Otro caso curioso de criptografía fue presentado al público en 1917 por uno de los mejores historiógrafos de Bacon, el doctor Alfred Von Weber Ebenhoff, de Viena. Basándose en los diferentes sistemas ya aplicados a las obras de Shakespeare, Von Weber empezó a analizar las obras de Cervantes… En el curso de sus investigaciones descubrió una prueba material desconcertante: la primera traducción inglesa de Don Quijote, hecha por Shelton, presenta correcciones a mano del propio Bacon. Llegó a la conclusión de que esa versión inglesa sería el original de la novela, y de que Cervantes habría publicado una traducción al español.
(J. Duchaussoy, Bacon, Shakespeare ou Saint-Germain?, Paris, La Colombe, 1962, p. 122)
El hecho de que en los días que siguieron Belbo se dedicase a devorar obras históricas sobre la época de los rosacruces no me sorprendió. Sin embargo, cuando nos comunicó sus conclusiones, sólo nos transmitió la escueta trama de sus fantasías, aportándonos sugerencias muy valiosas. Ahora sé que en Abulafia estaba escribiendo una historia mucho más compleja, donde el frenético juego de las citas se mezclaba con sus mitos personales. Al confrontarse con la posibilidad de combinar fragmentos de una historia ajena, sentía renacer en su interior el impulso de escribir, en forma narrativa, su propia historia. A nosotros nunca nos lo confió. Y aún no sé si estaba explorando, con bastante valor, sus posibilidades de articular una ficción, o se estaba internando, como un diabólico cualquiera, en la Gran Historia que estaba trastornando.
Durante mucho tiempo olvido que soy Talbot. Al menos desde que decidí hacerme llamar Kelley. En el fondo sólo había falsificado unos documentos, como todo el mundo. Los hombres de la reina son despiadados. Para cubrir mis pobres orejas amputadas me veo obligado a llevar esta papalina negra, y todos han empezado a decir que soy un mago. Sea. El doctor Dee prospera a costa de esta fama.
He ido a verle a Mortlake, y estaba examinando un mapa. No ha sido muy preciso, el diabólico viejo. Siniestros resplandores en sus ojos astutos, la huesuda mano acariciaba la perilla caprina.
«Es un manuscrito de Roger Bacon» me dijo, «me lo ha prestado el emperador Rodolfo II. ¿Conoce Praga? Le aconsejo que la visite. Podría encontrar algo capaz de cambiar su vida. Tabula locorum rerum et thesaurorum absconditorum Menabani…»
Con el rabillo del ojo llegué a ver algo de la transcripción que el doctor estaba tratando de hacer de un alfabeto secreto. Pero escondió en seguida el manuscrito bajo una pila de otros folios amarillentos. Vivir en una época, y en un ambiente, en los que todo folio, aun el que acaba de salir del papelista, está amarillento.
Había mostrado al doctor Dee algunos de mis textos, sobre todo mis poesías sobre la Dark Lady. Luminosísima imagen de mi infancia, oscura al haber sido reabsorbida por la sombra del tiempo, y negada a mi posesión. Y un bosquejo trágico, la historia de Jim el del Cáñamo, que regresa a Inglaterra siguiendo a sir Walter Raleigh y descubre que su hermano incestuoso ha matado al padre. Beleño.
«Usted tiene talento, Kelley» me había dicho Dee. «Y necesita dinero. Hay un joven, hijo natural de alguien que usted ni siquiera se atrevería a imaginar, a quien deseo ver cubierto de fama y honores. Carece de ingenio, de modo que usted será su alma secreta. Escriba, y viva a la sombra de la gloria de él, sólo usted y yo sabremos que es suya, Kelley.»
Y así es como llevo años destilando las obras que, para la reina y para toda Inglaterra, pasan bajo el nombre de este joven pálido. If I have seen further it is by standing on ye sholders of a Dwarf. Tenía treinta años, y no permitiré que nadie diga que ésa es la edad más bella de la vida.
«William» le he dicho, «déjate crecer el cabello, que te cubra las orejas, te favorece.» Tenía un plan (¿suplantarle?).
