Yo diría que este monstruoso híbrido no procede de un útero materno, sino con toda seguridad de un Efialtes, de un Incubo, o de algún otro demonio horrible, como si hubiese sido concebido a partir de un hongo pútrido y venenoso, hijo de Faunos y de Ninfas, más parecido a un demonio que a un hombre.
(Athanasius Kircher, Mundus Subterraneus, Amsterdam, Jansson, 1665, II, pp. 279-280)
Aquel día quise quedarme en casa, presentía algo, pero Lia me dijo que no me comportase como un príncipe consorte y que fuese a trabajar.
—Hay tiempo, Pim, todavía no nace. También yo tengo que salir. Puedes marcharte.
Estaba llegando a la puerta de mi despacho, cuando se abrió la del señor Salon. Apareció el viejo, con su mandil amarillo. No pude dejar de saludarle, y me invitó a pasar. Nunca había visto su laboratorio, así que entré.
Si detrás de aquella puerta había existido un apartamento, era evidente que Salon había hecho demoler los tabiques, porque lo que vi era un antro de dimensiones vastas e imprecisas. Por alguna ignota razón arquitectónica, aquel ala del edificio tenía techo abuhardillado y la luz penetraba por unas vidrieras oblicuas. No sé si los cristales estaban sucios o eran esmerilados, o si Salon les había puesto un filtro para protegerse del sol, o si era por la acumulación de objetos que proclamaban por todas partes el miedo a los espacios vacíos, pero en el antro se expandía una luz crepuscular, a la que también contribuía la presencia de unas estanterías de farmacia antigua que lo dividían y en las que se abrían arcos que marcaban hiatos, pasadizos, perspectivas. La tonalidad dominante era el pardo, pardos eran los objetos, los estantes, las mesas, la vaga mezcla de la luz del sol con el incierto resplandor que viejas lámparas derramaban sobre algunas zonas del local. En un primer momento, creí que había entrado en el taller de un luthier, del que el artesano hubiese desaparecido en la época de Stradivarius y donde el polvo hubiera ido acumulándose sobre los cebrados vientres de las tiorbas.
Después, a medida que los ojos se fueron habituando, comprendí que estaba, como cabía esperar, en un zoológico petrificado. Allá al fondo un osito de ojos brillantes y vítreos trepaba por una rama artificial, a mi lado descansaba un mochuelo, hierático y atónito, en la mesa que tenía delante había una comadreja, o una garduña o un turón, no sé bien. En el centro de la mesa, un animal prehistórico que al principio no reconocí, como un felino observado con rayos equis.
Podía ser un puma, un gato cerval, un perro de grandes dimensiones, veía su esqueleto cubierto en parte por un relleno de estopa y sostenido por un armazón de hierro.
—Es el alano de una señora rica y sentimental —dijo Salon, en sus labios una sonrisa burlona—, que quiere recordarlo como en los tiempos en que hacían vida conyugal. ¿Ve? Se desuella al animal, se unta la piel por dentro con jabón de arsénico, después se hacen macerar los huesos, se los blanquea… Mire qué buena colección de columnas vertebrales y cajas torácicas tengo en aquella estantería. ¿Bonito osario, verdad? Después se unen los huesos con alambre y, una vez reconstruido el esqueleto, se introduce un relleno, yo suelo hacerlo con paja, pero también puede ser de cartón piedra o de escayola. Por último se monta la piel. Reparo los daños de la muerte y de la corrupción. Mire este búho, ¿no parece que estuviera vivo?
A partir de entonces, todo búho vivo me habría parecido muerto, entregado por Salon a aquella esclerótica eternidad. Observé el rostro de aquel embalsamador de faraones bestiales, sus cejas pobladas, sus mejillas grises, y traté de descubrir si era un ser vivo o una obra maestra de su propio arte.
Para mirarle mejor, di un paso hacia atrás y sentí que algo me rozaba la nuca. Me volví con un estremecimiento y vi que había puesto en movimiento un péndulo.
