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Ego sum qui sum.

(Exodo, 3, 14)

Ego sum qui sum. An axiom of hermetic philosophy.

(Mme. Blavatsky, Isis Unveiled, p. I)

¿Quién eres tú? —preguntaron al mismo tiempo trescientas voces mientras veinte espadas resplandecían en manos de los fantasmas que estaban más cerca.

—Ego sum qui sum —dijo.

(Alexandre Dumas, Joseph Balsamo, II)

A la mañana siguiente, volví a ver a Belbo.

—Ayer escribimos una buena página de folletín —dije—. Pero, si queremos hacer un Plan convincente, quizá tendremos que apegarnos más a la realidad.

—¿Qué realidad? —me preguntó—. Quizá sólo el folletín nos dé la verdadera medida de la realidad. Nos han engañado.

—¿Quiénes?

—Nos han hecho creer que por un lado está el gran arte, el que representa personajes típicos en situaciones típicas, y por el otro la novela por entregas, que habla de personajes atípicos en situaciones atípicas. Pensaba que un verdadero dandy nunca haría el amor con Scarlett O’Hara y ni siquiera con Constance Bonacieux o con la Perla de Labuan. Yo jugaba con el folletín, para darme un paseo fuera de la vida. Me tranquilizaba porque me proponía lo inalcanzable. Pero no.

—¿No?

—No. Tenía razón Proust: la vida está mejor representada en la música mala que en una Missa Solemnis. El arte nos engaña y nos tranquiliza, nos hace ver el mundo tal como los artistas quisieran que fuese. El folletín hace como si bromeara, pero luego nos hace ver el mundo tal como es, o al menos tal como será. Las mujeres se parecen más a Milady que a Madame Bovary. Fu Manchú es más real que Pierre Besucov, y la Historia se parece más a la que cuenta Sue que a la proyectada por Hegel. Shakespeare, Melville, Balzac y Dostoievski cultivaron el folletín. Lo que ha sucedido en la realidad es lo que habían contado por adelantado las novelas por entregas.

—Es más fácil imitar al folletín que al arte. Llegar a ser la Gioconda es un buen esfuerzo, convertirse en Milady sigue nuestra tendencia natural hacia la facilidad.

Diotallevi, que hasta entonces había permanecido en silencio, observó:

—Miren el caso de Agliè. Le resulta más fácil imitar a Saint-Germain que a Voltaire.

—Sí —asintió Belbo—. En el fondo, también a las mujeres les resulta más interesante Saint-Germain que Voltaire.

Después encontré este file, en el que Belbo resumía nuestras conclusiones en clave novelesca. Digo en clave novelesca porque me doy cuenta de que se divirtió reconstruyendo la historia sin poner, de su cosecha, nada más que unas pocas frases de enlace. No consigo identificar todas las citas, los plagios, los préstamos, pero he logrado reconocer muchos pasajes de este furibundo collage. Una vez más, para escapar a la inquietud de la Historia, Belbo había escrito y revisitado la vida por interpósita escritura.

Ya han transcurrido cinco siglos desde que la mano vengadora del Omnipotente me arrojara desde las profundidades del Asia hasta estas tierras. A mi paso voy sembrando el terror, la desolación, la muerte. Pero, qué diantres, soy el notario del Plan, aunque los otros lo ignoren. He visto cosas mucho peores, y tramar la noche de San Bartolomé me resultó más tedioso que lo que estoy a punto de hacer. Oh ¿por qué mis labios se tuercen en esta sonrisa satánica? Soy el que soy, ah, si el maldito Cagliostro no me hubiese usurpado incluso este último derecho.

Pero se avecina el momento de la victoria. Soapes, cuando yo era Kelley, me lo enseñó todo, en la Torre de Londres. El secreto consiste en transformarse en otro.

Con astutos engaños he hecho encerrar a Giuseppe Balsamo en la fortaleza de San Leo, y me he apoderado de sus secretos. Como Saint-Germain ha desaparecido: ahora todos creen que soy el conde de Cagliostro.

