Qui operatur in Cabala… si errabit in opere aut non purificatus accesserit, deuorabitur ab Azazale.
(Pico della Mirandola, Conclusiones Magicae)
La crisis de Diotallevi se había producido a finales de noviembre. Le esperábamos en la oficina al día siguiente, pero había telefoneado para avisar que le internaban. El médico había dicho que los síntomas no eran inquietantes, pero que era mejor hacerse unos análisis.
Belbo y yo tendíamos a asociar su enfermedad con el Plan, que quizá habíamos llevado demasiado lejos. A medias palabras nos decíamos que era impensable pero nos sentíamos culpables. Era la segunda vez que me sentía cómplice de Belbo: una vez habíamos callado juntos (a De Angelis), esta vez, juntos, habíamos hablado demasiado. Era irracional que nos sintiésemos culpables, estábamos convencidos de ello, pero no podíamos evitar el malestar. Así fue como estuvimos más de un mes sin hablar del Plan.
Al cabo de dos semanas, Diotallevi reapareció y, con tono desenfadado, nos dijo que había hablado con Garamond para pedir una excedencia por enfermedad. Le habían indicado un tratamiento, sobre el que no dijo demasiado, que le obligaba a ir a la clínica cada dos o tres días, y que le debilitaría un poco. No sé cuánto más podía debilitarse a esas alturas: tenía el rostro del mismo color que el cabello.
—Y a ver si os olvidáis de esas historias —dijo—, ya veis que son malas para la salud. Es la venganza de los rosacruces.
—No te preocupes —le dijo Belbo sonriendo—, a los rosacruces les damos una buena patada en el culo y te dejan en paz. Con un solo gesto.
Y chasqueó los dedos.
El tratamiento duró hasta comienzos del nuevo año. Yo estaba sumergido en la historia de la magia, la verdadera, la seria, pensaba, no la nuestra. Garamond aparecía por nuestros despachos al menos una vez al día para preguntar cómo seguía Diotallevi.
—Y por favor, señores, avísenme de cualquier exigencia, quiero decir de cualquier problema que surja, de cualquier circunstancia en la que yo, la empresa, podamos hacer algo por nuestro noble amigo. Para mí es como un hijo, aún diría más, como un hermano. De todas formas, gracias a Dios, estamos en un país civilizado y, dígase lo que se diga, disfrutamos de una excelente seguridad social.
Agliè había estado muy amable, había preguntado el nombre de la clínica y había telefoneado al director, que era un gran amigo suyo (y además, había dicho, era hermano de un AAF con quien la editorial tenía relaciones muy cordiales). Diotallevi recibiría una atención especial.
Lorenza estaba conmovida. Venía casi cada día a Garamond, para saber cómo seguía el enfermo. Esta asiduidad hubiera debido alegrar a Belbo, sin embargo, le había dado la ocasión de formular un diagnóstico sombrío. Aún tan presente, Lorenza seguía siendo inalcanzable porque no venía por él.
Poco antes de Navidades, había oído por casualidad un fragmento de conversación. Lorenza le decía: «Créeme, una nieve magnífica, y tienen unos cuartitos divinos. Tú puedes hacer esquí de fondo. ¿De acuerdo?» Me había hecho la idea de que pasarían el fin de año juntos. Pero después de Reyes, Lorenza apareció en el corredor y Belbo le dijo: «Feliz año», al tiempo que evitaba su abrazo.