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Nuestra causa es un secreto dentro de un secreto, el secreto de algo que permanece velado, un secreto que sólo otro secreto puede explicar, es un secreto sobre un secreto que se satisface con otro secreto.

(J’far-al Sâdiq, sexto Imām)

Emergí lentamente a la conciencia. Oía unos sonidos, me molestaba una luz que se había vuelto más intensa. Sentía los pies entumecidos. Traté de incorporarme poco a poco, sin hacer ruido, y fue como si pisase una alfombra de erizos de mar. La Sirenita. Hice unos movimientos silenciosos, unas flexiones con las puntas de los pies, y el dolor disminuyó. Sólo entonces asomé con cautela la cabeza, hacia la derecha, hacia la izquierda comprobé que la garita había quedado en una zona bastante oscura y logré dominar la situación.

Había luz en toda la nave. Eran los faroles, pero ahora había decenas y decenas, los traían los invitados, que estaban apareciendo detrás de mí. Sin duda, emergían del túnel, desfilaban luego por mi izquierda, entraban en el coro e iban a ocupar su sitio en la nave. Dios mío, pensé, la Noche en el Monte Pelado en la versión de Walt Disney.

No alzaban la voz, susurraban, pero todos juntos producían un rumor sordo, sostenido, como el que consiguen los figurantes en las óperas diciendo rabárbaro rabárbaro.

A mi izquierda, los faroles estaban apoyados en el suelo, en semicírculo, completando con una circunferencia aplastada la curva oriental del coro, tocando, en el punto extremo de esa especie de hemiciclo, la estatua de Pascal. En ese sitio había un brasero encendido, al que alguien arrojaba hierbas, esencias. El humo llegaba hasta mi garita, me secaba la garganta y me sumía en un estado de sobreexcitado aturdimiento.

A la oscilante luz de los faroles alcancé a ver algo que se agitaba en el centro del coro, una sombra sutil y movilísima.

¡El Péndulo! El Péndulo ya no oscilaba en su sitio habitual, en medio del crucero. Ahora colgaba, más grande, de la clave de bóveda, en el centro del coro, más grande la esfera, más grueso el hilo, me pareció que era una soga, o un cable de metal retorcido.

El Péndulo ahora era enorme, como debía de aparecer en el Panthéon.

Como la Luna vista con telescopio.

Habían querido restaurarlo tal como debía de haber sido cuando los templarios hicieron el primer experimento, medio milenio antes que Foucault. Para que pudiera oscilar libremente habían eliminado algunos elementos de infraestructura, creando en el anfiteatro del coro aquella rudimentaria antiestrofa simétrica, delimitada por los faroles.

Me pregunté cómo podían mantenerse constantes las oscilaciones del Péndulo, ahora que no podía haber un regulador magnético bajo el pavimento. Después comprendí. En el borde del coro, junto a los motores Diesel, había un individuo que, dispuesto a moverse con agilidad felina para seguir las variaciones del plano de oscilación, imprimía a la esfera, cada vez que ésta caía hacia él, un leve impulso, con un golpe preciso de la mano, con un ligero toque de los dedos.

Vestía frac, como Mandrake. Después, al ver a sus otros compañeros, comprendería que era un prestidigitador, un ilusionista del Petit Cirque de Madame Olcott, un profesional capaz de dosificar la presión de las yemas de los dedos, con pulso seguro, para operar desplazamientos infinitesimales. Quizá podía percibir, a través de la delgada suela de sus zapatos de charol, las vibraciones de las corrientes, y podía mover las manos conforme a la lógica de la esfera, y de la Tierra a la que la esfera respondía.

Sus compañeros. Ahora también les veía a ellos. Se movían entre los automóviles expuestos en la nave, se deslizaban junto a las draisiennes y las motocicletas, parecía que rodaban en la oscuridad, unos transportaban un sitial y una mesa cubierta con un paño rojo hacia la girola del fondo, otros instalaban más faroles. Pequeños, nocturnos, bulliciosos, como niños raquíticos, y cuando uno pasó a mi lado alcancé a percibir sus rasgos mongoloides y su cabeza calva. Les Freaks Mignons de Madame Olcott, los monstruitos inmundos que viera en el cartel de la librería Sloane.

Estaba el circo completo, personal, policía y coreógrafos de la ceremonia. Divisé a Alex et Denys, les Géants d’Avalon, enfundados en unas armaduras de cuero tachonado, realmente gigantescos, y de cabellos rubios, apoyados en la gran mole del Obéissant, con los brazos cruzados esperando.

No tuve tiempo para seguir interrogándome. Alguien había entrado con paso solemne y había impuesto silencio extendiendo la mano. Sólo supe que era Bramanti porque llevaba la túnica escarlata, la capa blanca y la mitra que le viera puestas aquella noche en el Piamonie. Bramanti se acercó al brasero, arrojó algo, produjo una llamarada y luego una densa y blanca humareda, cuyo perfume se esparció lentamente por la sala. Como en Río, pensé, como en la fiesta alquímica. Y no tengo el agogõ. Me llevé el pañuelo a la nariz y a la boca, como un filtro. Pero ya estaba viendo dos Bramantis y el Péndulo oscilaba delante de mi en todas direcciones, como un tiovivo. Bramanti empezó a salmodiar:

—¡Alef bet gimel dalet he’ waw zain het tet yod kaf lamed mem nun samek ayin pe sade qof reš sin tau!

La multitud orante respondió:

—Parmesiel, Padiel, Camuel, Aseliel, Barmiel, Gediel, Asyriel, Maseriel, Dorchtiel, Usiel, Cabariel, Raysiel, Symiel, Armediel…

Bramanti hizo una señal y alguien emergió de la multitud y fue a hincarse a sus pies. Por un instante pude ver su rostro. Era Riccardo, el hombre de la cicatriz, el pintor.