Hace poco que ha sonado la medianoche en todos los relojes de la ciudad. Reina una calma sobrenatural. Este silencio me resulta sospechoso. La noche es espléndida, aunque gélida, desde lo alto la luna derrama su helada claridad sobre las impenetrables callejas del viejo París. Podrían ser las diez de la noche: poco ha que el campanario del convento de los Black Fnars ha dado lentamente las ocho. El viento impulsa con metálico, lúgubre chirrido las veletas que jalonan la desolada extensión de los tejados. Una espesa mortaja de nubes cubre el cielo.

¿Volvemos a subir, capitán? No, al contrario, nos hundimos. Maldición, dentro de poco el Patna se irá a pique, salta, Jim el del Cáñamo, salta. ¿Acaso no daría para escapar a esta angustia un diamante grande como una avellana? Orzad la barra, la cangreja, el juanete de proa, ¿y qué más quieres, maldito? ¡Allá abajo sopla el viento!

Mis dientes desgranan horribles chirridos y una palidez mortal enciende verdosas llamaradas en mi rostro de cera.

¿Cómo he llegado hasta aquí, yo, que parezco la imagen misma de la venganza? Los espíritus infernales sonreirán con desdén ante las lágrimas del ser cuya amenazadora voz tantas veces les ha hecho temblar en el fondo de su abismo de fuego.

Vamos, allá brilla una luz.

¿Cuántos peldaños he bajado hasta llegar a este cuchitril? ¿Siete? ¿Treinta y seis? No ha habido piedra que haya rozado, ni paso que haya dado, que no ocultase un jeroglífico. Cuando lo revele, mis fieles conocerán finalmente el Misterio. Después sólo habrá que descifrarlo, y su solución será la Clave, tras la cual se oculta el Mensaje, que al iniciado, y sólo a él, le dirá claramente cuál es la naturaleza del Enigma.

Del enigma al desciframiento la distancia es muy breve, y una vez recorrida surgirá con claridad el hierograma, en el que se purificará la plegaria de la interrogación. Después ya nadie podrá ignorar el Arcano, ese velo o manto o tapiz egipcio que cubre el Pentáculo. Y de allí hacia la luz, hasta revelar el Sentido Oculto del Pentáculo, la Pregunta Cabalística a la que sólo unos pocos responderán, para proclamar con voz atronadora cuál es el Signo Insondable. Has de inclinarte sobre El, y Treinta y Seis Invisibles deberán enunciar la respuesta, la enunciación de la Runa cuyo sentido sólo es accesible a los hijos de Hermes, a quienes será entregado el Sello Sardónico, la máscara tras la cual se perfilará ese rostro que se han propuesto dejar al descubierto, el Jeroglífico Místico, el Sublime Anagrama…

«¡Sator Arepo!» grito con voz capaz de hacer temblar a los espectros. Y, dejando a un lado la rueda que sostiene con la rápida acción de sus manos asesinas, Sator Arepo aparece, obedeciendo a mi orden. Lo reconozco, ya me sospechaba quién podía ser. Es Luciano, el empaquetador mutilado, al que los Superiores Desconocidos han designado ejecutor de mi infame y sangrienta faena.

«Sator Arepo» pregunto con tono burlón, «¿sabes tú cuál es la respuesta final que se oculta tras el Sublime Anagrama?»

«No, señor conde» responde el incauto, «y espero que vos me la reveléis.»

Una infernal carcajada brota de mis pálidos labios y retumba en las vetustas bóvedas.

«¡Iluso! ¡Sólo el verdadero iniciado sabe que no la sabe!»

«Sí, amo» responde obtuso el empaquetador mutilado, «lo que vos queráis. Estoy preparado.»

Estamos en un sórdido cuchitril de Clignancourt. Esta noche debo castigarte a ti, antes que a nadie, a ti que me has iniciado en el noble arte del crimen. A ti, que finges amarme y peor aún, lo crees, y a los enemigos sin nombre con los que pasarás el próximo fin de semana. Luciano, testigo inoportuno de mis humillaciones, me prestará su brazo —el único— y después morirá.

