Saint-Germain… Un hombre muy fino y agudo… Decía que estaba en poder de toda clase de secretos… Utilizaba a menudo, en sus apariciones, ese famoso espejo mágico al que debía parte de su fama… Como evocaba mediante efectos catóptricos, sombras esperadas, y casi siempre reconocidas, su contacto con el otro mundo era cosa probada
(Le Coulteux de Canteleu, Les sectes et les sociétés secrètes, París, Didier, 1863, pp. 170-171)
Belbo se sintió perdido. Todo estaba claro. Agliè pensaba que su historia era cierta, quería el mapa, le había tendido una trampa, y ahora le tenía en su poder. O Belbo iba a París, a revelar lo que no sabía (pero sólo él sabía que no lo sabía: yo me había marchado sin dejar las señas, Diotallevi se estaba muriendo), o toda la policía de Italia se le echaría encima.
Pero, ¿era posible que Agliè se hubiese prestado a un juego tan sórdido? ¿Qué podía ganar con ello? Tenía que coger por el pescuezo a ese viejo loco, sólo arrastrándole hasta la jefatura de policía podría salir de aquello.
Cogió un taxi y se dirigió a la casa, cerca de piazza Piola. Ventanas cerradas y en la verja un cartel de una inmobiliaria: SE ALQUILA. Era cosa de locos, Agliè vivía allí hasta hacía una semana, él mismo le había telefoneado. Llamó a la puerta de la casa de al lado. ¿Ese señor? Se había mudado justo ayer. No tengo sus nuevas señas, apenas le conocía de vista era una persona muy reservada, creo que siempre estaba de viaje.
Lo único que podía hacer era preguntar en la agencia. Pero allí no sabían quién era Agliè. La casa había sido alquilada en su día por una empresa francesa. Los pagos llegaban regularmente por vía bancaria. El contrato había sido rescindido veinticuatro horas antes de la mudanza, y habían renunciado al reintegro del depósito de garantía. Todos los contactos habían sido por carta y con un tal señor Ragotgky. Eso era todo lo que sabían.
Parecía imposible. Rakosky o Ragotgky, comoquiera que se llamase era el misterioso visitante del coronel, buscado por el astuto De Angelis y la Interpol, y resultaba que ahora iba por el mundo alquilando casas. En nuestra historia, el Rakosky de Ardenti era una reencarnación del Rakovsky de la Okrana, y éste una reencarnación del conocido Saint-Germain. ¿Pero qué tenía que ver con Agliè?
Belbo fue a la editorial, subió como un ladrón y se encerró en su despacho. Trató de atar cabos.
Era como para perder la razón, y Belbo estaba seguro de haberla perdido. Y nadie con quien hablar. Y mientras se secaba el sudor, hojeaba casi maquinalmente los originales que había sobre su escritorio, llegados el día anterior, sin saber qué se hacía, y de repente, al pasar una página, había visto escrito el nombre de Agliè.
Miró el titulo del texto. El opúsculo de un diabólico cualquiera: La verdad sobre el Conde de Saint-Germain. Releyó la página. En ella se citaba la biografía que escribiera Chacornac, según la cual Claude-Louis de Saint-Germain se había hecho pasar sucesivamente por Monsieur de Surmont, conde Soltikoff, Mister Welldone, marqués de Belmar, príncipe Rackoczi o Ragozki, y muchos otros, pero sus nombres de familia eran conde de Saint-Martin y marqués de Agliè, por una posesión de sus antepasados en el Piamonte.
Perfecto, ahora Belbo podía estar tranquilo. No sólo le tenían acorralado acusándole de terrorista, no sólo el Plan era verdadero, no sólo Agliè había desaparecido de la noche a la mañana, y no era un mitómano, sino que era el verdadero e inmortal conde de Saint-Germain, y tampoco había hecho nada para ocultarlo. Lo único verdadero, en aquel torbellino de falsedades que estaban ocurriendo, era su nombre. O tal vez no, también su nombre era falso, Agliè no era Agliè, pero no importaba quién fuese realmente, porque de hecho, y durante años, había estado comportándose como el personaje de una historia que sólo más tarde inventariamos nosotros.
Comoquiera que fuese, a Belbo no le quedaba otra opción. Al desaparecer Agliè, ya no podía indicarle a la policía quién le había entregado el maletín. Y suponiendo que hubiera logrado convencer a la policía, habría salido a relucir que quien le había dado el maletín era un individuo buscado por homicidio, y que desde hacía al menos un par de años Belbo lo tenía como asesor. Bonita coartada.