Bramanti le estaba interrogando y él respondía repitiendo de memoria las fórmulas del rito.

—¿Quién eres?

—Soy un adepto, aún no iniciado en los misterios supremos del Tres. Me he preparado en el silencio, en la meditación analógica del misterio del Bafomet, en la conciencia de que la Gran Obra gira alrededor de los seis sellos intactos, y de que sólo al final conoceremos el secreto del séptimo.

—¿Cómo has sido recibido?

—Pasando por la perpendicular al Péndulo.

—¿Quién te ha recibido?

—Un Emisario Místico.

—¿Podrías reconocerle?

—No, porque llevaba una máscara. Sólo conozco al caballero de grado superior al mío, y éste al naometra de grado superior al suyo, y cada uno sólo conoce a uno solo. Y así lo deseo.

—¿Quid facit Sator Arepo?

—Tenet Opera Rotas.

—¿Quid facit Satan Adama?

—Tabat Amata Natas. Mandabas Data Amata, Nata Sata.

—¿Has traído a la mujer?

—Sí, está aquí. La he entregado a quien me habían ordenado. Está preparada.

—Ahora ve, y espera.

El diálogo se había desarrollado en una especie de francés, por ambas partes. Después Bramanti dijo:

—¡Hermanos, estamos reunidos aquí en nombre de la Orden Unica, de la Orden Desconocida, a la que hasta ayer no sabíais que pertenecíais y a la que pertenecíais desde siempre! Juremos. ¡Anatema contra los profanadores del secreto! ¡Anatema contra los sicofantes de lo Oculto! ¡Anatema contra los que han divulgado los Ritos y los Misterios!

—¡Anatema!

—¡Anatema contra el Invisible Colegio, contra los hijos bastardos de Hiram y de la viuda, contra los maestros operativos y especulativos de la mentira de oriente o de occidente, Antigua, Aceptada o Corregida, contra Misraim y Menfis, contra Filatetes y contra las Nueve Hermanas, contra la Estricta Observancia y contra la Ordo Templi Orientis, contra los iluminados de Baviera y de Aviñón, contra los Caballeros Kadosch, contra los Elegidos Cohen, contra la Perfecta Amistad, contra los Caballeros del Aguila Negra y de la Ciudad Santa, contra los Rosacrucianos de Anglia, contra los Cabalistas de la Rosa-Cruz de Oro, contra la Golden Dawn, contra la Rosa Cruz Católica del Templo y del Grial, contra la Stella Matutina, contra el Astrum Argentinum y contra Thelema, contra Vril y contra Thule, contra todos los antiguos y místicos usurpadores del nombre de la Gran Fraternidad Blanca, contra los Vigilantes del Templo, contra todos los Colegios y Prioratos de Sión o de las Galias!

—¡Anatema!

—Todo aquel que por ingenuidad, obediencia, proselitismo, cálculo o mala fe haya sido iniciado a una logia o colegio o priorato o capítulo u orden que invoque ilícitamente la obediencia de los Superiores Desconocidos y los Señores del Mundo, ha de abjurar esta noche e implorar su exclusiva readmisión en el espíritu y el cuerpo de la única y verdadera observancia, el Tres, Templi Resurgentes Equites Synarchici, triuna y trinosófica orden mística y archisecreta de los Caballeros Sinárquicos del Renacimiento Templario!

—¡Sub umbra alarum tuarum!

—Que entren ahora los dignatarios de los treinta y seis últimos y secretísimos grados.

Y, mientras Bramanti llamaba uno por uno a los elegidos, éstos entraban vistiendo paramentos litúrgicos, luciendo todos en el pecho la insignia del Toisón de Oro.

—Caballero del Bafomet, Caballero de los Seis Sellos Intactos, Caballero del Séptimo Sello, Caballero del Tetragrammaton, Caballero Justiciero de Florian y Dei, Caballero del Atanor… Venerable Naometra de la Turris Babel, Venerable Naometra de la Gran Pirámide, Venerable Naometra de las Catedrales, Venerable Naometra del Templo de Salomón, Venerable Naometra del Hortus Palatinus, Venerable Naometra del Templo de Heliópolis…

Bramanti nombraba las dignidades, y los convocados entraban en grupos, de modo que yo no lograba determinar a quién correspondía cada título, pero sin duda entre los primeros doce vi a De Gubernatis, al viejo de la libreria Sloane, al profesor Camestres y a otros que habían estado presentes aquella noche en el Piamonte. Y, creo que como Caballero del Tetragrammaton, vi al señor Garamond, solemne y hierático, compenetrado en su nuevo papel, y tocando con manos temblorosas el Toisón que llevaba sobre el pecho. Y Bramanti proseguía:

—Emisario Místico de Karnak, Emisario Místico de Baviera, Emisario Místico de los Barbelognósticos, Emisario Místico de Camelot, Emisario Místico de Montsegur, Emisario Místico del Imām Oculto… Supremo Patriarca de Tomar, Supremo Patriarca de Kilwinning, Supremo Patriarca de Saint-Martin-des-Champs, Supremo Patriarca de Marienbad, Supremo Patriarca de la Okrana Invisible, Supremo Patriarca in partibus de la Fortaleza de Alamut…

Y desde luego el patriarca de la Okrana Invisible era Salon, con el mismo rostro gris pero sin guardapolvo, resplandeciente en una túnica amarilla con guarda roja. Detrás venía Pierre, el psicopompo de la Église Luciferienne, que en vez del Toisón de Oro llevaba sobre el pecho un puñal con vaina dorada. Y Bramanti proseguía:

