¿No ves ese perro negro que ronda por los sembrados y por el rastrojo?… Es como si tendiera sutiles lazos mágicos alrededor de nuestros pies… El círculo se está cerrando, ya lo tenemos encima.
(Fausto, I, Ante la puerta)
Lo que sucedió durante mi ausencia, y sobre todo en los días previos a mi regreso, lo podía deducir sólo a través de los files de Belbo. Pero sólo uno de ellos era claro, estructurado con datos ordenados, el último, que probablemente había escrito antes de partir hacia París, para que yo u otro, futura memoria, pudiésemos leerlo. Los otros textos, que sin duda había escrito, como siempre, para sí mismo, no eran fáciles de interpretar. Sólo yo, que ya había penetrado en el universo privado de sus confidencias a Abulafia, podía descifrarlos, o al menos elaborar conjeturas a partir de ellos.
Estábamos a principios de junio. Belbo se sentía intranquilo. Los médicos se habían hecho a la idea de que los únicos parientes de Diotallevi eran él y Gudrun, y al fin habían hablado. A las preguntas de los tipógrafos y de los correctores, ahora Gudrun respondía esbozando una palabra bisílaba con los labios fruncidos, aunque sin emitir sonido alguno. Así es como se nombra la enfermedad tabú.
Gudrun iba a ver a Diotallevi todos los días, y creo que lo molestaba con su brillante mirada de piedad. El sabía, pero se avergonzaba de que los otros lo supiesen. Le costaba hablar. Belbo había escrito: «El rostro es todo pómulos.» Se le estaba cayendo el cabello, pero era por el tratamiento. Belbo había escrito: «Las manos son todo dedos.»
Creo que en una de sus penosas conversaciones, Diotallevi le había anticipado lo que le diría el último día. Belbo empezaba a darse cuenta de que identificarse con el Plan estaba mal, a lo mejor eso era el Mal. Pero, quizá para objetivar el Plan y reconducirlo a su dimensión puramente ficticia, lo había escrito, palabra por palabra, como si fuesen las memorias del coronel. Lo contaba como un iniciado que estuviese comunicando su secreto más profundo. Creo que para él era una cura: devolvía a la literatura, por mala que ésta fuese, lo que vida no era.
Pero el diez de junio debe de haber sucedido algo que lo trastornó muchísimo. Las notas sobre ello son bastante confusas, lo que sigue son sólo conjeturas.
Pues bien, Lorenza le había pedido que la llevara en coche a la Riviera, tenía que pasar por casa de una amiga para retirar algo, un documento, un acta notarial, una tontería que desde luego hubiese podido enviarse por correo. Belbo había aceptado, dichoso ante la idea de pasar un domingo en el mar con ella.
Habían ido a ese sitio, no he logrado descubrir exactamente dónde, quizá estaba cerca de Portofino. La descripción de Belbo recogía humores, no había paisajes, sólo excesos, tensiones, desalientos. Lorenza había hecho su diligencia mientras Belbo esperaba en un bar, después había dicho que podían ir a comer pescado en un sitio que estaba al borde de un acantilado.
A partir de este punto, la historia se fragmentaba: sólo puedo deducirla basándome en trozos de diálogo que Belbo alineaba sin comillas, como si estuviese transcribiéndolo aún caliente para que no se perdieran una serie de epifanías. Habían ido en coche hasta donde se podía, después habían seguido a pie por esos senderos ligures a lo largo de la costa, floridos e impracticables, y habían encontrado el restaurante. Pero, en cuanto se sentaron, descubrieron en la mesa de al lado un cartelito que indicaba que estaba reservada para el doctor Agliè.
Mira qué casualidad, debía de haber dicho Belbo. Una desagradable casualidad, había dicho Lorenza, no quería que Agliè supiese que estaba allí con él. ¿Por qué no quería? ¿Qué tenía de malo? ¿Por qué Agliè tenía derecho a sentirse celoso? Pero, ¿qué derecho? Es una cuestión de buen gusto, me había invitado a salir hoy y le dije que estaba ocupadísima, no querrás que quede como una mentirosa. No quedas como una mentirosa, realmente estabas ocupadísima conmigo, ¿o es algo de lo que hay que avergonzarse? Avergonzarse no, pero me permitirás que tenga mis propias reglas de delicadeza.
Se habían marchado del restaurante y habían empezado a andar por el sendero. Pero de pronto Lorenza se había detenido, había visto que se acercaban unas personas que Belbo no conocía, amigos de Agliè, dijo ella, y no quería que la vieran. Situación humillante, ella, apoyada en el pretil de un puentecillo sobre un barranco lleno de olivos, con la cara sumergida en el periódico, como si se muriese de ganas de saber qué estaba sucediendo en el mundo, él, a diez pasos de distancia, fumando como si pasara por allí por casualidad.
