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¿Cuál es la influencia oculta que actúa en la prensa, y en todos los movimientos subversivos que hay a nuestro alrededor? ¿Se trata de varios Poderes? ¿O hay un Poder, un grupo invisible que dirige a todos los demás: el círculo de los Verdaderos Iniciados?

(Nesta Webster, Secret Societies and Subversive Movements, London, Boswell, 1924, p. 348)

Quizá se habría olvidado de esta idea. Quizá le habría bastado con escribirla. Quizá habría sido suficiente con que volviera a ver pronto a Lorenza. El deseo habría vuelto a invadirle, le habría obligado a pactar con la vida. Pero justo aquel lunes, por la tarde, Agliè se le había presentado en la oficina, perfumado con colonias exóticas, sonriente, para entregarle unos originales que debían descartarse y que, según dijo, había leído durante un espléndido fin de semana en la Riviera. Aquello había bastado para reavivar el rencor de Belbo, quien decidió burlarse de él, mostrarle el heliotropo.

Procediendo, pues, como el burlador de Boccaccio, le insinuó que hacía más de diez años que se sentía oprimido por un secreto iniciático. Un tal coronel Ardenti, que decía haber descubierto el Plan de los templarios le había entregado un manuscrito… El coronel había sido secuestrado o asesinado por alguien que se había apoderado de sus papeles, pero, al marcharse de Garamond, Ardenti sólo llevaba consigo un texto cebo, deliberadamente inexacto, fantasioso, incluso pueril, cuyo único objetivo era dar a entender que había descubierto el mensaje de Provins y las notas definitivas de Ingolf, las que sus asesinos aún estaban buscando. Sin embargo una carpeta bastante delgada, que apenas contenía una decena de páginas, entre las que figuraba el texto verdadero, el que Ardenti encontrara realmente entre los papeles de Ingolf, había quedado en manos de Belbo.

Qué curioso, reaccionó Agliè, cuénteme, cuénteme. Y Belbo le contó. Le contó todo el Plan, tal como lo habíamos concebido, presentándolo como la revelación de aquel remoto manuscrito. Incluso le dijo, adoptando un tono aún más circunspecto y confidencial, que también un policía, un tal De Angelis, había estado a punto de descubrir la verdad, pero él, Belbo había protegido con una hermética, era el caso de decirlo, barrera de silencio aquel supremo secreto de la humanidad. Un secreto que en definitiva se reducía al secreto del mapa.

Entonces hizo una pausa, muy elocuente como todas las grandes pausas. Su reticencia sobre la verdad final garantizaba la verdad de las premisas. Nada, para quien realmente cree en una tradición secreta (ése era su cálculo), es más fragoroso que el silencio.

—Muy interesante, muy interesante —dijo Agliè con aire de estar pensando en otra cosa, mientras extraía su tabaquera del chaleco—. ¿Y… el mapa?

Belbo pensaba: Viejo voyeur, te estás excitando, te lo tienes merecido, con todos esos aires de Saint-Germain apenas eres un bribón que se gana la vida jugando al monte, y luego vas y le compras el Coliseo al primer bribón más bribón que tú. Ahora te envío a buscar mapas, así desapareces en las entrañas de la tierra, arrastrado por las corrientes telúricas, y te rompes la cabeza contra el polo sur de algún clavijero céltico.

Con aire circunspecto:

—Desde luego, en el manuscrito también figuraba el mapa, es decir su descripción precisa, y la referencia al original. Es sorprendente, no sabe usted qué simple era la solución del problema. El mapa estaba al alcance de todos, millares de personas han pasado todos los días delante de él, desde hace siglos. Por lo demás, el sistema de orientación es tan elemental que basta con memorizar su esquema, y el mapa podría reproducirse acto seguido, en cualquier parte. Tan simple y tan imprevisible… Mire usted, lo digo sólo para que se haga una idea, es como si el mapa estuviese inscrito en la pirámide de Keops, desplegado ante la vista de todos, y durante siglos todos han leído y releído y descifrado la pirámide en busca de otras alusiones, otros cálculos, sin intuir su increíble, espléndida simplicidad. Una obra maestra de inocencia. Y de perfidia. Los templarios de Provins eran unos magos.