¿Se puede vivir odiando al Agitalanza que en realidad se es? That sweet thief which sourly robs from me. «Calma Kelley» me dice Dee, «crecer en las sombras es el privilegio de quien se dispone a conquistar el mundo. Keepe a Low Profyle. William será una de nuestras fachadas.» Y me puso al corriente —oh, sólo en parte— de la Conjura Cósmica. ¡EI secreto de los templarios! «¿La recompensa?» pregunté. «Ye Globe.»
Mucho tiempo he estado acostándome temprano, pero una vez, a medianoche, hurgué en el escriño secreto de Dee, descubrí unas fórmulas, quise evocar a los ángeles como hacía él en las noches de luna llena. Dee me encontró tendido boca arriba, en el centro del círculo del Macrocosmos, como aniquilado por un fustazo. En la frente, el Pentáculo de Salomón. Ahora debo calarme aún más la papalina sobre los ojos.
«Todavía no sabes cómo se hace» dijo Dee. «Andate con cuidado, o te haré arrancar también la nariz. I will show you Fear in a Handful of Dust…»
Alzó la huesuda mano y pronunció la palabra terrible: ¡Garamond! Sentí una llamarada que me consumía por dentro. Huí (en medio de la noche).
Fue necesario que transcurriese un año para que Dee me perdonara y me dedicase su Cuarto Libro de los Misterios, «post reconciliationem kellianam».
A un lugar de Inglaterra de cuyo nombre no quiero acordarme (Mortlake, para mayor precisión) me había llamado Dee. Estábamos William, Spenser, un joven aristocrático de mirada huidiza, Francis Bacon y yo. He had a delicate, lively, hazel Eie. Doctor Dee told me it was like the Eie of a Viper. Dee nos puso al corriente de una parte de la Conjura Cósmica. Se trataba de encontrarse en París con el ala franca de los templarios, y una vez reunidos juntar dos partes de un mapa. Irían Dee y Spenser, acompañados por Pedro Núñez. A Bacon y a mí nos entregó unos documentos, bajo juramento de que sólo los abriríamos en caso de que no regresaran.
Regresaron, vituperándose sin cesar, unos a otros. «No es posible» decía Dee, «el Plan es matemático, tiene la perfección astral de mi Monas Ierogliphica. Teníamos que encontrarles, era la noche de San Juan.»
Detesto que no se me considere. Dije:
«¿La noche de San Juan para nosotros o para ellos?»
Dee se dio una palmada en la frente, y vomitó terribles blasfemias.
«Oh» dijo. «From what power hast thou this powerful might?» El pálido William se apuntaba la frase, el deleznable plagiario. Dee consultaba febrilmente lunarios y efemérides. «Por la Sangre de Dios, por el Nombre de Dios. ¿Cómo he podido ser tan necio?» Insultaba a Núñez y a Spenser: «¿O sea que tengo que pensar yo en todo? Cosmógrafo de mis pecados», le aulló lívido a Núñez. Y luego «Amanasiel Zorobabel» gritó. Como golpeado por un invisible ariete en el estómago, Núñez palideció, dio unos pasos hacia atrás y se vino a tierra. «Imbécil», dijo Dee.
Spenser estaba pálido. Dijo con dificultad: «Se puede arrojar un anzuelo. Estoy terminando un poema, es una alegoría sobre la reina de las hadas, donde he estado a punto de introducir a un caballero de la Cruz Roja… Dejadme que escriba. Los verdaderos templarios se reconocerán, sabrán que sabemos y se pondrán en contacto con nosotros…»
«Te conozco» dijo Dee. «De aquí a que acabes de escribirlo y a que la gente repare en tu poema pasará un lustro, si no más. Sin embargo, creo que la idea del anzuelo no es estúpida.»
«¿Por qué no se comunica con ellos por medio de sus ángeles, doctor?» le pregunté.
«Imbécil» volvió a decir, esa vez a mí. «¿No has leído a Tritemio? Los ángeles del destinatario intervienen para poner en claro un mensaje, si éste lo recibe. Mis ángeles no son correos a caballo. Los franceses están perdidos. Pero tengo un plan. Sé cómo encontrar a alguien de la línea alemana. Hay que ir a Praga.» Oímos un ruido, una pesada cortina de damasco se estaba levantando, divisamos una mano diáfana, después apareció Ella, la Virgen Altiva. «Majestad» dijimos, al tiempo que nos arrodillábamos. «Dee» dijo Ella, «lo sé todo. No creáis que mis antepasados han salvado a los caballeros para después otorgarles el dominio del mundo. Exijo, entended, exijo, que al final el secreto sea privativo de la Corona.»
