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El péndulo ideal consiste en un hilo finísimo, incapaz de oponer resistencia a flexión y torsión, de longitud L, al que está asida una masa por su baricentro. Para la esfera el baricentro es el centro, para un cuerpo humano es un punto que depende del 0.65 de su altura, midiendo desde los pies. Si el ahorcado mide 1.70 m. el baricentro está a 1.10 m. de sus pies y la longitud L comprende esta longitud. Es decir, si la cabeza hasta el cuello mide 0.30 m., el baricentro está a 1.70 - 1.10 = 0.60 m. de la cabeza y a 0.60 - 0.30 = 0.30 m. del cuello del ahorcado.

El período de pequeñas oscilaciones del péndulo, determinado por Huygens, resulta de:

T (segundos) = (2π/√g)√L (1)

donde L son metros, π = 3.1415927… y g = 9.8 m/seg2. Por lo que (1) da:

T = ((2·3.1415927)/√9,8)√L = 2.00709 √L

es decir, más o menos:

T = 2√L

N.B.: T es independiente del peso del ahorcado (igualdad de los hombres ante Dios)…

Un péndulo doble, con dos masas, unido al mismo hilo… Si mueves A, A oscila y al cabo de un rato se detiene y oscila B. Si los Péndulos unidos tienen masas y longitudes diferentes, la energía pasa de uno a otro pero los tiempos de estas oscilaciones de la energía no son iguales… Este vagabundear de la energía se produce también si, en vez de empezar a hacer oscilar A libremente, después de haberle dado impulso, se sigue impulsándolo periódicamente mediante una fuerza. Es decir, si el viento sopla en ráfagas sobre el ahorcado, en antisintonía, después de un rato el ahorcado no se mueve y la horca oscila como si tuviera su perno en el ahorcado.

(De una carta privada de Mario Salvadori, Columbia Universily, 1984)

Ya había visto todo lo que podía ver en aquel sitio. Aproveché la confusión para llegar hasta la estatua de Gramme.

El pedestal aún estaba abierto. Entré, bajé, y al final de la escalerilla desemboqué en un pequeño rellano, iluminado por una bombilla, que daba a una escalera de caracol, de piedra. Cuando la hube recorrido me encontré en un corredor de bóvedas bastante altas, apenas iluminado. En el primer momento no comprendí dónde estaba, ni de dónde procedía el chapoteo que estaba oyendo. Después mis ojos se habituaron: estaba en una alcantarilla, una especie de pretil con barandilla me impediría caer al agua, pero no me impedía percibir un tufo asqueroso, entre químico y orgánico. Al menos algo era cierto en toda nuestra historia: las alcantarillas de París. ¿Las de Colbert, las de Fantomas, las de de Caus?

Seguí el conducto principal, desechando las desviaciones más oscuras, y con la esperanza de que alguna señal me indicase dónde debía detenerse mi recorrido subterráneo. De todas formas, me alejaba del Conservatoire, y, comparadas con aquel reino de la noche, las alcantarillas de París eran el alivio, la libertad, el aire puro, la luz.

Llevaba una imagen grabada en los ojos, el jeroglífico que el cuerpo muerto de Belbo trazaba en el coro. No podía comprender a qué correspondía aquel dibujo. Ahora sé que era una ley física, pero el modo en que he venido a saberlo confiere un valor aún más emblemático al fenómeno. Aquí, en la casa de campo de Jacopo, entre sus muchas notas, he encontrado una carta de alguien que, en respuesta a una pregunta suya, le explicaba cómo funciona un péndulo, y cómo se comportaría si se colgase otro peso de su hilo. De manera que, quizá desde hacía mucho tiempo, cuando Belbo pensaba en el Péndulo, lo imaginaba no sólo como un Sinaí sino también como un Calvario. No había sido víctima de un Plan elaborado en estos últimos años, llevaba muchísimo tiempo elaborando su muerte en la fantasía, sin saber que, pese a creerse negado a la creación, esas cavilaciones estaban proyectando la realidad. O quizá no, quizá había querido morir de ese modo para probarse a sí mismo, y probar a los otros, que incluso cuando falta el genio, la imaginación siempre es creadora.

De alguna manera, al perder había ganado. ¿O lo pierde todo quien escoge esta única manera de vencer? Lo pierde todo quien no comprende que la victoria ha sido otra. Pero el sábado por la noche yo todavía no lo había descubierto.

Iba por el túnel, amens como Postel, quizá perdido en las mismas tinieblas, y de pronto percibí una señal. Una bombilla más potente, fijada a la pared, me mostraba otra escalera, provisional, que subía hasta una trampa de madera. Intenté la escalada, y aparecí en un sótano lleno de botellas vacías, por el que se llegaba a un pasillo al que daban dos lavabos, con el hombrecito y la mujercita en cada puerta. Estaba en el mundo de los vivos.

Me detuve jadeante. Sólo entonces pensé en Lorenza. Ahora era yo quien lloraba. Pero Lorenza ya estaba desapareciendo de mi sangre, como si nunca hubiese existido. Ni siquiera lograba recordar su rostro. En ese mundo de muertos, ella era la que estaba más muerta.

Al final del pasillo encontré otra escalera, una puerta. Entré en un salón lleno de humo y mal olor, una taberna, un bistrot, un bar oriental, camareros de color, clientes sudorosos, pinchos grasientos y jarras de cerveza. Salía por aquella puerta como alguien que ya estuviese allí, y regresara de orinar. Nadie advirtió mi presencia, salvo, quizá, el hombre de la caja que, al verme aparecer, me hizo un gesto imperceptible con los ojos entrecerrados, un está bien, como diciéndome he entendido, pasa, yo no he visto nada.