Era una estructura de seis metros de lado, situada en el centro de la sala: la superficie estaba formada por una multitud de pequeños cubos de madera, del tamaño de dados, unos más grandes que otros y unidos entre sí por hilos muy delgados. En cada cara de los cubos había pegado un cuadradito de papel, y en esos cuadraditos estaban escritas todas las palabras de su idioma, en todas las conjugaciones y declinaciones, pero en completo desorden… A una orden suya, los alumnos cogieron cada uno una de las cuarenta manivelas de hierro situadas alrededor del telar, y le imprimieron un rápido movimiento de rotación, con lo que se modificó la disposición de las palabras. Después el profesor ordenó a treinta y seis alumnos que leyeran en voz baja las distintas líneas, según aparecían en el telar, y que cuando encontrasen tres o cuatro palabras consecutivas que pudieran formar un fragmento de frase, las dictasen a otros cuatro estudiantes…
(J. Swift, Gulliver’s Travels, III, 5)
Creo que, al entretejer su sueño, Belbo estaba retomando, una vez más, el tema de la ocasión perdida, y de su voto de renuncia, por no haber sabido captar, si es que alguna vez había existido, el Momento. El Plan empezó porque Belbo se había resignado a fabricarse momentos ficticios.
Le había pedido no recuerdo qué texto, y él había hurgado en la mesa, entre una pila de originales amontonados peligrosamente, y sin ningún criterio de tamaño o forma, unos sobre los otros. Había encontrado el texto en cuestión y, al extraerlo, los otros habían ido a parar al suelo. Se habían abierto las carpetas y las hojas se habían salido de su sitio.
—¿No podía haber quitado antes lo de encima? —pregunté. Era como clamar en el desierto: siempre hacía lo mismo.
E invariablemente respondía:
—Las recogerá Gudrun esta tarde. Tiene que tener una misión en la vida, si no perderá su identidad.
Pero aquella vez me interesaba personalmente salvar los originales, porque ya me había incorporado a la empresa:
—Pero Gudrun no es capaz de volver a armarlos, pondrá las hojas donde no corresponde.
—Si Diotallevi oyese eso, saltaría de alegría. Surgirán libros distintos, eclécticos, casuales. Está dentro de la lógica de los diabólicos.
—Pero estaremos en la situación del cabalista. Necesitaremos milenios para encontrar la combinación adecuada. Usted asigna a Gudrun la función del mono que teclea eternamente en la máquina de escribir. Sólo cambia la duración. Desde el punto de vista evolutivo estaríamos en lo mismo. ¿No hay un programa que permita a Abulafia hacer este trabajo?
Entretanto había llegado Diotallevi.
—Claro que lo hay —dijo Belbo—, y en teoría permite trabajar con dos mil datos. Basta con tener ganas de escribirlos. Suponga que se trata de versos de poesías posibles. El programa le pregunta cuántos versos debe tener la poesía, y usted decide, diez, veinte, cien. Después el programa extrae del reloj interno del ordenador el número de segundos y lo randomiza, en pocas palabras, extrae de él una fórmula de combinación siempre nueva. Con diez versos puede obtener miles y miles de poesías casuales. Ayer inserté versos del tipo tiemblan los frescos tilos, tengo los párpados pesados, si la aspidistra quisiera, aquí te entrego la vida… He aquí algunos resultados:
Cuento las noches, suena el sistro…
Muerte, tu victoria…
Muerte, tu victoria…
Si la aspidistra quisiera…
Del corazón de aurora (oh corazón)
Tú siniestro albatros
(si la aspidistra quisiera…)
Muerte, tu victoria.
Tiemblan los frescos tilos,
cuento las noches, suena el sistro,
ya me acecha la upupa.
Tiemblan los frescos tilos.
—Hay repeticiones, no he logrado evitarlas, para eso habría que complicar mucho el programa. Pero también las repeticiones tienen un sentido poético.
—Interesante —dijo Diotallevi—. Esto me reconcilia con su máquina. ¿Así que si le diese toda la Torah y le dijese, cómo se dice, que randomizase, haría auténtica Tĕmurah y volvería a combinar los versículos del Libro?
—Sí, sólo es cuestión de tiempo. En pocos siglos está hecho.
