Y si se engendran tales monstruos hay que pensar que son obra de la naturaleza, aunque parezcan distintos del hombre.
(Paracelso, De Homunculis, en Operum Volumen Secundum, Genevae, De Tournes, 1658, p. 475)
Nos llevó hasta el jardín y de golpe me sentí que me atrevía a preguntar a los otros si realmente Lorenza había regresado. Había estado soñando. Pero poco después entramos en un invernadero y otra vez el calor sofocante me aturdió. Entre las plantas, la mayoría tropicales, había seis ampollas de vidrio en forma de pera, o de lágrima, herméticamente cerradas con un sello y llenas de un líquido cerúleo. Dentro de cada recipiente flotaba un ser de unos veinte centímetros de estatura: reconocimos al rey de los cabellos grises, a la reina, al moro, al guerrero y a los dos adolescentes con coronas de laurel, uno azul y el otro rosa… Se desplazaban con un ágil movimiento natatorio, como si estuviesen en su elemento.
Era difícil saber si se trataba de modelos de plástico o de cera o bien de seres vivos, entre otras cosas porque la ligera turbiedad del líquido impedía determinar si el leve jadeo que los animaba era un efecto óptico o una realidad.
—Parece que crecen día a día —dijo Agliè—. Cada mañana hay que enterrar los recipientes en un montículo de estiércol de caballo fresco, o sea caliente, que proporciona la temperatura necesaria para el crecimiento. Por eso Paracelso prescribe que los homúnculos se críen a temperatura de vientre de caballo. Según nuestro anfitrión, estos homúnculos le hablan, le comunican secretos, emiten vaticinios, unos le revelan las verdaderas medidas del Templo de Salomón, otros le explican cómo hay que proceder para exorcizar a los demonios… Honestamente, yo nunca les he oído hablar.
Tenían rostros muy expresivos. El rey miraba tiernamente a la reina y su mirada era muy dulce.
—Nuestro anfitrión me ha dicho que una mañana encontró al adolescente azul fuera de su prisión, tras haber escapado por algún medio desconocido, estaba tratando de romper el sello del recipiente donde estaba recluida su compañera… Pero estaba fuera de su elemento, le costaba respirar, y le salvaron por poco, volviéndole a meter en su líquido.
—Terrible —comentó Diotallevi—. Así no me interesan. Siempre hay que andar con el recipiente y conseguir estiércol, en todos los sitios a los que uno va. ¿Y en verano qué se hace? ¿Dejárselos al portero?
—Pero quizá —concluyó Agliè— sólo sean ludiones, diablillos de Descartes. O autómatas.
—Diablos, diablos —exclamó Garamond—. Usted, doctor Agliè, me está revelando un nuevo universo. Tendremos que volvernos más humildes, estimados amigos. Hay más cosas en el cielo y en la tierra… Pero, bueno, à la guerre comme à la guerre…
Garamond estaba sencillamente deslumbrado. Diotallevi mantenía una actitud de cinismo curioso, Belbo no dejaba traslucir sentimiento alguno.
Quise salir de dudas y le dije:
—Lástima que Lorenza no haya venido, se habría divertido.
—Pues sí —respondió, ausente.
Lorenza no había venido. Y yo estaba como Amparo en Río. Me sentía mal. Defraudado. No me habían pasado el agogõ.
Me aparté del grupo, volví a entrar en el edificio abriéndome paso entre la multitud, me acerqué al buffet, tomé algo fresco, no sin temer que contuviese algún filtro. Busqué un lavabo para mojarme las sienes y la nuca. Lo encontré, y me sentí aliviado. Pero al salir me llamó la atención una escalera de caracol y fui incapaz de renunciar a la nueva aventura. Quizá, aunque creyera que ya me había recobrado, seguía buscando aún a Lorenza.