Los Filósofos llaman Expulsadiablos a esta hierba. Está probado que sólo esta semilla expulsa a los diablos y a sus alucinaciones… Se le administró a una jovencita que durante la noche era atormentada por un diablo, y esa hierba lo hizo huir.
(Johannes de Rupescissa, Trattato sulla Quintessenza, II)
En los días que siguieron me olvidé del Plan. El embarazo de Lia estaba llegando a término y apenas podía estaba a su lado. Lia me tranquilizaba diciendo que aún no había llegado el momento. Estaba haciendo el curso de parto sin dolor y yo trataba de seguir sus ejercicios. Lia había rechazado la ayuda de la ciencia para conocer de antemano el sexo de la criatura. Quería que fuese una sorpresa. Acepté su capricho. Le tocaba el vientre no me preguntaba qué saldría de allí, habíamos decidido llamarlo la Cosa.
Yo sólo preguntaba cómo podría participar en el parto.
—La Cosa también es mía —decía—. No quiero ser como los padres de las películas, que se pasean por el corredor encendiendo un pitillo tras otro.
—Pim, no podrás hacer demasiado. A partir de cierto momento, seré yo quien lo haga. Además, no fumas. ¿No se te ocurrirá coger el vicio para festejar la ocasión?
—¿Y entonces qué hago?
—Participas antes y después. Después, si es varón, le educarás, formarás su personalidad, le crearás un buen edipo como es debido, te someterás sonriendo al parricidio ritual cuando llegue el momento, y sin protestar, y un día le mostrarás tu miserable oficina, las fichas, las galeradas de la maravillosa historia de los metales y le dirás hijo mío algún día todo esto será tuyo.
—¿Y si es niña?
—Le dirás hija mía algún día todo esto será del inútil de tu marido.
—¿Y antes?
—Durante las contracciones, entre una y otra pasa cierto tiempo, y hay que contar, porque a medida que se abrevia el intervalo se acerca el momento. Contaremos juntos y tú me marcarás el ritmo, como los remeros en las galeras. Será como si también tú hicieses salir la Cosa de su cuevecita. Pobrecito, pobrecita… Oye, ahora está tan bien en la oscuridad, chupa humores como una sanguijuela, todo gratis, y después, ¡paf!, saltará a la luz del sol, parpadeará y dirá ¿dónde diablos he caído?
—Pobrecito, pobrecita. Y eso que aún no habrá conocido al señor Garamond. Ven, probemos a contar.
Contábamos en la oscuridad, cogidos de la mano. Mi imaginación volaba. La Cosa era una cosa real que al nacer daría sentido a todos los delirios de los diabólicos. Pobres diabólicos, se pasaban las noches representando unas bodas químicas y preguntándose si realmente producirían oro de dieciocho quilates y si la piedra filosofal era el lapis exillis, un miserable Grial de loza. Y mi Grial estaba allí, en la barriga de Lia.
—Sí —decía ella pasándose la mano por su recipiente panzudo y tenso—, aquí es donde se macera tu buena materia prima. ¿Qué pensaba que sucedía en el recipiente esa gente que viste en el castillo?
—Oh. Que allí borboteaba la melancolía, la tierra sulfurosa, el plomo negro, el aceite de Saturno, una Estigia de molificaciones, asaciones, humaciones, licuefacciones, amasamientos, impregnaciones, sumersiones, tierra fétida, sepulcro hediondo…
—¿Pero qué eran, impotentes? ¿No sabían que en el recipiente madura nuestra Cosa, una cosa toda blanca linda y rosa?
—Claro que lo sabían, pero para ellos hasta tu barriguita es una metáfora, llena de secretos…
—No hay secretos, Pim. Sabemos bien cómo se forma la Cosa, sus nerviecitos, sus musculitos, sus ojitos, sus bacitos, sus pancreacitos…
—Santo Dios. ¿Cuántos bazos? ¿Quién es, Rosemary’s Baby?
—Es una manera de decir. Pero tenemos que estar preparados para aceptarla aunque tenga dos cabezas.
—¿Cómo no? Le enseñaría a tocar duetos con trompeta y clarinete… No, porque entonces tendría que tener cuatro manos y ya sería demasiado, aunque piensa lo que podría dar como solista de piano, el concierto para la mano izquierda se le quedaría pequeño. Brr… Pero bueno, hasta mis diabólicos saben que ese día en la clínica también se producirá la obra en blanco, nacerá el Rebis, el andrógino.
—Claro, sólo nos faltaba eso. Más bien, le llamaremos Giulio, o Giulia, como mi abuelo, ¿qué te parece?
—No me disgusta, suena bien.
Habría bastado con que me detuviese allí. Con que escribiese un libro blanco, un grimoire bueno, para todos los adeptos de Isis Desvelada, donde explicara que no debían seguir buscando el secretum secretorum, que la lectura de la vida no ocultaba ningún sentido escondido, y que todo estaba allí, en las barrigas de todas las Lias del mundo, en las habitaciones de las clínicas, en los jergones, en las orillas pedregosas de los ríos, y que las piedras que salen del exilio y el Santo Grial no son más que unos monitos que gritan mientras les cuelga el cordón umbilical y el doctor les da unas palmadas en el culo. Y que, para la Cosa, los Superiores Desconocidos éramos Lia y yo, y que además nos reconocería en seguida, sin tener que preguntárselo a ese zascandil de de Maistre.
Pero no, nosotros, los muy sardónicos, queríamos jugar al escondite con los diabólicos mostrándoles que, si debía existir una conjura cósmica, nosotros sabíamos inventar una que más cósmica imposible.
Te lo tienes merecido, pensaba la otra noche, ahora estás aquí esperando a ver que sucederá debajo del péndulo de Foucault.