—Sublime Hierógamo de las Bodas Químicas, Sublime Psicopompo Rodostaurótico, Sublime Referendario de los Arcanos Arcanísimos, Sublime Esteganógrafo de las Monas leroglifica, Sublime Nexo Astral Utriusque Cosmi, Sublime Guardián de la Tumba de Rosencreutz… Imponderable Arconte de las Corrientes, Imponderable Arconte de la Tierra Hueca, Imponderable Arconte del Polo Místico, Imponderable Arconte de los Laberintos, Imponderable Arconte del Péndulo de los Péndulos… —Bramanti hizo una pausa, y tuve la impresión de que pronunció la última fórmula de mala gana—: ¡Y el Imponderable entre los Imponderables Arcontes, el Siervo de los Siervos, Humildísimo Secretario del Edipo Egipcio, Infimo Mensajero de los Señores del Mundo y Portero de Agarttha, Ultimo Turiferario del Péndulo, Claude-Louis, conde Saint-Germain, príncipe Rakoczi, conde de Saint-Martin y marqués de Agliè, señor de Surmont, marqués de Welldone, marqués de Monferrato, de Aymar y Belmar, conde Soltikoff caballero Schoening, conde de Tzarogy!

Mientras los otros se desplegaban por la girola, mirando hacia el Péndulo y hacia los fieles de la nave, entró Agliè, impecable en su traje cruzado azul marino, pálido y contraído el rostro, trayendo de la mano, como si acompañara a un alma en la senda hacia el Hades, pálida también ella y como entontecida por una droga, vestida sólo con una blanca túnica casi transparente, Lorenza Pellegrini, la cabellera suelta sobre los hombros. La vi de perfil mientras pasaba, pura y lánguida como una adúltera prerrafaelita. Demasiado diáfana como para no estimular una vez más mí deseo.

Agliè condujo a Lorenza junto al brasero, cerca de la estatua de Pascal, acarició su rostro ausente e hizo una seña a los Géants d’Avalon, que se situaron a su lado, sosteniéndola. Después fue a sentarse a la mesa, frente a los fieles, y pude observarle perfectamente mientras extraía su tabaquera del chaleco y la acariciaba en silencio antes de hablar.

—Hermanos, caballeros. Estáis aquí porque en estos días los Emisarios Místicos os han informado, de modo que ya todos sabéis para qué nos hemos reunido. Hubiéramos tenido que reunirnos la noche del veintitrés de junio de 1945, y quizá algunos de vosotros aún no habían nacido, al menos en la forma actual, quiero decir. Estamos aquí porque después de seiscientos años de dolorosísimo errar hemos encontrado a alguien que sabe. El hecho de que sepa, y de que sepa más que nosotros, constituye un misterio inquietante. Pero confio en que esté presente entre nosotros, y no podrías faltar, verdad, amigo mío, puesto que ya en una ocasión diste muestras de excesiva curiosidad, confio, decía, en que esté presente entre nosotros alguien que podría explicárnoslo. ¡Ardenti!

El coronel Ardenti, sin duda era él, corvino como siempre, aunque envejecido, se abrió paso entre los asistentes y se situó frente al que habría de ser su tribunal, mantenido a prudente distancia por el Péndulo, que marcaba una frontera inviolable.

—Cuánto tiempo sin vernos, hermano —sonreía Agliè—. Cuando difundí la noticia sabía que no resistirías. Pues bien. Ya sabes qué ha dicho el prisionero, y él dice que se lo dijiste tú. De modo que sabías y callabas.

—Conde —dijo Ardenti—, el prisionero miente. Me avergüenza decirlo, pero el honor ante todo. La historia que le entregué no es la que me han comunicado los Emisarios Místicos. La interpretación del mensaje, si, es cierto, había descubierto un mensaje, ya os lo dije hace años en Milán, es diferente… Yo no habría sido capaz de leerlo como lo ha leído el prisionero, por eso en aquella ocasión busqué ayuda. Y debo decir que no encontré apoyo, sino sólo desconfianza, desafíos, amenazas… —quizá quería añadir algo, pero al fijar la mirada en Agliè fijaba la mirada en el Péndulo, que estaba actuando sobre él como un hechizo. Hipnótico, cayó de rodillas y sólo dijo—: Perdón, porque no sé.

—Estás perdonado, porque sabes que no sabes —dijo Agliè—. Puedes retirarte. Pues bien, hermanos, el prisionero sabe demasiadas cosas que ninguno de nosotros sabía. Sabe incluso quiénes somos, y nosotros lo hemos sabido gracias a él. Hay que darse prisa, falta poco para que amanezca. Mientras vosotros seguís meditando aquí, yo volveré a reunirme con él para arrancarle la verdad.

—¡Ah, non, señor conde! —Pierre, se había adelantado hacia el hemiciclo, con las pupilas dilatadas—. Durante dos días habéis hablado con él, sin avisar a nosotros, y él n’a rien vu, n’a rien dit, n’a rien entendu, como los tres monitos. ¿Qué queréis preguntarle de más, esta noche? ¡Non, ici, ici delante todos!

—Cálmese, estimado Pierre. He hecho conducir hasta aquí, esta noche, a la que considero la más exquisita encarnación de la Sophia, vínculo místico entre el mundo del error y las Ogdoadas Superiores. No me pregunte cómo ni por qué, pero con esta mediadora el hombre hablará. Díselo a estos, ¿quién eres, Sophia?