«Majestad, quiero el secreto, a cualquier precio, y lo quiero para la Corona. Quiero encontrar a sus otros poseedores, si ése es el camino más corto, pero, una vez que neciamente me hayan confiado lo que saben, no me será difícil eliminarles, o con el puñal o con el agua tofana.»
En el rostro de la Reina Virgen se dibujó una sonrisa atroz. «Así está bien» dijo, «mi buen Dee… No quiero mucho, sólo el Poder Total. A vos, si tenéis éxito, os otorgaré la Jarretera. A ti, William» y miraba con lúbrica ternura al pequeño parásito, «otra jarretera, y otro vellocino de oro. Sígueme.»
Susurré al oído de William: «Perforce I am thine, and that is in me…»
William me gratificó con una mirada de untuoso agradecimiento y siguió a la reina, desapareciendo detrás de la cortina. Je tiens la reine!
…….
Fui con Dee a la Ciudad de Oro. Recorríamos pasajes estrechos y malolientes no lejos del cementerio judío, y Dee me decía que tuviera cuidado. «Si la noticia de que ha fracasado la cita se ha difundido», decía, «los otros grupos ya se estarán moviendo por su cuenta. Tengo miedo de los judíos, aquí en Praga los jerosolimitanos tienen demasiados agentes…
Era de noche. La nieve refulgía azulada. En la oscura entrada del barrio judío se acurrucaban los tenderetes del mercadillo navideño, y en el centro, cubierto con un paño rojo, el obsceno escenario de un teatro de títeres iluminado por humeantes antorchas. Pero inmediatamente después se pasaba por debajo de un arco de piedra tallada y, cerca de una fuente de bronce, de cuya verja colgaban largos carámbanos se abría el atrio de otro pasaje. En viejas puertas áureas cabezas de león daban dentelladas a anillos de bronce. Un leve temblor recorría aquellos muros, inexplicables ruidos surgían como estertores de los bajos tejados, y se infiltraban por los canalones. Las casas traicionaban vidas fantasmagoriales, ocultas señoras de la vida… Un viejo usurero, envuelto en un tabardo raído, casi nos rozó al pasar y me pareció que murmuraba: «Cuidaos de Athanasius Pernath…» Dee murmuró: «Le temo a un Athanasius muy distinto…» Y de pronto desembocamos en el callejón de los Fabricantes de Oro…
Allí, y las orejas que no tengo ya se estremecen al recordarlo bajo la ajada papalina, de repente, en la oscuridad de un nuevo imprevisto pasaje, surgió ante nosotros un gigante, una horrible criatura gris de expresión mortecina, el cuerpo encubertado por una pátina broncinea, apoyado en un nudoso bastón de madera blanca tallada en espiral. Un intenso olor a sándalo emanaba de aquella aparición. Me invadió una sensación de horror mortal, coagulado por arte de magia, todo, en aquel ser que tenía delante. Y sin embargo no podía apartar la mirada del diáfano globo nebuloso que envolvía sus hombros y a duras penas lograba contemplar el rostro rapaz de ibis egipcio y detrás de él una pluralidad de rostros, pesadillas de mi imaginación y de mi memoria. La silueta del fantasma, recortada en la oscuridad del pasaje, se dilataba y se contraía, como si una lenta respiración mineral invadiese toda la figura… Y —horror —en lugar de pies, hincándose, vi sobre la nieve unos informes muñones, cuya carne, gris y exangüe, se había enrollado como en tumefacciones concéntricas.
