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Para nuestras Ceremonias y Ritos tenemos dos largas y bellas galerías, en el Templo de los Rosa-Cruces. En una de ellas colocamos modelos y muestras de todo tipo de inventos extraordinarios y geniales, en la otra colocamos las Efigies de los principales Inventores.

(John Heydon, The English Physitians Guide: Or a Holy Guide, London, Ferris, 1662, The Preface)

Llevaba demasiado tiempo metido en el periscopio. Serían las diez, o las diez y media. Si algo debía suceder, sucedería en la nave, frente al Péndulo. Por tanto, tenía que prepararme para bajar, encontrar un refugio, y un punto de observación. Si llegaba demasiado tarde, cuando ya hubiesen entrado (¿por dónde?), Ellos me descubrirían.

Bajar. Moverme… Llevaba varias horas deseando sólo eso, pero ahora que podía, ahora que era oportuno que lo hiciera, me sentía como paralizado. Tendría que atravesar las salas de noche, usando con moderación la linterna. Poca luz nocturna se filtraba por los ventanales, si me había imaginado un museo espectral a la luz de la luna, me había equivocado. A las vitrinas llegaban reflejos imprecisos de las ventanas. Si no me movía con cautela, podía derribar algo, chocar contra ello con un estruendo de cristales o chatarra. Encendí la linterna. Me sentía como en el Crazy Horse, de vez en cuando una luz repentina me revelaba una desnudez, pero no de carne, sino de tornillos, prensas, pernos.

¿Y si de pronto iluminaba una presencia viva, la figura de alguien, un enviado de los Señores, que estuviese repitiendo especularmente mi recorrido? ¿Quién habría gritado primero? Aguzaba el oído. ¿Para qué? Yo no hacía ruido, me deslizaba. Por lo tanto también él.

Por la tarde había estudiado atentamente el orden de las salas, estaba convencido de que incluso en la oscuridad sabría encontrar la escalinata. En cambio avanzaba casi a tientas, y me había desorientado.

Quizá estaba pasando de nuevo por la misma sala, quizá nunca lograría salir de allí, quizá esto, este dar vueltas sin sentido entre las máquinas, era el rito.

En realidad, no quería bajar, en realidad, quería retrasar la cita.

Había salido del periscopio después de un largo, implacable examen de conciencia, durante muchas horas había revivido nuestro error de los últimos años, y había tratado de desentrañar por qué, sin ninguna razón razonable, yo estaba allí buscando a Belbo, caído en aquel lugar por razones todavía menos razonables. Pero me había bastado con poner un pie fuera para que todo cambiase. Mientras me movía pensaba con la cabeza de otro. Me había convertido en Belbo. Y como Belbo, ahora al final de su largo viaje hacia la iluminación, sabía que todo objeto terrenal, hasta el más miserable, debe leerse como el jeroglífico de algo distinto, de otra cosa, y que ninguna Otra Cosa es tan real como el Plan. Oh, era astuto, me bastaba un destello, una mirada en un rayo de luz para entender. No me dejaba engañar.

…Motor de Froment: una estructura vertical de base romboidal, que encerraba, como un modelo anatómico que exhibiese sus costillas artificiales, una serie de bobinas, no sé, pilas, ruptores, o como diablos los llamen los libros de texto, accionados por una correa de transmisión conectada a un piñón mediante un engranaje… ¿Para qué podía haber servido? Respuesta: para medir las corrientes telúricas, claro está.

Acumuladores. ¿Qué acumulan? Bastaba con imaginarse a los Treinta y Seis Invisibles como otros tantos tenaces secretarios (los guardianes del secreto) que tecleasen por las noches en sus clavicémbalos transmisores para producir un sonido, una chispa, una llamada, pendientes de un diálogo de costa a costa, de abismo a superficie, de Machu Picchu a Avalón, zip zip zip, hola hola hola, Pamersiel Pamersiel, he captado el temblor, la corriente Mu 36, la que los brahmanes adoraban como tenue respiración de Dios, ahora enchufo el clavijero, circuito micro-macrocósmico activado, bajo la costra terrestre tiemblan todas las raíces de mandrágora, escucha el canto de la Simpatía Universal, cambio y corto.

Dios mío, los ejércitos se ensangrentaban en las llanuras de Europa, los papas lanzaban anatemas, los emperadores se reunían, hemofílicos e incestuosos, en el pabellón de caza de los Jardines Palatinos, para proporcionar una tapadera, una fachada suntuosa al trabajo de éstos, que en la Casa de Salomón auscultaban las tenues llamadas del Umbilicus Mundi.

