103

Y apareció Kairos, que llevaba un cetro, símbolo de realeza, y lo entregó al primer dios creado, y éste lo cogió y dijo: «Tu nombre secreto tendrá treinta y seis letras.»

(Hasan-i Sabbāh, Sagoẕašt-i Sayyida-nā)

Había ejecutado mi obra de virtuosismo, ahora debía una explicación. Fue lo que hice, larga, minuciosa, documentadamente, en los días que siguieron, aportando pruebas y más pruebas en las mesas del Pílades ante un Belbo que las examinaba con la mirada cada vez más turbia, encendiendo un pitillo con la colilla del otro, extendiendo, cada cinco minutos, el brazo, el vaso vacío con una reliquia de hielo en el fondo, para que Pílades se precipitara a llenarlo, sin más órdenes.

Las primeras fuentes eran precisamente aquellas en donde aparecían los primeros relatos sobre los templarios, desde Gérard de Strasbourg hasta Joinville. Los templarios habían entrado en contacto, a veces en conflicto, más a menudo en misteriosa alianza, con los Asesinos dirigidos por el Viejo de la Montaña.

La historia desde luego era mucho más compleja. Empezaba tras la muerte de Mahoma, con la escisión entre los seguidores de la ley ordinaria, los sunníes, y los partidarios de Alí, el yerno del Profeta, esposo de Fátima, a quien le habían arrebatado la sucesión. Eran los entusiastas de Alí, que se reconocían en la shi’a, el grupo de los adeptos, que habían dado origen al ala herética del Islam, los chiítas. Una doctrina iniciática según la cual la continuidad de la revelación no se basaba en la meditación tradicional sobre las palabras del Profeta, sino en la persona misma del Imām, señor, jefe, epifanía de lo divino, realidad teofánica, Rey del Mundo.

Ahora bien, ¿qué ocurría con esa ala herética del islamismo, que poco a poco iba siendo infiltrada por todas las doctrinas esotéricas de la cuenca mediterránea, desde los maniqueos hasta los gnósticos, desde los neoplatónicos hasta la mística iraní, todas esas influencias cuyas derivaciones occidentales llevábamos años estudiando? Era una larga historia, que no lográbamos desenredar, entre otras cosas porque los distintos autores y protagonistas árabes tenían nombres larguísimos, los textos más serios los transcribían con signos diacríticos, pero al final del día ya no podíamos distinguir entre Abū’Abdi’l-lā Muḥammad b. ’Alī ibn Razzām at-Tā ’ī al-Kūfī, Abū Muḥammad ’Ubaydu’l-lāh, Abū-Mu’ini’d-Dīn Nāssir ibn Hosrow Marwāzī Qobādyānī (creo que un árabe habría tenido la misma dificultad para distinguir entre Aristóteles, Aristoxeno, Aristarco, Arístides, Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, Anacreonte y Anacarsis).

Lo cierto era que el chiísmo se dividía en dos ramas, una llamada duodecimana, que aguarda el regreso de un Imām desaparecido, y otra que es la de los ismailíes y nace en el reino de los Fatimidas de El Cairo y luego, a través de una serie de vicisitudes, se consolida como ismailismo reformado en Persia, por obra de un personaje fascinante, místico y feroz llamado Hasan Sabbāh. Allí Sabbāh establece su centro, su sede inexpugnable, al sudoeste del Mar Caspio, en la fortaleza de Alamut, el Nido del Ave Rapaz.

Allí vivía Sabbah rodeado de sus acólitos, los fidā’iyyūn o fedain, fieles hasta la muerte, de quienes se servía para ejecutar sus asesinatos políticos, dentro del marco de la gihād hafī, la guerra santa secreta. Los fedain o comoquiera que él les llamase, se harían tristemente famosos con el nombre de Asesinos, que no es un buen nombre, ahora, pero en aquel entonces, para ellos, era espléndido, emblema de una estirpe de monjes guerreros que se parecían mucho a los templarios, dispuestos a dar su vida por la fe. Caballería espiritual.

La fortaleza o el castillo de Alamut: la Piedra. Construida sobre el filo de la montaña, con cuatrocientos metros de largo y en algunos sitios sólo unos pasos de ancho, treinta como máximo, vista de lejos, desde el camino hacia Azerbaiján, parecía una muralla natural, blanca al resplandor del sol, azul en el ocaso purpúreo, pálida al alba, sangrienta a la aurora, algunos días confundida entre las nubes o centelleante entre los relámpagos. Sobre sus bordes superiores se divisaba con dificultad un remate impreciso y artificial de torres tetragonales, desde abajo parecía un conjunto de espadas de piedra que se precipitaban a lo alto, centenares de metros que se cernían sobre el espectador, la ladera más accesible era un resbaladizo pedregal, que aún hoy los arqueólogos no logran escalar, en aquella época se llegaba a través de alguna escalera secreta desgarrada tortuosamente en la roca, como si alguien hubiera pelado una manzana fósil, un solo arquero era capaz de defenderla. Inexpugnable, vertiginosa en su Distancia. Alamut, la fortaleza de los Asesinos. Se alcanzaba sólo cabalgando águilas.