Lorenza, siempre sonámbula, casi deletreando, con dificultad:

—Yo soy… la prostituta y la santa.

—Esto es bueno —se rió Pierre—. Tenemos aquí a la crème de l’initiation y recurrimos a las putes. ¡Non, queremos ese hombre aquí, y en seguida, delante el Péndulo!

—No sea infantil —dijo Agliè—. Deme una hora. ¿Qué le induce a pensar que aquí, delante del Péndulo, hablaría?

—El irá hablar en el se disolver. ¡Le sacrifice humain! —gritó Pierre dirigiéndose a la nave.

Y la nave, a voz en grito:

—¡Le sacrifice humain!

Se adelantó Salon:

—Conde, infantilismos aparte, creo que tiene razón el hermano. No somos policías…

—No debería decirlo usted —ironizó Agliè.

—No somos policías y no nos parece decente recurrir a los métodos de investigación habituales. Pero tampoco creo que puedan servir los sacrificios a las fuerzas del mundo subterráneo. Si éstas hubiesen querido enviarnos una señal, ya lo habrían hecho hace tiempo. Además del prisionero había otra persona que sabía, sólo que ha desaparecido. Pues bien esta noche tenemos la posibilidad de confrontar al prisionero con los que sabían y… —sonrió mientras desde la sombra de las cejas sus ojos entrecerrados se clavaban en Agliè— de confrontarlo también con nosotros, o con algunos de nosotros…

—¿Qué está tratando de decir, Salon? —preguntó Agliè con voz evidentemente insegura.

—Si el señor conde lo permite, querría explicarlo yo —dijo Madame Olcott.

Era ella, la reconocía por el cartel. Lívida en su traje verde oliva, su cabello brillante de ungüentos, recogido en la nuca, su voz de hombre ronco. En la librería Sloane me había parecido que conocía aquel rostro, y ahora recordaba: era la druida que había estado a punto de caer sobre nosotros, aquella noche, en el claro.

—Alex, Denys, traed al prisionero.

Había hablado con tono imperioso, el rumor de la nave parecía serle favorable, los dos gigantes habían obedecido, tras dejar a Lorenza en manos de dos Freaks Mignons, Agliè tenía las suyas clavadas en los brazos del sitial, y no se había atrevido a oponerse.

Madame Olcott había hecho una seña a sus monstruitos, y entre la estatua de Pascal y el Obéissant habían colocado tres butaquitas, en las que ahora Madame estaba instalando a tres individuos. Los tres tenían tez oscura, eran bajos, nerviosos, de grandes ojos blancos.

—Estos son los trillizos Fox, usted les conoce bien, conde. Theo, Leo, Geo, sentaos y estad preparados.

En ese momento reaparecieron los gigantes de Avalón; traían, cogido por los brazos, al mismísimo Jacopo Belbo, que apenas les llegaba a los hombros. Mi pobre amigo estaba pálido, con una barba de muchos días tenía las manos atadas detrás de la espalda y llevaba la camisa abierta en el pecho. Al entrar en aquel circo lleno de humo, parpadeó. No pareció asombrarse por la asamblea de hierofantes que vio ante sí, en aquellos días debía de haberse habituado a esperarse cualquier cosa.

No se esperaba, sin embargo, ver el Péndulo, verlo en ese lugar. Pero los gigantes le arrastraron hasta delante del sitial de Agliè. Del Péndulo ahora sólo percibía el levísimo susurro que producía al rozarle los hombros. Sólo por un instante se volvió, y vio a Lorenza. Se emocionó, trató de llamarla, de liberarse, pero Lorenza, que le miraba con rostro inexpresivo no pareció reconocerle.

Sin duda, Belbo se disponía a preguntarle a Agliè qué le habían hecho pero no tuvo tiempo. Desde el fondo de la nave, cerca de la caja y del puesto de libros, resonó un redoble de tambores y unas notas estridentes de flautas. De pronto se abrieron las portezuelas de cuatro coches y aparecieron cuatro seres que también había visto en el cartel del Petit Cirque.

Sombreros de fieltro sin ala, que tenían algo de fez, amplias capas negras cerradas hasta el cuello, Les Derviches Hurleurs salieron de los coches como resucitados que surgiesen de sus sepulcros, y fueron a acurrucarse al borde del círculo mágico. Al fondo las flautas modulaban ahora una música suave, y ellos con igual suavidad golpeaban el suelo con la mano e inclinaban la cabeza.

De la carlinga del aeroplano de Breguet, como un muecín en el minarete, se asomó el quinto, que empezó a salmodiar en un idioma desconocido, gimiendo, lamentándose, con tonos estridentes, mientras volvían a sonar los tambores, cada vez con más intensidad.

Madame Olcott estaba inclinada detrás de los hermanos Fox y les alentaba en voz baja. Los tres estaban hundidos en los asientos, con las manos aferradas a los brazos de las butacas, y los ojos cerrados, empezaban a transpirar y a tensar todos los músculos del rostro.

Madame Olcott se dirigía a la asamblea de dignatarios.

—Ahora mis buenos hermanitos nos traerán a tres personas que sabían. —Hizo una pausa y luego anunció—: Edward Kelley, Heinrich Khunrath y … —otra pausa— el conde de Saint-Germain.

Por primera vez vi que Agliè perdía el control. Se levantó del sitial, y fue un error. Después se precipitó hacia la mujer, esquivando casi por casualidad la trayectoria del Péndulo, al tiempo que gritaba: —¡Víbora, mentirosa, sabes muy bien que es imposible…!—. Y después, dirigiéndose a la nave—: ¡Impostura, impostura! ¡Detenedla!