Ellos estaban aquí, accionando estos electrocapiladores pseudotérmicos hexatetragramáticos, así les habría llamado Garamond, ¿no?, y de vez en cuando, no sé, uno habría inventado una vacuna, una bombilla, para justificar la maravillosa aventura de los metales, pero la tarea era muy distinta, ahí estaban, reunidos a medianoche para accionar esta máquina estática de Ducretet, una rueda transparente que parece una bandolera, y detrás dos pequeñas esferas vibrátiles sostenidas por sendas varillas arqueadas, quizá entonces se tocaban, producían chispas, Frankenstein confiaba en que con ello podría infundir vida a su golem, pero no, había que esperar otra señal: conjetura, trabaja, cava cava viejo topo…

… Una máquina de coser (diferente de esas cuya propaganda se hacía con grabados, junto con la píldora para desarrollar los senos, y la gran águila que vuela entre las montañas llevando en sus garras una botella de la bebida regeneradora, Robur Le Conquérant, (R-C), que al funcionar hace girar una rueda, y la rueda un anillo, el anillo… ¿qué hace?, ¿qué capta el anillo? El cartelito ponía «las corrientes inducidas por el campo terrestre». Sin ningún pudor, lo pueden leer hasta los niños que visitan el museo por las tardes, total la humanidad estaba convencida de que la meta era otra, se podía hacer de todo, el experimento supremo, con decir que era para desarrollar la mecánica. Los Señores del Mundo nos han engañado durante siglos. Estábamos envueltos, vendados, seducidos por la Conjura, y nos dedicábamos a escribir himnos de alabanza a la locomotora.

Iba y venía. Habría podido imaginarme más pequeño, microscópico, y me habría visto como un viajero asombrado recorriendo las calles de una ciudad mecánica, fortificada con rascacielos metálicos. Cilindros, baterías, botellas de Leyden, unas encima de las otras, pequeño tiovivo de veinte centímetros de altura, tourniquet électrique à attraction et répulsion. Talismán para estimular las corrientes de simpatía. Colonnade étincelante formée de neuf tubes, électro-aimant, una guillotina: en el centro, y parecía un tórculo de imprenta, colgaban unos ganchos sujetos con cadenas de caballeriza. Un tórculo en el que se puede meter una mano, una cabeza que aplastar. Campana de vidrio movida por una bomba neumática de dos cilindros, una especie de alambique y debajo tiene una copa y a la derecha una esfera de cobre. Con esto cocinaba Saint-Germain sus tinturas para el landgrave de Hesse.

Un portapipas con una multitud de pequeñas clepsidras de gollete alargado como una mujer de Modigliani, llenas de una sustancia incierta, ordenadas en dos filas de diez, cada una rematada por una esfera de distinta altura, como pequeños globos a punto de despegar, retenidos por una bola pesada. Aparato para la producción del Rebis, a la vista de todos.

Sección de los cristales. Había retrocedido. Botellitas verdes, un sádico anfitrión estaba ofreciéndome venenos en quintaesencia. Máquinas de hierro para fabricar botellas, se abrían y se cerraban con dos manoplas, y si en lugar de la botella alguien metía la muñeca? Chac, lo mismo sucedería con esas enormes tenazas, esos tijerones, esos bisturíes de pico curvo que podían introducirse en el esfinter, en las orejas, en el útero, para extraer el feto aún fresco y machacarlo con miel y pimienta para saciar la sed de Astarté… La sala que atravesaba ahora tenía grandes vitrinas, divisaba botones para accionar punzones helicoidales que avanzarían inexorablemente hacia el ojo de la víctima, el Pozo y el Péndulo, estábamos al borde de la caricatura, las máquinas inútiles de Goldberg, los tornos de tortura en los que Pata de Palo metía al Ratón Mickey, l’engrenage extérieur à trois pignons, triunfo de la mecánica renacentista, Branca, Ramelli, Zonca, conocía esos engranajes, los había compaginado para la maravillosa aventura de los metales, pero aquí los habían colocado más tarde, en el siglo pasado, estaban preparados para reprimir a los sediciosos después de la conquista del mundo, los templarios habían aprendido de los Asesinos la técnica para hacer callar a Noffo Dei, el día que le capturasen, la esvástica de von Sebottendorff retorcería en el sentido del movimiento del Sol los dolientes miembros de los enemigos de los Señores del Mundo, todo preparado, esperaban una señal, todo estaba ante los ojos de todos, el Plan era público, pero nadie habría podido descubrirlo, fauces chirriantes habrían cantado su himno de conquista, gran orgía de bocas convertidas en puros dientes que se ensamblaban entre sí, en un espasmo de tic-tac, como si todos los dientes cayesen al suelo al mismo tiempo.

