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Siempre se necesita una tapadera. La ocultación constituye gran parte de nuestra fuerza. Por eso siempre debemos ocultarnos tras el nombre de otra sociedad.

(Die neuesten Arbeiten des Spartacus und Philo in dem Illuminaten-Orden, 1794, p. 165)

Precisamente en aquellos días, leyendo unas páginas de nuestros diabólicos, habíamos descubierto que el conde de Saint-Germain, entre sus varios disfraces, había utilizado el de Rackoczi, o al menos así lo había identificado el embajador de Federico II en Dresde. Y el landgrave de Hesse, en cuya corte, aparentemente, había muerto Saint-Germain, había dicho que era de origen transilvano y se llamaba Ragozki. A eso había que añadir que Comenio había dedicado su Pansofia (obra sin duda imbuida de rosacrucismo) a un landgrave (cuántos landgraves había en nuestra historia) llamado Ragovsky. Ultimo toque al mosaico, hurgando en el puesto de un librero de la piazza Castello, me había topado con una obra alemana sobre la masonería, anónima, en la que una mano desconocida había escrito en la anteportada una nota según la cual el texto era obra de un tal Karl Aug. Ragotgky. Si considerábamos que el misterioso individuo que quizá había matado al coronel Ardenti se llamaba Rakosky, he aquí que encontrábamos la manera de meter, en el trazado del Plan, a nuestro conde de Saint-Germain.

—¿No le estaremos dando demasiado poder a ese aventurero? —preguntaba preocupado Diotallevi.

—No, no —respondía Belbo—. Es imprescindible. Como la salsa de soja en los platos chinos. Si falta, no es cocina china. Mira a Agliè, que entiende un poco de todo esto: no ha tomado como modelo a Cagliostro o a Willermoz. Saint-Germain es la quintaesencia del Homo Hermeticus.

Pierre Ivanovitch Rakovsky. Jovial, insinuante, felino, inteligente y astuto, falsificador genial. Pequeño funcionario, entra en contacto con grupos revolucionarios, en 1879 es detenido por la policía secreta y acusado de haber dado asilo a amigos terroristas que habían atentado contra el general Drentel. Pasa a trabajar para la policía y se inscribe (mira, mira) en las Centurias Negras. En 1890, descubre en París una organización que fabricaba bombas para atentados en Rusia y logra hacer detener en su país a sesenta y tres terroristas. Diez años más tarde se descubrirá que las bombas habían sido fabricadas por sus hombres.

En 1887, difunde la carta de un tal Ivanov, revolucionario arrepentido, quien asegura que la mayoría de los terroristas son judíos; en 1890, una «confession par un vieillard ancien révolutionnaire», donde se acusa a revolucionarios exiliados en Londres de ser agentes británicos. En 1892, da a conocer un falso texto de Plejanov donde se acusa a la dirección del partido Narodnaia Volia de haber hecho publicar esa confesión.

En 1902, trata de formar una liga antisemita francorrusa. Para ello utiliza una técnica similar a la de los rosacruces. Afirma que esa liga existe para que luego alguien vaya y la cree. Pero además recurre a otra técnica. Mezcla sabiamente la verdad con la falsedad, y la verdad aparentemente le perjudica, razón por la cual nadie duda de la falsedad. Hace circular por París un misterioso llamamiento a los franceses para que apoyen a una Liga Patriótica Rusa con sede en Jarkov. En el llamamiento se ataca a sí mismo atribuyéndose la intención de sabotear la liga, y se desea a sí mismo que llegue a cambiar de actitud. Se autoacusa de utilizar a personajes desacreditados como Nilus, lo cual es cierto.

¿Por qué se pueden atribuir los Protocolos a Rakovsky?