Pero nadie se movió, de modo que Pierre fue a instalarse en el sitial y dijo:

—Prosigamos, madame.

Agliè se calmó. Recobró su sangre fría y fue a confundirse entre los fieles.

—Adelante —desafió—, veamos qué sucede.

Madame Olcott movió el brazo con el ademán de quien da la señal de partida para una carrera. La música adquirió tonos cada vez más agudos, se desintegró en una cacofonía de disonancias, los tambores redoblaron arrítmicos, los bailarines, que ya habían empezado a mover el busto hacia adelante y hacia atrás, hacia la derecha y hacia la izquierda, se pusieron de pie, se arrancaron las capas y tendieron los brazos, rígidos, como si fueran a alzar el vuelo. Después de un instante de inmovilidad, empezaron a girar sobre sí mismos, apoyados en el pie izquierdo, con el rostro vuelto hacia arriba, concentrados y ausentes, mientras sus casacas plisadas acompañaban las piruetas abriéndose como campanas y parecían flores azotadas por un huracán.

Entretanto, los mediums se habían como encogido, el rostro tenso y desfigurado, como si tratasen infructuosamente de defecar, su respiración sonaba cavernosa. La luz del brasero era más tenue y los acólitos de Madame Olcott habían apagado todos los faroles que había en el suelo. La iglesia sólo estaba iluminada por el halo de los faroles instalados en la nave.

Y poco a poco se realizó el prodigio. De los labios de Theo Fox empezó a brotar una especie de espuma blancuzca, que poco a poco se fue solidificando, y una espuma análoga empezó a brotar, con un poco de retraso, de los labios de sus hermanos.

—Fuerza, hermanitos —susurraba insinuante Madame Olcott—, fuerza, así, así…

Los bailarines cantaban, con tonos entrecortados e histéricos, hacían oscilar la cabeza, luego la bamboleaban, lanzaban gritos, primero convulsivos, después fueron estertores.

Los mediums parecían trasudar una sustancia gaseosa que poco a poco se iba volviendo consistente, como una lava, un albumen que se estiraba lentamente, subía y bajaba, se deslizaba por sus hombros, por el pecho, por las piernas, con sinuosos movimientos de reptil. Yo no lograba entender por dónde les salía, por los poros de la piel, por la boca, por las orejas por los ojos. La multitud avanzaba, acercándose cada vez más a los mediums, a los bailarines. Mi miedo había desaparecido: seguro de que mi presencia pasaría inadvertida, salí de la garita, exponiéndome aún más a los vapores que se difundían bajo la bóveda.

Alrededor de los mediums aleteaba una fosforescencia de contornos lechosos e imprecisos. La sustancia estaba a punto de separarse de ellos y adoptaba formas como de ameba. De la masa procedente de uno de los hermanos se había segregado una especie de punta, que se curvaba y volvía a erguirse por encima de su cuerpo, como si fuese un animal dispuesto a dar un picotazo. En el extremo de la punta estaban empezando a formarse dos excrecencias retráctiles, como los cuernos de una babosa…

Los bailarines tenían los ojos cerrados, la boca llena de espuma, sin dejar de girar sobre sí mismos habían empezado, en la medida en que el espacio lo permitía, a moverse en círculo alrededor del Péndulo, evitando por milagro que su movimiento interceptase la trayectoria de la esfera. Giraban cada vez más aprisa, habían arrojado sus gorros y, al ondular las negras y largas cabelleras, las cabezas parecían separarse de los cuerpos. Gritaban como había oído gritar aquella noche en Río, houu houu houuuuu…

Las formas blancas se iban definiendo, una de ellas había adquirido una vaga apariencia humana, otra aún era un falo, una burbuja, un alambique, la tercera estaba adquiriendo claramente el aspecto de un pájaro, de una lechuza con sus grandes gafas y las orejas atentas, el pico curvado de vieja profesora de ciencias naturales.

Madame Olcott estaba interrogando a la primera forma:

—¿Eres tú, Kelley?

Y una voz emergió de la forma. Desde luego, no era Theo Fox quien hablaba, sino una voz lejana, que pronunciaba con dificultad:

—Now… I do reveale, a… a mighty Secret if you marke it well…

—Sí, sí —insistía la Olcott.

Y la voz:

—This very place is called by many names… Earth… Earth is the lowest element of All… When thrice yee have turned this Wheele about… thus my greate Secret I have revealed…

Theo Fox hizo un gesto con la mano, como pidiendo clemencia.

—Relájate, pero sólo un poco, no dejes que se marche la cosa… —dijo Madame Olcott. Después se volvió hacia la forma de la lechuza—. Te reconozco Khunrath, ¿qué quieres decirnos?

Dio la impresión de que la lechuza hablaba:

—Hallelu… Iáah… Hallelu… Iáah… Was…

—¿Was?

—Was helfen Fackeln Licht… oder Briln… so die Leut… nicht sehen… wollen…

—Nosotros sí queremos —dijo Madame Olcott—, dinos lo que sabes…

—Symbolon kósmou… tâ ántra… kai tân enkosmiòn… dunámeôn erithento… oi theológoi…

También Leo Fox estaba extenuado, la voz de la lechuza se había vuelto muy débil hacia el final. Leo había ido inclinando la cabeza y apenas lograba sostener a la forma. Madame Olcott, implacable, le incitaba a resistir, mientras se volvía hacia la última forma, que ahora también había adquirido rasgos antropomórficos.

—Saint-Germain, Saint-Germain, ¿eres tú? ¿Qué sabes?

Entonces la forma se había puesto a tararear una melodía. Madame Olcott indicó a los músicos que atenuaran su estruendo, los bailarines dejaron de ulular pero seguían en sus piruetas, cada vez más cansados.