—Realmente, ha despertado mi curiosidad. ¿No podría mostrármelo?

—Debo confesarle que lo he destruido todo, las diez páginas y el mapa. Estaba asustado. ¿Me comprende, verdad?

—No me dirá que ha destruido un documento tan importante…

—Lo he destruido, pero ya le he dicho que la revelación era de una simplicidad absoluta. El mapa está aquí —y se tocaba la frente, tenía ganas de echarse a reír, porque pensaba en el chiste del alemán que dice «lo tengo todo aqví, en mi kulo»—. Hace más de diez años que llevo dentro ese secreto, más de diez años que tengo ese mapa aquí —y volvía a tocarse la frente—, como una obsesión, y me aterra pensar en el poder que adquiriría si sólo me decidiese a entrar en posesión de la herencia de los Treinta y Seis Invisibles. ¿Comprende ahora por qué he convencido a Garamond de que publicara Isis Desvelada y la Historia de la Magia? Estoy esperando el contacto justo.

Después, cada vez más compenetrado con el papel que estaba representando, y para acabar de poner a prueba a Agliè, le repitió casi literalmente las encendidas palabras que Arsène Lupin pronuncia ante Beautrelet al final de L’Aiguille Creuse: «En ciertos momentos mi poder llega a marearme. Estoy ebrio de fuerza y de autoridad.»

—Pero bueno, amigo Belbo —dijo Agliè—, ¿no estará dando demasiado crédito a las fantasías de un exaltado? ¿está seguro de que el texto era auténtico? ¿Por qué no se fia de mi experiencia en estos temas? Si supiese cuántas revelaciones de este tipo he visto a lo largo de mi vida, al menos tengo el mérito de haber demostrado su incoherencia. Me bastaría con echar un vistazo al mapa para saber si es auténtico. Puedo jactarme de tener algunos conocimientos, modestos quizá, pero precisos, en materia de cartografía tradicional.

—Doctor Agliè —dijo Belbo—, usted sería el primero en recordarme que un secreto iniciático revelado pierde todo su poder. He callado durante años, de modo que puedo seguir callando.

Y callaba. También Agliè, fuese o no un mentecato, se tomaba en serio su papel. Había pasado largos años deleitándose con secretos impenetrables y creía firmemente, a esas alturas, que los labios de Belbo seguirían sellados para siempre.

En ese momento entró Gudrun y anunció que la cita en Bolonia era para el viernes al mediodía.

—Puede coger el TEE de la mañana —dijo.

—El TEE es un tren delicioso —dijo Agliè—. Pero siempre hay que reservar asiento, sobre todo en esta época del año.

Belbo dijo que incluso a último momento se encontraba sitio, aunque sólo fuese en el coche restaurante, donde servían el desayuno.

—Le deseo éxito —dijo Agliè—. Bella ciudad, Bolonia. Pero tan calurosa en junio…

—Sólo estaré dos o tres horas. Tengo que discutir un texto de epigrafía, tenemos problemas con las reproducciones. —Y de golpe había añadido—: Estas no son mis vacaciones todavía. Me las tomaré hacia el solsticio de verano, quizá me decida a… Me habrá entendido. Confio en su discreción. Le he hablado como a un amigo.

—Sé callar incluso mejor que usted. En todo caso le agradezco la confianza, de veras.

Y se marchó.

A Belbo aquel encuentro le había tranquilizado. Victoria completa de su narratividad astral sobre las miserias y vergüenzas del mundo sublunar.

Al día siguiente le telefoneó Agliè:

—Le ruego que me disculpe, estimado amigo. Me veo ante un pequeño problema. Como usted sabe, practico un modesto comercio de libros antiguos. Esta noche me llegará desde París una docena de volúmenes encuadernados, del siglo XVIII. Son obras de cierto valor que debo entregar absolutamente a mi corresponsal de Florencia mañana. Debería llevarlas personalmente, pero tengo otro compromiso. Se me ha ocurrido una solución. Usted tiene que ir a Bolonia. Yo podría esperarle junto al tren, unos diez minutos antes de la salida, y entregarle un maletín, usted lo pone en la rejilla y lo deja allí cuando se apee en Bolonia, en todo caso podría tomar la precaución de marcharse en último lugar para estar seguro de que nadie lo coja. En Florencia subirá mi corresponsal y lo retirará antes de que el tren vuelva a partir. Sé que para usted será un incordio, pero si puede hacerme este favor le estaré eternamente agradecido.