Un cuchitril con una trampa en el suelo, por la que se accede a una especie de torrentera, de réservoir de conducto subterráneo, utilizado desde tiempos inmemoriales para almacenar mercancías de contrabando, y que invaden inquietantes humedades, porque limita con las galerías de las alcantarillas de París, laberinto del crimen, cuyas viejas paredes rezuman miasmas indescriptibles, de modo que basta con practicar, ayudado por Luciano, fidelísimo en el mal, un agujero en la pared para que el agua entre a borbotones, inunde el sótano, derrumbe los muros ya inseguros, y conecte la torrentera con el resto de las alcantarillas, donde flotan costras putrescentes, la superficie negruzca que se divisa por la abertura de la trampa es ahora antesala de la perdición nocturna: a lo lejos, a lo lejos, el Sena, y luego el mar…

De la trampa cuelga una escala de cuerda, amarrada al borde superior, y en ella, casi tocando la superficie del agua, se instala Luciano, con un cuchillo: una mano se aferra al primer peldaño, la otra agarra el puñal, la tercera espera a que aparezca la víctima para atraparla. «Ahora aguarda, en silencio» le digo, «ya verás.»

Te he convencido de que eliminemos a todos los hombres de la cicatriz. Ven conmigo, sé mía para siempre, eliminemos esas presencias inoportunas, bien sé que no les amas, me lo has dicho, quedaremos tú y yo, y las corrientes subterráneas.

Acabas de entrar, altiva como una vestal, encogida y encorvada como una arpía, oh visión infernal que despiertas mis centenarios ímpetus y enciendes en mi pecho la llama del deseo oh espléndida mulata, instrumento de mi perdición. Mis manos como garras rasgan la camisa de fina batista que adorna mi pecho, y con las uñas lo cubro de sangrientos surcos, mientras un ardor atroz consume mis labios fríos como las manos de la serpiente. Un sordo rugido brota de las cavernas más negras de mi alma y desborda la cerca de mis ferinos dientes —yo, centauro vomitado por el Tártaro— y el silencio es tal que casi no se oye ni el vuelo de una salamandra, porque mi alarido contengo y a ti me acerco con una sonrisa atroz.

«Querida mía, mi Sophia» te digo con esa gracia felina con que sólo el jefe secreto de la Okrana es capaz de hablar. «Ven, te estaba esperando, ocúltate conmigo en las tinieblas, y espera.» Sí, ríe, arpía encorvada, viscosa, saborea de antemano alguna herencia o botín, un manuscrito de los Protocolos para vendérselo al zar… ¡Qué bien sabes ocultar tras ese rostro angelical tu naturaleza demoniaca, pudorosamente enfundada en tus andróginos blue jeans, mientras la T-shirt casi transparente consigue sin embargo ocultar el infame lirio que estampara sobre tus blancas carnes el verdugo de Lille!

Ya está aquí el primer insipiente que ha caído en mi celada. Apenas distingo sus facciones, bajo el herreruelo que lo cubre, pero me muestra el signo de los templarios de Provins. Es Soapes, el sicario del grupo de Tomar. «Conde» me dice, «ha llegado el momento. Durante demasiados años hemos errado por el mundo. Vos tenéis el último fragmento del mensaje, yo, el que apareció al comienzo del Gran Juego. Pero ésta es otra historia. Reunamos nuestras fuerzas, y que los otros…»

Completo su frase: «Y que los otros se vayan al infierno. Hermano, ve al centro de la habitación. Allá hay un cofre, y en el cofre está lo que buscas desde hace siglos. No tengas miedo de la oscuridad, no nos amenaza, nos protege.»

El insipiente da unos pasos, avanza casi a tientas. El ruido sordo de un cuerpo al caer. Ha caído por la trampa, a ras del agua. Luciano le agarra y descarga su puñal, un fulmíneo tajo en el cuello y el borboteo de la sangre se confunde con el fermentar de los pútridos humores atónicos.

Llaman a la puerta. «¿Eres tú, Disraeli?»

«Sí» responde el desconocido, al que mis lectores ya habrán reconocido como el gran maestre del grupo inglés, que ha conquistado los fastos del poder, pero aún no se da por satisfecho. El habla: «My Lord, it is useless to deny, because it is impossible to conceal, that a great part of Europe is covered with a network of these secret societies, just as the superficies of the earth is now being covered with railroads…

«Eso ya lo dijiste en la Cámara de los Comunes el 14 de julio de 1856, no se me escapa nada. Vayamos al grano.»