Oh, la voracidad de mis recuerdos…
«¡El Golem!» exclamó Dee. Después elevó los brazos al cielo, y su negro tabardo, al caer con sus anchas mangas hasta el pavimento, formó una especie de cingulum, un cordón umbilical entre la posición aérea de las manos y la superficie o las profundidades, de la tierra. «¡Jezebel, Malkhut, Smoke Gets in Your Eyes!» dijo. Y de repente el Golem se disolvió como un castillo de arena golpeado por una racha de viento, casi nos cegaron las partículas de su cuerpo de arcilla que se fragmentaban como átomos en el aire, y al final quedó a nuestros pies un montoncito de cenizas calcinadas. Dee se inclinó, hurgó en aquel polvo con sus huesudos dedos y extrajo un pergamino enrollado que ocultó entre sus ropas.
Fue entonces cuando surgió de las sombras un viejo rabino, cuyo grasiento gorro se parecía a mi papalina. «El doctor Dee, supongo» dijo. «Here Comes Everybody» respondió Dee humilde. «Qué gusto, veros, Rabbi Allevi…» Y éste: «¿No habéis visto por casualidad a un ser rondando por aquí?»
«¿Un ser?» dijo Dee fingiendo asombro. «¿De qué aspecto?»
«¡Al diablo!, Dee» dijo Rabbi Allevi, «era mi Golem.»
«Vuestro Golem. No tengo ni idea.»
«Tened cuidado, doctor Dee» dijo lívido Rabbi Allevi. «Estáis jugando a un juego más grande que vos.»
«No sé de qué me estáis hablando, Rabbi Allevi» dijo Dee. «Hemos venido para fabricarle unas onzas de oro a vuestro emperador. No somos nigromantes de pacotilla.»
«Al menos devolvedme el pergamino» imploró Rabbi Allevi.
«¿Qué pergamino?» preguntó Dee con diabólica ingenuidad.
«Maldito seáis, doctor Dee» dijo el rabino «Y en verdad os digo que no veréis la aurora del nuevo siglo.» Y se alejó en la noche, murmurando oscuras consonantes sin la menor sombra de vocal. ¡Oh, Idioma Diabólico y Sagrado!
Dee se había apoyado contra el húmedo muro del pasaje, el rostro terroso, los cabellos erizados, como los de la serpiente. «Conozco a Rabbi Allevi» dijo. «Moriré el cinco de agosto de 1608, calendario gregoriano. Por tanto, Kelley, ayudadme a realizar mi proyecto. Seréis vos quien deberá concluirlo. Gilding pale streams with heavenly alchymy, no lo olvidéis.» No lo olvidaría, y William conmigo, y en contra de mí.
No dijo más. La niebla pálida que se frota la espalda contra los cristales el humo amarillo que se frota la espalda contra los cristales, lamía con su lengua las esquinas de la noche. Ahora estábamos en otro pasaje, blancuzcos vapores emanaban de las rejas situadas a ras del suelo, por las que se divisaban cuchitriles de paredes torcidas, escandidas por una gradación de brumosos grises… Mientras bajaba a tientas una escalera (los peldaños extrañamente ortogonales), entreví la figura de un vielo de raída levita y alto sombrero de copa. También Dee lo vio: «¡Caligari!» exclamó. «También él está aquí, en casa de Madame Sosostris, —The Famous Clairvoyante! Debemos darnos prisa.»
Apretamos el paso y llegamos a la puerta de una casucha, en un callejón vagamente iluminado, siniestramente semítico.
Llamamos y la puerta se abrió como por arte de magia. Entramos en un amplio salón adornado con candelabros de siete brazos, tetragramas en relieve, estrellas de David dispuestas como rayos. Viejos violines, del color de la veladura de los cuadros antiguos, se amontonaban a la entrada sobre una larga mesa de anamórfica irregularidad. Un gran cocodrilo colgaba embalsamado de la alta bóveda de la gruta, oscilaba levemente con la brisa nocturna, en la débil claridad de una sola antorcha, o de muchas o de ninguna. Al fondo, delante de una especie de tienda o baldaquín, a cuyo reparo se erguía un tabernáculo, orando de rodillas, susurrando con blasfema tenacidad los setenta y dos Nombres de Dios, había un Anciano. Supe, por súbita fulguración del Nous, que era Heinrich Khunrath.
«Al sólido, Dee» dijo éste, volviéndose e interrumpiendo la plegaria. «¿Qué deseáis?» Parecía un armadillo embalsamado, una iguana sin edad.