Allí reinaba Sabbāh, y después de él aquellos a quienes se conocería como el Viejo de la Montaña, ante todo su sulfúreo sucesor, Sinān.

Sabbāh había inventado una técnica de dominio, sobre sus hombres y sobre sus enemigos. A los enemigos les anunciaba que, si no se plegaban a su voluntad, les haría matar. Y de los Asesinos era imposible huir. Nizāmu’l-Mulk, primer ministro del sultán en la época en que los cruzados trataban de conquistar Jerusalén, fue apuñalado por un sicario disfrazado de derviche, mientras le conducían en litera a la residencia de sus esposas. Al atabeg de Hims, mientras bajaba de su castillo para acudir a las oraciones del viernes, rodeado de un grupo de soldados armados hasta los dientes, le apuñalaron los sicarios del Viejo.

Sinān decide asesinar al marqués cristiano Corrado di Montefeltro, y adiestra a dos de sus hombres, que se infiltran entre los infieles e imitan sus costumbres y su idioma, con arduo esfuerzo. Se disfrazan de monjes y, mientras el obispo de Tiro ofrece un banquete al ignaro marqués, se le echan encima y lo hieren. Un Asesino muere a manos de la guardia, el otro se oculta en una iglesia, espera que traigan al herido, le ataca, lo mata, sucumbe beatífico.

Porque, decían los historiadores árabes de la línea sunní, y luego los cronistas cristianos, desde Odorico da l’órdenone hasta Marco Polo, el Viejo había descubierto un método atroz para asegurarse la fidelidad de sus caballeros hasta el extremo sacrificio, máquinas de guerra invencibles. En edad temprana los arrastraba mientras dormían hasta su fortaleza en las alturas, los corrompía con toda suerte de delicias, vino, mujeres, flores, embriagadores banquetes, los ofuscaba con hachís; de ahí el nombre de la secta. Y, cuando ya habrían sido incapaces de renunciar a las perversas bienaventuranzas de aquel Paraíso artificial, se los sacaba de allí en el sueño y se les planteaba el dilema: ve y mata, si tienes éxito este Paraíso que dejas será tuyo para siempre, si fracasas te quedarás en tu gehena cotidiano. Y ellos, ofuscados por la droga, dóciles a sus deseos, se sacrificaban para sacrificar, verdugos ajusticiados, víctimas condenadas a cobrarse víctimas.

¡Cómo les temían, cómo encendían la imaginación de los cruzados en las noches de luna nueva mientras el simún silbaba en el desierto! Cómo les admiraban los templarios, brutos subyugados por tan diáfana voluntad de martirio, que aceptaban pagarles peaje a cambio de unos tributos simbólicos, en un juego de mutuas concesiones, complicidades, hermandad de armas, destripándose en campo abierto, lisonjeándose en secreto, susurrándose unos a otros visiones místicas, fórmulas mágicas, exquisiteces alquímicas…

De los Asesinos los templarios aprenden sus ritos ocultos. Sólo la descarada ignorancia de los bailes e inquisidores del rey Felipe les impidió ver que lo de escupir la cruz, besar el ano, adorar el gato negro y el Bafomet no eran más que una repetición de otros ritos, que los templarios ejecutaban bajo el efecto del primero de los secretos que aprendieran en Oriente, el uso del hachís.

Entonces era obvio que el Plan había nacido, sólo podía haber nacido, allí: gracias a los hombres de Alamut los templarios se instruyeron acerca de las corrientes subterráneas, con los hombres de Alamut los templarios se habían reunido en Provins para constituir la trama clandestina de los treinta y seis invisibles, y por eso Christian Rosencreutz habría viajado a Fez y a otros sitios de Oriente, por eso Postel se habría dirigido al Oriente, y de Oriente y de Egipto, sede de los ismailíes fatimidas, los magos del Renacimiento habrían importado la divinidad epónima del Plan, Hermes, Hermes-Teuth o Toth, y a figuras egipcias habría recurrido el intrigante Cagliostro para inventar sus ritos. Y los jesuitas, los jesuitas, menos necios de lo que habíamos supuesto, con el buen Kircher se habían abalanzado sobre los jeroglíficos, y sobre el copto, y sobre los otros idiomas orientales, utilizando el hebreo como una mera fachada, una concesión a la moda de la época.