El judío baconiano maldice entre dientes, y prosigue: «Son demasiados. Ahora los treinta y seis invisibles son trescientos sesenta. Multiplica por dos, setecientos veinte. Réstale los ciento veinte años al cabo de los cuales se abren las puertas, y tendrás seiscientos, como la carga de la Brigada Ligera.»

Qué hombre, la ciencia secreta de los números no tiene secretos para él. «¿Y entonces?»

«Nosotros tenemos el oro; tú, el mapa. Unámonos y seremos invencibles.»

Con ademán hierático le señalo el cofre fantasmagórico que él, cegado por la avidez, cree divisar entre las sombras. Avanza, cae.

Oigo el siniestro resplandor del puñal de Luciano, a pesar de las tinieblas consigo ver el estertor que brilla en la muda pupila del inglés. Se ha hecho justicia.

Espero al tercero, al hombre de los rosacruces franceses Monffaucon de Villars; dispuesto a traicionar los secretos de su secta, ya estoy Informado.

«Soy el conde de Gabalis» se presenta, el muy fatuo y mentiroso.

No necesito susurrar muchas palabras para encaminarle hacia su destino. Cae, y Luciano, sediento de sangre, hace su faena. Tú sonríes conmigo en las tinieblas, me dices que eres mía y tuyo será mi secreto. Engáñate, engáñate, siniestra caricatura de la Šĕḵinah. Sí, soy tu Simone, espera, aún te falta conocer lo mejor. Y cuando lo sepas habrás dejado de saberlo.

¿Qué más cabe añadir? Uno a uno van entrando los demás.

El padre Bresciani me había dicho que en representación de los iluminados alemanes vendría Babette de Interlaken, biznieta de Weishaupt, la gran virgen del comunismo helvético, criada entre orgías, atracos y homicidios, experta en arrebatar secretos impenetrables, en abrir mensajes sin violar sus sellos en administrar venenos obedeciendo a los dictados de la secta.

Pues bien, la joven agatodemonio del delito llega envuelta en un abrigo de piel de oso blanco, los largos cabellos rubios escapan del insolente colback, su mirada es altiva, su expresión sarcástica. Y, con el señuelo habitual, la envío a la perdición.

Ah, ironía del lenguaje —ese don que nos ha dado la naturaleza para silenciar los secretos de nuestra alma. La Iluminada ha caído en la trampa de la Oscuridad. La oigo vomitar horribles blasfemias, mientras el cuchillo de Luciano hurga tres veces en su impenitente corazón. Déjà vu, déjà vu…

Ahora le toca a Nilus, quien llegó a pensar que se había apoderado tanto de la zarina como del mapa. Monje sucio y lujurioso, ¿querías el Anticristo? Pues aquí lo tienes, pero no lo ves. Y ciego, entre místicas lisonjas, lo encamino hacia el infame escotillón que ha de tragarle. Luciano le parte el pecho con una herida en forma de cruz, y él se hunde en el sueño eterno.

Debo superar la desconfianza ancestral del último, el Sabio de Sión, que se hace pasar por Ahasverus, el Judío Errante, inmortal como yo. Desconfía, mientras me dirige una sonrisa untuosa y muestra una barba aún empapada de la sangre de las tiernas criaturas cristianas que suele sacrificar en el cementerio de Praga. Sabe que soy Rakovsky, de modo que debo ser más astuto que él. Le doy a entender que el cofre no sólo contiene el mapa, sino también unos diamantes en bruto, que aún hay que tallar. Conozco la fascinación que los diamantes en bruto ejercen sobre esa estirpe deicida. Se encamina hacia su destino impulsado por la avidez y es a su Dios, cruel y vengador, a quien maldice mientras muere, traspasado como Hiram, y no le resulta fácil ni siquiera maldecirle, porque su Dios no tiene un nombre pronunciable.

Iluso de mí, que creía haber concluido la Gran Obra.

Como empujada por un torbellino, vuelve a abrirse la puerta del cuchitril y aparece una figura de rostro lívido, con las manos devotamente recogidas sobre el pecho, la mirada huidiza, incapaz de ocultar su identidad porque viste las negras vestiduras de su negra Compañía. ¡Un hijo de Loyola!

«¡Crétineau!» grito, me he dejado engañar.

El levanta la mano en un hipócrita ademán de bendición. «No soy el que soy» me dice con una sonrisa desprovista de todo rasgo de humanidad.