«Khunrath, el tercer encuentro no se ha producido.»
Khunrath estalló en una terrible imprecación: «Lapis Exillis! ¿Y ahora qué?»
«Khunrath» dijo Dee, «vos podríais arrojar un anzuelo y ponerme en contacto con la línea templaria alemana.»
«Veamos» dijo Khunrath. «Podría pedírselo a Maier, que está en contacto con mucha gente de la corte. Pero antes vos tendréis que comunicarme el secreto de la Leche Virginal, del Horno Secretísimo de los Filósofos.»
Dee sonrió ¡oh, la divina sonrisa de ese Sofo! Se recogió como para rezar y susurró en voz baja: «Cuando quieras transmutar y reducir a agua o a Leche Virginal el Mercurio sublimado, colócalo sobre la plancha entre los montoncitos y el cáliz con la Cosa cuidadosamente pulverizada, no lo cubras y cuida de que el aire caliente incida en la materia desnuda adminístrale el fuego de tres carbones, y mantenlo encendido durante ocho días solares, después retíralo y machácalo bien sobre el mármol hasta que se vuelva impalpable. Una vez hecho eso pon la materia en un alambique de vidrio y hazla destilar a Balneum Mariae, sobre un caldero de agua, situado de manera que no se acerque al agua menos de dos dedos, quedando suspendido en el aire, y al mismo tiempo enciende fuego debajo del baño. Entonces, y sólo entonces, aunque la materia de la plata no toque el agua, al estar en ese vientre cálido y húmedo se transmutará en agua.»
«Maestro» dijo Khunrath cayendo de rodillas y besando la huesuda y diáfana mano del doctor Dee. «Maestro, así lo haré. Y tú tendrás lo que deseas. Recuerda estas palabras, la Rosa y la Cruz. Oirás hablar de ellas.»
Dee hizo una verónica con su manto y sólo emergían los ojos chispeantes y malignos. «Vamos, Kelley» dijo. «Este hombre ya es nuestro. Y tú, Khunrath, mantén al Golem lejos de nosotros hasta que regresemos a Londres. Y después que toda Praga sea una sola hoguera.»
Hizo ademán de alejarse. Khunrath se arrastró hasta él y le cogió por el orillo de la capa: «Quizá un día vaya a verte un hombre. Querrá escribir sobre ti. Recíbelo como a un amigo.»
«Dame el Poder» dijo Dee, con una expresión indescriptible pintada en su huesudo rostro, «y su fortuna estará asegurada.»
Salimos. Sobre el Atlántico un frente de baja presión avanzaba hacia el este yendo al encuentro de un anticiclón situado sobre Rusia.
«Vamos a Moscú» le dije.
«No» respondió, «regresemos a Londres.»
«A Moscú, a Moscú» susurraba demente. Bien sabías, Kelley, que nunca irías. Te esperaba la Torre.
Regresamos a Londres. El doctor Dee dijo: «Ellos están tratando de llegar a la Solución antes que nosotros. Kelley, escribirás para William algo… diabólicamente insinuante sobre ellos.»
Vientre del demonio, lo hice, y luego William estropeó el texto trasladándolo todo de Praga a Venecia. Dee se puso hecho una fiera. Pero el pálido, viscoso William, se sentía protegido por su real concubina. Mas no le bastaba. Mientras yo, poco a poco, le iba dando sus mejores sonetos, me preguntaba con todo descaro sobre Ella, sobre Ti, my Dark Lady. Qué horror oír tu nombre en sus labios de rufián (ignoraba que, espíritu condenado de doblez e impostura, la estaba buscando para Bacon). «Basta» le dije. «Estoy harto de construir tu gloria en la sombra. Escribe tú tus propias obras.»
«No puedo» me respondió, la mirada de quien acaba de ver a un Lémur. «El no me lo permite».
«¿Quién? ¿Dee?»
«No, el Verulamio. ¿No te has dado cuenta de que ahora es él el que lleva la batuta? Me está obligando a escribir las obras que después se jactará de haber creado. Has entendido, Kelley, yo soy el verdadero Bacon, y la posteridad no lo sabrá. ¡Oh, parásito! ¡Cómo odio a ese infame!»
