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C’est une leçon par la suite. Quand votre ennemi se reproduira, car il n’est pas à son dernier masque, congédiez-le brusquement, et surtour n’allez pas le chercher dans les grottes.

(Jacques Cazotte, Le diable amoureux, 1772, página suprimida en las ediciones siguientes)

¿Y ahora, me preguntaba en el piso de Belbo, acabando de leer sus confesiones, qué debo hacer yo? A Garamond no tiene sentido que recurra, De Angelis se ha marchado, Diotallevi ha dicho todo lo que tenía que decir. Lia está lejos, en un sitio sin teléfono. Son las seis de la mañana del sábado 23 de junio, y si algo tiene que suceder sucederá esta noche, en el Conservatoire.

Debía decidir rápidamente. ¿Por qué, me preguntaba la otra noche en el periscopio, no decidiste hacer como si nada? Tenías ante ti los textos de un loco, que relataba sus coloquios con otros locos, y con un moribundo demasiado excitado, o demasiado deprimido. Ni siquiera estabas seguro de que Belbo te hubiera telefoneado desde París, quizá llamaba desde un lugar situado a pocos kilómetros de Milán, o desde la cabina de la esquina. ¿Por qué tenías que mezclarte en una historia a lo mejor imaginaria, y que no te incumbe?

Pero esto me lo preguntaba en el periscopio, mientras se me iban entumeciendo los pies, y menguaba la luz, y me invadía el miedo sobrenatural y naturalísimo que todo ser humano debe sentir cuando está solo, de noche, en un museo desierto. Aquella mañana, en cambio, no tenía miedo. Sólo curiosidad. Y quizá sentido del deber, o de la amistad.

Y pensé que debía ir a París yo también, no sabía muy bien para qué, pero no podía dejar solo a Belbo. Tal vez él esperaba eso de mí, sólo eso, que penetrara por la noche en la caverna de los thugs y que, cuando Suyodhana fuera a hundirle en el corazón el cuchillo de los sacrificios, yo irrumpiera bajo las bóvedas del templo con mis cipayos armados de fusiles cargados con metralla, y le salvara.

Por suerte llevaba un poco de dinero encima. En París cogí un taxi y me hice conducir a la rue de la Manticore. El taxista estuvo un buen rato protestando, porque no figuraba ni siquiera en los callejeros, esos que llevan ellos, y en efecto era una callejuela tan ancha como el pasillo de un tren, cerca de la vieja Bièvre, detrás de Saint Julien le Pauvre. El taxi ni siquiera podía entrar, y me dejó en la esquina.

Penetré vacilando en aquella calleja a la que no daba ninguna puerta, pero en una parte se ensanchaba un poco y allí estaba la librería. No sé por qué tenía el número 3, porque no había número uno ni dos, ni ningún otro número. Era una tienducha con un solo vano, y la mitad de la puerta hacía las veces de escaparate. A los lados, unas pocas docenas de libros, suficientes para dar una idea de la especialidad. Abajo, una serie de péndulos radiestésicos, paquetes polvorientos de bastoncillos de incienso, pequeños amuletos orientales o sudamericanos. Muchos mazos de cartas de tarot de diversos estilos y presentaciones.

El interior no era más agradable, una aglomeración de libros en las paredes y en el suelo, con una mesita al fondo, y un librero que parecía estar allí sólo para que un novelista pudiera escribir que era más viejo que sus libros. Estaba examinando un gran registro escrito a mano, desinteresándose de los clientes. Por lo demás, en ese momento sólo había un par de visitantes, que levantaban nubes de polvo al extraer de unas estanterías inestables viejos volúmenes, casi todos carentes de cubierta, y que se ponían a leer sin aparente intención de comprarlos.

El único espacio libre de estanterías estaba ocupado por un cartel. Colores chillones, una serie de retratos inscritos en círculos de doble borde, como los carteles del mago Houdini. «Le Petit Cirque de l’Incroyable. Madame Olcott et ses liens avec l’Invisible.» Una cara aceitunada y masculina, dos bandas de cabellos negros que se unían en un rodete en la nuca, un rostro que me pareció conocido. «Les Derviches Hurleurs et leur danse sacrée. Les Freaks Mignons, ou Les Petits-fils de Fortunio Liceti.» Una camarilla de monstruitos patéticamente repugnantes. «Alex et Denys, les Géants d’Avalon. Theo, Leo et Geo Fox, Les Enlumineurs de l’Ectoplasme…»

Realmente, en la librería Sloane se encontraba de todo, desde la cuna hasta la tumba, incluido el sano entretenimiento vespertino, donde llevar a los niños antes de machacarlos en el mortero. Oí sonar un teléfono y vi que el librero apartaba una pila de folios hasta extraer el auricular.