La forma cantaba:

—Gentle love this hour befriends me…

—Eres tú, te reconozco —decía con tono incitante Madame Olcott—. Habla, dinos dónde, qué…

La forma dijo:

—Il était nuit… La tête couverte du voile de lin… j’arrive… je trouve un autel de fer, j’y place le rameau mystérieux… Oh, je crus descendre dans un abîme… des galeries composées de quartiers de pierre noire… mon voyage souterrain…

—¡Falso, falso! —gritaba Agliè—. ¡Hermanos, todos vosotros conocéis ese texto, es la Très Sainte Trinosophie, yo mismo la he escrito, cualquiera puede leerla por sesenta francos!

Se había precipitado hacia Geo Fox y le estaba sacudiendo por el brazo.

—¡Detente, impostor —gritó Madame Olcott—, le matarás!

—¡Y qué! —gritó Agliè arrancando al médium de la silla.

Geo Fox trató de sostenerse aferrándose a su propia secreción, pero ésta, arrastrada en la caída, se disolvió babeando sobre el suelo. Geo se dejó caer en el viscoso aguazal que seguía vomitando, y después se quedó rígido, sin vida.

—Detente, loco —gritaba Madame Olcott, mientras sus manos aferraban a Agliè. Luego, volviéndose hacia los otros dos hermanos, añadió—: Resistid, hijos míos, aún tienen que hablar. ¡Khunrath, Khunrath, diles que sois reales!

Para sobrevivir, Leo Fox estaba tratando de reabsorber la lechuza. Madame Olcott se había situado a su espalda y le apretaba las sienes, para que se plegase a su protervia. La lechuza advirtió que iba a desaparecer y se volvió hacia el que la había parido: «Phy, Phy, Diabolo», siseaba, al tiempo que trataba de picarle en los ojos. Leo Fox emitió un borborigmo, como si le hubiese cortado la carótida, y cayó de rodillas. La lechuza desapareció en un cieno asqueroso (phiii, phiii, gritaba), sobre el que cayó para ahogarse, el médium, embadurnado e inmóvil. Furiosa, la Olcott se había vuelto hacia Theo, que estaba resistiendo con valor:

—Habla, Kelley. ¿Me oyes?

Kelley ya no hablaba. Trataba de separarse del médium, que aullaba como si le estuviesen arrancando las vísceras, y dando manotadas en el vacío, trataba de recuperar lo que había producido.

«Kelley, desorejado, basta de trampa», gritaba la Olcott. Pero Kelley, al no lograr separarse del médium, trataba de ahogarle. Se había convertido en una especie de chicle del que el último hermano Fox intentaba en vano liberarse. Después, también Theo cayó de rodillas, tosía, empezaba a confundirse con la cosa parásita que lo devoraba, rodó por el suelo agitándose como si fuese presa de las llamas. Lo que había sido Kelley lo cubrió primero como una mortaja, después murió licuándose y lo dejó vacío sobre el suelo, la mitad de sí mismo, la momia de un niño embalsamado por Salon. En ese preciso momento, los cuatro bailarines se detuvieron al unísono, agitaron los brazos en el aire, durante unos segundos parecieron ahogarse, como si estuviesen zozobrando, después se abandonaron gañendo como cachorros, y cubriéndose la cabeza con las manos.

Entretanto, Agliè había vuelto a situarse en el corredor del fondo y estaba secándose el sudor de la frente con el pañuelito que le adornaba el bolsillo superior. Aspiró dos veces, y se puso una pastilla blanca en la boca. Después impuso silencio.

—Hermanos, caballeros. Habéis visto a qué miserias ha querido someternos esta mujer. Recobremos la calma y volvamos a mi proyecto. Dadme una hora para traeros al prisionero.

Madame Olcott había quedado eliminada, inclinada sobre sus mediums, con un sufrimiento casi humano. Pero Pierre, que había observado los acontecimientos sin abandonar el sitial, retomó el control de la situación.

—Non —dijo—, sólo hay una manera. ¡Le sacrifice humain! ¡A mí, el prisionero!

Magnetizados por su energía, los gigantes de Avalón aferraron a Belbo, que contemplaba atónito la escena, y le empujaron hasta donde estaba Pierre. Este, con la agilidad de un malabarista, se había puesto de pie, había colocado el sitial sobre la mesa y los había empujado hasta el centro del coro, después había cogido el hilo del Péndulo mientras pasaba y había detenido la esfera, retrocediendo por el contragolpe. Fue un instante: como si estuviesen ajustándose a un plan, y quizá durante la confusión se habían puesto de acuerdo, los gigantes habían subido a ese podio, habían colocado a Belbo sobre el sitial y ahora uno le estaba pasando por el cuello, con dos vueltas, el hilo del Péndulo, mientras el otro tenía suspendida la esfera para luego apoyarla en el borde de la mesa.

Bramanti se precipitó hacia la horca, llameando majestuoso en su vestidura escarlata y salmodió:

—¡Exorcizo igitur te per Pentagrammaton, et in nomine Tetragrammaton, per Alfa et Omega qui sunt in spiritu Azoth. Saddai, Adonai, Jotchavah, Eieazereie! Michael, Gabriel, Raphael, Anael. ¡Fluat Udor per spiritum Eloim! ¡Maneat Terra per Adam Iot-Cavah! Per Samael Zebaoth et in nomine Eloim Gibor, veni Adramelech! ¡Vade retro Lilith!