«Bacon es un miserable, pero no carece de talento. ¿Por qué no escribe él mismo?»
Ignoraba que no tenía tiempo. Sólo lo comprendimos cuando años después Alemania fue invadida por la locura Rosa-Cruz. Entonces, atando cabos sueltos, palabras que había ido soltando de mala gana, me di cuenta de que el autor de los manifiestos de los rosacruces era él. ¡El escribía con el falso nombre de Johann Valentin Andreae!
En aquel momento todavía no había comprendido para quién escribía Andreae, pero ahora, desde la oscuridad de esta celda en que me consumo, más lúcido que don Isidro Parodi ahora sé. Me lo ha dicho Soapes, mi compañero de prisión, un ex templario portugués: Andreae escribía una novela de caballerías para un español que entretanto yacía en otra cárcel. No sé por qué, pero el proyecto beneficiaba al infame Bacon, que habría querido pasar a la historia como el secreto autor de las aventuras del caballero de La Mancha, y que a Andreae le pedía que redactase en secreto la obra de la que luego él se fingiría el verdadero autor oculto, para poder gozar en la sombra (pero, ¿por qué? ¿por qué?) el triunfo de otro.
Pero estoy divagando, ahora que hace frío en este calabozo, y me duele el pulgar. Estoy escribiendo, en la débil claridad de un candil agonizante, las últimas obras que circularán con el nombre de William.
El doctor Dee ha muerto susurrando Luz, más Luz, y pidiendo un palillo. Después dijo: Qualis Artifex Pereo! Le hizo matar Bacon. Desde hacía años, antes de que la reina desapareciera, inconexa de mente y de corazón, el Verulamio la había seducido de alguna manera. Ya sus facciones estaban alteradas y estaba reducida a un esqueleto. Su alimento se limitaba a un panecillo blanco y una sopa de achicoria. Siempre llevaba una espada en el flanco y en los momentos de furor la clavaba con violencia en las cortinas y damascos que cubrían las paredes de su retiro. (¿Y si detrás hubiese habido alguien escuchando? ¿O un topo, un topo? Buena idea, viejo Kelley, tengo que apuntarla.) Con la vieja reducida a ese estado, a Bacon no le resultó difícil hacerle creer que era William, su bastardo, se arrodilló ante ella, que ya estaba ciega, cubierto con una piel de carnero. ¡El Vellocino de Oro! Dijeron que quería apoderarse del trono, pero yo sabía que quería algo muy distinto, hacerse con el control del Plan. Fue entonces cuando se convirtió en vizconde de San Albano. Y cuando se sintió fuerte, eliminó a Dee.
La reina ha muerto, viva el rey… Yo me había convertido en un testigo molesto. Me tendió una celada, una noche en que finalmente la Dark Lady habría podido ser mía, y bailaba abrazada a mí, perdida, perdida bajo el poder de unas hierbas capaces de provocar visiones, ella, la Sophia eterna, con su rugoso rostro de cabra vieja… Irrumpió con un grupo de soldados, ordenó que me vendaran los ojos con un pañuelo, comprendí en seguida: ¡el vitriolo! Y cómo reía Ella, cómo reías tú, Pin Ball Lady — oh maiden virtue rudely strumpeted, oh gilded honor shamefully misplacid! — mientras te tocaba con sus rapaces manos, y tú le llamabas Simone, y le besabas la siniestra cicatriz…
A la Torre, a la Torre, reía el Verulamio. Y desde entonces yazgo aquí, con esta larva humana que dice llamarse Soapes, y los carceleros sólo me conocen como Jim el del Cáñamo. He estudiado a fondo, con ardiente celo, filosofía, jurisprudencia y medicina, y desgraciadamente también teología. Y aquí estoy, pobre loco, sin saber más que antes.
Desde una tronera he asistido a las bodas reales, con los caballeros de la roja cruz caracoleando al sonido de las trompetas. Yo hubiese tenido que estar allí para tocar la trompeta, Cecilia lo sabía, y una vez más me habían arrebatado el premio, la meta. Tocaba William. Yo escribía en la sombra, para él.
