La Tierra es un cuerpo magnético: de hecho, como han descubierto algunos científicos, es un inmenso magneto, como afirmo Paracelso hace unos trescientos años.
(H. P. Blavatsky, Isis Unveiled, New York, Bouton, 1877, I, p. XXIII)
Lo intentamos, y lo logramos. La Tierra es un gran magneto y la fuerza y las direcciones de sus corrientes dependen también de la influencia de las esferas celestes, de los ciclos estacionales, de la precesión de los equinoccios, de los ciclos cósmicos. Por eso el sistema de las corrientes es cambiante. Pero tienen que moverse como el cabello que, a pesar de crecer en toda la superficie del cráneo, parece originarse en espiral desde un punto situado en la nuca, allí donde es más rebelde al peine. Si se detectase ese punto, si se instalara allí la estación más potente, se podrían dominar, dirigir, controlar todos los flujos telúricos del planeta. Los templarios habían comprendido que el secreto no consistía sólo en disponer del mapa global, sino también en conocer el punto crítico, el Omphalos, el Umbilicus Telluris, el Centro del Mundo, el Origen del Poder.
Todo el fabular alquímico, el descenso atónico de la obra en negro, la descarga eléctrica de la obra en blanco, sólo eran símbolos, transparentes para los iniciados, de esa auscultación centenaria cuyo resultado final habría tenido que ser la obra en rojo, el conocimiento total, el dominio fulgurante del sistema planetario de las corrientes. El secreto, el verdadero secreto alquímico y templario, consistía en detectar el Manantial de ese ritmo interno, dulce, tremendo y regular como la palpitación de la serpiente Kundalini, aún desconocido en muchos aspectos, pero sin duda preciso como un reloj, de la única, verdadera Piedra que jamás haya caído exiliada del cielo, la Gran Madre Tierra.
Por lo demás, eso era lo que quería averiguar Felipe el Hermoso. De ahí la maliciosa insistencia de los inquisidores en el misterioso beso in posteriori parte spine dorsi. Querían el secreto de Kundalini. Nada de sodomía.
—Todo perfecto —decía Diotallevi—. Pero, una vez que sabes cómo dirigir las corrientes telúricas, ¿qué hacemos? ¿Rosquillas?
—Vamos —decía yo—. ¿No se dan cuenta del alcance del descubrimiento? En el Ombligo Telúrico se enchufa el clavijero más potente… Quien controla esa estación puede prever las lluvias y las sequías, desatar huracanes, maremotos, terremotos, partir continentes, hundir islas (desde luego, la Atlántida desapareció como consecuencia de un experimento temerario), hacer brotar bosques y montañas… ¿Se dan cuenta? Al lado de esto, la bomba atómica es una minucia, que además hace daño también al que la arroja. Desde tu torre de mando telefoneas, qué sé yo, al presidente de los Estados Unidos y le dices: De aquí a mañana quiero un fantastillón de dólares, o la independencia de Latinoamérica, o Hawai, o la destrucción de tu arsenal nuclear, si no, la falla de California se abrirá definitivamente y Las Vegas se convertirá en un garito flotante…
—Pero Las Vegas está en Nevada…
—¿Y qué importa? Si controlas las corrientes telúricas, también puedes separar Nevada, y Colorado. Después telefoneas al Soviet Supremo y les dices: Amigos míos, de aquí al lunes quiero que me entreguéis todo el caviar del Volga, y Siberia, para convertirla en un almacén de congelados si no, os devoro los Urales, os vacio el Mar Caspio, os dejo a la deriva Lituania y Estonia y después las hundo en la Fosa de las Filipinas.
—Es verdad —decía Diotallevi—. Un poder inmenso. Reescribir la Tierra como la Torah. Poner el Japón en el Golfo de Panamá.
—Pánico en Wall Street.