Un gran pájaro descuartizado oscilaba siguiendo el movimiento de la lanza que lo traspasaba. Le entraba por la cabeza, y por el pecho abierto se veía que penetraba allí donde antes estuvieran el corazón y el buche, y allí formaba un lazo para luego dividirse como un tridente invertido. Una parte más gruesa le traspasaba el sitio donde habían estado las vísceras y apuntaba hacia el suelo como una espada, mientras que los otros dos floretes penetraban por las patas y asomaban simétricamente por las garras. El pájaro oscilaba levemente y las tres puntas indicaban en el suelo la huella que habrían dejado si hubiesen llegado a rozarlo.
—Es un bello ejemplar de águila real —dijo Salon—. Pero todavía tengo que trabajar en él unos días. Precisamente, estaba escogiendo los ojos. —Me mostró una caja llena de córneas y pupilas de vidrio, como si el verdugo de Santa Lucía hubiera recogido los trofeos de su carrera—. No siempre es tan fácil como con los insectos, con los que basta la caja y un alfiler. A los invertebrados, por ejemplo, hay que tratarlos con formalina.
Aquello olía a depósito de cadáveres.
—Debe de ser un trabajo apasionante —dije.
Entretanto pensaba en la cosa viva que palpitaba en el vientre de Lia. Me asaltó un pensamiento gélido: si la Cosa muriese, dije para mis adentros, quiero enterrarla yo mismo, que alimente a todos los gusanos del subsuelo y enriquezca la tierra. Sólo así sentiré que aún está viva…
Volví a la realidad porque Salon estaba hablando y trayendo una extraña criatura de uno de sus estantes. Tendría unos treinta centímetros de largo y se veía que era un dragón, un reptil de grandes alas negras y membranosas, con una cresta de gallo y las abiertas fauces erizadas de minúsculos dientes de tiburón.
—¿Bonito, verdad? Es una composición mía. He utilizado una salamandra, un murciélago, las escamas de una serpiente… Un dragón del subsuelo. Me he inspirado en esta obra… —Me mostró, en otra mesa, un grueso volumen en folio, encuadernado en pergamino antiguo, con cintas de cuero—. Me ha costado un ojo de la cara, no soy un bibliófilo pero quería tener esto. Es el Mundus Subterraneus de Athanasius Kircher, primera edición, 1665. Aquí está el dragón. Igualito, ¿verdad? Vive en las grietas de los volcanes, decía ese buen jesuita que lo sabía todo, lo conocido, lo desconocido y lo inexistente…
—Usted siempre piensa en los subterráneos —dije, recordando nuestra conversación en Munich y las frases que había oído a través de la oreja de Dionisio.
Abrió el volumen por otra página: en ella se veía una imagen del globo terráqueo que parecía un órgano anatómico hinchado y negro, atravesado por una telaraña de venas fosforescentes, onduladas y flameantes.
—Si Kircher tenía razón, hay más senderos en el corazón de la Tierra que en su superficie. Todo lo que sucede en la naturaleza se debe al calor que humea allá abajo…
Yo pensaba en la obra en negro, en el vientre de Lia, en la Cosa que trataba de irrumpir al exterior desde su tierno volcán.
—…y todo lo que sucede en el mundo de los hombres también se trama allá abajo.
—¿Lo dice el padre Kircher?
—No, él se ocupa de la naturaleza, solamente… Aunque es curioso que la segunda parte de este libro trate de la alquimia y los alquimistas y que precisamente aquí, mire, en este pasaje, aparezca un ataque contra los rosacruces. ¿Por qué ataca a los rosacruces en un libro sobre el mundo subterráneo? Se las sabía todas, nuestro jesuita, sabía que los últimos templarios se habían refugiado en el reino subterráneo de Agarttha…
—Y al parecer siguen allí —aventuré.
—Siguen allí —dijo Salon—. No en Agarttha, en otras galerías subterráneas. Quizá aquí, debajo de este edificio. Ahora también Milán tiene metro. ¿Quién decidió que se construyera? ¿Quién dirigió las excavaciones?
—Supongo que unos ingenieros especializados.
—Claro, cúbrase los ojos. Y entretanto en su editorial publican libros de Dios sabe qué autores. ¿Cuántos judíos hay entre sus autores?
—No pedimos certificados de pureza de sangre a los autores —respondí secamente.
—¿No pensará que soy un antisemita? Algunos de mis mejores amigos son judíos. Pienso en cierto tipo de judíos…
—¿Cuáles?
—Yo me entiendo…