El protector de Rakovsky era el ministro Serguei Witte, un progresista que quería transformar Rusia en un país moderno. Por qué un progresista como Witte se servía del reaccionario Rakovsky, lo sabe sólo Dios, pero a esas alturas ya estábamos preparados para todo, nada nos sorprendía. Witte tenía un adversario político, un tal Elie de Cyon, que ya le había atacado públicamente esgrimiendo argumentos polémicos que recuerdan ciertos pasajes de los Protocolos. Pero en los escritos de Cyon no había referencias a los judíos, porque él mismo era de origen judío. En 1897, por orden de Witte, Rakovsky hace registrar la villa de Cyon en Territat y encuentra un libelo de Cyon basado en el libro de Joly (o en el de Sue), donde se atribuían a Witte las ideas de Maquiavelo-Napoleón III. Con su talento para las falsificaciones, Rakovsky reemplaza a Witte por los judíos y hace circular el texto. El nombre de Cyon parece hecho a propósito para evocar a Sión, lo que permite demostrar que es un exponente judío quien denuncia una conjura judía. Así nacieron los Protocolos. El texto cae también en manos de Iuliana o Justine Glinka, que frecuenta en París el ambiente de Madame Blavatsky, y que en los ratos libres espía y denuncia a los revolucionarios rusos en el exilio. La Glinka es sin duda un agente de los paulicianos, que están vinculados con los terratenientes y por tanto desean convencer al zar de que los programas de Witte corresponden a los de la conjura judía internacional. Glinka envía el documento al general Orgeievski quien, a través del comandante de la guardia imperial, lo hace llegar al zar. Witte se encuentra en apuros.

Así es como Rakovsky, arrastrado por su encono antisemita, contribuye a la desgracia de su protector. Y probablemente también a la propia. De hecho, a partir de entonces perdíamos sus huellas. Tal vez Saint-Germain se había movido hacia nuevos disfraces y nuevas reencarnaciones. Pero nuestra historia había ganado consistencia, racionalidad, claridad, porque estaba corroborada por una serie de hechos reales, tan verdaderos, decía Belbo, como Dios es verdadero.

Todo eso me recordaba las historias de De Angelis sobre la sinarquía. Lo bueno de la historia, de la nuestra, claro, pero quizá también de la Historia, como insinuaba Belbo, con mirada febril, mientras me pasaba sus fichas, era que unos grupos enfrentados a muerte se estaban eliminando entre sí empuñando cada uno armas del otro.

—El primer deber del buen infiltrado —comentaba— consiste en denunciar como infiltrados a aquellos entre quienes acaba de infiltrarse.

Belbo había dicho:

—Recuerdo una historia en ***. Al anochecer siempre encontraba, en la avenida, en un Fiat negro, a un tal Remo, o un nombre por el estilo. Bigotes negros, cabello rizado negro, camisa negra y dientes negros, horriblemente cariados. Y besaba a una muchacha. A mi me daban asco esos dientes negros que besaban aquella cosa bella y rubia, ni siquiera recuerdo su rostro, pero para mí era virgen y prostituta, era el eterno femenino. Y todo mi ser se estremecía. —Instintivamente, había adoptado un tono áulico para manifestar su ironía, consciente de haberse dejado llevar por el abandono inocente de los recuerdos—. Me preguntaba y también había preguntado por ahí, por qué ese Remo, que pertenecía a las Brigadas Negras, podía exhibirse de aquel modo, incluso en períodos en que *** no estaba ocupada por los fascistas. Me habían respondido que se decía que era un infiltrado de los partisanos. Así o asá, el caso es que una noche me lo veo en el mismo Fiat negro, con los mismos dientes negros y besando a la misma muchacha rubia, pero con el pañuelo rojo en el cuello y una camisa caqui. Se había pasado a las Brigadas Garibaldinas. Todos le festejaban y había escogido como nombre de guerra X9, como el personaje de Alex Raymond, del que haba leído El aventurero. Bravo X9, le decían… Y yo le odiaba más aún, porque poseía a la muchacha con el permiso del pueblo. Pero otros decían que era un infiltrado fascista entre los partisanos, y creo que eran los que deseaban a la chica, pero, bueno, así era, X9 resultaba sospechoso…

—¿Y después?

—Perdone, Casaubon, ¿por qué le interesan tanto mis asuntos?

—Porque usted cuenta, y los cuentos pertenecen a lo imaginario colectivo.

—Good point. Pues bien, cierta mañana X9 estaba pasando por fuera de su sector, quizá tenía una cita con la muchacha en el campo, para ir más allá de aquel miserable petting y demostrarle que su verga no estaba tan cariada como sus dientes, perdonen pero todavía no logro quererle, en fin, que los fascistas le tienden una celada, le conducen a la ciudad y a las cinco de la mañana, al día siguiente, le fusilan.

Pausa. Belbo se había mirado las manos, que mantenía unidas, como en una plegaria. Después las había separado y había dicho:

—Eso probaba que no era un infiltrado.

—¿Significado de la parábola?

—¿Quién le ha dicho que las parábolas deben tener un significado? Aunque pensándolo mejor, quizá quiera decir que muchas veces para probar algo hay que morir.