—Oui monsieur —estaba diciendo—, c’est bien ça.

Escuchó en silencio durante unos minutos, primero asintiendo con la cabeza, después adoptando un aire perplejo, pero, me pareció, dedicado a los presentes, como si todos pudieran oir lo que le estaban diciendo y él no quisiese hacerse responsable de ello. Después había adoptado esa actitud de indignación que exhibe el tendero parisino cuando le piden algo que no tiene, o la de los porteros al anunciar que el hotel está completo.

—Ah non, monsieur. Ah, ça… Non, non, monsieur, c’est pas notre boulot. Ici, vous savez, on vend des livres, on peut bien vous conseiller sur des catalogues, mais ça… Il s’agit de problèmes très personnels, et nous… Oh, alors, il-y-a, sais pas, moi, des curés, des… oui, si vous voulez, des exorcistes. D’accord, je le sais, on connaît des confrères qui se prêtent… Mais pas nous. Non, vraiment la description ne me suffit pas, et quand même… Désolé monsieur. Comment? Oui… si vous voulez. C’está un endroit bien connu, mais ne demandez pas mon avis. C’est bien ça, vous savez, dans ces cas, la confiance c’est tout. A votre service, monsieur.

Los otros dos clientes se habían marchado, me sentía incómodo. Al fin me decidí, tosí para atraer la atención del viejo y le dije que buscaba a un conocido, un amigo que solía ir por allí, monsieur Agliè. Me miró como si fuese el hombre que acababa de telefonear. Quizá, añadí, no le conociera con ese nombre, sino con el de Rakosky, o Soltikoff, o… Me seguía mirando, los ojos entrecerrados, inexpresivo, y se limitó a decirme que tenía amigos extraños, con muchos nombres. Entonces dije que no importaba, que se lo había preguntado por mera curiosidad. Espere, me dijo, ahora vendrá mi socio, quizá él conozca a la persona que usted busca. Mejor, siéntese, allá al fondo hay una silla. Haré una llamada para cerciorarme. Cogió el teléfono, marcó un número y se puso a hablar en voz baja.

Casaubon, pensé, eres más estúpido que Belbo. ¿Qué estás esperando? Que Ellos lleguen y digan, qué coincidencia, también ha llegado el amigo de Jacopo Belbo, venga, venga también usted…

Me puse de pie de golpe, saludé y salí. Recorrí en un minuto la rue de la Manticore, vagué por otras callejas, me encontré junto al Sena. Imbécil, pensaba, ¿qué pretendías? Llegar allí, encontrar a Agliè, cogerle por el pescuezo, él se excusa, ha sido una confusión, aquí tiene usted a su amigo, no le hemos tocado ni un cabello. Y ahora saben que también tú estás aquí.

Eran más de las doce del mediodía, por la noche algo sucedería en el Conservatoire. ¿Qué tenía que hacer? había tomado la rue Saint Jacques, y de vez en cuando me volvía para mirar hacia atrás. En determinado momento me pareció que me seguía un árabe. Pero, ¿por qué pensaba que era un árabe? La característica de los árabes es que no parecen árabes, al menos en París, en Estocolmo ya sería otra cosa.

Pasé por delante de un hotel, entré, pedí una habitación. Mientras subía con la llave por una escalera de madera que daba a un primer piso con barandilla, desde donde se veía la recepción, observé que entraba el supuesto árabe. Después vi en el pasillo otras personas que hubieran podido ser árabes. Lógico, en esa zona sólo había hoteles para árabes. ¿Qué esperaba?

Entré en la habitación. Era decente. Incluso había teléfono, lástima que no supiese a quién llamar.

Y allí me quedé dormido, inquieto, hasta las tres. Después me lavé la cara y me encaminé hacia el Conservatoire. Ya no me quedaba más remedio que entrar en el museo, permanecer allí después de la hora de cierre y esperar a la medianoche.

Eso fue lo que hice. Y pocas horas antes de la medianoche estaba en el periscopio, esperando algo.

Según algunos intérpretes, Neṣaḥ es la sĕfirah de la Resistencia, del Aguante, de la Paciencia Constante. En efecto, nos esperaba una Prueba. Pero según otros intérpretes es la Victoria. ¿La victoria de quién? quizá en aquella historia de derrotados, de diabólicos burlados por Belbo, de Belbo burlado por los diabólicos, de Diotallevi burlado por sus células, el único victorioso por el momento era yo. Estaba al acecho en el periscopio, yo sabía que los otros vendrían, los otros no sabían que yo estaba allí. La primera parte de mi proyecto se había cumplido conforme a mis planes.

¿Y la segunda? ¿Se ajustaría a mis planes, o al Plan, que ya no me pertenecía?