Los comensales de Agliè ya habían pasado, pero si seguían avanzando por el sendero, decía Lorenza, se encontrarían con él, que sin duda estaba por llegar. Belbo decía, al diablo, al diablo, y qué? Y Lorenza le decía que no tenía ni pizca de sensibilidad. Solución, ir hasta el coche evitando el sendero, metiéndose por las torrenteras. Fuga ansiosa, entre bancales bañados por el sol, y a Belbo se le había roto un tacón. Lorenza decía ves que así es más bonito, claro que si sigues fumando tanto te quedas con la lengua fuera en seguida.
Llegaron al coche y Belbo dijo que lo mejor era regresar a Milán. No, había dicho Lorenza, quizá Agliè está retrasado, nos lo cruzamos en la autopista, él conoce tu coche, mira qué día tan bonito, tomemos por el interior, debe de ser una delicia, vayamos hacia la autopista del Sol y busquemos un sitio para cenar en el Oltrepò pavés.
Pero, por qué en el Oltrepò, pero qué significa por el interior, hay una sola solución, mira el mapa, tenemos que trepar a la montaña a partir de Uscio, atravesar todo el Apenino, detenernos en Bobbio, y desde allí llegar hasta Piacenza, estás loca, peor que Aníbal con los elefantes. No tienes sentido de la aventura, había dicho ella, además piensa en todos los sitios bonitos para comer que podemos encontrar en estas colinas. Antes de llegar a Uscio está Manuelina, que tiene doce estrellas en la guía Michelin, podremos hartarnos de pescado.
Manuelina estaba lleno, había una fila de clientes acechando las mesas donde estaban sirviendo el café. Lorenza dijo, no importa, unos kilómetros más arriba hay cien sitios mejores que éste. Encontraron un restaurante a las dos y media, en una aldea infame que según Belbo ni los mapas militares se atrevían a registrar, y comieron espaguetis recocidos con una salsa hecha con carne de lata. Belbo le preguntaba qué estaba ocultando, no podía ser una casualidad que le hubiera dicho que la llevara a un sitio al que precisamente debía llegar Agliè, quería provocar a alguien, pero no lograba descubrir a cual de los dos, y ella le preguntó si era paranoico.
Después de Uscio, habían empezado a subir a un puerto y, al atravesar un pueblecito que parecía detenido en una tarde de domingo siciliana de la época borbónica, un perrazo negro se había plantado en medio de la calle, como si nunca hubiese visto un coche. Belbo lo había golpeado con el parachoques delantero, parecía un golpe sin importancia, pero cuando bajaron vieron que el pobre animal tenía la panza ensangrentada, con algunas cosas raras de color rosado (¿genitales, vísceras?) que asomaban, y gemía mientras la baba resbalaba de su boca. Habían acudido algunos lugareños, se había formado una especie de asamblea popular. Belbo preguntaba quién era el dueño, pagaría los daños, pero el perro no tenía dueño. Quizá representaba el diez por ciento de la población de aquel sitio dejado de la mano de Dios, pero nadie sabía nada, aunque todos lo conocían de vista. Alguien decía que había que buscar al brigada de los carabineros para que le disparase un tiro, y adiós.
Estaban buscando al brigada cuando apareció una señora que se declaró amante de los animales. Tengo seis gatos, dijo. ¿Y qué?, respondió Belbo, éste es un perro, se está muriendo y yo tengo prisa. Ya sea perro o gato, hay que tener un poco de corazón, dijo la señora. Nada de buscar al brigada, hay que buscar a alguien de la sociedad protectora de animales, o del hospital del pueblo de al lado, quizá el perro aún podía salvarse.
El sol caía sobre Belbo, sobre Lorenza, sobre el coche, sobre el perro y sobre los curiosos, y nunca se ponía, Belbo tenía la impresión de haber salido a la calle en paños menores, pero no lograba despertarse, la señora no aflojaba, el brigada no aparecía por ninguna parte, el perro seguía sangrando y jadeaba mientras emitía lánguidos quejidos. Gañe, dijo Belbo muy académico, y la señora, claro, claro que gañe, el pobrecillo sufre, también usted, ¿no podía haber conducido con más cuidado? Poco a poco la aldea estaba registrando una explosión demográfica, Belbo, Lorenza y el perro se habían convertido en el espectáculo de aquel triste domingo. Una nena con un helado se había acercado a preguntar si eran los de la televisión que estaban organizando el concurso para elegir a Miss Apenino Ligur, Belbo le había dicho que si no se marchaba en seguida la dejaría como al perro, la nena se había echado a llorar. Había llegado el médico municipal y había dicho que era el padre de la niña y que Belbo no sabía quién era él. En un rápido intercambio de excusas y presentaciones, había resultado que el médico era autor de un Diario de un médico rural, publicado por el célebre editor Manuzio, de Milán. Belbo había caído en la trampa y había dicho que era un alto cargo de la editorial, y ahora el doctor quería que él y Lorenza se quedasen a cenar, Lorenza estaba histérica y le daba codazos en las costillas, claro, así saldremos en los periódicos, los amantes diabólicos, ¿no podías estarte callado?