—Con mucho gusto —respondió Belbo—, pero ¿cómo hará su amigo de Florencia para saber dónde he dejado el maletín?

—Soy más previsor que usted y he reservado un asiento, el 45, coche número 8. Lo he reservado hasta Roma, así no lo ocupará nadie ni en Bolonia ni en Florencia. Ya ve, a cambio de la molestia que le creo, le ofrezco la seguridad de viajar sentado, sin tener que acomodarse en el coche restaurante. No me he atrevido a comprar el billete, no quería que pensase que pretendía saldar mi deuda de gratitud de una forma tan poco delicada.

Es todo un caballero, pensó Belbo. Me enviará una caja de vinos selectos. Para que los beba a su salud. Ayer quería hacerle desaparecer y ahora hasta le estoy haciendo un favor. Paciencia, no puedo negarme.

El miércoles por la mañana, Belbo llegó temprano a la estación, compró el billete para Bolonia y encontró a Agliè junto al coche número 8, con el maletín. Pesaba bastante, pero no era demasiado grande.

Belbo lo colocó encima del asiento 45, y se instaló con su fajo de periódicos. La noticia del día eran los funerales de Berlinguer. Al cabo de un momento, un señor de barba ocupó el asiento de al lado. Belbo tuvo la impresión de haberle visto antes (más tarde pensaría que era uno de los que habían participado en la fiesta del Piamonte, pero tampoco estaba seguro). A la hora de partir, el compartimiento estaba lleno.

Belbo leía su periódico, pero el viajero de la barba trataba de entablar conversación con todos. Había empezado hablando del calor, de la ineficacia del sistema de aire acondicionado, del hecho de que en junio uno nunca sabe si vestirse con ropa de verano o de entretiempo. Había dicho que lo más indicado era un blazer ligero, como el de Belbo, y le había preguntado si era inglés. Belbo respondió que era inglés, de Burberry, y volvió a sumirse en la lectura.

—Son los mejores —dijo el señor—, pero éste es particularmente elegante, porque no tiene esos botones dorados tan llamativos. Permítame que le diga que combina muy bien con la corbata color burdeos.

Belbo agradeció y volvió a desplegar el periódico. El señor siguió hablando con los otros de lo difícil que es combinar las corbatas con las chaquetas. Belbo leía. Lo sé, pensaba, todos me miran como un maleducado, pero subo al tren para no tener relaciones humanas. Ya tengo demasiadas en tierra.

Entonces el señor le dijo:

—¡Cuántos periódicos lee usted! ¡Y de todas las tendencias! Debe de ser juez, o político.

Belbo respondió que no, que trabajaba en una editorial especializada en metafísica árabe. Lo dijo con la esperanza de aterrorizar al adversario.

Y era evidente que el otro se había aterrorizado.

Después llegó el revisor. Preguntó por qué Belbo tenía un billete para Bolonia si la reserva era hasta Roma. Belbo dijo que había cambiado de idea en el último momento.

—Qué bien —observó el señor de barba—. Poder decidir a su aire, sin preocuparse por el bolsillo. Le envidio.

Belbo sonrió, y se volvió hacia el otro lado. Ya está, pensó, ahora todos me miran como si fuese un derrochador, o hubiese asaltado un banco.

Al llegar a Bolonia, Belbo se levantó y se dispuso a salir.

—Se olvida ese maletín —dijo su vecino.

—No, lo que sucede es que tiene que recogerlo un señor en Florencia —respondió Belbo—. ¿Le molestaría echarle un vistazo?

—No se preocupe —dijo el señor de la barba—. Puede confiar en mí.

Belbo regresó a Milán al anochecer, se abrió un par de latas de carne, sacó unas galletas y encendió el televisor. Seguían hablando de Berlinguer, claro. De modo que la noticia pasó casi inadvertida, en el último momento.