«Te diré cómo vengarte» me susurró Soapes, y ese día se mostró como quien realmente era, un abate bonapartista, enterrado desde hacía siglos en aquel calabozo.
«¿Lograrás salir?» le pregunté.
«If…» empezó a responder Pero luego calló. Golpeando con la cuchara en la pared, en un misterioso alfabeto que me confesó haber recibido del Tritemio, empezó a transmitir mensajes a uno de la celda de al lado. El conde de Monsalvat.
Han pasado muchos años. Soapes nunca dejó de golpear en la pared. Ahora sé para quién y con qué fines. Se llama Noffo Dei. Dei (¿por qué misteriosa cábala Dei y Dee suenan tan parecidos?, ¿Quién denunció a los templarios?), instruido por Soapes, ha denunciado a Bacon. No sé qué habrá dicho, pero hace unos días que el Verulamio está preso. Acusado de sodomía porque, según dicen (y tiemblo ante la idea de que sea verdad), tú, la Dark Lady, la Virgen Negra de los druidas y de los templarios, no eras, no eres más que el eterno andrógino, salido de las sabias manos ¿de quién? ¿De quién? Ahora, ahora lo sé de tu amante, ¡el conde de Saint-Germain! Pero, ¿quién es Saint-Germain sino el propio Bacon (cuántas cosas sabe Soapes, ese oscuro templario de muchas vidas…)?
El Verulamio ha salido de la cárcel, por arte de magia ha vuelto a ganarse el favor del monarca. Ahora, me dice William, pasa las noches junto al Támesis, en el Pilad’s Pub, jugando con esa extraña máquina que le inventara uno de Nola a quien luego hizo quemar horriblemente en Roma, después de haberle atraído a Londres para sustraerle su secreto, una máquina astral, devoradora de esferas alucinadas que, por infinitos universos y mundos, entre rutilantes luces angélicas, golpeando obscenamente, como bestia triunfante, con el pubis contra la caja, para simular las vicisitudes de los cuerpos celestes en las moradas de los Decanos y comprender los recónditos secretos de su magna instauración, y el propio secreto de la Nueva Atlántida, él ha llamado Gottlieb’s, parodiando el idioma sagrado de los Manifiestos atribuidos a Andreae… ¡Ah! me exclamo (s’écria-t-il), ahora lúcidamente consciente, pero demasiado tarde y en vano, mientras el corazón me late visiblemente bajo los encajes del corsé: por eso me ha arrebatado la trompeta, amuleto, talismán, vínculo cósmico para dar órdenes a los demonios. ¿Qué estará tramando en su Casa de Salomón? Es tarde, me repito, ahora ya le han dado demasiado poder.
Dicen que Bacon ha muerto. Soapes me asegura que no es verdad. Nadie ha visto su cadáver. Vive con un nombre falso en la corte del landgrave de Hesse, ahora iniciado en los supremos secretos y, por tanto, inmortal, dispuesto a seguir librando su tenebrosa batalla por el triunfo del Plan, en su nombre y bajo su control.
Después de esa muerte presunta, ha venido a verme William, con su sonrisa hipócrita, que la reja no lograba disimular.
Me ha preguntado por qué en el soneto III le escribí sobre un cierto Tintor, me ha citado el verso: To What It Works in, Like the Dyer’s Hand…
«Jamás he escrito esas palabras» le he dicho. Y era cierto… Está claro, las introdujo Bacon, antes de desaparecer, para lanzar una misteriosa señal a quienes luego tendrán que recibir a Saint-Germain en las distintas cortes, como experto en tinturas… Creo que en el futuro intentará hacerse pasar por el verdadero autor de las obras de William. ¡Cómo se vuelve claro todo al contemplarlo desde la oscuridad de un calabozo!
Where Art Thou, Muse, That Thou Forget’st So Long? Me siento cansado, enfermo. William espera que le proporcione nuevos materiales para sus grotescas clowneries en el Globe.
Soapes está escribiendo. Miro por encima de sus hombros. Está escribiendo un mensaje incomprensible: Rivverrun, past Eve and Adam’s… Esconde la hoja, me mira, me ve más pálido que un Espectro, lee la Muerte en mis ojos. Me susurra: «Descansa. No temas. Yo escribiré por ti.»