse, tardarían varios decenios en descubrir que no era ése. Pero no, no quiso someterse, prefirió morir.

No es que no quisiera someterse a la avidez del poder, no quiso someterse al sinsentido. Y eso significa que de alguna manera sabía que, por frágil que sea el ser, por infinita e inútil que sea nuestra interrogación del mundo, hay algo que tiene más sentido que el resto.

¿Qué había intuido Belbo, quizá sólo en aquel momento, que le había impulsado a contradecir su último, desesperado file, y a no delegar su destino a quien le garantizase la existencia de un Plan cualquiera? ¿Qué había comprendido, finalmente, que le permitía jugarse la vida, como si desde hacía mucho tiempo hubiera descubierto todo lo que tenía que saber, pero sólo ahora cobrase conciencia de ello, y como si frente a su único, verdadero, absoluto secreto, todo lo que estaba sucediendo en el Conservatoire resultase irremediablemente estúpido, y estúpido resultara a esas alturas empecinarse en seguir viviendo?

Me faltaba algo, un eslabón de la cadena. Tenía la impresión de que ya conocía todas las hazañas de Belbo, desde la vida hasta la muerte, salvo una.

Al llegar, mientras buscaba el pasaporte, he encontrado en el bolsillo la llave de esta casa. La había cogido el jueves pasado junto con la del piso de Belbo. Me he acordado de aquel día en que Belbo nos mostrara el viejo armario donde guardaba, según dijo, su opera omnia, o sea, sus juvenilia. Quizá había escrito algo que no podía encontrarse en Abulafia, y ese algo estaba sepultado aquí, en ***.

No había nada razonable en mi conjetura. Razón de más, he pensado, para darle crédito. A estas alturas.

He ido a buscar el coche y he venido aquí.

Ni siquiera he encontrado a la vieja pariente de los Canepa, la que se encargaba de cuidar la casa, a quien viéramos en aquella ocasión. Tal vez también haya muerto en este tiempo. Aquí no hay nadie. He recorrido las distintas habitaciones, huele a humedad, y he pensado incluso en encender la tumbilla en uno de los dormitorios. Pero no tiene sentido calentar la cama en junio, con abrir las ventanas entra el aire tibio de la noche.

Después de la puesta del sol no había luna. Como el sábado por la noche en París. Tardó mucho en salir, veo lo poco que hay, menos que en París, sólo ahora, y se eleva lentamente sobre las colinas más bajas, en la hondonada que se extiende entre el Bricco y otra protuberancia amarillenta, quizá ya segada.

Creo que he llegado a eso de las seis, todavía había luz. No me he traído nada de comer, después, dando vueltas por la casa, he encontrado un salchichón colgado de una viga de la cocina. Mi cena ha consistido en salchichón y agua fresca, serían las diez. Ahora tengo sed, me he traído aquí, al estudio del tío Carlo, una gran jarra de agua, que apenas me dura diez minutos, después bajo, la lleno, vuelvo a empezar. Ahora deben de ser las tres. Pero he apagado la luz y no veo bien el reloj. Reflexiono, mirando hacia la ventana. Hay como luciérnagas, estrellas fugaces en las laderas de las colinas. Pasan pocos coches, bajan hacia el valle, suben hacia los pueblecitos posados en las cimas. Cuando Belbo era niño, no debía de tener estas visiones. No había coches, no existían esas carreteras, por las noches había toque de queda.

He abierto el armario de los escritos juveniles tan pronto como he llegado. Estantes y estantes llenos de papeles, desde los deberes de la escuela hasta cuadernos y cuadernos de poesía y prosas de adolescencia. En la adolescencia todos escriben poesías, después los verdaderos poetas las destruyen y los malos las publican. Belbo estaba demasiado desengañado para salvarlas, demasiado indefenso para destruirlas. Las enterró en el armario del tío Carlo.

He pasado unas horas leyendo. Y luego muchas otras, hasta este momento, meditando sobre el último texto, que he encontrado cuando ya estaba a punto de rendirme.

No sé cuándo lo escribiría. Son hojas y hojas donde se cruzan distintas caligrafías, mejor dicho la misma en diferentes épocas. Como si lo hubiese escrito de muy joven, a los dieciséis o diecisiete años, y luego lo hubiese dejado de lado, para retomarlo a los veinte, y más tarde a los treinta, y quizá después. Hasta que renunciara a escribir sólo para recomenzar con Abulafia, pero sin atreverse a recuperar estas líneas y someterlas a la humillación electrónica.

Al leerlas da la impresión de asistir a una historia conocida, los acontecimientos en *** entre 1943 y 1945, el tío Carlo, los partisanos, la escuela parroquial, Cecilia, la trompeta. Conozco el prólogo, eran los temas obsesivos del Belbo tierno, borracho, desilusionado y dolido. La literatura de la memoria, también él lo sabía, era el último refugio de los canallas.

Pero yo no soy un crítico literario, una vez más soy Sam Spade, busco la última pista.

Pues acabo de encontrar el Texto Clave. Probablemente, es el último capítulo de la historia de Belbo en ***. Después ya no pudo haber sucedido nada más.