Pero para poder concebir toda esa historia, que ya de por si era bastante novelesca, y para inducir a la policía a que se la creyese, era necesario presuponer otra que iba más allá incluso que la misma ficción. A saber, que el Plan inventado por nosotros coincidía punto por punto, incluida la desenfrenada búsqueda final del mapa, con un plan verdadero en el que ya Agliè, Rakosky, Rakovsky, Ragotgky, el señor de la barba, el Tres, y todos, hasta los templarios de Provins, estaban implicados de antemano. Y que el coronel tenía razón. Pero que al mismo tiempo se había equivocado, porque en definitiva nuestro Plan no era igual que el suyo, y, si el suyo era cierto, ya no podía serlo el nuestro, y viceversa, de modo que, si teníamos razón nosotros, ¿por qué diez años antes Rakosky le había robado al coronel un informe falso?
Con sólo leer lo que Belbo le había confiado a Abulafia la otra mañana, tuve ganas de golpearme la cabeza contra la pared. Para convencerme de que la pared, al menos la pared, era real. Me imaginaba cómo debía de haberse sentido él, Belbo, aquel día, y en los días que siguieron. Pero no quedaba ahí la cosa.
En busca de alguien que pudiera escuchar sus preguntas, había telefoneado a Lorenza. No estaba. Algo le dijo que no volvería a verla. De alguna manera, Lorenza era una criatura inventada por Agliè. Agliè era una criatura inventada por Belbo, y Belbo ya no sabía quién le había inventado a él. Volvió a coger el periódico. Lo único cierto era que el hombre del retrato robot era él. Para acabar de convencerle, en ese mismo momento recibió, allí, en la oficina, una nueva llamada. El mismo acento balcánico las mismas recomendaciones. La cita en París.
—Pero, ¿quiénes son? —gritó Belbo.
—Somos el Tres —respondió la voz—. Y sobre el Tres usted sabe más que nosotros.
Entonces tomó una decisión. Cogió el teléfono y llamó a De Angelis. En la jefatura de policía se habían andado con rodeos, por lo visto el comisario ya no trabajaba allí. Después, ante su insistencia, le habían puesto con un despacho.
—Vaya, vaya, el doctor Belbo —dijo De Angelis en un tono que a Belbo le pareció sarcástico—. Me encuentra por casualidad. Estoy haciendo las maletas.
—¿Las maletas? —Belbo temió que se tratase de una alusión.
—Me han transferido a Cerdeña. Parece que es un trabajo tranquilo.
—Doctor De Angelis, necesito hablarle con urgencia. Es por aquella historia…
—¿Qué historia?
—La historia del coronel. Y también por esa otra… Cierta vez usted le preguntó a Casaubon si había oído hablar del Tres. Pues yo he oído hablar de él. Tengo cosas importantes que decirle.
—No me las diga. Ya no es asunto mío. Además, ¿no le parece que es un poco tarde?
—Si, reconozco que hace años le oculté algo. Pero ahora quiero hablarle.
—No, doctor Belbo, no me hable. Por lo pronto, sepa que sin duda alguien está escuchando nuestra conversación, y quiero que se sepa que no quiero oír nada ni sé nada. Tengo dos hijos. Pequeños. Y alguien me ha dado a entender que podría sucederles algo. Y, para demostrarme que no bromeaban, ayer por la mañana, mi mujer puso en marcha el coche y el maletero saltó por los aires. Era una carga muy pequeña, poco más grande que un petardo, pero bastante para hacerme comprender que si quieren pueden. He ido a ver al jefe y le he dicho que siempre he cumplido con mi deber, incluso más de lo necesario, pero que no soy ningún héroe. Podría dar incluso mi vida, pero no la de mi mujer y los niños. He pedido que me transfiriesen. Y después he ido a decirles a todos que soy un cobarde, que estoy cagado de miedo. Y ahora se lo digo también a usted y a los que nos están escuchando. He arruinado mi carrera, he perdido el respeto de mí mismo, sin rodeos, me doy cuenta de que soy un hombre sin honor, pero quiero salvar a mi familia. Me han dicho que Cerdeña es muy bonito, ni siquiera tendré que ahorrar para que los niños veraneen en el mar. Adiós.
—Espere, el asunto es grave, estoy en apuros…
—¿Conque en apuros? Realmente, me alegro. Cuando le pedí ayuda, no me la dió. Y tampoco su amigo Casaubon. Pero ahora que está en apuros recurre a mí. También yo estoy en apuros. Ha llegado tarde. La policía está al servicio del ciudadano, como dicen en las películas, ¿no está pensando en ello? Pues bien, diríjase a la policía, o sea a mi sucesor.