Por último había llegado ante el émetteur à étincelles soufflées proyectado para la Tour Eiffel, para la emisión de señales horarias entre Francia, Túnez y Rusia (templarios de Provins, paulicianos y Asesinos de Fez; Fez no está en Túnez y los Asesinos estaban en Persia, y qué, no se puede sutilizar cuando se habitan las espiras del Tiempo Sutil), yo había visto ya esa máquina enorme, más alta que yo, con las paredes perforadas por una serie de escotillas, tomas de aire, ¿quién quería convencerme de que era una radio? Pues claro, la conocía, aquella misma tarde había pasado junto a ella. ¡El Beaubourg!

Delante de nuestras narices. Y, en efecto, ¿para qué serviría ese inmenso cajón plantado en el centro de Lutecia (Lutecia, la escotilla del mar de fango subterráneo), donde antaño estuviera el Vientre de París, con esas trompas prensiles de corrientes aéreas, ese delirio de tuberías, de conductos, esa oreja de Dionisio desplegada hacia el vacío exterior para introducir sonidos, mensajes, señales, hasta el centro del globo, y devolverlos vomitando informaciones desde el infierno? Primero el Conservatoire, como laboratorio, después la Tour, como sonda, por último, el Beaubourg, como máquina receptora transmisora global. ¿O acaso habrían montado aquella enorme ventosa para entretener a cuatro estudiantes melenudos y hediondos que entraban allí para escuchar los últimos discos en un auricular japonés? Delante de nuestras narices. El Beaubourg como puerta de acceso al reino subterráneo de Agarttha, el monumento de los Equites Synarchici Resurgentes. Y los otros, dos, tres, cuatro billones de Otros, lo ignoraban, o se esforzaban por ignorarlo. Estúpidos e hílicos. Pero los Pneumáticos siempre fieles a su meta, durante seis siglos.

De repente encontré la escalinata. Bajé, extremando la cautela. Faltaba poco para la medianoche. Tenía que ocultarme en mi observatorio antes de que llegaran Ellos.

Creo que eran las once, o quizá todavía no. Atravesé la sala de Lavoisier sin encender la linterna, recordando las alucinaciones de la tarde, recorrí la galería de los modelos ferroviarios.

Ya había alguien en la nave. Veía unas luces, débiles y móviles. Oía ruidos de pasos, de objetos desplazados o arrastrados.

Apagué la linterna. ¿Tendría tiempo de alcanzar la garita? Me deslizaba junto a las vitrinas de los trenes, y no tardé en llegar hasta la estatua de Gramme, en el crucero. Erguida sobre su zócalo de madera, cúbico (¡la piedra cúbica de Esod!), parecía estar allí para vigilar la entrada del coro. Recordaba que más o menos mi Estatua de la Libertad estaba inmediatamente detrás de ella.

La cara anterior del zócalo estaba levantada hacia adelante formando una especie de pasarela en la que desembocaba un túnel. Y en efecto, vi salir a un individuo con un farol, quizá de gas, con vidrios de color, que le iluminaba el rostro de llamaradas rojizas. Me aplasté contra un rincón, y no me vio. Se le acercó alguien que venía del coro.

—Vite —dijo—, aprisa, dentro de una hora estarán aquí.

De modo que aquélla era la vanguardia, estaban preparando algo para la ceremonia. Si no eran muchos, aún podría eludirles y alcanzar la Libertad. Antes de que llegasen Ellos, quién sabía desde dónde, y cuántos, por el mismo camino. Permanecí agazapado un buen rato, siguiendo los reflejos de los faroles por la iglesia, la periódica alternancia de las luces, los momentos de mayor y menor intensidad. Calculaba cuánto se alejaban de la Libertad, y cuánto tiempo podía ésta quedar en la sombra. En determinado momento decidí arriesgarme, me deslicé por el lado izquierdo de Gramme, aplastándome con dificultad contra la pared, y contrayendo los músculos abdominales. Por suerte estaba flaco como un palillo. Lia… Me arrojé, deslizándome hacia la garita.

Para ser menos perceptible, me dejé caer al suelo y tuve que acurrucarme en posición casi fetal. Aceleré el castañeteo del corazón, los latidos de los dientes.

Tenía que relajarme. Respiré rítmicamente por la nariz, aumentando poco a poco la intensidad de aspiración. Creo que eso es lo que hacen los torturados para desmayarse y eludir el dolor. De hecho, sentí que lentamente me iba entregando al abrazo del Mundo Subterráneo.