El sol seguía dando de lleno mientras el campanario llamaba a completas (estamos en la Ultima Thule, susurró Belbo, son seis meses de sol de medianoche a medianoche, y me he quedado sin tabaco), el perro se limitaba a sufrir y ya nadie se fijaba en él, Lorenza decía que tenía un ataque de asma, Belbo ya no dudaba de que el cosmos era un error del Demiurgo. Finalmente se le ocurrió que podían ir con el coche a buscar ayuda al puesto más cercano. La señora amante de los animales estuvo de acuerdo, que fuesen y que regresaran lo más pronto posible, un señor que trabajaba en una editorial de poesía era digno de confianza, también a ella le gustaba mucho Geraldy.
Belbo se había marchado, y cínicamente había pasado de largo por el puesto más cercano, Lorenza maldecía a todos los animales con que Dios había ensuciado la tierra desde el primero al quinto día, incluido este último, y Belbo estaba de acuerdo, pero también hacía extensiva la crítica a la obra del sexto día, y quizá también al descanso del séptimo, porque jamás le había tocado un domingo tan nefasto como aquél.
Habían empezado a atravesar el Apenino, pero eso, que en los mapas parecía muy fácil, les había llevado varias horas, no habían entrado en Bobbio, y hacia el anochecer habían llegado a Piacenza. Belbo estaba cansado, al menos quería cenar con Lorenza, y había cogido una habitación doble en el único hotel que no estaba completo, cerca de la estación. Tan pronto como subieron, Lorenza declaró que en un sitio como aquél no dormiría. Belbo dijo que buscaría otra cosa pero que antes le dejara bajar al bar y beberse un Martini. Sólo tenían coñac nacional, regresó al cuarto, y Lorenza no estaba. Fue a preguntar en recepción y le entregaron un mensaje: «Querido, he descubierto un espléndido tren para Milán. Me marcho. Nos vemos uno de estos días.»
Belbo había salido corriendo hacia la estación, pero el andén ya estaba vacío. Como en una película del Oeste.
Se quedó a dormir en Piacenza. Quiso comprar una novela policíaca, pero hasta el kiosco de la estación estaba cerrado. En el hotel sólo encontró una revista del Automóvil Club.
Para su desgracia, había un artículo sobre los puertos del Apenino que acababan de atravesar. En su recuerdo, mustio como si aquello hubiese sucedido muchos años antes, eran tierras áridas, castigadas por el sol, polvorientas, sembradas de detritos minerales. En las lustrosas páginas de la revista, eran parajes idílicos que daban ganas de recorrer incluso a pie, para saborearlos paso a paso. La Samoa de Jim el del Cáñamo.
¿Cómo puede precipitarse un hombre hacia su ruina sólo porque ha atropellado un perro? Sin embargo, eso fue lo que sucedió. Belbo decidió aquella noche en Piacenza que retirándose a vivir de nuevo en el Plan ya no sufriría nuevas derrotas, porque allí era él quien decidía quién, cómo y cuándo.
Y debió de tomar esa noche la determinación de vengarse de Agliè, aunque no tuviese muy claro por qué y para qué. Se le ocurrió introducir a Agliè en el Plan, sin que él lo supiese. Y por otra parte era típico de Belbo buscar revanchas en las que él fuera el único testigo. No por pudor sino por desconfianza en la capacidad testimonial de los demás. Una vez que cayese en el Plan, Agliè quedaría anulado, se convertiría en humo, como el pabilo de una vela. Irreal como los templarios de Provins, los rosacruces, el propio Belbo.
No debe de ser difícil, pensaba Belbo: hemos reducido a nuestra escala a Bacon y a Napoleón, ¿por qué no Agliè? También a él lo pondremos a buscar el Mapa. De Ardenti y de su recuerdo me he liberado colocándole en una ficción mejor que la suya. Se hará lo mismo con Agliè.
Creo que realmente estaba convencido, tanto puede el deseo frustrado. Aquel file concluía, no podía ser de otra manera, con la cita obligada de todos los derrotados por la vida: Bin ich ein Gott?