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Si el ojo pudiera ver a los demonios que pueblan el universo, la existencia sería imposible.

(Talmud, Berakhoth, 6)

Salí del bar y me encontré entre las luces de la Porte St-Martin. La taberna de la que acababa de salir era oriental, orientales eran las tiendas que había por allí, todavía iluminadas. Olor a cuscús y a falafel, a muchedumbre. Montones de jóvenes, con cara de hambre, muchos con saco de dormir, grupos. No pude entrar en ningún bar para beber algo. Le pregunté a un chaval qué sucedía. La manifestación, al día siguiente era la gran manifestación contra la ley Savary. Llegaban en autocares.

Un turco, un druso, un ismailí disfrazado, me invitaba en mal francés a entrar en un sitio. Nunca más, fuga de Alamut. No sé quién trabaja para quién. Desconfiar.

Atravieso la calle. Ahora sólo oigo el ruido de mis pasos. La ventaja de las grandes ciudades es que basta con alejarse unos metros para volver a estar solo.

Pero de repente, después de unas pocas manzanas, a mi izquierda, el Conservatoire, pálido en medio de la noche. Por fuera, perfecto. Un monumento que duerme el sueño de los justos. Prosigo hacia el sur, en dirección al Sena. Tenía alguna meta, pero no la tenía clara. Quería preguntarle a alguien qué había sucedido.

¿Belbo muerto? El cielo está despejado. Me cruzo con un grupo de estudiantes. En silencio, invadidos por el genius loci. A la izquierda, la silueta de Saint-Nicolas-des-Champs.

Prosigo por la rue St-Martin, atravieso la rue aux Ours, ancha, parece un boulevard, tengo miedo de perder la dirección, que por lo demás ignoro. Miro a mi alrededor y a la derecha, en la esquina, veo los dos escaparates de las Editions Rosicruciennes. Están apagados, pero entre la luz de las farolas y la de mi linterna logro descifrar su contenido. Libros y objetos. Histoire des Juifs, comte de St-Germain, alchimie, monde caché, les maisons secrètes de la Rose-Croix, el mensaje de los constructores de las catedrales, cátaros, Nueva Atlántida, medicina egipcia, el templo de Karnak, Bagavad Gita, reencarnación, cruces y candelabros rosacrucianos, bustos de Isis y Osiris, incienso en cajas y en tabletas, tarot. Un puñal, un cortapapeles de estaño, con el sello de los rosacruces en la redonda empuñadura. ¿Qué están haciendo? ¿Se están mofando de mí?

Ahora paso frente a la fachada del Beaubourg. De día es una verbena, pero ahora la plaza está casi desierta, sólo algún grupo silencioso y dormido, pocas luces que llegan desde las braseries lindantes. Es verdad. Grandes ventosas que absorben energía de la tierra. Quizá las multitudes que lo colman de día sirvan para aportar vibraciones, la máquina hermética se alimenta de carne fresca.

Iglesia de Saint-Merri. Enfrente, una Librairie la Vouivre, tres cuartas partes dedicadas al ocultismo. No debo dejar que me invada la histeria. Doblo por la rue des Lombards, quizá para evitar una tropa de chicas escandinavas que salen riendo de una taberna aún abierta. Callad, ¿acaso no sabéis que Lorenza ha muerto?

Pero, ¿ha muerto? ¿Y si el muerto fuese yo? Rue des Lombards: en ella desemboca perpendicular la rue Flamel, y al fondo de la rue Flamel se divisa, blanca, la Tour Saint-Jacques. En la esquina, la librería Arcane 22, tarot y péndulos. Nicolas Flamel, el alquimista, una librería alquímica, y la Tour Saint-Jacques: con esos grandes leones blancos en el zócalo, esa inútil torre de estilo gótico tardío erigida junto al Sena, a la que también estaba dedicada una revista esotérica, la torre donde Pascal había realizado experimentos sobre el peso del aire, y parece que incluso hoy, a cincuenta y dos metros de altura, alberga una estación de investigaciones climatológicas. Quizá habían empezado allí, antes de erigir la Tour Eiffel. Hay zonas privilegiadas. Y nadie se da cuenta.