—Ríanse del escudo espacial. Ríanse de la transmutación de los metales en oro. Sólo tienes que dirigir bien la descarga, estimular las vísceras de la Tierra, y en diez segundos haces lo que ella tardaría miles de millones de años en hacer, y toda la cuenca del Ruhr se convierte en un yacimiento de diamantes. Eliphas Levi decía que el conocimiento de las mareas fluídicas y de las corrientes universales representa el secreto de la omnipotencia humana.
—Así debe ser —decía Belbo—. Es como transformar toda la Tierra en un acumulador de orgones. Obvio, Reich era un templario.
—Todos lo eran, salvo nosotros. Menos mal que nos hemos dado cuenta. Ahora podemos adelantárnosles.
Y de hecho, ¿qué había detenido a los templarios una vez que se adueñaron del secreto? Tenían que explotarlo. Pero una cosa es saber y otra saber hacer. Entretanto, instruidos por el diabólico San Bernardo, los templarios remplazaron los menhires, pobres clavijeros célticos, por catedrales góticas, mucho más sensibles y potentes, con sus criptas subterráneas habitadas por vírgenes negras, en contacto directo con las capas radioactivas, y así cubrieron Europa de una red de estaciones receptoras-transmisoras que se comunicaban entre sí datos sobre la potencia y la dirección de los fluidos, los humores y las tensiones de las corrientes.
—Estoy convencido de que detectaron las minas de plata del Nuevo Mundo, provocaron erupciones y, después, controlando la Corriente del Golfo, hicieron fluir el mineral hacia las costas portuguesas. Tomar era el centro de distribución, la Forêt d’Orient era el almacén principal. Ese es el origen de su riqueza. Pero eran migajas. Se dieron cuenta de que, para explotar plenamente su secreto, debían contar con una tecnología que tardaría al menos seiscientos años en desarrollarse.
Así pues, los templarios habían organizado el Plan para que sólo sus sucesores, en el momento en que estuviesen en condiciones de utilizar correctamente sus conocimientos, descubrieran el sitio donde estaba el Umbilicus Telluris. ¿Pero cómo habían distribuido los fragmentos de la revelación entre los treinta y seis que estaban repartidos por el mundo? ¿Eran otras tantas partes de un mismo mensaje? ¿Pero era necesario un mensaje tan complejo para decir que el Umbilicus estaba, por ejemplo, en Baden Baden, en Albacete o en Chattanooga?
¿Un mapa? Pero, en un mapa, el Umbilicus estaría marcado con un punto. Y quien tuviese el fragmento marcado ya lo sabría todo sin necesidad de buscar los otros fragmentos. No, la cosa tenía que ser más compleja. Nos devanamos los sesos durante unos días, hasta que Belbo decidió recurrir a Abulafia. La respuesta fue:
Guillaume Postel muere en 1581.
Bacon es vizconde de San Albano.
En el Conservatoire está el Péndulo de Foucault.
Había llegado el momento de asignarle una función al Péndulo.
Al cabo de unos días, estuve en condiciones de proponer una solución bastante elegante. Un diabólico nos había presentado un texto sobre el secreto hermético de las catedrales. Según nuestro autor, un día los constructores de Chartres habían colgado una plomada de una clave de bóveda y de ese modo habían podido deducir fácilmente la rotación de la Tierra.
—Esto explicaba también el proceso contra Galileo —observó Diotallevi—, porque la Iglesia se había olido que era un templario.
—No —respondió Belbo—, los cardenales que condenaron a Galileo eran templarios infiltrados en Roma, que se apresuraron a sellar los labios del maldito toscano, ese templario traidor que por pura vanidad estaba a punto de soltarlo todo, cuatrocientos años antes de la fecha prevista por el Plan.
De todas formas, este descubrimiento explicaba la razón por la que aquellos maestros albañiles habían trazado un laberinto debajo del Péndulo, imagen estilizada del sistema de las corrientes subterráneas. Buscamos una imagen del laberinto de Chartres: un reloj solar, una rosa de los vientos, un sistema venoso, una huella babosa de los aletargados movimientos de la Serpiente. Un mapa total de las corrientes.