Es cierto, siempre han usado esa técnica: unas veces se niegan a sí mismos su propia existencia, y otras proclaman el poder de su orden para intimidar al pusilánime.

«Siempre somos distintos de lo que vosotros creéis, hijos de Belial (dice ahora ese seductor de soberanos). Pero tú, oh Saint-Germain…»

«¿Cómo sabes quién soy yo en realidad?» pregunto turbado.

Me dirige una sonrisa amenazadora: «Me has conocido en otras épocas, cuando intentaste apartarme de la cabecera de Postel, cuando, haciéndome llamar Abad de Herblay, te acompañe a despedirte de una de tus encarnaciones en el corazón de la Bastilla (¡oh, siento aún en el rostro la máscara de hierro que la Compañía, con ayuda de Colbert, me había impuesto como castigo!), me conociste cuando espiaba tus conciliábulos con d’Holbach y Condorcet…»

«¡Rodin!» exclamo como alcanzado por un rayo.

«Sí, Rodin, ¡el general secreto de los jesuitas! Rodin, a quien no engañarás haciéndole caer en la trampa como has hecho con los otros incautos. Has de saber, oh Saint-Germain, que no existe delito, artificio nefasto, engaño criminal, que nosotros no hayamos inventado antes que vosotros, ¡para mayor gloria de ese Dios nuestro que justifica los medios! Cuántas cabezas coronadas no habremos hecho caer en la noche sin mañana, en trampas mucho más sutiles, para obtener el dominio del mundo. ¿Y ahora quieres impedir que, a un paso ya de la meta, nuestras rapaces manos se apoderen del secreto que desde hace cinco siglos impulsa la historia del mundo?»

Mientras esto dice, Rodin va adquiriendo un aspecto terrorífico. Todos los instintos de ambición sanguinaria, sacrílega execrable, que se habían manifestado en los papas del Renacimiento, asoman ahora en la frente de este hijo de Ignacio. Sí: una insaciable sed de dominio agita su impura sangre, un sudor ardiente lo inunda, una especie de vapor nauseabundo se difunde a su alrededor.

¿Cómo destruir a este último enemigo? De pronto sobreviene la Intuición imprevista, como sólo puede alimentar una mente para la que, desde hace siglos, el alma humana ha dejado de tener secretos inviolables.

«Mírame» digo, «también yo soy un Tigre.»

De un solo golpe te empujo hasta el centro de la habitación y te arranco la T-shirt, desgarro el cinturón de la ceñida coraza que oculta los encantos de tu vientre ambarino Y ahora tú, a la pálida luz de la luna que penetra por la puerta entornada te yergues más bella que la serpiente que sedujo a Adán, altiva y lasciva, virgen y prostituta, vestida sólo con tu carnal poder porque la mujer desnuda es la mujer armada.

El egipcio klaft desciende por tu abundante cabellera, azul de tan negra, mientras tus senos palpitan bajo la ligera muselina. Alrededor de la pequeña frente curvada y obstinada se enrosca el dorado uraeus de esmeraldinos ojos, que por encima de tu cabeza esgrime su triple lengua de rubí. Oh, tu negra túnica de gasa con reflejos plateados, ceñida por una faja recamada con funestos iris y perlas también negras. ¡Tu combado pubis afeitado sin piedad para que en ti tus amantes abracen la desnudez de una estatua! ¡La punta de tus pezones que ya ha rozado el suave pincel de tu esclava de Malabar, mojado en el mismo carmín que ensangrienta tus labios, incitantes como una herida!

Rodin ya jadea. Las largas abstinencias, la vida inmolada a un sueño de poder, no han hecho más que prepararle mejor para este deseo incontenible. Ante esta reina bella e impúdica, con ojos negros como los del demonio, con hombros torneados, cabellos fragantes, piel blanca, tersa, Rodin es invadido por la esperanza de ignoradas caricias, de placeres inefables, y su carne tiembla como la del dios silvestre que contempla a la ninfa desnuda reflejada en las aguas en que Narciso ha hallado su cruel destino. Adivino a contraluz su rictus compulsivo, está como petrificado por la Medusa, esculpido en el deseo de una virilidad reprimida y ya declinante, llamaradas obsesivas de lascivia envuelven sus carnes, y es como un arco tendido hacia la meta, tendido hasta que cede y se quiebra.