Belbo colgó. No faltaba ni un detalle: hasta le habían impedido recurrir al único policía que hubiera podido creerle.
Después pensó que Garamond, con todos sus conocidos, prefectos, jefes de policía, altos funcionarios, podría echarle una mano. Corrió a verle.
Garamond escuchó con gentileza su historia, interrumpiéndole con corteses exclamaciones tales como «no me diga», «las cosas que hay que oír», «pero si parece una novela, aún diría más, algo inventado». Después juntó las manos, miró a Belbo con infinita simpatía, y dijo:
—Hijo mío, y permita que le llame así porque bien podría ser su padre, bueno, su padre quizá no, porque aún soy un hombre joven, aún diría más, juvenil, pero sí un hermano mayor, si usted permite. Le hablaré con el corazón en la mano, hace tantos años que nos conocemos. Tengo la impresión de que usted está sobreexcitado, en el límite de sus fuerzas, con los nervios destrozados, aún diría más, le veo cansado. Y no crea que no valoro su esfuerzo, me consta que se entrega en cuerpo y alma a las tareas de la editorial, y un día habrá que tomarlo en cuenta también en términos, como le diría, materiales, porque, vaya, a nadie le amarga un dulce. Pero, si estuviese en su lugar, me tomaría unas vacaciones. Me dice que se encuentra en una situación incómoda. Francamente, no me lo tomaría tan a la tremenda, aunque permítame decirle que para Garamond sería desagradable que uno de sus empleados, el mejor, se viese envuelto en una historia poco clara. Me ha dicho que alguien quiere que vaya a París. No quiero conocer detalles, simplemente le creo. ¿Qué hacer? Pues vaya, ¿no es mejor aclarar las cosas en seguida? Me ha dicho que se encuentra en términos, cómo diría, conflictivos con un caballero como el doctor Agliè. No quiero saber qué ha sucedido exactamente entre ustedes, y yo que usted no daría demasiada importancia a ese caso de homonimia al que se ha referido. Piense en toda la gente que se llama Germani. Si Agliè le envía, lealmente, un mensaje para decirle que vaya a París, que allí se aclarará todo, pues bien, vaya a París, que tampoco es para tanto. En las relaciones humanas hay que ser claro. Vaya a París y si tiene algo en la boca del estómago no sea reticente. Hay que ir con el corazón en la mano. ¡A qué andarse con tanto secreto! Si no he entendido mal, el doctor Agliè está resentido porque usted no quiere decirle dónde está cierto mapa, plano, mensaje, no sé qué cosa, que usted tiene y con la que no se hace nada, y que quizá al bueno de Agliè le interesa por razones de estudio. ¿Acaso no estamos al servicio de la cultura, o me equivoco? Pues vaya y entréguele ese mapa o atlas o plano topográfico, del que no quiero saber nada. Desde luego, si tanto le interesa a Agliè, por alguna razón será, sin duda respetable, un caballero siempre es un caballero. Vaya a París, un buen apretón de manos y a otra cosa. ¿De acuerdo? Y no se preocupe tanto. Ya sabe que siempre estoy aquí. —Después oprimió una tecla del intercomunicador—: Señora Grazia… Claro, no está, cuando la necesito nunca está. Usted tiene problemas, estimado Belbo, si supiese los que tengo yo. Hasta pronto. Si ve en el pasillo a la señora Grazia, dígale que venga a verme. Y, por favor, descanse.
Belbo salió. La señora Grazia no estaba en la secretaría, vio que se encendía la luz roja de la línea privada de Garamond, que, evidentemente, estaba llamando a alguien. No pudo resistir la tentación (creo que era la primera indiscreción que cometía en su vida). Cogió el auricular y escuchó. Garamond le estaba diciendo a alguien:
—No se preocupe. Creo que le he convencido. Irá a París… Era mi deber. No tiene nada que agradecerme, pertenecemos a la misma caballería espiritual.
O sea que también Garamond estaba en el secreto. ¿En qué secreto?
En el que sólo él, Belbo, podía revelar. Un secreto inexistente.
Ya era de noche. Fue al Pílades, cruzó unas pocas palabras con cualquiera, se excedió con el alcohol. A la mañana siguiente fue a ver al único amigo que le quedaba. Diotallevi. Fue a pedirle ayuda a un hombre que se estaba muriendo.
Luego dejaría en Abulafia un relato febril de esta última conversación, una recapitulación en la que me resultaba imposible distinguir entre lo que era de Diotallevi y lo que era de Belbo, porque en ambos casos era como el susurro de quien dice la verdad consciente de que ya ha pasado el momento de juguetear con las ilusiones.