A últimas horas de la mañana, en el TEE, en el tramo Bolonia-Florencia, en el coche número 8, un señor de barba había expresado sospechas sobre otro viajero que se había apeado en Bolonia dejando un maletín en la rejilla. Cierto que había dicho que alguien lo recogería en Florencia pero, ¿no es así como actúan los terroristas? Y además, ¿por qué había reservado el asiento hasta Roma si iba a Bolonia?

Una fuerte inquietud se había apoderado de los ocupantes del compartimiento. Hasta que el señor de la barba dijo que no resistía más la tensión. Era mejor equivocarse que morir, y había llamado al revisor. Este había hecho detener el tren y había llamado a la policía ferroviaria. No sé qué sucedió exactamente, el tren detenido en medio de la montaña, los pasajeros pululando, inquietos, por las vías, llegan los artificieros… Los expertos habían abierto el maletín y habían encontrado un dispositivo de relojería calculado para la hora de llegada a Florencia. Contenía suficiente explosivo como para matar a varias decenas de personas.

La policía no había podido encontrar al señor de la barba. Quizá había cambiado de coche y se había apeado en Florencia para no salir en los periódicos. Se hacía un llamamiento para que se presentara a declarar.

Los otros viajeros recordaban con una lucidez excepcional al hombre que había dejado el maletín. Debía de ser un individuo que despertaba sospechas a primera vista. Llevaba chaqueta inglesa azul sin botones dorados, corbata de color burdeos, era un tipo taciturno, daba la impresión de estar haciendo todo lo posible para pasar inadvertido. Pero en determinado momento se le había escapado que trabajaba en un periódico, en una editorial, en algo relacionado con (y aquí las opiniones de los testigos estaban divididas) la física, el metano o la metempsicosis. Pero seguro que tenía que ver con los árabes.

Policía y carabineros en estado de alarma. Los investigadores ya estaban examinando denuncias. Dos ciudadanos libios detenidos en Bolonia. El dibujante de la policía había trazado un retrato robot, que podía verse en la pantalla. El dibujo no se parecía a Belbo, pero Belbo se parecía al dibujo.

Belbo no podía tener duda alguna. El hombre del maletín era él. Pero el maletín contenía los libros de Agliè. Había llamado a Agliè, pero el teléfono no respondía.

Ya era muy tarde, no se atrevió a salir a la calle, tomó un somnífero y se acostó. Por la mañana volvió a llamar a Agliè. Silencio. Bajó a comprar los periódicos. Por suerte la primera página aún estaba dedicada a los funerales, y la noticia sobre el tren, con el retrato robot, estaba en las páginas interiores. Regresó a su casa con el cuello levantado, y sólo después se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el blazer. Por suerte no tenía puesta la corbata de color burdeos.

Mientras intentaba reconstruir una vez más los hechos, recibió una llamada. Una voz desconocida, extranjera, con acento vagamente balcánico. Una llamada meliflua, como de alguien que no tuviese nada que ver con la historia y sólo le telefoneara por pura simpatía. Pobre señor Belbo, decía, estaba metido en una historia desagradable. Nunca hay que aceptar paquetes ajenos sin antes examinar el contenido. Sería realmente penoso que alguien avisara a la policía de que el desconocido del asiento número 45 era el señor Belbo.

Claro que quizá no había que llegar a este extremo, si Belbo decidía colaborar. Por ejemplo, si decía dónde estaba el mapa de los templarios. Y puesto que Milán se había convertido en una ciudad caliente, ya que todos sabían que el terrorista del TEE había subido en Milán, era más prudente trasladar todo el asunto a territorio neutral, por ejemplo a París. ¿Por qué no fijaban una cita en la librería Sloane, 3 rue de la Manticore, para dentro de una semana? Aunque quizá para Belbo sería mejor ponerse en marcha ya, antes de que alguien le identificase. Librería Sloane, 3 rue de la Manticore. El miércoles veinte de junio, al mediodía, se encontraría allí con un rostro conocido, el de ese señor de barba con quien conversara tan amablemente en el tren. El le diría dónde debía reunirse con otros amigos, y luego, con toda tranquilidad, en buena compañía, a tiempo para el solsticio de verano, contaría finalmente todo lo que sabía, y de ese modo todo acabaría sin más sobresaltos. Rue de la Manticore, número 3, fácil de recordar.