De repente cae al suelo, se arrastra ante esa aparición, su mano es una garra tendida que suplica un sorbo de elixir.

«Oh» exclama en un estertor. «Qué bella eres. Cómo brillan tus dientecitos de lobezna cuando entreabres esos labios rojos, carnosos… Tus grandes ojos de esmeralda que tan pronto se iluminan como se apagan. Oh demonio de voluptuosidad.»

Y motivo no le falta, al miserable, mientras mueves tus caderas enfundadas en la tela azulina y echas el pubis hacia adelante para acabar de enloquecer al flipper.

«Oh, visión» exclama Rodin, «sé mía. Sólo un instante, un instante de placer que colme una vida sacrificada a una divinidad celosa, una chispa de lujuria que compense las eternas llamas a las que tu visión me empuja y precipita. Te lo ruego, roza mi rostro con tus labios, tú Antinea, tú María Magdalena, tú a quien he deseado en el rostro de las santas pasmadas por el éxtasis, a quien he codiciado en mis hipócritas adoraciones de rostros virginales, oh, Señora, bella como el sol, blanca como la luna, sí, sí, reniego de Dios, y de los Santos y del propio Pontífice romano, aún diría más, reniego de Loyola, y del criminal juramento que me liga a la Compañía, te suplico un solo beso, que acabe con mi vida.»

Ha dado otro paso, arrastándose sobre las tumefactas rodillas, con la sotana recogida sobre la cintura y la mano aún más tendida hacia esa felicidad inalcanzable. De repente ha caído de espaldas, sus ojos parecen querer salírsele de las órbitas. Atroces convulsiones imprimen a sus rasgos descargas inhumanas, como las que la pila de Volta produce en el semblante dormido de los cadáveres. Una espuma azulina enrojece sus labios, de los que brota una voz sibilante y ahogada, como la de un hidrófobo, porque, como bien dice Charcot, cuando esta terrible enfermedad llamada satiriasis, castigo de la lujuria, llega a su fase paroxística, sus síntomas, sus estigmas, coinciden con los de la locura canina.

Es el fin. Rodin lanza una carcajada demencial. Después se desploma exánime, imagen viva de la rigidez cadavérica.

En un solo instante se ha vuelto loco y ha muerto condenado.

Me he limitado a empujar el cuerpo hacia la trampa, con cuidado, para no ensuciar el charol de mis borceguíes con la pringosa sotana de mi último enemigo.

Ya no se necesita el puñal homicida de Luciano, pero el sicario ya no puede controlar sus gestos, presa de una feroz compulsión repetitiva, ríe al tiempo que apuñala un cadáver privado ya de vida.

Ahora voy contigo hasta el borde de la trampa, te acaricio el cuello y la nuca, mientras tú te inclinas para gozar del espectáculo, te digo: «¿estás contenta de tu Rocambole, amor mío inaccesible?»

Y mientras asientes colmada de lascivia y con una mueca burlona entreabres los labios dejando caer unas gotas de saliva que van a perderse en el vacío, mis dedos empiezan a apretarte imperceptiblemente, qué haces, amor mío, nada, Sophia te mato, ahora soy Giuseppe Balsamo y ya no te necesito.

La querida de los Arcontes expira, cae al agua, con una cuchillada. Luciano ratifica el veredicto de mi despiadada mano y entonces le digo: «Ahora puedes subir, fiel servidor, ángel maligno», y, mientras sube y me da la espalda, le clavo entre los omóplatos un fino estilete de hoja triangular que casi no deja cicatriz. Se precipita, cierro la trampa, ya está, me marcho de aquel cuchitril, mientras ocho cuerpos navegan hacia el Chatelet, atravesando conductos que sólo yo conozco.

Regreso a mi pisito del Faubourg Saint-Honore, me miro en el espejo. Muy bien, digo para mis adentros, soy el Rey del Mundo. Desde mi aguja hueca domino el universo. En ciertos momentos mi poder llega a marearme. Soy un maestro de energía. Estoy ebrio de autoridad.