Regreso hacia Saint-Merri. Otras risas de muchachas. No quiero ver gente, rodeo la iglesia, por la rue du Cloître Saint-Merri, una de sus puertas del crucero, vieja, de madera basta. A la izquierda se abre una plaza, última frontera del Beaubourg, totalmente iluminada. En la explanada, las máquinas de Tinguely y otros artefactos multicolores que flotan en el agua de una piscina o estanque, en una burlona dislocación de ruedas dentadas, y al fondo vuelvo a ver el andamiaje y las enormes bocas extasiadas del Beaubourg, como un Titanic arrumbado contra una pared devorada por la hiedra, naufragado en un cráter de la luna. Allí donde las catedrales han fracasado, susurran las grandes escotillas transoceánicas que están en contacto con las Vírgenes Negras. Las descubre sólo quien sabe circunnavegar Saint-Merri. De modo que hay que seguir, tengo una pista, estoy descubriendo una de las tramas de Ellos, en el centro mismo de la Ville Lumière, la trama de los Oscuros.

Doblo por la rue des Juges Consules, vuelvo a aparecer ante la fachada de Saint-Merri. No sé por qué, pero algo me impulsa a encender la linterna y dirigirla hacia la portada. Gótico flamígero, arcos conopiales.

Y de repente, mientras busco lo que no esperaba encontrar, lo veo en la arquivolta del portal.

Bafomet. Justo donde se unen los semiarcos, uno coronado por una paloma del espíritu santo y una radiante gloria de piedra, y en el otro, asediado por ángeles orantes, él, el Bafomet, con sus alas horribles. En la portada de una iglesia. Sin ningún pudor.

¿Por qué allí? Porque estamos a poca distancia del Temple. ¿Dónde está el Temple, o lo que ha quedado de él? Retrocedo, vuelvo a subir hacia el nordeste, llego a la esquina de la rue de Montmorency. En el número 51 está la casa de Nicolás Flamel. Entre el Bafomet y el Temple. El sagaz espagírico sabía muy bien con quién tenía que vérselas. Poubelles repletas de basura nauseabunda, frente a una casa de época imprecisa, Taverne Nicolas Flamel. La casa es vieja, la han restaurado con fines turísticos, para diabólicos de ínfima categoría. Hílicos. Al lado hay un bar americano con una publicidad de Apple: «secouez vous les puces». Soft-Hermes. Dir Tĕmurah.

Ahora estoy en la rue du Temple, la recorro y llego a la esquina de la rue de Bretagne, donde está el square du Temple, un jardín pálido como un cementerio, la necrópolis de los caballeros sacrificados.

Rue de Bretagne hasta el cruce con la rue Vieille du Temple. En la rue Vieille du Temple, después del cruce con la rue Barbette, hay extrañas tiendas con lámparas eléctricas de formas raras, formas de pato, de hoja de hiedra. Demasiado alarde de modernidad. A mí no me engañan.

Rue des Francs-Bourgeois: estoy en el Marais, lo conozco, dentro de poco aparecerán las viejas carnicerías kosher, ¿qué tienen que ver los judíos con los templarios, ahora que hemos decidido que su papel en el Plan correspondía a los Asesinos de Alamut? ¿Por qué estoy aquí? ¿Busco una respuesta? No, quizá sólo quiera alejarme del Conservatoire. O quizá me esté dirigiendo, sin saberlo, hacia un sitio, sé que no puede estar aquí, pero sólo trato de recordar dónde está, como Belbo, que buscaba en el sueño unas señas que había olvidado.

Me cruzo con un grupo obsceno. Risas falsas. Caminan desplegados, y tengo que bajar de la acera. Por un momento temo que hayan sido enviados por el Viejo de la Montaña, y que me busquen a mí. No es cierto, desaparecen en la noche, pero hablan en un idioma extranjero, sibilante, chiíta, talmúdico, copto como una serpiente del desierto.