—Pero si se insertan algunas decenas de proposiciones tomadas de las obras de los diabólicos —dije—, por ejemplo que los templarios huyeron a Escocia, o que el Corpus Hermeticum llegó a Florencia en 1460, más algún conectivo, como es evidente que o esto prueba que, pueden obtenerse secuencias reveladoras. Después se llenan los huecos, o se consideran las repeticiones como vaticinios, insinuaciones y advertencias. En el peor de los casos, inventamos un capítulo inédito de la historia de la magia.
—Genial —dijo Belbo—. Empecemos ahora mismo.
—No, son las siete. Mañana.
—Lo haré esta noche. Sólo le pido que me ayude un momento. Recoja del suelo una veintena de hojas al azar, léame la primera frase que vea y la convertimos en un dato.
Me incliné y recogí:
—José de Arimatea lleva el Grial a Francia.
—Perfecto. Anotado. Prosiga.
—Según la tradición templaria, Godofredo de Bouillon establece en Jerusalén el Gran Priorato de Sión. Debussy era un rosacruz.
—Perdonen —dijo Diotallevi—, pero también hay que insertar algún dato neutro, como que el koala vive en Australia o que Papin inventa la olla a presión.
—Minnie es la novia del Ratón Mickey —sugerí.
—Tampoco hay que exagerar.
—No, exageremos. Si empezamos admitiendo la posibilidad de que en el universo exista algún dato que no revele algo distinto, ya estamos fuera del pensamiento hermético.
—Tiene razón. Se acepta a Minnie. Y si me permiten yo introduciría un dato fundamental: los templarios están siempre por en medio.
—Esto no hay ni que decirlo —confirmó Diotallevi.
Seguimos un buen rato, hasta que se hizo realmente tarde. Pero Belbo dijo que no nos preocupásemos. Continuaría solo. Gudrun vino a avisar que iba a cerrar, Belbo le comunicó que se quedaría trabajando y le pidió que recogiese las hojas del suelo. Gudrun emitió algunos sonidos que podían pertenecer tanto al latín sine flexione como al cheremiso, y que en ambos casos expresaban desdén y fastidio, signo del parentesco universal entre todas las lenguas, por descender del mismo tronco adámico. Procedió a recogerlas, randomizando mejor que un ordenador.
A la mañana siguiente Belbo estaba radiante.
—Funciona —dijo—. Funciona y produce resultados sorprendentes.
Nos tendió el output impreso:
Los templarios están siempre por en medio
Lo que viene a continuación no es cierto
Jesús fue crucificado siendo gobernador Poncio Pilato
El sabio Ormus fundó la orden Rosa-Cruz en Egipto
Hay cabalistas en Provenza
¿Quién se casó en las bodas de Caná?
Minnie es la novia del Ratón Mickey
De ello se deduce que
Si
Los druidas veneraban a las vírgenes negras
Entonces Simón el Mago reconoce a Sophia en una prostituta de Tiro
¿Quién se casó en las bodas de Caná?
Los merovingios se declaran reyes por derecho divino
Los templarios están siempre por en medio.
—Un poco confuso —dijo Diotallevi.
—Es que no sabes ver las relaciones. Y no valoras como corresponde esa interrogación que aparece dos veces: ¿quién se casó en las bodas de Caná? Las repeticiones son claves mágicas. Naturalmente, he completado algunas cosas, pero completar la verdad es prerrogativa del iniciado. Esta es mi interpretación: Jesús no fue crucificado, y por eso los templarios renegaban del crucifijo. La leyenda de José de Arimatea encubre una verdad más profunda: Jesús, y no el Grial, llega a Francia, a la Provenza de los cabalistas. Jesús es la metáfora del Rey del Mundo, del verdadero fundador de los rosacruces. ¿Y con quién llega Jesús? Con su esposa. ¿Por qué los Evangelios no dicen quién se casó en Caná? Porque eran las bodas de Jesús, de las que no se podía hablar porque se había casado con una meretriz, María Magdalena. Por eso desde entonces todos los iluminados, desde Simón el Mago hasta Postel, buscan el principio del eterno femenino en un burdel. Por tanto, Jesús es el fundador de la estirpe real de Francia.