Pero, ay, la vida no tardará en descargar su venganza. Meses después, en la cripta más profunda del castillo de Tomar ya en poder del secreto de las corrientes subterráneas y amo de los seis lugares sagrados otrora dominados por los Treinta y Seis Invisibles, último de los últimos templarios y Superior Desconocido de todos los Superiores Desconocidos, me dispongo a desposar a Cecilia, la andrógina de los ojos de hielo, de la que ya nada me separa. La he reencontrado al cabo de muchos siglos, después de que me la arrebatara el hombre del saxofón. Ahora camina haciendo equilibrios por el borde del respaldo del banco, azul y rubia, y aún ignoro lo que oculta el vaporoso tul que la engalana…

La capilla está excavada en la roca, sobre el altar hay una inquietante pintura que representa los suplicios de los condenados en las vísceras del infierno. Algunos monjes encapuchados me rodean como un halo tenebroso, pero yo no siento turbación, sólo fascinación por la fantasía ibérica…

De pronto, ¡horror!, el cuadro se levanta y al otro lado aparece, obra de un Arcimboldo de las cavernas, otra capilla, en todo similar a ésta, y allá, ante otro altar, está arrodillada Cecilia, y junto a ella —un sudor helado moja mi frente, se me erizan los cabellos—, ¿a quién veo, que ostenta burlón su cicatriz? ¡Al Otro, al verdadero Giuseppe Balsamo, que alguien ha liberado de su calabozo en San Leo!

¿Y yo? Es entonces cuando el más viejo de los monjes se quita la capucha y reconozco la horrible sonrisa de Luciano que, Dios sabe cómo, se ha salvado de mi estilete, de las alcantarillas, del sangriento lodo que, ya cadáver, debía de haberle arrastrado hasta el silencioso fondo de los océanos… y se ha pasado al bando de mis enemigos movido por justa sed de venganza.

Los monjes se quitan las túnicas y aparecen encubertados en unas armaduras hasta entonces invisibles, en sus níveos mantos una cruz incandescente. ¡Son los templarios de Provins!

Me cogen, me obligan a volver la cabeza, a mis espaldas ha aparecido un verdugo con dos ayudantes deformes, me colocan en una especie de garrote y una marca de fuego me encomienda eternamente al carcelero, la infame sonrisa del Bafomet queda impresa para siempre en mi hombro, ahora comprendo, para que pueda reemplazar a Balsamo en San Leo, o sea para volver a ocupar el puesto que me estaba asignado desde el principio de los tiempos.

Pero me reconocerán, digo para mis adentros, y como ahora todos creen que soy él, y que él es el condenado, no faltará quien venga en mi ayuda —al menos mis cómplices—, no es posible reemplazar a un prisionero sin que nadie lo advierta, ya no estamos en la época de la máscara de Hierro… ¡Iluso! De pronto comprendo, mientras el verdugo inclina mi cabeza sobre una palangana de cobre de la que brotan vapores verdosos… ¡El vitriolo!

Me ponen una venda en los ojos y me bajan la cabeza hasta tocar el líquido voraz, un dolor insoportable, punzante, la piel de mis mejillas, de la nariz, de la boca, de la barbilla, se arrebata, se arruga, se descama; un solo segundo, pero, cuando levantan mi cabeza tirándome del cabello, mi rostro ya es irreconocible, una tabes, una viruela, una nada indescriptible, un himno a la repugnancia, regresaré al calabozo como regresan muchos fugitivos que han tenido el valor de desfigurarse para que no puedan prenderles.

Ah, grito derrotado y, según el narrador, una palabra brota de mis corruptos labios, un suspiro, un grito de esperanza: ¡Redención!

Pero, ¿redención de qué, viejo Rocambole? ¡Sabías muy bien que no debías tratar de ser un protagonista! Has sido castigado, y con tus mismas artes. Has humillado a los escribas de la ilusión, y ahora —ya lo ves— escribes, con la coartada de la máquina. Te engañas creyendo que eres un espectador, porque te lees en la pantalla como si las palabras fuesen de otro, pero has caído en la trampa, y ahora tratas de dejar huellas en la arena. Te has atrevido a cambiar el texto de la novela del mundo, y ahora la novela del mundo te atrapa en sus tramas, te amarra a su intriga, que tú no has decidido.

Más te hubiese valido quedarte en tus islas, Jim el del Cáñamo, y que ella hubiese pensado que habías muerto.