Belbo permaneció erguido sobre el sitial, con la cuerda alrededor del cuello. Ya no era necesario que los gigantes le cogieran. Un movimiento en falso hubiera bastado para hacerle caer de esa posición tan inestable, y el cable le hubiese estrangulado.

—Imbéciles —gritaba Agliè—. ¿Cómo lo situaremos otra vez en su eje?

Pensaba en salvar el Péndulo.

—No se preocupe, conde —sonrió Bramanti—. Aquí no estamos mezclando tintes. Esto es el Péndulo tal como fuera concebido por Ellos. El sabrá hacia dónde ir. De todos modos, nada mejor que un sacrificio humano para conseguir que una Fuerza se decida a actuar.

Hasta ese momento Belbo había temblado. Vi que se relajaba, no digo que estuviese sereno, pero contemplaba al público con curiosidad. Creo que en ese instante, ante la discusión entre los dos adversarios, al ver allí delante los cuerpos desarticulados de los mediums, y a su lado los derviches que aún se agitaban gimiendo, los paramentos de los dignatarios en desorden, recobró su cualidad más auténtica, el sentido del rídiculo.

En ese momento, estoy seguro, decidió que ya no debía dejarse atemorizar, quizá su posición elevada le hacía sentirse superior, mientras observaba desde el proscenio aquel atajo de dementes inmersos en una reyerta de Grand Guignol, y en el fondo, casi en el atrio, los monstruitos, que ya habían perdido todo interés por el asunto, no paraban de darse codazos y soltar risitas, como Annibale Cantalamessa y Pio Bo.

Sólo dirigió una mirada de angustia hacia Lorenza, a quien los gigantes habían vuelto a coger por los brazos, agitada por breves estremecimientos. Lorenza había recobrado la conciencia. Lloraba.

No sé si Belbo decidió no ofrecer el espectáculo de su miedo, o si su decisión había sido más bien la única manera de demostrar su desprecio, su superioridad, a aquella gentuza. Pero el hecho es que estaba erguido, con la frente alta, la camisa abierta en el pecho, las manos atadas detrás de la espalda, altivo, como alguien que jamás hubiese conocido el miedo.

Serenado por el aplomo de Belbo, resignado en todo caso a la interrupción de las oscilaciones, siempre ansioso por conocer el secreto, ya a punto de concluir la búsqueda de toda una vida, o de muchas, decidido a recobrar el control de sus seguidores, Agliè había vuelto a dirigirse a Jacopo:

—Vamos, Belbo, decídase. Ya ve que se encuentra en una situación, cuanto menos, incómoda. Acabe ya con su comedia.

Belbo no había respondido. Miraba hacia otro lado, como si por discreción quisiera dejar de oir un diálogo que hubiese captado por casualidad.

Agliè había insistido, con tono conciliador, como si estuviese hablándole a un niño:

—Comprendo su resentimiento y, si me permite, su reserva. Comprendo que le repugne la idea de confiar un secreto tan íntimo, y guardado con tanto celo, a una plebe que acaba de ofrecerle un espectáculo tan poco edificante. Pues bien, podrá confiarme su secreto sólo a mí, al oído. Ahora ordenaré que le bajen de allí, y estoy seguro de que me dirá una palabra, una sola palabra.

Y Belbo:

—¿De veras?

Entonces Agliè cambió de tono. Por primera vez en su vida le veía imperioso, sacerdotal, desmedido. Hablaba como si llevase puesta alguna de las vestiduras egipcias de sus amigos. Su tono me pareció falso, como si estuviese parodiando a aquellos a quienes nunca había escatimado su indulgente compasión. Pero al mismo tiempo se le veía bastante compenetrado con aquel insólito papel. Por algún cálculo, porque no podía tratarse de un impulso, estaba introduciendo a Belbo en una escena de melodrama. Si interpretó un papel, lo hizo bien, porque Belbo no advirtió ninguna trampa, y escuchó a su interlocutor como si sólo eso pudiera esperarse de él.

—Ahora hablarás —dijo Agliè—, hablarás, y no quedarás fuera de este gran juego. Si callas estás perdido. Si hablas participarás en la victoria. Porque en verdad te digo que esta noche tú, yo y todos nosotros estamos en Hod, la sĕfirah del esplendor, de la majestad y de la gloria, Hod, que gobierna la magia ceremonial y ritual, el momento en que se revela la eternidad. Un momento que he soñado durante siglos. Hablarás y te unirás a los únicos que, después de tu revelación, podrán declararse Señores del Mundo. Humíllate, y serás exaltado. ¡Hablarás porque lo ordeno yo, hablarás porque lo digo yo, y mis palabras efficiunt quod figurant!

Entonces Belbo dijo, ya invencible:

—Ma gavte la nata…

Agliè, aunque estaba preparado para una negativa, palideció ante el insulto.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Pierre, histérico.

—No va a hablar —resumió Agliè. Extendió los brazos, en un gesto entre resignado y condescendiente, y dijo a Bramanti—: Es vuestro.

Y Pierre, fuera de sí:

—Assai, assai! Le sacrifice humain, le sacrifice humain!

—¡Sí, que muera, encontraremos igualmente la respuesta! —gritaba Madame Olcott que, también fuera de sí, había vuelto a aparecer y se había precipitado hacia Belbo.

Casi al mismo tiempo se había movido Lorenza. Se había soltado de las manos de los gigantes y estaba frente a Belbo, al pie de la horca, con los brazos extendidos como para detener una invasión, gritando entre lágrimas:

—¿Pero estáis todos locos? ¿Qué vais a hacer?

Agliè, que ya se estaba retirando, vaciló un momento y luego se lanzó hacia ella, para retenerla.

