No cabe la menor duda. Con todo el poder y el terror de Satanás, el reino del Rey victorioso de Israel se acerca a nuestro mundo no regenerado; el Rey nacido de la sangre de Sión, el Anticristo, se acerca al trono del poder universal.
(Serguei Nilus, Epílogo a los Protocolos)
La idea era aceptable. Bastaba con ver quién había introducido los Protocolos en Rusia.
Uno de los martinistas más influyentes de finales del siglo, Papus, había fascinado a Nicolás II cuando éste visitara París, más tarde había ido a Moscú, y había llevado consigo a un tal Philippe, o sea, Philippe Nizier Anselme Vachod. Poseído por el diablo a los seis años, curandero a los trece, hipnotizador en Lyon, había seducido tanto a Nicolás II como a la histérica de su mujer. Le habían invitado a la corte, le habían nombrado médico de la academia militar de San Petersburgo, general y consejero de Estado.
Entonces sus adversarios deciden oponerle una figura igualmente carismática y capaz de minar su prestigio. Así es como aparece Nilus.
Nilus era un monje peregrino, que vistiendo hábitos talares peregrinaba (lo dice la palabra misma) por los bosques con su gran barba de profeta, sus dos mujeres, una hijita y una asistente o quizá amante, todas ellas pendientes de sus labios. Mitad gurú, de los que luego huyen llevándose la caja, y mitad eremita, de los que proclaman que el fin está próximo. Y, en efecto, su idea fija eran las maquinaciones del Anticristo.
El plan de los patrocinadores de Nilus consistía en hacerle ordenar pope para que luego, casándose (mujer más, mujer menos) con Elena Alexandrovna Ozerova, doncella de honor de la zarina, se convirtiese en el confesor de los soberanos.
—Soy un hombre apacible —decía Belbo—, pero empiezo a sospechar que quizá la matanza de Tsárkoie Tseló haya sido una operación de desratización.
En suma, en determinado momento los partidarios de Philippe habían acusado a Nilus de llevar una vida lasciva, y Dios sabe que no se equivocaban demasiado. Nilus había tenido que marcharse de la corte, pero alguien había acudido en su ayuda y le había entregado el texto de los Protocolos. Puesto que todos confundían a los martinistas (que se inspiraban en Saint Martin) con los martinesistas (seguidores de ese Martines de Pasqually que le inspiraba tan poca confianza a Agliè), y como circulaban rumores de que Pasqually era judío, desacreditando a los judíos se desacreditaba a los martinistas, y desacreditando a los martinistas se eliminaba a Philippe.
De hecho, ya en 1803 había aparecido una primera versión incompleta de los Protocolos, en el Znamia, periódico de San Petersburgo, dirigido por el antisemita militante Kruschevan. En 1805, con el visto bueno de la censura gubernativa, esta primera versión se había publicado, completa en un libro anónimo: La causa de nuestros males, editado probablemente por un tal Boutmi, que había participado con Kruschevan en la fundación de la Unión del Pueblo Ruso, conocida más tarde como Centurias Negras, que reclutaba delincuentes comunes para llevar a cabo pogroms y atentados de extrema derecha. Boutmi continuaría publicando, ahora ya con su nombre, otras ediciones de la obra, rebautizada Los enemigos de la raza humana — Protocolos procedentes de los archivos secretos de la cancillería central de Sión.
Pero sólo eran libritos baratos. La versión extensa de los Protocolos la que se traduciría en todo el mundo, se publica en 1805 en la tercera edición del libro de Nilus, Lo Grande en lo Pequeño: el Anticristo es una posibilidad política inminente, Tsarkoie Tseló, con el patrocinio de una sección local de la Cruz Roja. El marco era el de una reflexión mística más amplia, y el libro llega a manos del zar. El metropolitano de Moscú prescribe su lectura en todas las iglesias de la ciudad.
—Pero, ¿qué relación existe —pregunté— entre los Protocolos y nuestro Plan? Siempre se habla de esos Protocolos, ¿nos los leemos?
—Nada más fácil —dijo Diotallevi—, siempre hay un editor que vuelve a publicarlos, bueno, antes lo hacían, demostrando indignación, por deber informativo, ahora, poco a poco, han empezado a hacerlo con satisfacción.
—Siempre tan Gentiles.