Y así sucedió a Rabí Ismahel ben Eliša con sus discípulos, que estudiaron el libro Yĕṣirah y equivocaron los movimientos y caminaron hacia atrás, y acabaron hundiéndose ellos mismos en la tierra hasta el ombligo, por la fuerza de las letras.
(Pseudo Saadya, Comentario al Séfer Yĕṣirah)
Nunca le había visto tan albino, aunque ya casi no tenía pelos, ni cabello, ni cejas, ni párpados. Parecía una bola de billar.
—Perdona —le dijo—, ¿puedo contarte lo que me sucede?
—Adelante. A mí ya no me sucede nada ni por casualidad. He pasado del azar a la necesidad. Con ene mayúscula.
—Me he enterado de que han descubierto una terapia. Estas cosas devoran a los veinteañeros, pero en los de cincuenta van lentamente, y dan tiempo para encontrar una solución.
—Eso será en tu caso. Yo aún no tengo cincuenta años. Mi cuerpo todavía es joven. Tengo el privilegio de morir más aprisa que tú. Ya ves que me cuesta hablar. Cuéntame tu historia, así descanso.
Por obediencia, por respeto, Belbo le contó toda su historia.
Entonces Diotallevi, respirando como respira la Cosa en las películas de ciencia ficción, habló. Y ya tenía esa transparencia de la Cosa, esa falta de límite entre lo exterior y lo interior, entre la piel y la carne, entre el leve vello rubio que aún asomaba por el pijama, abierto sobre el vientre, y la mucilaginosa sucesión de vísceras que sólo los rayos equis, o una enfermedad muy avanzada, logran poner de manifiesto.
—Jacopo, yo estoy aquí, en la cama, y no puedo ver lo que sucede afuera. Por lo que sé, eso que me cuentas sucede sólo dentro de ti o sucede afuera. En uno y otro caso, ya seas tú o el mundo el que se ha vuelto loco, lo mismo da. En ambos casos alguien ha elaborado, mezclado y superpuesto más de lo debido las palabras del Libro.
—¿Qué quieres decir?
—Hemos pecado contra la Palabra, la Palabra que ha creado el mundo y lo mantiene en pie. Ahora estás siendo castigado, como lo estoy siendo yo. No hay diferencia entre tú y yo.
Apareció una enfermera, le dio algo para humedecer los labios, a Belbo le dijo que no había que cansarle, pero Diotallevi se rebeló:
—Déjeme en paz. Debo decirle la Verdad. ¿Usted conoce la Verdad?
—Oh, yo, qué cosas pregunta usted…
—Entonces márchese. Debo decirle algo importante a mi amigo. Escúchame, Jacopo. Así como el cuerpo del hombre tiene miembros, articulaciones y órganos, también la Torah los tiene, ¿vale? Y así como la Torah tiene miembros, articulaciones y órganos, también el cuerpo del hombre los tiene, ¿vale?
—Vale.
—Y rabí Meir, cuando estudiaba con rabí Akiba, mezclaba vitriolo en la tinta, y el maestro no decía nada. Pero cuando rabí Meir le preguntó a rabí Ismahel si obraba bien, éste le dijo: Hijo mío, sé prudente en tu trabajo, porque es un trabajo divino, y sólo con que omitas una letra o escribas una de más, destruirás el mundo entero… Nosotros hemos intentado reescribir la Torah, pero no nos hemos preocupado por una letra más o una letra menos…
—Estábamos bromeando…
—No se bromea con la Torah.
—Pero nosotros estábamos bromeando con la historia, con los escritos de los otros…
—¿Acaso hay algún escrito que funde el mundo y no sea el Libro? Dame un poco de agua, no, con el vaso no, moja ese pañuelo. Gracias. Ahora escucha. Mezclar las letras del Libro significa mezclar el mundo. Es inevitable. Cualquier libro, incluso la cartilla escolar. Esos individuos, como tu doctor Wagner, ¿no dicen que uno que juega con las palabras y hace anagramas y trastorna el léxico tiene cosas feas en el alma y odia al padre?
—No es eso exactamente. Esos son psicoanalistas, dicen eso para ganar dinero, no son tus rabinos.
—Rabinos, todos rabinos. Todos hablan de lo mismo. ¿O crees que los rabinos que hablaban de la Torah estaban hablando de un rollo? Hablaban de nosotros, que tratamos de rehacer nuestro cuerpo a través del lenguaje. Ahora escucha. Para manipular las letras del Libro es necesario tener mucha piedad, y nosotros no la hemos tenido. Todo libro lleva entretejido el nombre de Dios, y nosotros hemos hecho anagramas con todos los libros de la historia, sin rezar. No digas nada, escucha. El que se ocupa de la Torah mantiene el mundo en movimiento, y mantiene en movimiento su cuerpo mientras lee, o reescribe, porque no hay parte del cuerpo que no tenga su equivalente en el mundo… Moja el pañuelo, gracias. Si alteras el Libro, alteras el mundo, si alteras el mundo alteras el cuerpo. Esto no lo hemos entendido. La Torah deja salir una palabra de su escriño, ésta aparece un momento y en seguida se oculta. Y sólo por un momento se revela a su amante. Es como una mujer bellísima que se oculta en un cuartito recóndito de su palacio. Tiene un solo amante, cuya existencia todos ignoran. Y si alguien que no es él quiere violarla, tocarla con sus sucias manos, se rebela. Ella conoce a su amante, abre una rendijita y se asoma un instante. Y en seguida vuelve a ocultarse. La palabra de la Torah sólo se revela a quien la ama. Y nosotros hemos tratado de hablar de libros sin amor y por irrisión…
Belbo volvió a mojarle los labios con el pañuelo.