Después todo se desencadenó en un segundo. La Olcott, con el rodete deshecho, livor y llamas, como una medusa, tendía sus garras contra Agliè, le arañaba la cara, y le apartaba con la violencia del impulso acumulado para ese salto, Agliè retrocedía, tropezaba con una pata del brasero, giraba sobre sí mismo como un derviche e iba a dar con la cabeza contra una máquina, desplomándose con el rostro ensangrentado. En el mismo instante, Pierre se arrojaba sobre Lorenza, y mientras se precipitaba hacia ella extraía el puñal que llevaba sobre el pecho. Ahora me daba la espalda, no comprendí en seguida lo que había sucedido, pero vi que Lorenza caía a los pies de Belbo, con el rostro exangüe, y que Pierre levantaba el cuchillo aullando:

—Enfin, le sacrifice humain! —y entonces, dirigiéndose hacia la nave, a voces—: ¡I’a Cthulhu! ¡I’a S’ha-t’n!

Como un solo hombre, la multitud que colmaba la nave se había movido, y algunos caían atropellados, otros estaban a punto de derribar el vehículo de Cugnot. Oí, al menos eso creo, no puedo haberme imaginado un detalle tan grotesco, la voz de Garamond que decía:

—Por favor, señores, un mínimo de educación…

Bramanti, estático, estaba arrodillado ante el cuerpo de Lorenza y declamaba:

—¡Asar, Asar! ¿Quién me coge del cuello? ¿Quién me paraliza? ¿Quién apuñala mi corazón? ¡Soy indigno de trasponer el umbral de la casa de Maat!

Quizá nadie lo deseaba, quizá el sacrificio de Lorenza debía bastar, pero los fieles ya estaban penetrando en el círculo mágico, ahora accesible por la inmovilidad del Péndulo, y alguien, habría jurado que era Ardenti, fue arrojado por los otros contra la mesa, que desapareció literalmente de debajo de los pies de Belbo, salió despedida, mientras, en virtud del mismo golpe, el Péndulo iniciaba una oscilación rápida y violenta, llevándose a su víctima consigo. La cuerda se había tendido por el peso de la esfera, y se había enroscado, ahora ya cerrada como un lazo, alrededor del cuello de mi pobre amigo que, lanzado por el aire, pendiente del hilo del Péndulo, había volado hacia el extremo oriental del coro, y ahora estaba regresando, ya sin vida (espero), hacia mí.

La multitud, pisoteándose, había retrocedido hasta el borde, para dejar sitio al prodigio. El encargado de las oscilaciones, extasiado ante el renacimiento del Péndulo, secundaba su ímpetu actuando directamente sobre el cuerpo del ahorcado. El eje de oscilación trazaba una diagonal entre mis ojos y una de las ventanas, sin duda la que tenía la grieta, por donde dentro de pocas horas penetraría el primer rayo de sol. De modo que no veía oscilar a Jacopo frente a mí, pero creo que eso fue lo que sucedió, creo que ésa era la figura que él trazaba en el espacio…

El cuello de Belbo parecía una segunda esfera insertada en el tramo de hilo que iba desde la base hasta la clave de bóveda, y, mientras la esfera de metal se inclinaba hacia la derecha, la cabeza de Belbo, la otra esfera, diría, se inclinaba hacia la izquierda, y luego al revés. Durante largo rato las dos esferas oscilaron en direcciones opuestas, de modo que lo que hendía el espacio ya no era una línea recta, sino una estructura triangular. Pero, mientras la cabeza de Belbo se plegaba por la tracción del hilo tendido, su cuerpo, al principio quizá debido al último espasmo, luego con la espástica agilidad de una marioneta de madera, trazaba otras trayectorias en el vacío, independiente de la cabeza, del hilo y de la esfera que oscilaba más abajo, los brazos por aquí, las piernas por allá, y tuve la impresión de que alguien había fotografiado la escena con la máquina de Muybridge, fijando en la placa cada momento de una sucesión espacial, registrando los dos puntos extremos en que iba a situarse la cabeza en cada periodo de la oscilación, los dos puntos en que se detenía la esfera, los puntos en que idealmente se cruzaban los hilos, independientes de ambos, así como los puntos intermedios marcados por los extremos del plano de oscilación del tronco y de las piernas, quiero decir que Belbo, ahorcado con el Péndulo, habría dibujado en el vacío el árbol de las sĕfirot, resumiendo en su último momento la historia misma de todos los universos, marcando en su ir y venir las diez etapas de la exhalación agotada y de la deyección de lo divino en el mundo.

Después, mientras el oscilador seguía impulsando aquel fúnebre columpio, en una atroz composición de fuerzas, una migración de energías, el cuerpo de Belbo había quedado inmóvil, y el hilo y la esfera sólo habían seguido oscilando entre su cuerpo y el suelo, porque la parte superior, que iba desde Belbo hasta la bóveda, permanecía vertical. De ese modo Belbo, libre del error del mundo y de sus movimientos, se había convertido él, ahora, en el punto de suspensión, en el Pivote Fijo, en el lugar en que se sujeta la Bóveda del Mundo, y sólo a sus pies oscilaban el hilo y la esfera, de uno a otro polo, sin sosiego, mientras la Tierra huía debajo de ellos, mostrando cada vez un nuevo continente, y la esfera no sabía indicar, nunca lo sabría, dónde estaba el Ombligo del Mundo.

Mientras la jauría de los diabólicos, atónita por un instante al contemplar el prodigio, volvía a vociferar, pensé que realmente la historia había concluido. Si Hod es la sĕfirah de la Gloria, Belbo había alcanzado la gloria. Un solo gesto impávido le había reconciliado con lo Absoluto.