—De acuerdo, supongamos que los templarios hayan utilizado el Péndulo para indicar la posición del Umbilicus. En lugar del laberinto, que sólo es un esquema abstracto, se extiende en el suelo un mapamundi y se decide, por ejemplo, que el punto marcado por el pico del Péndulo en determinada hora es aquel donde está situado el Umbilicus. Pero, ¿en el suelo de dónde?
—El lugar está fuera de discusión. Sólo puede ser Saint-Martin-des-Champs, el Refuge.
—Sí —sutilizaba Belbo—: Supongamos que a medianoche el Péndulo oscila con respecto a un eje situado, por ejemplo, digo uno cualquiera, entre Copenhague y Ciudad del Cabo. ¿Dónde está el Umbilicus? ¿En Dinamarca o en Sudáfrica?
—Observación pertinente —dije—. Pero nuestro diabólico también cuenta que en Chartres hay una fisura en una vidriera del coro y que, a determinada hora del día, un rayo de sol penetra por la fisura e ilumina siempre el mismo punto, siempre la misma piedra del pavimento. No recuerdo cuál es su conclusión, pero sin duda se trata de un gran secreto. Pues bien, éste es el mecanismo. En el coro de Saint-Martin, hay una ventana que presenta una grieta en un punto donde dos vidrios de colores, o esmerilados, están unidos mediante varillas de plomo. Esa grieta fue practicada con toda precisión, y probablemente desde hace seiscientos años hay alguien que se ocupa de mantenerla abierta. Cuando sale el sol en determinado día del año…
—…que sólo puede ser el alba del 24 de junio, día de San Juan, fiesta del solsticio de verano…
—…eso mismo, ese día, a esa hora, el primer rayo de sol que penetra por la ventana ilumina el Péndulo, ¡y allí donde se encuentra el Péndulo cuando es iluminado por el rayo de sol, allí, en ese punto preciso del mapa, está situado el Umbilicus!
—Perfecto —dijo Belbo—. Pero, y si está nublado?
—Hay que esperar al año siguiente.
—Perdonen —dijo Belbo—. El último encuentro es en Jerusalén. ¿El Péndulo no debería estar colgado de lo alto de la cúpula de la Mezquita de Omar?
—No —lo convencí—, en ciertos puntos del globo el Péndulo completa su ciclo en treinta y seis horas, en el Polo Norte tardaría veinticuatro horas, en el ecuador el plano de oscilación sería invariable. O sea que el lugar es importante. Si los templarios hicieron su descubrimiento en Saint-Martin, su cálculo sólo vale para París, porque en Palestina el Péndulo trazaría una curva distinta.
—¿Y quién nos dice que hicieron su descubrimiento en Saint-Martin?
—El hecho de que hayan elegido Saint-Martin como refugio, que desde el prior de San Albano, hasta Postel, hasta la Convención, lo hayan mantenido bajo su control, que, después de los primeros experimentos de Foucault, hayan hecho instalar el Péndulo allí. Sobran indicios.
—Pero la última reunión es en Jerusalén.
—¿Y qué? En Jerusalén se reconstruye el mensaje, y no es cosa de un momento. Después hay un año de preparación, y, el 23 de junio del año siguiente, los seis grupos se reúnen en París para averiguar finalmente dónde está el Umbilicus, y después lanzarse a la conquista del mundo.
—Sin embargo —insistió Belbo—, hay otra cosa que no acaba de convencerme. Cada uno de los treinta y seis sabía que la revelación final tendría que ver con el Umbilicus. El Péndulo ya se utilizaba en las catedrales, de modo que no era ningún secreto. ¿Qué impedía que Bacon o Postel o Foucault mismo; porque sin duda, si montó el tinglado del Péndulo, era porque también él formaba parte del corrillo, qué diablos impedía, digo, que cualquiera de ellos cogiera un mapa mundi y lo pusiera en el suelo y lo orientase según los puntos cardinales? Vamos descaminados.
—No, vamos por el buen camino —dije—. El mensaje dice algo que nadie podía saber: ¡dice qué mapa hay que utilizar!