—¿Y entonces?
—Entonces hemos querido hacer lo que no nos estaba permitido, algo para lo que no estábamos preparados. Manipulando las palabras del Libro hemos querido fabricar el Golem.
—No entiendo…
—Ya no puedes entender. Eres prisionero de tu criatura. Pero tu historia todavía transcurre en el mundo externo. No sé cómo, pero puedes salirte de ella. En mi caso es distinto, yo estoy experimentando en mi cuerpo lo que hemos hecho jugando con el Plan.
—No digas tonterías, lo tuyo es un asunto de células…
—¿Y qué son las células? Durante meses, como rabinos devotos, hemos pronunciado con nuestros labios distintas combinaciones de las letras del Libro. GCC, CGC, GCG, CGG. Nuestras células aprendían lo que decían nuestros labios. ¿Qué han hecho mis células? Han inventado otro Plan, y ahora funcionan por su cuenta. Mis células están inventando una historia que no es como la de todos. Mis células han aprendido que se puede blasfemar haciendo anagramas con el Libro y con todos los libros del mundo. Y esto es lo que han aprendido a hacer con mi cuerpo. Invierten, trasponen, alternan, permutan, crean células nunca vistas, y sin sentido, o con sentidos opuestos al sentido justo. Tiene que haber un sentido justo y otros equivocados, si no, es la muerte. Pero ellas juegan, sin fe, a ciegas. Jacopo, en estos meses, mientras pude leer, leí muchos diccionarios. Estudié historias de palabras para entender lo que estaba sucediendo en mi cuerpo. Es lo que hacemos los rabinos. ¿Has pensado alguna vez que el término retórico metátesis es similar al término oncológico metástasis? ¿Qué es la metátesis? En lugar de «prelado» se dice «perlado». En lugar de «rosa», «raso». Es la Tĕmurah. El diccionario dice que metathesis significa desplazamiento, mutación. Y metástasis significa mutación y desplazamiento. Qué estúpidos, los diccionarios. La raíz es la misma, el verbo metatithemi o el verbo methistemi. Pero metatithemi significa pongo en el medio, traslado, transfiero, pongo en lugar de, revoco una ley, cambio el sentido. ¿Y methistemi? Significa lo mismo, traslado, permuto, traspongo, cambio la opinión común, pierdo el juicio. Nosotros, y todo aquel que busque un sentido secreto más allá de la letra, hemos perdido el juicio. Y eso han hecho mis células, obedientes. Por esto me estoy muriendo, Jacopo, y tú lo sabes.
—Ahora dices estas cosas porque estás mal…
—Ahora las digo porque finalmente he comprendido todo lo que sucede en mi cuerpo. Lo he estudiado día tras día, sé lo que le pasa, sólo que no puedo intervenir, las células ya no obedecen. Muero porque he convencido a mis células de que no existe una regla, y de que con un texto se puede hacer lo que se quiera. He dedicado mi vida a convencerme de eso, yo, con mi cerebro. Y mi cerebro debe de haberles transmitido ese mensaje, a ellas. ¿Por qué he de pretender que sean más prudentes que mi cerebro? Muero porque nuestra fantasía ha superado todos los límites.
—Oye, lo que te sucede no tiene nada que ver con nuestro Plan…
—¿No? ¿Y entonces por qué a ti te sucede lo que te está sucediendo? El mundo ha empezado a comportarse como mis células.
Se dejó caer, exhausto. Entró el médico y dijo siseando en voz baja que a un moribundo no podía sometérsele a esas tensiones.
Belbo salió, y fue la última vez que vio a Diotallevi.
De acuerdo, escribía después, a mí me busca la policía por las mismas causas por las que Diotallevi tiene un cáncer. Pobre amigo, él se está muriendo, pero yo, yo que no tengo un cáncer, ¿qué hago? Me voy a París a buscar la regla de la neoplasia.
No se había rendido en seguida. Se había encerrado cuatro días en su casa, había ordenado sus files, frase tras frase, en busca de una explicación. Después había escrito su relato, como un testamento, para sí mismo, para Abulafia, para mí o para quienquiera que hubiera podido leerlo. Y por fin, el martes se había ido.
Creo que Belbo fue a París para decirles que no había secretos, que el verdadero secreto consistía en dejar que las células discurriesen según su sabiduría instintiva, que a fuerza de buscar secretos debajo de la superficie se estaba convirtiendo al mundo en un cáncer inmundo. Y que más inmundo y más estúpido que nadie era él, que no sabía nada y se lo había inventado todo, y debía de costarle mucho, pero ya hacía demasiado tiempo que había aceptado la idea de que era un cobarde, y De Angelis le había demostrado que héroes hay muy pocos.
En París debió de haber tenido el primer contacto y se dio cuenta de que Ellos no creían sus palabras. Eran demasiado sencillas. Esperaban una revelación, so pena de muerte. Belbo no tenía ninguna revelación que hacer y, última entre sus cobardías, había tenido miedo de morir. Entonces había tratado de hacer perder su rastro, y me había telefoneado. Pero le habían cogido.