Pasan a mi lado figuras andróginas que visten largos guardapolvos. Guardapolvos Rosa-Cruces. Me adelantan, doblan por la rue de Sévigné. Ya es muy tarde. He huido del Conservatoire para reencontrar la ciudad de todos y me doy cuenta de que la ciudad de todos está concebida como una catacumba de recorridos especiales para iniciados.

Un borracho. Quizá finja. Desconfiar, desconfiar siempre. Paso delante de un bar que aún está abierto, los camareros, con los largos mandiles hasta los tobillos, ya están recogiendo las sillas y las mesas. Alcanzo a entrar y pido una cerveza. Me la trago y pido otra. «Parece que tenía sed ¿eh?», dice uno de ellos. Pero sin cordialidad, con desconfianza. Sí, tengo sed, llevo sin beber desde las cinco de la tarde, pero para tener sed no es imprescindible haberse pasado la noche debajo de un péndulo. Imbéciles. Pago y me marcho, antes de que mis rasgos puedan grabárseles en la memoria.

Llego a la esquina de la place des Vosges. Recorro los pórticos. ¿En qué película vieja los solitarios pasos de Mathias, el asesino loco, resonaban de noche en la place des Vosges? Me detengo. ¿Oigo pasos a mis espaldas? Seguro que no, se han detenido también ellos. Bastarían algunas vitrinas para que estos pórticos se convirtiesen en salas del Conservatoire.

Techos bajos del siglo XVI, arcos de medio punto, tiendas de grabados y de antigüedades, muebles. Place des Vosges, tan baja, con sus portales viejos y estriados y desconchados y leprosos, hay gente que no se ha movido de aquí desde hace centenares de años. Hombres de guardapolvos amarillos. Una plaza en la que sólo viven taxidermistas. Sólo salen por la noche. Conocen la losa, la boca de alcantarilla por la que se penetra en el Mundus Subterraneus. Ante los ojos de todos.

Union de Recouvrement des Cotisations de sécurité sociale et d’allocations familiales de la Patellerie número 75, u 1. Puerta nueva, quizá viva gente rica, pero inmediatamente después hay una puerta vieja y desconchada como una casa de vía Sincero Renato; después, en el número 3, una puerta restaurada hace poco. Alternancia de Hílicos y de Pneumáticos. Los Señores y sus esclavos. Aquí, donde hay unas tablas clavadas sobre lo que debe de haber sido un arco. Es evidente, aquí había una librería ocultista, que ha desaparecido. Todo un bloque vaciado. Evacuado en una noche. Como Agliè. Ahora saben que hay uno que sabe, y empiezan a pasar a la clandestinidad.

Estoy en la esquina de la rue de Birague. Veo la infinita procesión de pórticos desiertos, preferiría la oscuridad, pero está la luz amarilla de las farolas. Aunque gritase nadie me escucharía. Silenciosos, ocultos detrás de aquellas ventanas cerradas por las que no se filtra ni un hilo de luz, los taxidermistas se reirían malignamente, con sus guardapolvos amarillos.

Sin embargo, no, entre los pórticos y el jardín central hay coches aparcados y pasa alguna rara sombra. Aunque no por eso la situación es menos tensa. Un gran pastor alemán se cruza en mi camino. Un perro negro solo de noche. ¿Dónde está Fausto? ¿quizá ha enviado al fiel Wagner para que saque a mear al perro?

Wagner. Esa era la idea que me daba vueltas por la cabeza sin aflorar a la conciencia. El doctor Wagner, es a él a quien busco. El podrá decirme si estoy delirando, a qué fantasmas he dado cuerpo. Podrá decirme que nada es verdad, que Belbo está vivo, que el Tres no existe. Qué alivio si estuviese enfermo.

Me marcho de la plaza casi corriendo. Un coche me sigue. No, quizá sólo esté buscando aparcamiento. Tropiezo con sacos de plástico llenos de basura. El coche aparca. No me estaban buscando. Estoy en la rue St. Antoine. Busco un taxi. Como por arte de magia, pasa uno.

Digo:

—Sept, avenue Elisée Reclus.