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En el verdadero código masónico no se encontrarán más dioses que el [dios] Manes. Es el [dios] del Masón cabalista, el de los antiguos Rosa-Cruces, es el [dios] del Masón martinista… Por lo demás, todas las infamias atribuidas a los Templarios son exactamente las mismas que se atribuían a los Maniqueos.

(Abbé Barruel, Mémoires pour servir a l’histoire du jacobinisme, Amburgo, 1798, 2, XIII)

Cuando descubrimos al padre Barruel, la estrategia de los jesuitas se nos aclaró. Entre 1797 y 1798, como reacción ante la revolución francesa, Barruel escribe sus Mémoires pour servir a l’histoire du jacobinisme, verdadera novela por entregas que, menuda casualidad, se inicia con los templarios. Después de la quema de Molay, éstos se transforman en sociedad secreta para destruir la monarquía y el papado, y crear una república mundial. En el siglo XVIII, se apoderan de la francmasonería, que se convierte en su instrumento. En 1763 crean una academia literaria integrada por Voltaire, Turgot, Condorcet, Diderot y d’Alembert, que se reúne en casa del barón d’Holbach y, conjura tras conjura, en 1776 ve la luz la secta de los jacobinos. Estos, por lo demás, son meros títeres en manos de los verdaderos jefes, los iluminados de Baviera, regicidas por vocación.

Cementerio de coches, sí, sí. Después de haber dividido en dos a la masonería, con la ayuda de Ramsay, los jesuitas habían vuelto a unificarla, para atacarla de frente.

El libro de Barruel produjo cierto efecto, tanto que en los Archives Nationales franceses se conservaban al menos dos informes policiales sobre las sectas clandestinas solicitados por Napoleón. Estos informes están redactados por un tal Charles de Berkheim, quien, fiel a las prácticas de todos los servicios secretos, cuyas informaciones reservadas proceden siempre de fuentes ya publicadas, no encuentra nada mejor que piratear datos primero en el libro del marqués de Luchet, y luego en el de Barruel.

Ante esa estremecedora descripción de los iluminados y esa clara denuncia de un directorio formado por Superiores Desconocidos capaces de dominar el mundo, Napoleón no duda: decide unirse a ellos. Hace nombrar a su hermano José gran maestre del Gran Oriente y él mismo, según muchas fuentes, se pone en contacto con la masonería, mientras que según otros se convierte incluso en uno de sus dignatarios de más alto rango. Sin embargo, no está claro a qué rito se habría adherido. Quizá, por prudencia, a todos.

No sabíamos qué sabía Napoleón, pero teníamos presente que había estado un tiempo en Egipto, y Dios sabe con qué sabios había hablado a la sombra de las pirámides (a esas alturas hasta un niño era capaz de darse cuenta de que los famosos cuarenta siglos que le contemplaban eran una clara alusión a la Tradición Hermética).

Pero debía de saber muchas cosas, porque en 1806 había convocado una asamblea de judíos franceses. Las razones oficiales eran triviales: reducir la usura, asegurarse la fidelidad de la minoría israelita, obtener nuevas financiaciones… Pero eso no explica por qué decidió llamar Gran Sanedrín a la asamblea, evocando la idea de un directorio de Superiores, más o menos Desconocidos. En realidad, el astuto corso había localizado a los representantes del ala jerosolimitana, y estaba tratando de reunir a los distintos grupos dispersos.

—Tampoco es casual que en 1808 las tropas del mariscal Ney se instalen en Tomar. ¿Ven la relación?

—Estamos aquí sólo para ver las relaciones.

—Ahora Napoleón, que se dispone a derrotar a Inglaterra, controla casi todos los núcleos europeos y, a través de los judíos franceses, también a los jerosolimitanos. ¿Qué le falta?

—Los paulicianos.

—Exacto. Y aún no hemos decidido donde acabaron. Aunque el propio Napoleón nos lo sugiere, porque va a buscarles donde están, en Rusia.

Bloqueados durante siglos en la zona eslava, era natural que los paulicianos se hubieran reorganizado mimetizándose con los distintos grupos místicos rusos. Uno de los consejeros influyentes de Alejandro I era el príncipe Salitzin, vinculado con algunas sectas de inspiración martinista. ¿Y a quién encontramos en Rusia, unos doce años antes que Napoleón, plenipotenciario de los Saboya, dedicado a establecer vínculos con los cenáculos místicos de San Petersburgo? A de Maistre.

A estas alturas de Maistre ya desconfiaba de toda organización de iluminados, que para él eran lo mismo que los ilustrados, responsables del baño de sangre de la revolución. De hecho, en este período, repitiendo casi literalmente las palabras de Barruel, hablaba de una secta satánica que quería conquistar el mundo, y probablemente pensaba en Napoleón. Por tanto, si nuestro gran reaccionario se proponía seducir a los grupos martinistas era porque se había dado cuenta, con gran lucidez, de que, aunque inspiradas en las mismas fuentes que el neotemplarismo francés y alemán, esas sectas eran la manifestación del único grupo aún no corrompido por el pensamiento occidental: el de los paulicianos.

Sin embargo, todo parecía indicar que el plan de de Maistre había fracasado. En 1816 los jesuitas son expulsados de San Petersburgo y de Maistre regresa a Turín.

—Vale —dijo Diotallevi—, hemos reencontrado a los paulicianos. Ahora podemos dejar de lado a Napoleón, cuyo intento también fracasó, porque, si no, le hubiese bastado chasquear un dedo en Santa Elena para poner de rodillas a sus adversarios. ¿Qué sucede ahora entre toda esa gente? Ya me da vueltas la cabeza.

—La de muchos de ellos rodaba —replicó Belbo.